lunes, 25 de julio de 2011

Freud, S. (1917) “Lecciones introductorias” Capítulos 2 y 3.

2ª conferencia.
Los actos fallidos

Señoras y señores: No partiremos de premisas, sino de una investigación. Como objeto de ella escogeremos ciertos fenómenos que son muy frecuentes, harto conocidos y muy poco apreciados, y que nada tienen que ver con enfermedades puesto que pueden observarse en cualquier persona sana. Son las llamadas operaciones fallidas del hombre, como cuando alguien quiere decir algo y dice en cambio otra palabra, el desliz verbal {Versprechen = trastrabarse}, o le ocurre lo mismo escribiendo, sea que pueda reparar en ello o no. 0 cuando alguien, en la publicación impresa o en el manuscrito de otro, lee algo diverso de lo que ahí se dice, el desliz en la lectura {Verlesen}; lo mismo si oye falsamente algo que se le dice, el desliz auditivo {Verhoren}, desde luego sin que exista para ello una afección orgánica de su capacidad auditiva. Otra serie de esos fenómenos tiene por base un olvido {Vergessen}, pero no uno permanente, sino sólo temporario; por ejemplo, cuando alguien no puede hallar un nombre que sin embargo conoce y que por regla general reencuentra luego, o cuando olvida ejecutar un designio del que más tarde empero se acuerda, y por tanto sólo lo había olvidado durante cierto lapso. En una tercera serie falta esa condición de lo meramente temporario, por ejemplo, en el extraviar {Verlegen}, cuando alguien guarda un objeto en alguna parte y después ya no atina a encontrarlo, o en el caso totalmente análogo del perder {Vertieren}. Frente a este olvido nos comportamos diversamente que frente a otros; nos asombra o nos enoja, en lugar de hallarlo comprensible. A ello se suman ciertos errores {Irrtümer} en los que de nuevo sale al primer plano la temporariedad, pues durante cierto lapso se cree algo de lo cual antes se supo y más tarde volverá a saberse que no es así, y una cantidad de fenómenos semejantes, a los que se conoce bajo diversos nombres.

Son todos acaecimientos cuyo parentesco estrecho se expresa [en alemán] en que van precedidos de idéntico prefijo, «ver-»; casi todos son de naturaleza nimia, la mayoría de las veces muy efímeros, y sin mayor importancia en la vida del hombre. Sólo de tiempo en tiempo uno de ellos, como la pérdida de objetos, alcanza repercusión práctica. Por eso casi no llaman la atención, excitan apenas débiles afectos, etc.

Para estos fenómenos quiero ahora solicitar la atención de ustedes. Pero, disgustados, me opondrán: «Hay tantos grandiosos enigmas en el ancho mundo, y en el más estrecho de la vida anímica; hay tantos motivos de asombro que piden y merecen explicación en el campo de las perturbaciones del alma, que parece en realidad desatinado malgastar trabajo e interés en tales pequeñeces. Si usted pudiera hacernos comprender cómo es que un hombre sano de vista y de oído puede ver y oír a la luz del día cosas que no existen, por qué otro se cree de pronto perseguido por aquellos seres que le eran hasta entonces los más entrañables o, con los fundamentos más sagaces, sustenta productos de su delirio que hasta a un niño tendrían que parecerle unos dislates, entonces estimaríamos en algo al psicoanálisis; pero si este no puede hacer otra cosa que ocuparnos en las razones por las cuales un orador en un banquete dijo una palabra por otra o un ama de casa extravió sus llaves y tonterías parecidas, entonces sabremos emplear en algo mejor nuestro tiempo y nuestro interés».

Les respondería yo: ¡Paciencia, estimadas señoras y señores! Creo que esa crítica no va por la senda correcta. El psicoanálisis, eso es verdad, no puede gloriarse de no haberse dedicado nunca a pequeñeces. Al contrario, su material de observación lo constituyen por lo común aquellos sucesos inaparentes que las otras ciencias arrojan al costado por demasiado ínfimos, por así decir la escoria del mundo de los fenómenos. Pero, ¿no confunden ustedes en su crítica la grandiosidad de los fenómenos con lo llamativo de sus indicios? ¿Acaso no existen cosas muy importantes que, en ciertas circunstancias y épocas, sólo pueden traslucirse por medio de indicios sumamente débiles? Podría mencionarles sin dificultad varias situaciones de esa índole. ¿No es mediante indicios mínimos como infieren -me dirijo a los hombres jóvenes que hay entre ustedes- que han conquistado la preferencia de una dama? ¿Aguardan para ello una expresa declaración de amor, un abrazo tórrido, o más bien les basta con una mirada inadvertida para otros, con un movimiento fugitivo, la presión de una mano *prolongada un segundo? Y si han participado como detectives en la investigación de un asesinato, ¿esperan realmente encontrarse con que el asesino dejó tras sí, en el lugar del hecho, una fotografía junto con su dirección, o más bien se conforman por fuerza con las huellas más leves e imperceptibles de la persona buscada? No despreciemos, entonces, los pequeños síntomas; quizá a partir de ellos logremos ponernos en la pista de algo más grande. Y además, como ustedes, yo pienso que los grandes problemas del mundo y de la ciencia tienen prioridad en nuestro interés. Pero las más de las veces de muy poco vale el expreso designio de ocuparse ahora en la investigación de este o estotro gran problema. Es que a menudo no sabemos adónde dirigir el paso siguiente. En el trabajo científico es más promisorio el abordaje de lo que se tiene directamente frente a sí y ofrece un camino para su investigación. Si se lo hace bien en profundidad, sin supuestos ni expectativas previos, y si se tiene suerte, es posible, a consecuencia de la concatenación que une todo con todo, también lo pequeño con lo grande, que incluso un trabajo tan falto de pretensiones dé acceso al estudio de los grandes problemas.

Así hablaría yo para retener el interés de ustedes en la consideración de las operaciones fallidas de las personas sanas, fenómenos en apariencia tan nimios. Ahora consultemos a cualquiera que sea ajeno al psicoanálisis y preguntémosle por el modo en que él se explica el acaecimiento de tales cosas.

Sin duda responderá primero: «¡Oh! Eso no merece explicación ninguna; son pequeñas contingencias». ¿Qué entiende nuestro hombre con eso? ¿Quiere decir que hay sucesos tan ínfimos que se salen del encadenamiento del acaecer universal, y que lo mismo podrían no ser como son? Si alguien quebranta de esa suerte en un solo punto el determinismo de la naturaleza, echa por tierra toda la cosmovisión científica. Podríamos hacerle ver cuánto más consecuente consigo misma es la cosmovisión religiosa cuando asegura de manera expresa que ningún gorrión se cae del tejado sin la voluntad expresa de Dios. Creo que nuestro amigo no querrá extraer esa consecuencia de su primera respuesta, se retractará y dirá que si él estudiara estas cosas hallaría de todos modos explicaciones para ellas. Se trata de pequeños deslizamientos de la función, de imprecisiones de la operación del alma, cuyas condiciones pueden indicarse. Un hombre que por lo demás habla correctamente quizá cometa un desliz verbal: 1) si está algo indispuesto y fatigado; 2) si está emocionado, y 3) si es :solicitado en demasía por otras cosas. Es fácil corroborar estas indicaciones. Y en efecto, el trastrabarse emerge con particular frecuencia cuando se está fatigado, se tienen dolores de cabeza o a uno está por atacarle una jaqueca. En esas mismas circunstancias ocurre con facilidad el olvido de nombres propios. Muchas personas suelen anticipar por esas ausencias de nombres propios la jaqueca que está por sobrevenirles (ver nota). También emocionados confundimos a menudo las palabras, y lo mismo las cosas, «trastrocamos las cosas confundidos» {Vergreifen}, y el olvido de designios así como una multitud de otras acciones impremeditadas se hacen notables cuando se está distraído, vale decir, en verdad, cuando se está concentrado en otra cosa. Un ejemplo conocido de semejante distracción es el profesor de la Fliegende BIätter, que olvida recoger su paraguas y se confunde de sombrero porque está pensando en los problemas que ha de tratar en su próximo libro. Cada uno de nosotros conoce por experiencia propia ejemplos de designios que nos hemos forjado, de promesas que hemos hecho y que olvidamos porque entretanto vivenciamos algo que nos solicitó con fuerza.

Esto nos suena por completo inteligible y parece exento de contradicción. Quizá no es muy interesante, al menos no tanto como habíamos esperado. Consideremos con mayor atención esas explicaciones de las operaciones fallidas. Las condiciones que se indicaron para la emergencia de esos fenómenos no son todas del mismo tipo. Estar indispuesto o tener trastornos circulatorios dan una fundamentación fisiológica a la falla de la función normal; excitación, fatiga, distracción son factores de otro tipo, que podrían llamarse psicofisiológicos. Estos últimos pueden trasponerse con facilidad a la teoría. Tanto por la fatiga como por la distracción, y quizá también por la excitación general, la atención se distribuye de un modo tal que puede traer por consecuencia que se dirija una atención escasa a la operación de que se trate. Es entonces particularmente fácil que esta se perturbe, se ejecute fallidamente. Un leve estado enfermizo o modificaciones en el aflujo de sangre al órgano nervioso central pueden traer este mismo efecto, ya que influyen de manera similar sobre el factor decisivo, la distribución de la atención. En todos los casos entrarían en juego, pues, los efectos de una perturbación de la atención, sea por causas orgánicas o por causas físicas.

Esto no parece proporcionarnos gran cosa para nuestro interés psicoanalítico. Podríamos sentirnos tentados de desistir del tema. Pero es el caso que, considerando las observaciones más de cerca, no todo se acomoda a esta teoría de las operaciones fallidas basada en la atención, o al menos no se deduce naturalmente de ella. Sabemos por la experiencia que esas acciones fallidas y esos olvidos ocurren también en personas que no están fatigadas, distraídas ni emocionadas, sino que en todo sentido se encuentran en su estado normal, a menos que precisamente a causa de la operación fallida se quiera atribuir con posterioridad a esas personas un estado de emoción que ellas mismas no confiesan. Tampoco puede concederse tan simplemente que una operación esté garantizada si aumenta la atención que se le dispensa, y amenazada si disminuye. Existe gran número de desempeños que se cumplen de manera puramente automática, con muy escasa atención, y no obstante se ejecutan con total seguridad. El paseante que apenas sabe adónde va, mantiene empero el camino correcto y llega a destino sin haberse descaminado [vergangen]. Al menos es lo que ocurre por regla general. El pianista ejercitado acierta en las teclas correctas sin pensar en ello. Desde luego, también puede trastrocarlas confundido alguna vez, pero sí el tocar de manera automática hubiera de acrecentar el peligro de que ello ocurra, precisamente el virtuoso, que por su gran ejercitación ejecuta de manera por entero automática, sería el más expuesto a este peligro. Vemos, por el contrario, que muchas ejecuciones salen especialmente bien cuando no son objeto de una atención muy elevada, y que el percance de la operación fallida puede sobrevenir cuando se otorga particular importancia a la operación correcta, vale decir, en casos en que con seguridad no se desvía la atención requerida. Podría sostenerse que esto es efecto de la «emoción», pero no se entiende por qué motivo la emoción no haría, más bien, que se pusiera mayor atención en algo que se procura con tanto interés. Cuando alguien, en un discurso importante o en un debate oral, comete un desliz y dice lo contrario de aquello que se proponía, ello difícilmente puede explicarse con arreglo a la teoría psicofisiológica o teoría de la atención.

Y entre las operaciones fallidas hay en verdad muchos fenómenos colaterales que no se comprenden ni se nos aclaran por las explicaciones propuestas hasta ahora. Si alguien, por ejemplo, olvida temporariamente un nombre, ello le enfada y a toda costa quiere recordarlo y no puede cejar en el empeño. ¿Por qué el enfadado logra tan raras veces dirigir su atención, como quisiera, a esa palabra que, según dice, «tiene en la punta de la lengua» y que al instante reconoce si la oye mencionar ante él? O bien: hay casos en que las operaciones fallidas se multiplican, se encadenan unas con otras, se sustituyen unas a otras. La primera vez habíamos olvidado una cita; la vez siguiente, en que nos hicimos el designio de no olvidarla, comprobamos que por error habíamos anotado otra hora. Por ciertos rodeos buscamos acordarnos de una palabra olvidada, y entonces se nos escapa un segundo nombre que habría podido servirnos para encontrar el primero. Y si ahora perseguimos ese segundo nombre, se nos sustrae un tercero, etc. Lo mismo, como es sabido, puede suceder en el caso de los errores de imprenta, que pueden concebirse como operaciones fallidas del cajista. Una de esas obstinadas erratas se filtró cierta vez en una hoja socialdemócrata. En la noticia sobre una festividad, se leía: «Entre los presentes se observó también a Su Alteza, el Kornprinz». Al día siguiente se intentó una enmienda. La hoja se disculpó y escribió: «Quiso decirse, desde luego, el "Knorprinz"». En tales casos suele hablarse del diablo de las erratas, del duende de la caja tipográfica y cosas parecidas, expresiones que en todo caso van más allá de una teoría psicofisiológica de los errores de imprenta. [Cf. PVC, págs. 130-1.]

Yo no sé si es de ustedes conocido que el trastrabarse puede ser provocado, inducido por sugestión, por así decir. Una anécdota lo ilustra: cierta vez, a alguien que debutaba en las tablas se le confió el importante papel de anunciar al rey, en Die Jungfrau von Orleans [de Schillerl, que «der Connétable schickt sein Schwert zurück» {el Condestable le devuelve su espada}; uno de los primeros actores se permitió la broma de apuntar al amilanado principiante repetidas veces durante el ensayo este otro texto, a cambio de aquel: «der Komfortabel schíckt sein Pferd zurück» {el cochero le devuelve su caballo}; y logró su propósito (ver nota). En la representación, el desdichado debutó realmente con ese modificado anuncio, por más que iba bastante advertido o quizá precisamente por eso.

Ninguno de estos pequeños rasgos de las operaciones fallidas encuentra explicación en la teoría de la falta de atención. Mas no por eso ha de ser ella necesariamente falsa. Quizá le falte algo, un complemento, para volverse por entero satisfactoria. Pero, a su vez, muchas de las operaciones fallidas pueden ser consideradas todavía desde otro punto de vista.

Tomemos, como la más apta para nuestros propósitos entre las operaciones fallidas, el desliz en el habla. Podríamos escoger a igual título el desliz en la escritura o en la lectura (ver nota). Sobre eso tenemos que advertir que hasta ahora sólo nos hemos preguntado cuándo, en qué condiciones, cometemos tales deslices, y únicamente con relación a eso hemos obtenido una respuesta. Pero también podemos dirigir hacía otro punto nuestro interés y proponernos averiguar la razón por la cual nos trastrabamos precisamente de este modo y no de otro; podemos tomar en cuenta lo que resulta del trastrabarse. Bien advierten ustedes que mientras no se dé respuesta a esa pregunta, mientras no se explique el efecto del trastrabarse, el fenómeno seguirá siendo una contingencia en su aspecto psicológico, por más que haya encontrado una explicación fisiológica. Cada vez que cometo un desliz al hablar, es evidente que podría hacerlo de maneras infinitamente diversas, cambiando la palabra correcta por una entre millares de otros o consumando incontables desfiguraciones de ella. Ahora bien, ¿hay algo que en el caso particular me impone, entre todas las maneras posibles, una manera determinada de trastrabarme, o ello queda librado al azar, al capricho, y nada racional puede aducirse para esta pregunta?

Dos autores, Meringer y Mayer (un filólogo y un psiquiatra), hicieron ya en 1895 el intento de abordar la cuestión del trastrabarse desde este costado. Reunieron ejemplos y los consideraron primero desde puntos de vista puramente descriptivos. Por supuesto, esto no proporciona todavía una explicación, pero puede indicarnos el camino hacia ella. Distinguen las desfiguraciones que el trastrabarse ocasiona en lo que se tenía la intención de decir, como: permutaciones, anticipaciones del sonido {VorkIarg}, posposiciones del sonido {NachkIang}, mezclas (contaminaciones) y recambios (sustituciones). Les daré ejemplos de estos grupos principales propuestos por los dos autores. Es un caso de permutación si alguien dice «La Milo de Venus» en lugar de «La Venus de Milo» (permutación en la secuencia de las palabras); una anticipación de sonido: «Es war mir auf der Schwest ... auf der Brust so schwer»;(ver nota y referencia) una posposición de sonido sería el conocido brindis malogrado: «Ich fordere Sie auf, auf das Wohl unseres Chefs auizustossen» (ver nota y referencia). Estas tres formas de trastrabarse no son muy frecuentes. En mayor número podrán observar ustedes casos en que el trastrabarse se produce por contracción o por mezcla; por ejemplo, si un caballero se dirige a una dama por la calle con estas palabras: «Si usted lo permite, señorita, querría yo acomtrajarla {begleitdigen} ». Es evidente que en la palabra mixta se esconde, junto a «acompañar» {Begleiten}, «ultrajar» {Beleídigen}. (Dicho sea de paso, el joven no habrá tenido mucho éxito con la dama.) Como sustitución, M. y M. citan el caso en que alguien dice: «Ich gebe die Práparate in den Briefkasten», en lugar de «Brütkasten», etc. (ver nota).

El intento de explicación que ambos autores fundan en su colección de ejemplos es particularmente insuficiente. Opinan que los sonidos y sílabas de una palabra tienen valencias diversas, y que la inervación del elemento de mayor valor puede influir perturbadoramente sobre la del de menor valor. Es evidente que para ello se basan en las anticipaciones y posposiciones del sonido, en sí mismas no tan frecuentes; en el caso de otros resultados del trastrabarse, esas preferencias del sonido, si es que en general existen, no cuentan. En efecto; la mayor parte de las veces nos trastrabamos diciendo en lugar de una palabra otra muy semejante a la primera, y esta semejanza satisface a muchos como explicación del trastrabarse. Valga el ejemplo de un profesor en su discurso inaugural: «No estoy geneigt {inclinado} (por geeignet {calificado}) para apreciar los méritos de mi estimado predecesor». Y otro: «En el caso de los genitales femeninos, a pesar de muchas Versuchungen {tentaciones} ... Perdón: Versuche {experimentos} ... ». [Cf. PVC, págs. 72 y 81.]

El tipo más habitual y también el más llamativo de trastrabarse es, empero, aquel en que se dice exactamente lo contrario de lo que se tenía la intención de decir. Esto, desde luego, nos lleva muy lejos de las relaciones entre los sonidos y de los efectos de semejanza, y en cambio puede sostenerse que los opuestos poseen entre sí un fuerte parentesco conceptual y se sitúan en una particular proximidad dentro de la asociación psicológica. Hay ejemplos históricos de este tipo: Un presidente de nuestra Cámara de Diputados abrió una vez la sesión con estas palabras: «Compruebo la presencia en el recinto de un número suficiente de señores diputados, y por tanto declaro cerrada la sesión» (ver nota).

Cualquier otra asociación corriente, que en ciertas circunstancias puede emerger de manera harto embarazosa, provoca parecida proclividad al desliz que el vínculo de oposición. Así, se cuenta que en una fiesta en honor del matrimonio de un vástago de H. HeImholtz con un vástago del conocido inventor y gran industrial W. Siemens, el famoso fisiólogo Dubois-Reymond hubo de pronunciar el brindis. Fue su discurso sin duda brillante, y lo cerró con estas palabras: «Larga vida entonces para la nueva firma: ¡Siemens y... HaIske!». Era, naturalmente, el nombre de la vieja firma. Para un berlinés, la conjunción de los dos nombres debía de ser tan usual como «Riedel y Beutel» lo sería para un vienés.

Por tanto, a las relaciones entre los sonidos y a la semejanza entre las palabras debemos agregar todavía la influencia de las asociaciones de palabras. Pero no basta con ello. En una serie de casos parece que la explicación del trastrabarse observado no se alcanza hasta que no se toma en cuenta una frase anterior, pronunciada o aun sólo pensada. Estamos de nuevo, pues, ante un caso de posposición del sonido, como aquellos destacados por Meringer, sólo que de proveniencia más distante. ¡Debo confesar que, en general, tengo la impresión de que ahora estamos más lejos que antes de comprender esa operación fallida que es el trastrabarse!

De todas maneras, creo no andar errado si declaro que, en el curso de la indagación emprendida, todos nosotros hemos recibido una impresión nueva que nos han dejado los ejemplos de deslices en el habla, y en la que tal vez valga la pena demorarse. Primero habíamos estudiado las condiciones bajo las cuales se produce en general un desliz de esa índole, y después abordamos las influencias que determinan el modo de la desfiguración provocada por él. Pero no hemos considerado todavía al efecto del trastrabarse por sí solo, sin mirar a su génesis. Si ahora nos decidimos a hacerlo, tendríamos que hallar por fin la osadía para decir: En algunos de los ejemplos, eso que el trastrabarse produjo tiene sin duda un sentido. ¿Qué significa que tiene un sentido? Solamente que el efecto del trastrabarse puede quizás exigir que se lo considere como un acto psíquico de pleno derecho que también persigue su meta propia, como una exteriorización de contenido y de significado. Hasta aquí hemos hablado siempre de acciones fallidas, pero ahora parece como si muchas veces la acción fallida misma fuese una acción cabal que no ha hecho sino remplazar a la otra, a la esperada o intentada.

Y este sentido propio de la acción fallida parece palpable e innegable en ciertos casos singulares. Cuando el presidente, con sus primeras palabras, cierra la sesión de la Cámara de Diputados en lugar de abrirla, nosotros nos inclinamos, conociendo las circunstancias en las cuales ocurrió el desliz, a discernir un sentido en esa acción fallida: él no esperaba nada bueno de la sesión, y le haría feliz poder interrumpirla de nuevo enseguida. Sin dificultad alguna revelamos ese sentido, vale decir, interpretamos este trastrabarse. O si una dama pregunta a otra, con tono en apariencia aprobatorio: «¿A ese sombrero nuevo, tan encantador, usted misma lo ha aulgepatzt [vocablo no existente, por aufgeputzt {arreglado}]? », ninguna cientificidad del mundo nos impedirá entender que ese trastrabarse quiere decir: «Ese sombrero es una Patzerei {chapucería}». O si una dama, conocida por lo enérgica, cuenta: «Mi marido preguntó al doctor por la dieta que debía observar; pero el doctor le dijo que no le hace falta ninguna dieta, puede comer y beber lo que yo quiera», ese trastrabarse no es otra cosa que la expresión indisimulable de un consecuente programa (ver nota).

Si entonces resulta, señoras y señores, que no sólo poseen sentido unos pocos casos de deslices en el habla y de operaciones fallidas en general, sino gran número de ellos, inevitablemente este sentido de las operaciones fallidas, del que hasta ahora nada se nos ha dicho, se convertirá para nosotros en lo más interesante y relegará con justicia todos los otros puntos de vista a un segundo plano. Podemos hacer a un lado, por consiguiente, todos los factores fisiológicos o psicofisiológicos, y nos está permitido consagrarnos a indagaciones de carácter puramente psicológico acerca del sentido, vale decir, el significado, el propósito de la operación fallida. Para ello no descuidaremos examinar con esa expectativa un material de observación más vasto.

Pero antes de llevar adelante este designio, los invito a que me sigan ustedes por otra pista. Hartas veces ha ocurrido que un escritor se sirviera del trastrabarse o de alguna otra operación fallida como recurso de figuración literaria. Este hecho por sí solo nos demuestra que a su juicio la operación fallida, el trastrabarse por ejemplo, posee un sentido, puesto que lo produce intencionadamente. No es que el autor se haya equivocado por casualidad al escribir, y después dejó que ese desliz en la escritura quedase como un desliz en el hablar de su personaje. Mediante el trastrabarse quiere darnos a entender algo. Por cierto, podemos examinar qué puede ser eso: si, por ejemplo, quiere indicarnos que su personaje está distraído o fatigado o ha de sobrevenirle una jaqueca. Desde luego, no hemos de sobrestimar que el autor emplee el trastrabarse como provisto de sentido. En la vida real podría carecer de sentido, podría ser una contingencia psíquica o poseer sentido sólo en rarísimos casos, y el autor reservarse el derecho de infundirle un sentido, mediante la presentación tipográfica, para sus propios fines. Pero no nos asombraría que el poeta nos enseñara sobre el trastrabarse más que el filólogo y el psiquiatra.

Un ejemplo de esta índole se encuentra en Wallenstein [de Schiller] (Piccolomini, acto I, escena 5). En la escena precedente, Max Piccolomini ha abrazado con la pasión más ardiente el partido del duque [de Wallenstein], y ha echado a volar la imaginación sobre las bendiciones de la paz que se le revelaron en su viaje, mientras acompañaba al campo a la hija de Wallenstein. Deja a su padre [Octavio] y al enviado de la corte, Questeriberg, sumidos en la consternación. Y ahora prosigue la quinta escena:



«Questenberg: ¡Ay de nosotros! ¿Así son las cosas? ¿Lo dejaremos, amigo mío, en ese delirio? ¿No lo llamamos ya mismo para abrirle los ojos?

Octavio (recobrándose después de una ensimismada meditación): El me los ha abierto ahora, y mi mirada penetra más lejos de lo que quisiera.

Questenberg: ¿De qué habla?

Octavio: ¡Maldito sea ese viaje!

Questenberg: ¿Pero por qué? ¿Qué ocurre?

Octavio: Venga usted. Debo seguir al punto la desdichada pista, verlo con mis propios ojos. Venga usted. (Quiere llevarlo consigo.)

Questenberg: ¿Por qué? ¿Adónde?

Octavio (urgido): Hacia ella.

Questenberg: Hacia...

Octavio (corrigiéndose): Hacia el duque, varnos».



Octavio quiso decir «hacía él» {zu ihm}, hacía el duque, pero se trastraba y al decir «hacia ella» {zu ihr} nos deja traslucir al menos que ha reconocido muy bien la influencia que hizo soñar con la paz al joven guerrero (ver nota).

Un ejemplo todavía más notable ha sido descubierto por O. Rank [1910c] en Shakespeare. Se encuentra en El mercader de Venecia, en la famosa escena en que el pretendiente preferido debe elegir entre los tres cofrecillos, y quizá no puedo hacer nada mejor que leerles aquí la breve exposición de Rank:

«En El mercader de Venecia de Shakespeare (acto III, escena 2) encontramos un desliz en el habla motivado con extrema fineza dramática, brillante como recurso técnico, que nos deja ver, como el que Freud señaló en el Wallenstein, que los poetas conocen muy bien el mecanismo y el sentido de esta operación fallida, y presuponen que también los lectores habrán de comprenderlos. Porcia, compelida por la voluntad de su padre a elegir un esposo echándolo a suertes, por obra del azar se ha librado hasta ahora de todos los pretendientes que le desagradaban. Por fin, en Basanio ha encontrado al candidato por quien se siente atraída, y no puede menos que temer que también a él la suerte le sea esquiva. En su corazón querría decirle que puede estar seguro de su amor aun si ello sucede, pero su voto se lo impide. En este conflicto interior, el poeta le hace decirle al festejante bienvenido:

"No os apresuréis, os lo suplico; esperad un día o dos antes de consultar la suerte, ya que si escogéis mal vuestra compañía perderé; aguardad, pues, un poco: algo me dice (¡pero no es el amor!) que perderos no quisiera. [ ... ]

...Podría enseñaros el medio de escoger bien, pero sería perjura, y no lo seré jamás; podéis perderme, entonces, y si eso ocurre, me haréis desear pecar convirtiéndome en perjura. ¡Mal haya vuestros ojos!, me han embrujado y partido en dos mitades; Una mitad es vuestra, la otra es vuestra... , mía, quiero decir; pero si mía, es vuestra, y así soy toda vuestra".

»Justamente eso que ella quería insinuarle apenas, porque en verdad a toda costa debía callarlo -que aun antes de la elección era toda de él y lo amaba-, es lo que el dramaturgo, con una sutil y asombrosa penetración psicológica, deja traslucir en el trastrabarse; mediante ese artificio sabe calmar la insoportable incertidumbre del amante, así como la tensión que el espectador, compenetrado con él, siente frente al resultado de la elección».

Noten ustedes, además, la finura con que Porcia concilia al final las dos expresiones contenidas en su trastrabarse, el modo en que resuelve la contradicción contenida en ellas y, sin embargo, da en definitiva la razón al desliz:



« ... pero si mía, es vuestra,
y así soy toda vuestra».



Un pensador alejado de la medicina ha descubierto también de pasada, con una observación, el sentido de una operación fallida, ahorrándonos por anticipado el trabajo de explicarla. Todos ustedes conocen al autor satírico Lichtenberg (1742-1799), dotado de un espíritu sagaz, de quien Goethe ha dicho: «Donde él hace una broma es que hay un problema oculto». Y aun a veces a través de la broma añora también la solución del problema. En sus Witzige und satirische Einfälle {Ocurrencias satíricas y chistosas} [1853], Lichtenberg registra esta frase: «Tanto había leído a Homero que donde decía "angenommen" {supuesto} él veía siempre "Agamemnon"». Es realmente la teoría del desliz en la lectura (ver nota).

La próxima vez examinaremos si podemos seguir a los creadores literarios en su concepción de las operaciones fallidas.







3ª conferencia.
Los actos fallidos.
(Continuación)




Señoras y señores: En la conferencia anterior se nos ocurrió que la operación fallida no había de considerarse en relación con la operación intentada que ella perturbó, sino en sí y por sí. Tuvimos la impresión de que en casos singulares parece dejar traslucir su sentido propio, y nos dijimos que si se corroborara en un ámbito más vasto que la operación fallida tiene un sentido, entonces este último se tornaría para nosotros más interesante que la investigación de las circunstancias en que aquella se produce.

Pongámonos de acuerdo otra vez sobre lo que entendemos por el «sentido» de un proceso psíquico. No es otra cosa que el propósito a que sirve, y su ubicación dentro de una serie psíquica. Para la mayor parte de nuestras investigaciones podemos sustituir «sentido» también por «propósito», «tendencia». ¿No incurrimos entonces en una ilusión engañosa o en una exaltación poética de la operación fallida cuando creímos reconocer en ella un propósito?

Atengámonos a los ejemplos del trastrabarse y abarquemos con la mirada un número mayor de tales observaciones. Hallaremos entonces categorías enteras de casos en que el propósito, el sentido del trastrabarse aparece con claridad. Sobre todo aquellos en que se dice lo contrario de lo que se tenía el propósito de expresar. Dice el presidente en el discurso de apertura [pág. 301: «Declaro cerrada la sesión». Y bien, eso es unívoco. Sentido y propósito de su dicho fallido {Fehlrede} es que él quiere cerrar la sesión. Nos gustaría recordar la cita «El mismo lo está diciendo»: no necesitamos más que tomarle la palabra. Y no me vengan ustedes con la objeción de que eso no es posible, porque bien sabemos que no quería cerrar la sesión sino abrirla, y él mismo, a quien acabamos de reconocer como la instancia decisoria, puede corroborarnos que quería abrirla. Con ello olvidarían que tenemos convenido considerar la operación fallida en sí y por sí; sobre su vínculo con la intención por ella perturbada deberemos hablar después. De lo contrario incurrirían ustedes en una falacia lógica, escamoteando lisa y llanamente el problema que ha de tratarse, lo que en inglés se llama begging the question {petición de principio}.

En otros casos en que uno no se ha trastrabado con lo contrario, es posible, no obstante, que a través del trastrabarse se exprese un sentido opuesto. «No estoy geneigt {inclinado} (por geeignet {calificado}) para apreciar los méritos de mi predecesor». Inclinado no es lo contrario de calificado, pero es una confesión paladina en nítida oposición a la situación en que el orador se propone hablar.

En otros casos todavía, el trastrabarse añade simplemente otro sentido al intentado. La frase suena como una síntesis, una abreviación, una condensación de varias frases. Así la dama enérgica: «El puede comer y beber lo que yo quiera». Es como si hubiera dicho: «El puede comer y beber lo que quiera; pero, ¿qué va a querer él? En su lugar quiero yo». El trastrabarse deja a menudo la impresión de una abreviación de esta índole. Por ejemplo, si un profesor de anatomía, después de su exposición sobre las cavidades nasales, pregunta a sus oyentes si entendieron, y frente a la unánime respuesta afirmativa replica: «Apenas puedo creerlo, pues las personas que entienden sobre las cavidades nasales pueden contarse, en una ciudad de millones de habitantes, con un dedo ... perdón, con los dedos de una mano». El dicho abreviado tiene también su sentido: dice que hay un solo hombre que entiende sobre eso (ver nota).

A estos grupos de casos en que la propia operación fallida exhibe como en un escaparate su sentido, se contraponen otros en que el trastrabarse no ha ofrecido nada en sí provisto de sentido, y que por tanto contradicen enérgicamente nuestras expectativas. Si alguien, por un desliz, trabuca un nombre propio o reúne una serie insólita de sonidos, ya este solo hecho, harto habitual, parece decidir por la negativa nuestro interrogante, a saber, si todas las acciones fallidas rinden algo provisto de sentido. Sólo que una consideración más atenta de tales ejemplos revela que es posible llegar a comprender esas desfiguraciones, y aun que no es muy grande la diferencia entre estos casos más oscuros y los anteriores, más claros.

Un señor a quien preguntaron por el estado de su caballo respondió: «Y... draut [palabra inexistente] ... dauert {durará} quizás un mes». Al indagársele qué quiso decir verdaderamente, manifestó que había pensado que era esa una historia «traurige» {triste}; el choque de «dauert» y «traurige» dio por resultado aquel «draut» (ver nota)

Otro contaba acerca de algunos asuntos que él desaprobaba, y prosiguió: «Pero entonces ciertos hechos salieron a Vorschtvein [palabra inexistente, en lugar de Vorschein {a la luz}] ... ». Preguntado, confirmó que había querido calificar de «Schweinereien» {porquerías} a esos asuntos. «Vorschein» y «Schweinerei», conjugados, engendraron ese extraño «Vorschwein» (ver nota). Recuerden ustedes el caso del joven que quiso begleitdigen a la dama desconocida. Nos habíamos tomado la libertad de descomponer esta formación léxica en begleiten {acompañar} y beleidigen {ultrajar}, y nos sentimos seguros de esa interpretación, sin pedir corroboración para ella. Por estos ejemplos ven ustedes que también estos casos más oscuros del trastrabarse admiten ser explicados por el encuentro, la interferencia, de dos propósitos diversos en el decir; las diferencias sólo surgen por el hecho de que en un caso un propósito sustituye enteramente a otro, como en el trastrabarse con lo contrario, mientras que otras veces debe conformarse con desfigurarlo o modificarlo, de suerte que se engendran formaciones mixtas que en sí resultan provistas de mayor o menor sentido.

Ahora creemos tener asido el secreto de un gran número de deslices del habla. Si nos afirmamos en esta intelección podremos comprender otros grupos, hasta ahora enigmáticos. En la desfiguración de nombres no podemos suponer, por ejemplo, que en todos los casos esté en juego la competencia entre dos nombres parecidos y no obstante diferentes; no es difícil, empero, colegir el segundo propósito. Es harto usual que se desfigure un nombre sin que medie desliz alguno; así, se procura hacerlo malsonante o que suene a algo despreciable, y esta clase de insulto es una conocida costumbre, o mala costumbre; a los hombres educados, muy temprano se les enseña a renunciar a ella, pero lo hacen de mala gana. Y aun siguen permitiéndosela como «chiste», de muy baja estofa, por lo demás. Para dar sólo un llamativo e irrespetuoso ejemplo de esa desfiguración de nombres: al de Poincaré, el presidente de la República Francesa, se lo han convertido en estos tiempos [los de la Primera Guerra Mundial] en «Schweinskarré». Esto nos lleva a suponer también en el trastrabarse un parecido propósito de insultar que se abre paso en la desfiguración del nombre. Esclarecimientos de tipo semejante se nos imponen cuando atendemos a ciertos casos de trastrabarse con un efecto cómico o absurdo. «Ich Jordere Sie auf, auf das Wobl unseres Cbefs aufzustossen». Aquí un humor festivo es perturbado inesperadamente por la irrupción de una palabra que despierta una representación chocante y, tomando como paradigma ciertos dichos insultantes u ofensivos, no podemos sino conjeturar que ahí pugna por expresarse una tendencia que contradice enérgicamente al homenaje que la ha suplantado; ella querría decir: «No se crea en eso, no lo digo en serio, ese tipo me importa un bledo», y cosas parecidas. Lo mismo es válido para aquellos deslices que trasforman unas palabras inofensivas en otras indecorosas y obscenas, como «Apopos» por á propos o «Eiscbeissweibcben» por Eiweissscbeibchen (ver nota).

Conocemos muchos hombres con esta tendencia a desfigurar intencionadamente palabras inocentes haciéndolas obscenas a fin de obtener una cierta ganancia de placer; se las tiene por chistosas, y en realidad, cuando las oímos de alguien, tenemos que averiguar primero si las dijo intencionadamente como chiste o se le deslizaron como percance.

¡Y bien, habríamos resuelto entonces, y con un esfuerzo relativamente escaso, el enigma de las operaciones fallidas! No son contingencias sino actos anímicos serios; tienen su sentido y surgen por la acción conjugada -quizá mejor: la acción encontrada- de dos propósitos diversos. Pero ahora me está pareciendo que ustedes quieren bombardearme con un sinnúmero de dudas y de preguntas que deben ser respondidas y satisfechas antes de que podamos regocijarnos con este primer resultado de nuestro trabajo. Desde luego, no quiero urgirlos a que tomen decisiones apresuradas. Avengámonos a considerarlo todo en su secuencia, una cosa después de otra, sopesándolas fríamente.

¿Qué quieren ustedes decirme? ¿Si yo opino que este esclarecimiento vale para todos los casos de deslices en el habla, o sólo para cierto número de ellos? ¿Si es lícito extender la misma concepción también a las otras muchas variedades de operaciones fallidas, al desliz en la lectura, al desliz en la escritura, al olvido, al trastrocar las cosas confundido, al extravío, etc.? ¿Qué importancia siguen teniendo los factores de la fatiga, la excitación, la distracción, la perturbación de la atención, en vista de la naturaleza psíquica de las operaciones fallidas? Además, bien se ve que de las dos tendencias concurrentes de la operación fallida una es siempre manifiesta, la otra no siempre. ¿Cómo hacemos para discernir esta última y cuándo creemos haberla discernido? ¿Cómo demostramos que no es meramente probable, sino que es la única correcta? ¿Tienen ustedes todavía algo más que preguntar? Si no lo tienen, proseguiré. Les recuerdo que en verdad no nos importan mucho las operaciones fallidas, y que con su estudio sólo hemos querido aprender algo valioso para el psicoanálisis. Por eso formulo esta pregunta: ¿Qué clase de propósitos o tendencias son los que de ese modo pueden perturbar a los otros propósitos o tendencias, y qué relaciones existen entre las tendencias perturbadoras y las perturbadas? Así, tras la solución del problema, nuestro trabajo empieza de nuevo.

Comencemos, entonces. ¿Este esclarecimiento vale para todos los casos de deslices en el habla? Me siento muy inclinado a creerlo, puesto que cuantas veces se investiga un caso de trastrabarse se puede hallar una solución de esa índole. Pero es imposible demostrar que sin ese mecanismo no puede producirse el desliz. Tal vez pueda; para nosotros es teóricamente indiferente, pues las claves que queremos deducir para la introducción al psicoanálisis quedan en pie con que sólo una minoría de casos -lo cual por cierto no es así- de deslices responda a nuestra concepción. En cuanto a la pregunta que sigue, a saber, si nos es lícito extender a las, otras variedades de operaciones fallidas lo que hemos aprendido respecto del trastrabarse, anticipadamente quiero responderla en forma afirmativa. Ustedes mismos se convencerán de ello cuando pasemos a considerar ejemplos de deslices en la escritura, de trastrocar las cosas confundido, etc. Pero por razones técnicas les propongo que pospongamos este trabajo hasta que hayamos tratado con mayor profundidad al trastrabarse mismo.

En cuanto a la importancia que pueda caber todavía a los factores privilegiados por los autores (la perturbación circulatoria, la fatiga, la excitación, la distracción, la teoría de la perturbación de la atención), si aceptamos el ya descrito mecanismo psíquico del trastrabarse, merece una respuesta más circunstanciada. Reparen bien en que no ponemos en entredicho esos factores. En general no es frecuente que el psicoanálisis ponga en entredicho algo que desde otros sectores se ha afirmado; como regla, se limita a agregar algo nuevo, y ocasionalmente sin duda da en el blanco, pues eso que hasta entonces se descuidó y que se agrega es lo esencial. Es preciso admitir sin más en la producción del trastrabarse la influencia de las disposiciones fisiológicas constituidas por un ligero malestar físico, perturbaciones circulatorias o estados de agotamiento; la experiencia diaria y personal de ustedes los convencerá de ello. Pero, ¡cuán poco queda explicado así! Sobre todo, no son condiciones necesarias de la operación fallida. El trastrabarse es posible igualmente en alguien que goza de plena salud y se encuentra en un estado normal. Por tanto, esos factores corporales no tienen otro valor que el de facilitar y favorecer el peculiar mecanismo anímico del trastrabarse. En una oportunidad anterior utilicé un símil a fin de ejemplificar esa relación (ver nota), y ahora lo repetiré porque no se me ocurre otro mejor. Supongan ustedes que una noche oscura yo caminaba por un lugar solitario y fui asaltado por un ladrón que me arrebató reloj y cartera, y entonces, no habiendo visto con claridad el rostro del ladrón, presenté mi queja en la comisaría más próxima con estas palabras: «La soledad y la oscuridad me acaban de robar mis objetos de valor». El comisario puede decirme sobre eso: «Usted parece rendir tributo, equivocadamente, a una concepción demasiado mecanicista. Diga mejor: "Amparado por la oscuridad, favorecido por la soledad, un ladrón desconocido le arrebató sus objetos de valor". La tarea esencial en su caso es, me parece, que nosotros descubramos al ladrón. Quizá podamos después restituirle lo robado».

Los factores psicofisiológicos, como la emoción, la distracción, la atención perturbada, evidentemente nos sirven muy poco a los fines de la explicación. No son más que unos giros verbales, unos biombos tras los cuales no debemos abstenernos de atisbar. Más bien corresponde indagar aquello que en este caso ha sido el producto de la excitación, de la desviación particular de la atención. De nuevo hemos de admitir la importancia de las influencias acústicas, las semejanzas entre las palabras y las asociaciones (Assoziation} usuales que parten de estas. Ellas facilitan el trastrabarse mostrándole los caminos por los que puede transitar. Pero cuando yo tengo frente a mí un camino, ¿eso decide también, como si fuera obvio, que habré de avanzar por él? Hace falta todavía un motivo para que me decida a hacerlo, y además una fuerza que me empuje hacia adelante por ese camino. Estas relaciones acústicas y léxicas, lo mismo que las disposiciones corporales, no hacen sino favorecer el desliz y no pueden proporcionar su genuino esclarecimiento. Piensen ustedes que en una enorme mayoría de casos mi decir no es perturbado por la circunstancia de que las palabras que uso recuerden a otras por semejanza de sonido, ni por el hecho de que se conecten íntimamente con sus contrarias o de ellas partan asociaciones usuales. Quizá podría orientarnos lo que sostiene el filósofo Wundt, a saber, que el desliz en el habla se produce cuando a consecuencia de un estado de agotamiento físico las inclinaciones a asociar prevalecen sobre la intención que se tenía de decir algo. Esto sería muy atendible sí la experiencia no lo contradijera; según su testimonio, en efecto, en una serie de casos de deslices en el habla no existen factores corporales que los favorezcan y, en otra, no existen los que podrían favorecerlos por asociación.

Ahora bien, reviste particular interés para mí la pregunta siguiente de ustedes, referida al modo en que pueden discernirse las dos tendencias que se interfieren entre sí. Quizá no sospechan ustedes toda la importancia de esta cuestión. Una de ellas, la tendencia perturbada, es siempre inequívoca, ¿no es verdad? La persona que comete la operación fallida la conoce y la declara. Sólo la otra, la perturbadora, puede dar ocasión a dudas y a cavilaciones, Pues bien, ya tenemos dicho, y con seguridad ustedes no lo han olvidado, que en una serie de casos esta otra tendencia es igualmente nítida. El efecto mismo del trastrabarse la indica, con que sólo osemos considerar ese efecto por sí mismo. El presidente que se trastraba en lo contrario ... es claro, él quería abrir la sesión, pero también es claro que le gustaría cerrarla. Eso es tan nítido que no nos queda nada por interpretar. Pero en los otros casos, en que la tendencia perturbadora no hace más que desfigurar a la originaria sin expresarse para nada ella misma ... ¿cómo averiguarla a partir de la desfiguración?

En toda una primera serie de casos, de manera muy simple y segura, a saber: de la misma manera en que se discierne la tendencia perturbada. Esta puede ser comunicada inmediatamente por el hablante; después del desliz, él restaura enseguida el texto originariamente intentado. «Y ... draut, no; ... dauert {durará} quizás un mes». Ahora bien, la tendencia desfiguradora puede ser igualmente declarada por él. Le preguntan: «¿Por qué dijo usted primero "draut"?», y responde: «Quise decir "Es una traurige {triste} historia"». Y en el otro caso, en el del que se trastrabó con «Vorschwein», él les corroboró también que primero quiso decir «Eso es una Schweinerei {porquería}», pero después se moderó y viró hacia otra frase. Por tanto, la tendencia desfiguradora se discierne aquí con igual seguridad que la desfigurada. No sin intención les he traído ejemplos cuya comunicación y resolución no provienen de mí ni de alguno de mis partidarios. Y no obstante, en los dos casos fue necesaria una cierta intervención para resolverlos. Fue preciso preguntar al hablante por qué se había equivocado así, qué atinaba él a decir sobre su desliz. De lo contrario, quizás habría seguido de largo después de trastrabarse, sin querer esclarecerlo. Preguntado, empero, dio la explicación con la primera ocurrencia {Einfall} que le vino. Y ahora vean ustedes: esa pequeña intervención y su éxito, eso es ya un psicoanálisis y el paradigma de toda indagación psicoanalítica que habremos de emprender en lo que sigue.

¿Soy acaso demasiado desconfiado si conjeturo que en el mismo momento en que emerge frente a ustedes el psicoanálisis también asoma su cabeza la resistencia contra él? ¿No sienten ganas de objetarme que el informe de la persona preguntada, la que produjo el desliz, no es enteramente probatorio? Tiene desde luego el empeño, opinan ustedes, de obedecer a la exhortación de que explique su desliz, y entonces dice justamente lo primero que por azar se le ocurre, con tal que le parezca apropiado como explicación. Con ello no se ha probado que el trastrabarse realmente se produjo así. Podría ser así, pero también de otro modo. Podría habérsele ocurrido otra cosa que se adecuase igualmente bien o quizá mejor.

¡Es asombroso el poco respeto que en el fondo tienen ustedes por un hecho psíquico! Supongan que alguien ha emprendido el análisis químico de una cierta sustancia y para un componente de ella ha hallado un cierto peso, de tantos miligramos. De la cuantía de este peso pueden extraerse determinadas conclusiones. ¿Acaso creen que a un químico alguna vez se le hubiera ocurrido criticar esas conclusiones con el motivo de que la sustancia aislada habría podido tener también otro peso? Todo el mundo se inclina ante el hecho de que era precisamente ese peso y no otro, y sobre él construye, confiado, sus inferencias subsiguientes. En cambio, ¡cuando se presenta el hecho psíquico de que al preguntado le viene una determinada ocurrencia, ustedes no lo admiten y dicen que también habría podido ocurrírsele otra cosa! Es que abrigan en su interior la ilusión de una libertad psíquica y no quieren renunciar a ella. Lamento encontrarme en este punto en la más tajante oposición con ustedes.

Ahora cederán ustedes, pero sólo para reanudar la resistencia en otro lugar. Prosiguen: «Entendemos que la técnica particular del psicoanálisis consiste en hacerle decir al analizado mismo la solución de su problema. Tomemos otro ejemplo, el del orador del banquete, quien, al proponer el brindis, exhorta a la concurrencia a "eructar" por la salud de su jefe. Dijo usted que la intención perturbadora es en este caso el insulto: es ella la que contradice a la expresión del homenaje. Pero esto es mera interpretación de parte suya, apoyada en observaciones exteriores al desliz. Si en este caso usted inquiriera al que lo produjo, no corroboraría que se propusiera insultar; más bien lo pondría enérgicamente en entredicho. ¿Por qué no resigna usted su indemostrable interpretación, en vista de esta tajante negativa?».

Sí; esta vez han sacado a relucir algo fuerte. Me imagino al desconocido orador de ese banquete; es con probabilidad un asistente del jefe de departamento festejado, quizá ya profesor auxiliar, un hombre joven con excelentes posibilidades en su vida. Yo quiero apremiarlo para que me diga si no sintió algo que pudo contradecir a su brindis de honor ... ¡así me va! El se pone impaciente y de pronto me espeta: «A ver usted, termine de una buena vez con sus preguntitas; de lo contrario me enfadaré. Usted me arruina toda mi carrera con sus sospechas. He dicho "aufslossen{eructar} en lugar de "anstossen" {brindar} simplemente porque en la misma frase ya por dos veces había proferido un "auf". Es lo que Meringer llama posposición del sonido, y ahí no caben sutilezas. ¿Me entiende usted? ¡Basta!». ¡Hum! Es una sorprendente reacción, una desautorización realmente enérgica. Veo que nada puede conseguirse con este joven, pero pienso entre mí que deja traslucir un fuerte interés personal en que su operación fallida no tenga sentido. Quizá también ustedes piensen que no tiene razón en enojarse tanto a causa de una indagación puramente teórica, pero en definitiva opinarán que él debe saber con exactitud lo que quiso decir y lo que no.

¿Debe saberlo? Quizá sea esa la cuestión.

Ahora creen ustedes tenerme atrapado. «Conque esa es su técnica», les oigo decir. «Cuando la persona que ha producido un desliz dice sobre él algo que a usted le conviene, entonces lo declara autoridad inapelable. "El mismo lo está diciendo". Pero cuando lo que él dice no le viene bien, asevera usted que eso no vale nada, que no hay que creerle» (ver nota).

De acuerdo. Pero puedo presentarles un caso parecido en que se procede de manera igualmente monstruosa. Cuando un acusado confiesa su delito ante el juez, este cree en la confesión; pero cuando niega, el juez no le cree. De otro modo no habría ninguna administración de justicia, y, a pesar de ocasionales errores, tienen ustedes que admitir ese sistema.

«¡Oh! ¿Es usted entonces el juez, y el que cometió el desliz, un acusado ante usted? ¿Conque trastrabarse es un delito?» (ver nota).

Quizá ni siquiera necesitemos rechazar esta comparación. Pero vean cuán profundas son las diferencias que han surgido entre nosotros tras ahondar apenas en los problemas, en apariencia tan inofensivos, de las operaciones fallidas. Y diferencias que por el momento no atinamos a zanjar. Les ofrezco un compromiso provisional sobre la babe del símil del juez y del acusado. Deben concederme que el sentido de una operación fallida no deja lugar a dudas cuando es el mismo analizado quien lo confiesa. Y a cambio de ello yo les admitiré que no puede obtenerse una prueba directa del sentido conjeturado cuando aquel rehusa comunicarlo, y desde luego tampoco cuando no está a mano para darnos ese informe. Aquí, como en el caso de la administración de justicia, nos vemos remitidos a indicios que nos permiten adoptar una decisión con mayor o menor grado de probabilidad. En un tribunal, por razones prácticas, es preciso pronunciar la culpabilidad aun por pruebas indiciarias. Nosotros no nos vemos compelidos a ello; pero tampoco estamos obligados a renunciar al empleo de tales indicios. Sería un error creer que una ciencia consta íntegramente de doctrinas probadas con rigor, y sería injusto exigirlo. Una exigencia así sólo puede plantearla alguien ansioso de autoridad, alguien que necesite sustituir su catecismo religioso por otro, aunque sea científico. La ciencia tiene en su catecismo sólo muy pocos artículos apodícticos; el resto son aseveraciones que ella ha llevado hasta cierto grado de probabilidad. Es justamente signo de que se tiene un modo de pensar científico el darse por contento con esas aproximaciones a la certeza, y poder continuar el trabajo constructivo a pesar de la ausencia de confirmaciones últimas.

Pero, ¿de dónde tomamos los puntos de apoyo para nuestras interpretaciones, los indicios para nuestra prueba, cuando lo dicho por el analizado no esclarece por sí el sentido de la operación fallida? De diversas partes. En primer lugar, de la analogía con fenómenos externos a las operaciones fallidas; por ejemplo, cuando sostenemos que el desfigurar nombres por trastrabarse tiene el mismo sentido insultante que el deformarlos intencionadamente. Además, de la situación psíquica en que acontece la operación fallida, de nuestro conocimiento sobre el carácter de la persona que la comete y de las impresiones que la han afectado antes, y frente a las cuales posiblemente reacciona de ese modo. Como regla, la interpretación de la operación fallida se realiza siguiendo ciertos principios generales; primero no es sino una conjetura, un esbozo de interpretación, y después el estudio de la situación psíquica nos permite corroborarla. Y aun muchas veces debemos esperar acontecimientos venideros, que se anunciaron, por así decir, a través de la operación fallida, para confirmar nuestra conjetura.

No me resulta fácil ofrecerles las ilustraciones de esto si es que debo circunscribirme al ámbito del trastrabarse aunque también aquí se obtienen algunos buenos ejemplos. El joven que quería begleitdigen a una dama es sin duda un tímido; la dama cuyo marido puede comer y beber lo que ella quiera me es conocida como una de esas mujeres enérgicas que llevan los pantalones en su casa. 0 tomen ustedes el siguiente caso: En una asamblea general de la «Concordia» (ver nota), un joven afiliado pronunció un Vigoroso discurso de oposición en el curso del cual se dirigió a la presidencia de la asamblea como los señores «Vorsebussmitglieder» {miembros del préstamo}, que parece compuesto de Vorstand y Ausschuss {presidencia y consejo}. Conjeturaremos que en él se despertó una tendencia perturbadora contra su oposición, que pudo apoyarse en algo que tenía que ver con un préstamo. Y de hecho nuestro informante nos dice que el orador sufría continuas penurias de dinero y en ese momento acababa de presentar una solicitud de crédito. Como intención perturbadora podemos entonces sustituir realmente este pensamiento: «Modérate en tu oposición; son las mismas personas que deben aprobarte el préstamo».

Ahora bien, cuando pase al ámbito de las otras operaciones fallidas, podré presentarles un rico florilegio de tales pruebas indiciarias.

Si alguien olvida un nombre propio que no obstante le es familiar, o, a pesar de sus esfuerzos, sólo con dificultad puede retenerlo, sospechamos que tiene algo contra el que lleva ese nombre, de suerte que prefiere no pensar en él; consideren ustedes las revelaciones acerca de la situación psíquica en que sobrevino la operación fallida en los siguientes casos.

«Un señor Y se enamora de una dama pero no tiene éxito con esta, la que poco después se casó con un señor X. Ahora bien, a pesar de que el señor Y conoce al señor X desde hace ya mucho tiempo, y hasta mantiene con él relaciones de negocios, olvida una y otra vez el nombre de este último, de modo tal que en varias ocasiones debió preguntarlo a otras personas cuando quiso comunicarse por carta con él». Es evidente que el señor Y no quiere saber nada de su dichoso rival, «En él no deberá ni pensarse».

O: Una dama pregunta a su médico por una conocida de ambos, pero la menciona por su nombre de soltera. Es que ha olvidado su nombre de casada. Confiesa que le disgustó mucho ese casamiento y no podía soportar al marido de su amiga (ver nota).

Acerca del olvido de nombres tendremos todavía mucho que decir en otros contextos; ahora nos interesa fundamentalmente la situación psíquica en que el olvido acontece.

El olvido de designios puede reconducirse en general a una corriente opositora que no quiere ejecutar el designio. Pero no lo creemos así sólo en el psicoanálisis, sino que es la concepción general de los hombres, que refrendan en la vida todo aquello que desmienten únicamente en la teoría. El protector que se disculpa ante su protegido por haber olvidado una petición que este le hiciera, en modo alguno se justifica a sus ojos. El protegido piensa enseguida: «A él no le importa nada; sin duda que prometió, pero en realidad no quiere hacer nada». [Cf. págs. 64-5.1 Por eso también en la vida está prohibido olvidarse en ciertas situaciones, y parece borrada la diferencia entre la concepción popular y la psicoanalítica de esta operación fallida. Imagínense ustedes a un ama de casa que recibe al huésped con estas palabras: «¡Qué! ¿Hoy viene usted? Había olvidado por completo que lo invité para hoy». 0 el joven que debe confesar a su amada que había olvidado concurrir a la última cita convenida; seguro que no lo confesará; más bien inventará improvisando los más inverosímiles obstáculos que en ese momento le impidieron acudir y después dar aviso de ello. Que en asuntos militares de nada vale y no salva del castigo la disculpa de haber olvidado algo, es cosa que todos sabemos y tenemos que hallarla justificada. Aquí hay acuerdo unánime acerca de que una determinada operación fallida posee sentido, y aun acerca del sentido que tiene. ¿Por qué no se es lo bastante consecuente para extender esta intelección a las otras operaciones fallidas y para confesarla cabalmente respecto de ellas? Desde luego, también para esto hay una respuesta.

Si el sentido de este olvido de designios es tan poco dudoso incluso para los legos, tanto menos sorprenderá a ustedes hallar que los creadores literarios emplean esta operación fallida en idéntico sentido. Aquel de vosotros que haya visto o leído César y Cleopatra, de Bernard Shaw, recordará que en la última escena, César, que se va de Egipto, es asediado por la idea de que se había propuesto hacer algo que no obstante ahora se le olvida. Al fin se acuerda: era despedirse de Cleopatra. Este pequeño artificio del autor quiere atribuir al gran César una superioridad que él no poseyó y a la que no aspiraba. Pueden enterarse ustedes, por las fuentes históricas, de que César hizo que Cleopatra lo siguiera a Roma, y de que ella vivía allí con su pequeño Cesarión cuando César fue asesinado, tras lo cual huyó de la ciudad (ver nota).

Los casos de olvido de designios son en general tan claros que nos resultan poco útiles para nuestro propósito, que es derivar de la situación psíquica indicios sobre el sentido de la operación fallida. Volvámonos por eso a una acción fallida particularmente multívoca e impenetrable, el perder y extraviar. Que en el caso del perder, una contingencia que a menudo se siente como tan dolorosa, participemos nosotros mismos con un propósito, he ahí algo que ustedes sin duda no hallarán creíble. Pero existen abundantes observaciones como esta: Un joven pierde su lápiz de mina, que le había sido muy querido. El día anterior había recibido una carta de su cuñado, que terminaba con estas palabras: «Por ahora no tengo ganas ni tiempo de solventar tu frivolidad y tu pereza». Ahora bien, el lápiz de mina era precisamente un obsequio de este cuñado. Sin esta coincidencia no podríamos haber afirmado desde luego, que en esa pérdida participó el propósito de desprenderse de la cosa (ver nota). Casos parecidos son muy frecuentes. Perdemos objetos cuando nos hemos enemistado con el dador y no queremos acordarnos más de él, o también cuando han dejado de gustarnos y queremos crearnos un pretexto para sustituirlos por otros mejores. A ese mismo propósito en relación con un objeto sirven también, por supuesto, el dejar caer, el romper, el destrozar. ¿Puede juzgarse contingente que un escolar, inmediatamente antes de su cumpleaños, pierda, arruine, rompa los objetos que usa, por ejemplo su portafolios o su reloj?

Quien haya vivido suficientemente el suplicio de no poder encontrar algo que él mismo guardó, tampoco querrá creer en la existencia de un propósito en el extraviar. Y no obstante, no son raros los ejemplos en que las circunstancias concomitantes del extraviar indican una tendencia a desechar el objeto temporaria o permanentemente. Quizás el ejemplo más bello de este tipo es el siguiente. Un hombre joven me cuenta: «Hace algunos años había desinteligencias en mi matrimonio; yo encontraba a mi mujer demasiado fría y, aunque admitía de buen grado sus sobresalientes cualidades, vivíamos sin ternura uno junto al otro. Cierto día, al volver de un paseo, ella me trajo un libro que había comprado porque podría interesarme. Le agradecí esa muestra de "atención", prometí leer el libro, lo guardé con ese fin y nunca más lo encontré. Así pasaron meses en que de tiempo en tiempo me acordaba de ese libro trasconejado, y era en vano querer hallarlo. Como medio año después enfermó mi querida madre, que vivía en otra casa. Mi mujer abandonó la nuestra para cuidar a su suegra. El estado de la enferma empeoró y dio a mi mujer ocasión de mostrar sus mejores cualidades. Al atardecer de cierto día vuelvo a casa entusiasmado por la devoción de mí mujer y rebosante de agradecimiento hacia ella. Me encamino a mi escritorio, abro un determinado cajón sin propósito deliberado, pero con la seguridad de un sonámbulo, y ahí, encima de todo, encuentro el libro que por tanto tiempo había echado de menos, el libro extraviado (ver nota). Al desaparecer el motivo tocó a su fin también el extravío del objeto.

Señoras y señores: Podría multiplicar al infinito esta colección de ejemplos. Pero no quiero hacerlo aquí. En mi Psicopatología de la vida cotidiana (la primera edición es de 1901) encontrarán ustedes, en todo caso, una rica casuística para el estudio de las operaciones fallidas (ver nota). Todos esos ejemplos producen siempre el mismo resultado: tornan verosímil que las operaciones fallidas tienen un sentido, y muestran el modo en que ese sentido se averigua o se corrobora a partir de circunstancias concomitantes. Hoy abrevio porque nos hemos ceñido al propósito de extraer algún beneficio del estudio de estos fenómenos para una preparación al psicoanálisis. Sólo dos grupos de observaciones tengo que considerar todavía aquí, las operaciones fallidas acumuladas y combinadas, y la corroboración de nuestras interpretaciones mediante acontecimientos que sobrevienen después.

Las operaciones fallidas acumuladas y combinadas son por cierto las flores más preciadas de su género. Si aquí sólo nos interesara demostrar que las operaciones fallidas tienen un sentido, desde el comienzo nos habríamos circunscrito a ellas, pues su sentido es inequívoco aun para una inteligencia obtusa y sabe salir airoso del juicio crítico más exigente. La acumulación de manifestaciones trasluce una obstinación que casi nunca se debe al mero azar, sino que concuerda bien con un designio. Por último, la permutación recíproca de las diversas variedades de operación fallida nos muestra lo importante, lo esencial en esta última: no la forma ni los medios de que se vale, sino el propósito a que sirve y que debe ser alcanzado por los caminos más diferentes. Quiero presentarles, entonces, un caso de olvido repetido: Ernest Jones [1911b, pág. 483] cuenta que en una ocasión, por motivos que él ignoraba, había dejado estar una carta varios días sobre su escritorio. Al fin se decidió a enviarla, pero le fue devuelta por la «Dead Letter Office» pues había olvidado ponerle la dirección. Hizo esto último, la llevó al correo, pero esta vez sin sello postal. Y entonces tuvo que confesarse por fin su aversión a despachar la carta.

En otro caso se combinan un trastrocar las cosas confundido y un extravío. Una dama viaja con su cuñado, un artista famoso, a Roma. El visitante es muy agasajado por los alemanes que viven en Roma, quienes le obsequian, entre otras cosas, una medalla de oro antigua. A la dama le mortifica que su cuñado no sepa apreciar suficientemente esa bella pieza. Llegada a su casa tras ser relevada por su hermana, al desempacar descubre que se ha traído consigo -no sabe cómo- la medalla. Enseguida se lo comunica por carta a su cuñado y le anuncia que al día siguiente reexpedirá a Roma lo sustraído. Pero al día siguiente la medalla se ha extraviado tan habilidosamente que no se la puede encontrar ni enviar, y entonces se le trasluce a la dama el significado de su «distracción», a saber, que quería quedarse con la pieza (ver nota).

Ya les mencioné un ejemplo de combinación entre un olvido y un error: alguien olvida la primera vez una cita y la segunda vez, con el firme propósito de no olvidarla, se aparece a una hora diversa de la convenida. Un caso enteramente análogo es el que me ha contado un amigo, vivido por él mismo; este amigo, además de intereses científicos, los tiene literarios. Dice: «Hace algunos años acepté ser elegido para integrar el comité directivo de una sociedad literaria porque suponía que esto podría ayudarme a conseguir que se representara mi pieza dramática, y participé regularmente, aunque sin mucho interés, en las sesiones que se realizaban todos los viernes. Ahora bien, hace algunos meses recibí seguridades de que mi pieza se representaría en el teatro de F., y desde entonces me ocurrió olvidar habitualmente las reuniones de esa sociedad. Cuando leí el libro de usted sobre estas cosas, me avergoncé de mi olvido, y me reproché que era una bajeza faltar ahora, cuando ya no podía servirme de esa gente; y tomé la resolución de no olvidar por nada del mundo la reunión del viernes siguiente. Mantuve continuamente en la memoria este designio hasta que lo cumplí y me encontré ante la puerta de la sala de sesiones. Para mi asombro, estaba cerrada. La reunión ya se había realizado; yo había errado el día: ¡Ya era sábado!».

Sería bastante atractivo reunir observaciones parecidas, pero sigo adelante; quiero que ustedes entrevean los casos en que nuestra interpretación tiene que aguardar a que el futuro la corrobore.

La condición principal de estos casos es, según se comprende, que ignoremos la situación psíquica presente o no podamos averiguarla. Entonces nuestra interpretación sólo tiene el valor de una conjetura a la que nosotros mismos no queremos atribuirle demasiado peso. Pero más tarde acontece algo que nos muestra cuán justificada era ya entonces esa interpretación nuestra. Una vez era yo huésped en casa de una pareja de recién casados, y escuché a la joven señora contar riendo su última vivencia: el día siguiente a su regreso del viaje de bodas fue a visitar a su hermana soltera a fin de salir de compras con ella, como en los viejos tiempos, mientras el marido acudía a sus ocupaciones. De pronto advirtió la presencia de un señor en el otro extremo de la calle y exclamó, codeando a su hermana: «¡Mira, ahí va el señor L.!». Había olvidado que ese señor desde hacía algunas semanas era su marido. Me quedé helado con ese relato pero no me atreví a extraer la inferencia. Esta pequeña historia sólo fue revivida por mí años más tarde, después que ese matrimonio tuvo el desenlace más desdichado (ver nota).

A. Maeder cuenta de una dama que el día anterior a su boda había olvidado probarse el vestido de novia y, para desesperación de la modista, sólo se acordó de hacerlo casi al anochecer. Y a propósito de este olvido Maeder dice quepoco después se divorció de su marido. Conozco a una dama, hoy divorciada, que en los actos de administración de sus bienes a menudo firmaba documentos con su nombre de soltera, muchos años antes de que recuperase este. Sé de otras señoras que durante el viaje de bodas perdieron su anillo matrimonial, y sé también que el curso del matrimonio otorgó sentido a esta contingencia. Agregaré un brillante ejemplo que tuvo mejor desenlace. De un famoso químico alemán se cuenta que su matrimonio no se produjo porque él había olvidado la hora de la boda y en lugar de presentarse en la iglesia se había ido al laboratorio. Fue lo bastante prudente para conformarse con su intento, y murió soltero a edad avanzada.

Quizá se les haya ocurrido a ustedes que en estos ejemplos las acciones fallidas hacen las veces de los augurios o presagios de los antiguos. Y en verdad, una parte de los augurios no eran otra cosa que las operaciones fallidas, por ejemplo, cuando alguien tropezaba o caía. Otra parte, es cierto, presentaba los caracteres del acaecer objetivo, no del obrar subjetivo. Pero ustedes no imaginan cuán difícil es muchas veces, con ocasión de un suceso determinado, decidir si pertenece a uno u otro de esos dos grupos. El obrar se las arregla con harta frecuencia para enmascararse como un vivenciar pasivo.

Aquel de nosotros que tenga tras de sí una experiencia más larga de la vida y pueda reflexionar sobre ella se dirá, probablemente, que se habría ahorrado muchos desengaños y muchas sorpresas dolorosas si hubiera reunido el coraje y la decisión para interpretar como presagios las pequeñas acciones fallidas que sobrevienen en el trato de los hombres, y para valorarlas como indicios de sus intenciones todavía secretas. La mayoría de las veces no nos atrevemos a hacerlo; podría parecer que por el rodeo de la ciencia nos estamos volviendo de nuevo supersticiosos. Pero no todos los presagios aciertan, y ustedes comprenderán, por nuestras teorías, que no hace falta que todos acierten.

viernes, 6 de agosto de 2010

Freud (1909) PSICOANALISIS (Conferencias I, II y III)

Cinco conferencias sobre psicoanálisis. (1910 [1909]).

Über Psychoanalyse


Nota introductoria




I



Señoras y señores: Dictar conferencias en el Nuevo Mundo ante un auditorio ávido de saber provoca en mí un novedoso y desconcertante sentimiento. Parto del supuesto de que debo ese honor solamente al enlace de mi nombre con el tema del psicoanálisis, y por eso me propongo hablarles de este último. Intentaré proporcionarles en la más apretada síntesis un panorama acerca de la historia, la génesis y el ulterior desarrollo de este nuevo método de indagación y terapia.

Si constituye un mérito haber dado nacimiento al psicoanálisis, ese mérito no es mío. (ver nota) Yo no participé en sus inicios. Era un estudiante preocupado por pasar sus últimos exámenes cuando otro médico de Viena, el doctor Josef Breuer, aplicó por primera vez ese procedimiento a una muchacha afectada de histeria (desde 1880 hasta 1882). De ese historial clínico y terapéutico nos ocuparemos; ahora. Lo hallarán expuesto con detalle en Estudios sobre la histeria [1895], publicados luego por Breuer y por mí. (ver nota)

Una sola observación antes de empezar: no sin satisfacción me he enterado de que la mayoría de mis oyentes no pertenecen al gremio médico. No tengan ustedes cuidado; no hace falta una particular formación previa en medicina para seguir mi exposición. Es cierto que por un trecho avanzaremos junto con los médicos, pero pronto nos separaremos para acompañar al doctor Breuer en un peculiarísimo camino.

La paciente del doctor Breuer, una muchacha de veintiún años, intelectualmente muy dotada, desarrolló en el trayecto de su enfermedad, que se extendió por dos años, una serie de perturbaciones corporales y anímicas merecedoras de tomarse con toda seriedad. Sufrió una parálisis con rigidez de las dos extremidades del lado derecho, que permanecían insensibles, y a veces esta misma afección en los miembros del lado izquierdo; perturbaciones en los movimientos oculares y múltiples deficiencias en la visión, dificultades para sostener la cabeza, una intensa tussis nervosa, asco frente a los alimentos y en una ocasión, durante varias semanas, incapacidad para beber no obstante una sed martirizadora; además, disminución de la capacidad de hablar, al punto de no poder expresarse o no comprender su lengua materna, y, por último, estados de ausencia, confusión, deliria, alteración de su personalidad toda, a los cuales consagraremos luego nuestra atención.

Al tomar conocimiento ustedes de semejante cuadro patológico, se inclinarán a suponer, aun sin ser médicos, que se trata de una afección grave, probablemente cerebral, que ofrece pocas perspectivas de restablecimiento y acaso lleve al temprano deceso de los aquejados por ella. Admitan, sin embargo, esta enseñanza de los médicos: para toda una serie de casos que presentan esas graves manifestaciones está justificada otra concepción, mucho más favorable. Si ese cuadro clínico aparece en una joven en quien una indagación objetiva demuestra que sus órganos internos vitales (corazón, riñones) son normales, pero que ha experimentado violentas conmociones del ánimo, y si en ciertos caracteres más finos los diversos síntomas se apartan de lo que cabría esperar, los médicos no juzgarán muy grave el caso. Afirmarán no estar frente a una afección orgánica del cerebro, sino ante ese enigmático estado que desde los tiempos de la medicina griega recibe el nombre de histeria y es capaz de simular toda una serie de graves cuadros. Por eso no disciernen peligro mortal y consideran probable una recuperación -incluso total- de la salud. No siempre es muy fácil distinguir una histeria de una afección orgánica grave. Pero no necesitamos saber cómo se realiza un diagnóstico diferencial de esta clase; bástenos la seguridad de que justamente el caso de la paciente de Breuer era uno de esos en que ningún médico experto erraría el diagnóstico de histeria. En este punto podemos traer, del informe clínico, un complemento: ella contrajo su enfermedad mientras cuidaba a su padre, tiernamente amado, de una grave dolencia que lo llevó a la tumba, y a raíz de sus propios males debió dejar de prestarle esos auxilios.

Hasta aquí nos ha resultado ventajoso avanzar junto con los médicos, pero pronto nos separaremos de ellos. En efecto, no esperen ustedes que las perspectivas del tratamiento médico hayan de mejorar esencialmente para el enfermo por el hecho de que se le diagnostique una histeria en lugar de una grave afección cerebral orgánica. Frente a las enfermedades graves del encéfalo, el arte médico es impotente en la mayoría de los casos, pero el facultativo tampoco sabe obrar nada contra la afección histérica. Tiene que dejar librados a la bondadosa naturaleza el momento y el modo en que se realice su esperanzada prognosis. (ver nota)

Entonces, poco cambia para el enfermo al discernírsele la histeria; es al médico a quien se le produce una gran variación. Podemos observar que su actitud hacia el histérico difiere por completo de la que adopta frente al enfermo crónico. No quiere dispensar al primero el mismo grado de interés que al segundo, pues su dolencia es mucho menos seria, aunque parezca reclamar que se la considere igualmente grave. Pero no es este el único motivo. El médico, que en sus estudios ha aprendido tantas cosas arcanas para el lego, ha podido formarse de las causas y alteraciones patológicas (p. ej., las sobrevenidas en el encéfalo de una persona afectada de apoplejía o neoplasia) unas representaciones que sin duda son certeras hasta cierto grado, puesto que le permiten entender los detalles del cuadro clínico. Ahora bien, todo su saber, su previa formación patológica y anátomo-fisíológica, lo desasiste al enfrentar las singularidades de los fenómenos histéricos. No puede comprender la histeria, ante la cual se encuentra en la misma situación que el lego. He ahí algo bien ingrato para quien tanto se precia de su saber en otros terrenos. Por eso los histéricos pierden su simpatía; los considera como unas personas que infringen las leyes de su ciencia, tal como miran los ortodoxos a los heréticos; les atribuye toda la malignidad posible, los acusa de exageración y deliberado engaño, simulación, y los castiga quitándoles su interés.

Pues bien; el doctor Breuer no incurrió en esta falta con su paciente: le brindó su simpatía e interés, aunque al comienzo no sabía cómo asistirla. Es probable que se lo facilitaran las notables cualidades espirituales y de carácter de ella, de las que da testimonio en el historial clínico que redactó. Su amorosa observación pronto descubrió el camino que le posibilitaría el primer auxilio terapéutico.

Se había notado que en sus estados de ausencia, de alteración psíquica con confusión, la enferma solía murmurar entre sí algunas palabras que parecían provenir de unos nexos en que se ocupase su pensamiento. Entonces el médico, que se hizo informar acerca de esas palabras, la ponía en una suerte de hipnosis y en cada ocasión se las repetía a fin de moverla a que las retornase. Así comenzaba a hacerlo la enferma, y de ese modo reproducía ante el médico las creaciones psíquicas que la gobernaban durante las ausencias y se habían traslucido en esas pocas palabras inconexas. Eran fantasías tristísimas, a menudo de poética hermosura -sueños diurnos, diríamos nosotros-, que por lo común tomaban como punto de partida la situación de una muchacha ante el lecho de enfermo de su padre. Toda vez que contaba cierto número de esas fantasías, quedaba como liberada y se veía reconducida a la vida anímica normal. Ese bienestar, que duraba varías horas, daba paso al siguiente día a una nueva ausencia, vuelta a cancelar de igual modo mediante la enunciación de las fantasías recién formadas. No era posible sustraerse a la impresión de que* la alteración psíquica exteriorizada en las ausencias era resultado del estímulo procedente de estas formaciones de fantasía, plenas de afecto en grado sumo. La paciente misma ' que en la época de su enfermedad, asombrosamente, sólo hablaba y comprendía el inglés, bautizó a este novedoso tratamiento como «talking cure» {«cura de conversación»} o lo definía en broma como «chimney-sweeping» {«limpieza de chimenea»}.

Pronto se descubrió como por azar que mediante ese deshollinamiento del alma podía obtenerse algo más que una eliminación pasajera de perturbaciones anímicas siempre recurrentes. También se conseguía hacer desaparecer los síntomas patológicos cuando en la hipnosis se recordaba, con exteriorización de afectos, la ocasión y el asunto a raíz del cual esos síntomas se habían presentado por primera vez. «En el verano hubo un período de intenso calor, y la paciente sufrió mucha sed; entonces, y sin que pudiera indicar razón alguna, de pronto se le volvió imposible beber. Tomaba en su mano el ansiado vaso de agua, pero tan pronto lo tocaban sus labios, lo arrojaba de sí como si fuera una hidrofóbica. Era evidente que durante esos segundos caía en estado de ausencia. Sólo vivía a fuerza de frutas, melones, etc., que le mitigaban su sed martirizadora. Cuando esta situación llevaba ya unas seis semanas, se puso a razonar en estado de hipnosis acerca de su dama de compañía inglesa, a quien no amaba, y refirió entonces con todos los signos de la repugnancia cómo había ido a su habitación, y ahí vio a su perrito, ese asqueroso animal, beber de un vaso. Ella no dijo nada pues quería ser cortés. Tras dar todavía enérgica expresión a ese enojo que se le había quedado atascado, pidió de beber, tomó sin inhibición una gran cantidad de agua y despertó de la hipnosis con el vaso en los labios. Con ello la perturbación desaparecía para siempre». (ver nota)

Permítanme detenerme un momento en esta experiencia. Hasta entonces nadie había eliminado un síntoma histérico por esa vía, ni penetrado tan hondo en la inteligencia de su causación. No podía menos que constituir un descubrimiento de los más vastos alcances si se corroboraba la expectativa de que también otros síntomas, y acaso la mayoría, nacían de ese modo en los enfermos e igualmente se los podía cancelar. Breuer no ahorró esfuerzos para convencerse de ello, y pasó a investigar de manera planificada la patogénesis de los otros síntomas, más graves. Y así era, efectivamente; casi todos los síntomas habían nacido como unos restos, como unos precipitados si ustedes quieren, de vivencias plenas de afecto a las que por eso hemos llamado después. «traumas psíquicos»; y su particularidad se esclarecía por la referencia a la escena traumática que los causó. Para decirlo con un tecnicismo, eran determinados {determinieren} por las escenas cuyos restos mnémicos ellos figuraban, y ya no se debía describirlos como unas operaciones arbitrarias o enigmáticas de la neurosis. Anotemos sólo una desviación respecto de aquella expectativa. La que dejaba como secuela al síntoma no siempre era una vivencia única; las más de las veces habían concurrido a ese efecto repetidos y numerosos traumas, a menudo muchísimos de un mismo tipo. Toda esta cadena de recuerdos patógenos debía ser reproducida luego en su secuencia cronológica, y por cierto en sentido inverso: los últimos primero, y los primeros en último lugar; era de todo punto imposible avanzar hasta el primer trauma, que solía ser el más eficaz, saltando los sobrevenidos después.

Querrán ustedes, sin duda, que les comunique otros ejemplos de causación de síntomas histéricos, además de esta aversión al agua por asco al perro que bebió del vaso. Empero, si deseo cumplir mi programa, debo limitarme a muy pocas muestras. Así, Breuer refiere que las perturbaciones en la visión de la enferma se reconducían a ocasiones «de este tipo: la paciente estaba sentada, con lágrimas en los ojos, junto al lecho de enfermo de su padre, cuando este le preguntó de pronto qué hora era; ella no veía claro, hizo un esfuerzo, acercó el reloj a sus ojos y entonces la esfera se le apareció muy grande (macropsia y strabismus convergens); o bien se esforzó por sofocar las lágrimas para que el padre no las viera». Por otra parte, todas las impresiones patógenas venían de la época en que participó en el cuidado de su padre enfermo. «Cierta vez hacía vigilancia nocturna con gran angustia por el enfermo, que padecía alta fiebre, y en estado de tensión porque se esperaba a un cirujano de Viena que practicaría la operación. La madre se había alejado por un rato, y Anna estaba sentada junto al lecho del enfermo, con el brazo derecho sobre el respaldo de la silla. Cayó en un estado de sueño despierto y vio cómo desde la pared una serpiente negra se acercaba al enfermo para morderlo. (Es muy probable que en el prado que se extendía detrás de la casa aparecieran de hecho algunas serpientes y ya antes hubieran provocado terror a la muchacha, proporcionando ahora el material de la alucinación.) Quiso espantar al animal pero estaba como paralizada; el brazo derecho, pendiente sobre el respaldo, se le había «dormido», volviéndosele anestésico y parético, y cuando lo observó los dedos se mudaron en pequeñas serpientes rematadas en calaveras (las uñas). Probablemente hizo intentos por ahuyentar a la serpiente con la mano derecha paralizada, y por esa vía su anestesia y parálisis entró en asociación con la alucinación de la serpiente. Cuando esta hubo desaparecido, quiso en su angustia rezar, pero se le denegó toda lengua, no pudo hablar en ninguna, hasta que por fin dio con un verso infantil en inglés y entonces pudo seguir pensando y orar en esa lengua». Al recordar esta escena en la hipnosis, quedó eliminada también la parálisis rígida del brazo derecho, que persistía desde el comienzo de la enfermedad, llegando así a su fin el tratamiento.

Cuando años después yo empecé a aplicar el método de indagación y tratamiento de Breuer a mis propios pacientes, hice experiencias que coincidían en un todo con las de él. Una dama de unos cuarenta años sufría de un tic, un curioso ruido semejante a un chasquido que ella producía a raíz de cualquier emoción y aun sin ocasión visible. Tenía su origen en dos vivencias cuyo rasgo común era que ella se había propuesto no hacer ruido alguno, a pesar de lo cual, por una suerte de voluntad contraria, rompió el silencio justamente con aquel chasquido: una vez, cuando al fin había conseguido hacer dormir con gran trabajo a su hija enferma y se dijo que ahora tenía que guardar un silencio absoluto para no despertarla, y la otra, cuando durante un viaje en coche con sus dos hijas los caballos se espantaron con la tormenta, y ella pretendió evitar cuidadosamente todo ruido para que los animales no se asustaran todavía más. Les doy este ejemplo entre muchos otros consignados en Estudios sobre la histeria. (ver nota)

Señoras y señores: Si me permiten ustedes la generalización que es inevitable aun tras una exposición tan abreviada, podemos verter en esta fórmula el conocimiento adquirido hasta ahora: Nuestros enfermos de histeria padecen de reminiscencias. Sus síntomas son restos y símbolos mnémicos de ciertas vivencias (traumáticas). Una comparación con otros símbolos, mnémicos de campos diversos acaso nos lleve a comprender con mayor profundidad este simbolismo. También los monumentos con que adornamos nuestras grandes ciudades son unos tales símbolos mnémicos. Si ustedes van de paseo por Londres, hallarán, frente a una de las mayores estaciones ferroviarias de la ciudad, una columna gótica ricamente guarnecida, la Charing Cross. En el siglo xiii, uno de los antiguos reyes de la casa de Plantagenet hizo conducir a Westminstet los despojos de su amada reina Eleanor y erigió cruces góticas en cada una de las estaciones donde el sarcófago se depositó en tierra; Charing Cross es el último de los monumentos destinados a conservar el recuerdo de este itinerario doliente. (ver nota) En otro lugar de la ciudad, no lejos del London Bridge, descubrirán una columna más moderna, eminente, que en aras de la brevedad es llamada «The Monument». Perpetúa la memoria del incendio que en 1666 estalló en las cercanías y destruyó gran parte de la ciudad. Estos monumentos son, pues, símbolos mnémicos como los síntomas histéricos; hasta este punto parece justificada la comparación. Pero, ¿qué dirían ustedes de un londinense que todavía hoy permaneciera desolado ante el monumento recordatorio del itinerario fúnebre de la reina Eleanor, en vez de perseguir sus negocios con la premura que las modernas condiciones de trabajo exigen o de regocijarse por la juvenil reina de su corazón? ¿O de otro que ante «The Monument» llorara la reducción a cenizas de su amada ciudad, que empero hace ya mucho tiempo que fue restaurada con mayor esplendor todavía? Ahora bien, los histéricos y los neuróticos todos se comportan como esos dos londinenses no prácticos. Y no es sólo que recuerden las dolorosas vivencias de un lejano pasado; todavía permanecen adheridos a ellas, no se libran del pasado y por él descuidan la realidad efectiva y el presente. Esta fijación de la vida anímica a los traumas patógenos es uno de los caracteres más importantes y de mayor sustantividad práctica de las neurosis.

Les concedo de buen grado la objeción que quizá formulan ustedes en este momento, considerando el historial clínico de la paciente de Breuer. En efecto, todos sus traumas provenían de la época en que cuidaba a su padre enfermo, y sus síntomas sólo pueden concebirse como unos signos recordatorios de su enfermedad y muerte. Por tanto, corresponden a un duelo, y no hay duda de que una fijación a la memoria del difunto tan poco tiempo después de su deceso no tiene nada de patológico, sino que más bien responde a un proceso de sentimiento normal. Yo se los concedo; la fijación a los traumas no es nada llamativo en el caso de la paciente de Breuer. Pero en otros, como el del tic tratado por mí, cuyos ocasionamientos se remontaban a más de quince y a diez años, el carácter de la adherencia anormal al pasado resulta muy nítido, y es probable que la paciente de Breuer lo habría desarrollado igualmente de no haber iniciado tratamiento catártico trascurrido un lapso tan breve desde la vivencia de los traumas y la génesis de los síntomas.

Hasta aquí sólo hemos elucidado el nexo de los síntomas histéricos con la biografía de los enfermos; en este punto, a partir de otros dos aspectos de la observación de Breuer podemos obtener una guía acerca del modo en que es preciso concebir el proceso de la contracción de la enfermedad y del restablecimiento.

En primer lugar, corresponde destacar que la enferma de Breuer, en casi todas las situaciones patógenas, debió sofocar una intensa excitación en vez de posibilitarle su decurso mediante los correspondientes signos de afecto, palabras y acciones. En la pequeña vivencia con el perro de su dama de compañía, sofocó, por miramiento hacía ella, toda exteriorización de su muy intenso asco; y mientras vigilaba Junto al lecho de su padre, tuvo el permanente cuidado de no dejar que el enfermo notara nada de su angustia y dolorosa desazón. Cuando después reprodujo ante el médico esas mismas escenas, el afecto entonces inhibido afloró con particular violencia, como si se hubiera reservado durante todo ese tiempo. Y en efecto: el síntoma que había quedado pendiente de esa escena cobraba su máxima intensidad a medida que uno se acercaba a su causación, para desaparecer tras la completa tramitación de esta última. Por otro lado, pudo hacerse la experiencia de que recordar la escena ante el médico no producía efecto alguno cuando por cualquier razón ello discurría sin desarrollo de afecto. Los destinos de estos afectos, que uno podía representarse como magnitudes desplazables, eran entonces lo decisivo tanto para la contracción de la enfermedad como para el restablecimiento. Así resultó forzoso suponer que aquella sobrevino porque los afectos desarrollados en las situaciones patógenas hallaron bloqueada una salida normal, y la esencia de su contracción consistía en que entonces esos afectos «estrangulados» eran sometidos a un empleo anormal. En parte persistían como unos lastres duraderos de la vida anímica y fuentes de constante excitación; en parte experimentaban una trasposición a inusuales inervaciones e inhibiciones corporales que se constituían como los síntomas corporales del caso. Para este último proceso hemos acuñado el nombre de conversión histérica. Lo corriente y normal es que una parte de nuestra excitación anímica sea guiada por el camino de la inervación corporal, y el resultado de ello es lo que conocemos como «expresión de las emociones». Ahora bien, la conversión histérica exagera esa parte del decurso de un proceso anímico investido de afecto; corresponde a una expresión mucho más intensa, guiada por nuevas vías, de la emoción. Cuando un cauce se divide en dos canales, se producirá la congestión de uno de ellos tan pronto como la corriente tropiece con un obstáculo en el otro.

Lo ven ustedes; estamos en vías de obtener una teoría puramente psicológica de la histeria, en la que adjudicamos el primer rango a los procesos afectivos.

Una segunda observación de Breuer nos fuerza ahora a conceder una significatividad considerable a los estados de conciencia entre los rasgos característicos del acontecer patológico. La enferma de Breuer mostraba múltiples condiciones anímicas (estados de ausencia, confusión y alteración del carácter) junto a su estado normal. En este último no sabía nada de aquellas escenas patógenas ni de su urdimbre con sus síntomas; había olvidado esas escenas, o en todo caso desgarrado la urdimbre patógena. Cuando se la ponía en estado de hipnosis, tras un considerable gasto de trabajo se lograba reevocar en su memoria esas escenas, y merced a este trabajo de recuerdo los síntomas eran cancelados. La interpretación de estos hechos habría provocado gran desconcierto si las experiencias y experimentos del hipnotismo no hubieran indicado ya el camino. El estudio de los fenómenos hipnóticos nos había familiarizado con la concepción, sorprendente al comienzo, de que en un mismo individuo son posibles varios agrupamientos anímicos que pueden mantener bastante independencia recíproca, «no saber nada» unos de otros, y atraer hacia sí alternativamente a la conciencia. En ocasiones se observan también casos espontáneos de esta índole, que se designan como de «double conscience» {«doble conciencia»}. Cuando, dada esa escisión de la personalidad, la conciencia permanece ligada de manera constante a uno de esos dos estados, se lo llama el estado anímico conciente, e inconciente al divorciado de él. En los consabidos fenómenos de la llamada "sugestión pos-hipnótica", en que una orden impartida durante la hipnosis se abre paso luego de manera imperiosa en el estado normal, se tiene un destacado arquetipo de los influjos que el estado conciente puede experimentar por obra del que para él es inconciente; y siguiendo este paradigma se logra ciertamente explicar las experiencias hechas en el caso de la histeria. Breuer se decidió por la hipótesis de que los síntomas histéricos nacían en unos particulares estados anímicos que él llamó hipnoides. Excitaciones que caen dentro de tales estados hipnoides devienen con facilidad patógenas porque ellos no ofrecen las condiciones para un decurso normal de los procesos excitatorios. De estos nace entonces un insólito producto: el síntoma, justamente; y este se eleva y penetra como un cuerpo extraño en el estado normal, al que le falta, en cambio, toda noticia sobre la situación patógena hipnoide. Donde existe un síntoma, se encuentra también una amnesia, una laguna del recuerdo; y el llenado de esa laguna conlleva la cancelación de las condiciones generadoras del síntoma.

Me temo que esta parte de mi exposición no les haya parecido muy trasparente. Pero consideren que se trata de novedosas y difíciles intuiciones, que quizá no puedan aclararse mucho más: prueba de que no hemos avanzado todavía un gran trecho en nuestro conocimiento. Por lo demás, la tesis de Breuer acerca de los estados hipnoides demostró ser estorbosa y superflua, y el actual psicoanálisis la ha abandonado. Les diré luego, siquiera indicativamente, qué influjos y procesos habrían de descubrirse tras esa divisoria de los estados hipnoides postulados por Breuer. Habrán recibido ustedes, sin duda, la justificada impresión de que las investigaciones de Breuer sólo pudieron ofrecerles una teoría harto incompleta y un esclarecimiento insatisfactorio de los fenómenos observados; pero las teorías no caen del cielo, y con mayor justificación todavía deberán ustedes desconfiar si alguien les ofrece ya desde el comienzo de sus observaciones una teoría redonda y sin lagunas. Es que esta última sólo podría ser hija de la especulación y no el fruto de una explotación de los hechos sin supuestos previos.





II



Señoras y señores: Más o menos por la misma época en que Breuer ejercía con su paciente la «talking cure», el maestro Charcot había iniciado en París aquellas indagaciones sobre las histéricas de la Salpétriere que darían por resultado una comprensión novedosa de la enfermedad. Era imposible que esas conclusiones ya se conocieran por entonces en Viena. Pero cuando una década más tarde Breuer y yo publicamos la comunicación preliminar sobre el mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos [1893a], que tomaba como punto de partida el tratamiento catártico de la primera paciente de Breuer, nos encontrábamos enteramente bajo el sortilegio de las investigaciones de Charcot. Equiparamos las vivencias patógenas de nuestros enfermos, en calidad de traumas psíquicos, a aquellos traumas corporales cuyo influjo sobre parálisis histéricas Charcot había establecido; y la tesis de Breuer sobre los estados hipnoides no es en verdad sino un reflejo del hecho de que Charcot hubiera reproducido artificialmente en la hipnosis aquellas parálisis traumáticas.

El gran observador francés, de quien fui discípulo entre 1885 y 1886, no se inclinaba a las concepciones psicológicas; sólo su discípulo Pierre Janet intentó penetrar con mayor profundidad en los particulares procesos psíquicos de la histeria, y nosotros seguimos su ejemplo cuando situamos la escisión anímica y la fragmentación de la personalidad en el centro de nuestra concepción. Hallan ustedes en Janet una teoría de la histeria que toma en cuenta las doctrinas prevalecientes en Francia acerca del papel de la herencia y de la degeneración. Según él, la histeria es una forma de la alteración degenerativa del sistema nervioso que se da a conocer mediante una endeblez innata de la síntesis psíquica. Sostiene que los enfermos de histeria son desde el comienzo incapaces de cohesionar en una unidad la diversidad de los procesos anímicos, y por eso se inclinan a la disociación anímica. Si me permiten ustedes un símil trivial, pero nítido, la histérica de Janet recuerda a una débil señora que ha salido de compras y vuelve a casa cargada con una montaña de cajas y paquetes. Sus dos brazos y los diez dedos de las manos no le bastan para dominar todo el cúmulo y entonces se le cae primero un paquete. Se agacha para recogerlo, y ahora es otro el que se le escapa, etc. No armoniza bien con esa supuesta endeblez anímica de las histéricas el hecho de que entre ellas puede observarse, ¡unto a los fenómenos de un rendimiento disminuido, también ejemplos de un incremento parcial de su productividad, como a modo de un resarcimiento. En la época en que la paciente de Breuer había olvidado su lengua materna y todas las otras salvo el inglés, su dominio de esta última llegó a tanto que era capaz, si se le presentaba un libro escrito en alemán, de producir de primer intentó una traducción intachable y fluida al inglés leyendo en voz alta.

Cuando luego me apliqué a continuar por mi cuenta las indagaciones iniciadas por Breuer, pronto llegué a otro punto de vista acerca de la génesis de la disociación histérica (escisión de conciencia). Semejante divergencia, decisiva para todo lo que había de seguir, era forzoso que se produjese, pues yo no partía, como Janet, de experimentos de laboratorio, sino de empeños terapéuticos.

Sobre todo me animaba la necesidad práctica. El tratamiento catártico, como lo había ejercitado Breuer, implicaba poner al enfermo en estado de hipnosis profunda, pues sólo en el estado hipnótico hallaba este la noticia ¿le aquellos nexos patógenos, noticia que le faltaba en su estado normal. Ahora bien, la hipnosis pronto empezó a desagradarme, como un recurso tornadizo y por así decir místico; y cuando hice la experiencia de que a pesar de todos mis empeños sólo conseguía poner en el estado hipnótico a una fracción de mis enfermos, me resolví a resignar la hipnosis e independizar de ella al tratamiento catártico. Puesto que no podía alterar a voluntad el estado psíquico de la mayoría de mis pacientes, me orienté a trabajar con su estado normal. Es cierto que al comienzo esto parecía una empresa sin sentido ni perspectivas. Se planteaba la tarea de averiguar del enfermo algo que uno no sabía y que ni él mismo sabía; ¿cómo podía esperarse averiguarlo no obstante? Entonces acudió en mi auxilio el recuerdo de un experimento muy asombroso e instructivo que yo había presenciado junto a Bernheim en Nancy [en 1889]. Bernheim nos demostró por entonces que las personas a quienes él había puesto en sonambulismo hipnótico, haciéndoles vivenciar en ese estado toda clase de cosas, sólo en apariencia habían perdido el recuerdo de lo que vivenciaron sonámbulas y era posible despertarles tales recuerdos aun en el estado normal. Cuando les inquiría por sus vivencias sonámbulas, al comienzo aseveraban por cierto no saber nada; pero si él no desistía, si las esforzaba, si les aseguraba que empero lo sabían, en todos los casos volvían a acudirles esos recuerdos olvidados.

Fue lo que hice también yo con mis pacientes. Cuando había llegado con ellos a un punto en que aseveraban no saber nada más, les aseguraba que empero lo sabían, que sólo debían decirlo, y me atrevía a sostenerles que el recuerdo justo sería el que les acudiese en el momento en que yo les pusiese mi mano sobre su frente. De esa manera conseguía, sin emplear la hipnosis, averiguar. de los enfermos todo lo requerido para restablecer el nexo entre las escenas patógenas olvidadas y los síntomas que estas habían dejado como secuela. Pero era un procedimiento trabajoso, agotador a la larga, que no podía ser el apropiado para una técnica definitiva.

Mas no lo abandoné sin extraer de las percepciones que él procuraba las conclusiones decisivas. Así, pues, yo había corroborado que los recuerdos olvidados no estaban perdidos. Se encontraban en posesión del enfermo y prontos a aflorar en asociación con lo todavía sabido por él, pero alguna fuerza les impedía devenir concientes y los constreñía a permanecer inconcientes. Era posible suponer con certeza la existencia de esa fuerza, pues uno registraba un esfuerzo {Anstrengung} correspondiente a ella cuando se empeñaba, oponiéndosele, en introducir los recuerdos inconcientes en la conciencia del enfermo. Uno sentía como resistencia del enfermo esa fuerza que mantenía en pie al estado patológico.

Ahora bien, sobre esa idea de la resistencia he fundado mi concepción de los procesos psíquicos de la histeria. Cancelar esas resistencias se había demostrado necesario para el restablecimiento; y ahora, a partir del mecanismo de la curación, uno podía formarse representaciones muy precisas acerca de lo acontecido al contraerse la enfermedad. Las mismas fuerzas que hoy, como resistencia, se oponían al empeño de hacer conciente lo olvidado tenían que ser las que en su momento produjeron ese olvido y esforzaron {drängen} afuera de la conciencia las vivencias patógenas en cuestión. Llamé represión {esfuerzo de desalojo} a este proceso por mí supuesto, y lo consideré probado por la indiscutible existencia de la resistencia.

Desde luego, cabía preguntarse cuáles eran esas fuerzas y cuáles las condiciones de la represión en la que ahora discerníamos el mecanismo patógeno de la histeria. Una indagación comparativa de las situaciones patógenas de que se había tenido noticia mediante el tratamiento catártico permitía ofrecer una respuesta. En todas esas vivencias -había estado en juego el afloramiento de una moción de deseo que se encontraba en aguda oposición a los demás deseos del individuo, probando ser inconciliable con las exigencias éticas y estéticas de la personalidad. Había sobrevenido un breve conflicto, y el final de esta lucha interna fue que la representación que aparecía ante la conciencia como la portadora de aquel deseo inconciliable sucumbió a la represión {esfuerzo de desalojo} y fue olvidada. y esforzada afuera de la conciencia junto con los recuerdos relativos a ella. Entonces, la inconciliabilidad de esa representación con el yo del enfermo era el motivo {Motiv, «la fuerza impulsora»} de la represión; y las fuerzas represoras eran los reclamos éticos, y otros, del individuo. La aceptación de la moción de deseo inconciliable, o la persistencia del conflicto, habrían provocado un alto grado de displacer; este displacer era ahorrado por la represión, que de esa manera probaba ser uno de los dispositivos protectores de la personalidad anímica.

Les referiré, entre muchos, uno solo de mis casos, en el que se disciernen con bastante nitidez tanto las condiciones como la utilidad de la represión. Por cierto que para mis fines me veré obligado a abreviar este historial clínico, dejando de lado importantes premisas de él. Una joven que poco tiempo antes había perdido a su amado padre, de cuyo cuidado fue partícipe -situación análoga a la de la paciente de Breuer-, sintió, al casarse su hermana mayor, una particular simpatía hacia su cuñado, que fácilmente pudo enmascararse como una ternura natural entre parientes. Esta hermana pronto cayó enferma y murió cuando la paciente se encontraba ausente junto con su madre. Las ausentes fueron llamadas con urgencia sin que se les proporcionase noticia cierta del doloroso suceso, Cuando la muchacha hubo llegado ante el lecho de su hermana muerta, por un breve instante afloró en ella una idea que podía expresarse aproximadamente en estas palabras: «Ahora él está libre y puede casarse conmigo». Estamos autorizados a dar por cierto que esa idea, delatora de su intenso amor por el cuñado, y no conciente para ella misma, fue entregada de inmediato a la represión por la revuelta de sus sentimientos. La muchacha contrajo graves síntomas histéricos y cuando yo la tomé bajo tratamiento resultó que había olvidado por completo la escena junto al lecho de su hermana, así como la moción odiosa y egoísta que emergiera en ella. La recordó en el tratamiento, reprodujo el factor patógeno en medio de los indicios de la más violenta emoción, y sanó así.

Acaso me sea lícito ilustrarles el proceso de la represión y su necesario nexo con la resistencia mediante un grosero símil que tomaré, justamente, de la situación en que ahora nos encontramos. Supongan que aquí, dentro de esta sala y entre este auditorio cuya calma y atención ejemplares yo no sabría alabar bastante, se encontrara empero un individuo revoltoso que me distrajera de mi tarea con sus impertinentes risas, charla, golpeteo con los pies. Y que yo declarara que así no puedo proseguir la conferencia, tras lo cual se levantaran algunos hombres vigorosos entre ustedes y tras breve lucha pusieran al barullero en la puerta. Ahora él está «desalojado» (reprimido} y yo puedo continuar mi exposición. Ahora bien, para que la perturbación no se repita si el expulsado intenta volver a ingresar en la sala, los señores que ejecutaron mi voluntad colocan sus sillas contra la puerta y así se establecen como una «resistencia» tras un esfuerzo de desalojo (represión} consumado. Si ustedes trasfieren las dos localidades a lo psíquico como lo «conciente» y lo «inconciente», obtendrán una imagen bastante buena del proceso de la represión.

Ahora ven ustedes en qué radica la diferencia entre nuestra concepción y la de Janet. No derivamos la escisión psíquica de una insuficiencia innata que el aparato anímico tuviera para la síntesis, sino que la explicamos dinámicamente por el conflicto de fuerzas anímicas en lucha, discernimos en ella el resultado de una renuencia activa de cada uno de los dos agrupamientos psíquicos respecto del otro, Ahora bien, nuestra concepción engendra un gran número de nuevas cuestiones. La situación del conflicto psíquico es sin duda frecuentísima; un afán del yo por defenderse de recuerdos penosos se observa con total regularidad, y ello sin que el resultado sea una escisión anímica. Uno no puede rechazar la idea de que hacen falta todavía otras condiciones para que el conflicto tenga por consecuencia la disociación. También les concedo que con la hipótesis de la represión no nos encontramos al final, sino sólo al comienzo, de una teoría psicológica, pero no tenemos otra alternativa que avanzar paso a paso y confiar a un trabajo progresivo en anchura y profundidad la obtención de un conocimiento acabado.

Desistan, por otra parte, del intento de situar el caso de la paciente de Breuer bajo los puntos de vista de la represión. Ese historial clínico no se presta a ello porque se lo obtuvo con el auxilio del influjo hipnótico. Sólo si ustedes desechan la hipnosis pueden notar las resistencias y represiones y formarse una representación certera del proceso patógeno efectivo. La hipnosis encubre a la resistencia; vuelve expedito un cierto ámbito anímico, pero en cambio acumula la resistencia en las fronteras de ese ámbito al modo de una muralla que vuelve inaccesible todo lo demás.

Lo más valioso que aprendimos de la observación de Breuer fueron las noticias acerca de los nexos entre los síntomas y las vivencias patógenas o traumas psíquicos, y ahora no podemos omitir el apreciar esas intelecciones desde el punto de vista de la doctrina de la represión. Al comienzo no se ve bien cómo desde la represión puede llegarse a la formación de síntoma. En lugar de proporcionar una compleja deducción teórica, retomaré en este punto la imagen que antes usamos para ilustrar la represión {esfuerzo de desalojo}. Consideren que con el distanciamiento del miembro perturbador y la colocación de los guardianes ante la puerta el asunto no necesariamente queda resuelto. Muy bien puede suceder que el expulsado, ahora enconado y despojado de todo miramiento, siga dándonos qué hacer. Es verdad que ya no está entre nosotros; nos hemos librado de su presencia, de su risa irónica, de sus observaciones a media voz, pero en cierto sentido el esfuerzo de desalojo no ha tenido éxito, pues ahora da ahí afuera un espectáculo insoportable, y sus gritos y los golpes de puño que aplica contra la puerta estorban mi conferencia más que antes su impertinente conducta. En tales circunstancias no podríamos menos que alegrarnos si, por ejemplo, nuestro estimado presidente, el doctor Stanley Hall, quisiera asumir el papel de mediador y apaciguador. Hablaría con el miembro revoltoso ahí afuera y acudiría a nosotros con la exhortación de que lo dejáramos reingresar, ofreciéndose él como garante de su buen comportamiento. Obedeciendo a la autoridad del doctor Hall, nos decidimos entonces a cancelar de nuevo el desalojo, y así vuelven a reinar la calma y la paz. En realidad, no es esta una figuración inadecuada de la tarea que compete al médico en la terapia psicoanalítica de las neurosis.

Para decirlo ahora más directamente: mediante la indagación de los histéricos y otros neuróticos llegamos a convencernos de que en ellos ha fracasado la represión de la idea entramada con el deseo insoportable. Es cierto que la han pulsionado afuera de la conciencia y del recuerdo, ahorrándose en apariencia una gran suma de displacer, pero la moción de deseo reprimida perdura en lo inconciente, al acecho de la oportunidad de ser activada; y luego se las arregla para enviar dentro de la conciencia una formación sustitutiva, desfigurada y vuelta irreconocible, de lo reprimido, a la que pronto se anudan las mismas sensaciones de displacer que uno creyó ahorrarse mediante la represión. Esa formación sustitutiva de la idea reprimida -el síntoma- es inmune a los ataques del yo defensor, y en vez de un breve conflicto surge ahora un padecer sin término en el tiempo. En el síntoma cabe comprobar, junto a los indicios de la desfiguración, un resto de semejanza, procurada de alguna manera, con la idea originariamente reprimida; los caminos por los cuales se consumó la formación sustitutiva pueden descubrirse en el curso del tratamiento psicoanalítico del enfermo, y para su restablecimiento es necesario que el síntoma sea trasportado de nuevo por esos mismos caminos hasta la idea reprimida. Si lo reprimido es devuelto a la actividad anímica conciente, lo cual presupone la superación de considerables resistencias, el conflicto psíquico así generado y que el enfermo quiso evitar puede hallar, con la guía del médico, un desenlace mejor que el que le procuró la represión. De tales tramitaciones adecuadas al fin, que llevan conflicto y neurosis a un feliz término, las hay varias, y en algunos casos es posible alcanzarlas combinadas entre sí. La personalidad del enfermo puede ser convencida de que rechazó el deseo patógeno sin razón y movida a aceptarlo total o parcialmente, o este mismo deseo ser guiado hacia una meta superior y por eso exenta de objeción (lo que se llama su sublimación), o bien admitirse que su desestimación es justa, pero sustituirse el mecanismo automático y por eso deficiente de la represión por un juicio adverso {Verurteilung) con ayuda de las supremas operaciones espirituales del ser humano; así se logra su gobierno conciente.

Discúlpenme ustedes si no he logrado exponerles de una manera claramente aprehensible estos puntos capitales del método de tratamiento ahora llamado psicoanálisis. Las dificultades no se deben sólo a la novedad del asunto. Sobre la índole de los deseos inconciliables que a pesar de la represión saben hacerse oír desde lo inconciente, y sobre las condiciones subjetivas o constitucionales que deben darse en cierta persona para que se produzca ese fracaso de la represión y una formación sustitutiva o de síntoma, daremos noticia luego, con algunas puntualizaciones.





III



Señoras y señores: No siempre es fácil decir la verdad, en particular cuando uno se ve obligado a ser breve; así, hoy me veo precisado a corregir una inexactitud que formulé en mi anterior conferencia. Les dije que si renunciando a la hipnosis yo esforzaba a mis enfermos a comunicarme lo que se les ocurriera sobre el problema que acabábamos de tratar -puesto que ellos de hecho sabían lo supuestamente olvidado y la ocurrencia emergente contendría sin duda lo que se buscaba-, en efecto hacía la experiencia de que la ocurrencia inmediata de mis pacientes aportaba lo pertinente y probaba ser la continuación olvidada del recuerdo. Pues bien; esto no es universalmente cierto. Sólo en aras de la brevedad lo presenté tan simple. En realidad, sólo las primeras veces sucedía que lo olvidado pertinente se obtuviera tras un simple esforzar de mi parte. Si uno seguía aplicando el procedimiento, en todos los casos acudían ocurrencias que no podían ser las pertinentes porque no venían a propósito y los propios enfermos las desestimaban por incorrectas. Aquí el esforzar ya no servía de ayuda, y cabía lamentarle de haber resignado la hipnosis.

En ese estadio de desconcierto, me aferré a un prejuicio cuya legitimidad científica fue demostrada años después en Zurich por C. G. Jung y sus discípulos. Debo aseverar que a menudo es muy provechoso tener prejuicios. Sustentaba yo una elevada opinión sobre el determinismo {Determinierung} de los procesos anímicos y no podía creer que una ocurrencia del enfermo, producida por él en un estado de tensa atención, fuera enteramente arbitraria y careciera de nexos con la representación olvidada que buscábamos; en cuanto al hecho de que no fuera idéntica a esta última, se explicaba de manera satisfactoria a partir de la situación psicológica presupuesta. En los enfermos bajo tratamiento ejercían su acción eficaz dos fuerzas encontradas: por una parte, su afán conciente de traer a la conciencia lo olvidado presente en su inconciente, y, por la otra, la consabida resistencia que se revolvía contra ese devenir-conciente de lo reprimido o de sus retoños. Si la resistencia era igual a cero o muy pequeña, lo olvidado devenía conciente sin desfiguración; cabía entonces suponer que la desfiguración de lo buscado resultaría tanto mayor cuanto más grande fuera la resistencia a su devenir-conciente. Por ende, la ocurrencia del enfermo, que acudía en vez de lo buscado, había nacido ella misma como un síntoma; era una nueva, artificiosa y efímera formación sustitutiva de lo reprimido, y tanto más desemejante a esto cuanto mayor desfiguración hubiera experimentado bajo el influjo de la resistencia. Empero, dada su naturaleza de síntoma, por fuerza mostraría cierta semejanza con lo buscado y, si la resistencia no era demasiado intensa, debía ser posible colegir, desde la ocurrencia, lo buscado escondido. La ocurrencia tenía que comportarse respecto del elemento reprimido como una alusión, como una figuración de él en discurso indirecto.

En el campo de la vida anímica normal conocemos casos en que situaciones análogas a la supuesta por nosotros brindan también parecidos resultados. Uno de ellos es el del chiste. Así, por los problemas de la técnica psicoanalítica me he visto precisado a ocuparme de la técnica de la formación de chistes. Les elucidaré un solo ejemplo de esta índole; se trata, por lo demás, de un chiste en lengua inglesa.

He aquí la anécdota: Dos hombres de negocios poco escrupulosos habían conseguido granjearse una enorme fortuna mediante una serie de empresas harto osadas, y tras ello se empeñaron en ingresar en la buena sociedad. Entre otros medios, les pareció adecuado hacerse retratar por el pintor más famoso y más caro de la ciudad, cada uno de cuyos cuadros se consideraba un acontecimiento. Quisieron mostrarlos por primera vez durante una gran soirée, y los dueños de casa en persona condujeron al crítico y especialista en arte más influyente hasta la pared del salón donde ambos retratos habían sido colgados uno junto al otro; esperaban así arrancarle un juicio admirativo. El crítico los contempló largamente, y al fin sacudió la cabeza como si echara de menos algo; se limitó a preguntar, señalando el espacio libre que quedaba entre ambos cuadros: «And where is the Saviour?» (« ¿Y dónde está el Salvador? »}. Veo que todos ustedes ríen con este buen chiste; ahora tratemos de entenderlo. Comprendemos que el especialista en arte quiere decir: «Son ustedes un par de pillos, como aquellos entre los cuales se crucificó al Salvador». Pero no se los dice; en lugar de ello., manifiesta algo que a primera vista parece raramente inapropiado y que no viniera al caso, pero de inmediato lo discernimos como una alusión al insulto por él intentado y como su cabal sustituto. No podemos esperar que en el chiste reencontraremos todas las circunstancias que conjeturamos para la génesis de la ocurrencia en nuestros pacientes, pero insistamos en la identidad de motivación entre chiste y ocurrencia. ¿Por qué nuestro crítico no dice a los dos pillos directamente lo que le gustaría? Porque junto a sus ganas de espetárselo sin disfraz actúan en él eficaces motivos contrarios. No deja de tener sus peligros ultrajar a personas de quienes uno es huésped y tienen a su disposición los vigorosos puños de gran número de servidores. Uno puede sufrir fácilmente el destino que en la conferencia anterior aduje como analogía para el «esfuerzo de desalojo» {represión}. Por esta razón el crítico no expresa de manera directa el insulto intentado, sino que lo hace en una forma desfigurada como «alusión con omisión». (ver nota) Y bien; opinamos que es esta misma constelación la culpable de que nuestro paciente, en vez de lo olvidado que se busca, produzca una ocurrencia sustitutiva más o menos desfigurada.

Señoras y señores: Es de todo punto adecuado llamar «Complejo», siguiendo a la escuela de Zurich (Bleuler, Jung y otros), a un grupo de elementos de representación investidos de afecto. Vemos, pues, que si para buscar un complejo reprimido partimos en cierto enfermo de lo último que aún recuerda, tenemos todas las perspectivas de colegirlo siempre que él ponga a nuestra disposición un número suficiente de sus ocurrencias libres. Dejamos entonces al enfermo decir lo que quiere, y nos atenemos a la premisa de que no puede ocurrírsele otra cosa que lo que de manera indirecta dependa del complejo buscado. Si este camino para descubrir lo reprimido les parece demasiado fatigoso, puedo al menos asegurarles que es el único transitable.

Al aplicar esta técnica todavía vendrá a perturbarnos el hecho de que el enfermo a menudo se interrumpe, se atasca y asevera que no sabe decir nada, no se le ocurre absolutamente nada. Si así fuera y él estuviese en lo cierto, otra vez nuestro procedimiento resultaría insuficiente. Pero una observación más fina muestra que esa denegación de las ocurrencias en verdad no sobreviene nunca. Su apariencia se produce sólo porque el enfermo, bajo el influjo de las resistencias, que se disfrazan en la forma de diversos juicios críticos acerca del valor de la ocurrencia, se reserva o hace a un lado la ocurrencia percibida. El modo de protegerse de ello es prever esa conducta y pedirle que no haga caso de esa crítica. Bajo total renuncia a semejante selección crítica, debe decir todo lo que se le pase por la cabeza, aunque lo considere incorrecto, que no viene al caso o disparatado, y con mayor razón todavía si le resulta desagradable ocupar su pensamiento en esa ocurrencia. Por medio de su obediencia a ese precepto nos aseguramos el material que habrá de ponernos sobre la pista de los complejos reprimidos.

Este material de ocurrencias que el enfermo arroja de sí con menosprecio cuando en lugar de encontrarse influido por el médico lo está por la resistencia constituye para el psicoanalista, por así decir, el mineral en bruto del que extraerá el valioso metal con el auxilio de sencillas artes interpretativas. Si ustedes quieren procurarse una noticia rápida y provisional de los complejos reprimidos de cierto enfermo, sin internarse todavía en su ordenamiento y enlace, pueden examinarlo mediante el experimento de la asociación, tal como lo han desarrollado Jung y sus discípulos. Este procedimiento presta al psicoanalista tantos servicios como al químico el análisis cualitativo; es omisible en la terapia de enfermos neuróticos, pero indispensable para la mostración objetiva de los complejos y en la indagación de las psicosis, que la escuela de Zurich ha abordado con éxito.

La elaboración de las ocurrencias que se ofrecen al paciente cuando se somete a la regla psicoanalítica fundamental no es el único de nuestros recursos técnicos para descubrir lo inconciente. Para el mismo fin sirven otros dos procedimientos: la interpretación de sus sueños y la apreciación de sus acciones fallidas y casuales.

Les confieso mis estimados oyentes, que consideré mucho tiempo si antes que darles este sucinto panorama de todo el campo del psicoanálisis no era preferible ofrecerles la exposición detallada de la interpretación de los sueños. Un motivo puramente subjetivo y en apariencia secundario me disuadió de esto último. Me pareció casi escandaloso presentarme en este país, consagrado a metas prácticas, como un «intérprete de sueños» antes que ustedes conocieran el valor que puede reclamar para sí este anticuado y escarnecido arte. La interpretación de los sueños es en realidad la vía regia para el conocimiento de lo inconciente, el fundamento más seguro del psicoanálisis y el ámbito en el cual todo trabajador debe obtener su convencimiento y su formación. Cuando me preguntan cómo puede uno hacerse psicoanalista, respondo: por el estudio de sus propios sueños. Con certero tacto todos los oponentes del psicoanálisis han esquivado hastá ahora examinar La interpretación de los sueños o han pretendido pasarla por alto con las más insulsas objeciones. Si, por lo contrario, son ustedes capaces de aceptar las soluciones de los problemas de la vida onírica, las novedades que el psicoanálisis propone a su pensamiento ya no les depararán dificultad alguna.

No olviden que nuestras producciones oníricas nocturnas, por una parte, muestran la máxima semejanza externa y parentesco interno con las creaciones de la enfermedad mental y, por la otra, son conciliables con la salud plena de la vida despierta. No es ninguna paradoja aseverar que quien se maraville ante esos espejismos sensoriales, ideas delirantes y alteraciones del carácter «normales», en lugar de entenderlos, no tiene perspectiva alguna de aprehender mejor que el lego las formaciones anormales de unos estados anímicos patológicos. Entre tales legos pueden ustedes contar hoy, con plena seguridad, a casi todos los psiquiatras. Síganme ahora en una rápida excursión por el campo de los problemas del sueño.

Despiertos, solemos tratar tan despreciativamente a los sueños como el paciente a las ocurrencias que el psicoanalista le demanda. Y también los arrojamos de nosotros, pues por regla general los olvidamos de manera rápida y completa. Nuestro menosprecio se funda en el carácter ajeno aun de aquellos sueños que no son confusos ni disparatados, y en el evidente absurdo y sinsentido de otros sueños; nuestro rechazo invoca las aspiraciones desinhibidamente vergonzosas e inmorales que campean en muchos sueños. Es notorio que la Antigüedad no compartía este menosprecio por los sueños. Y aun en la época actual, los estratos inferiores de nuestro pueblo no se dejan conmover en su estima por ellos; como los antiguos, esperan de ellos la revelación del futuro.

Confieso que no tengo necesidad alguna de unas hipótesis místicas para llenar las lagunas de nuestro conocimiento presente, y por eso nunca pude hallar nada que corroborase una supuesta naturaleza profética de los sueños. Son cosas de muy otra índole, aunque harto maravillosas también ellas, las que pueden decirse acerca de los sueños.

En primer lugar, no todos los sueños son para el soñante ajenos, incomprensibles y confusos. Si ustedes se avienen a someter a examen los sueños de niños de corta edad, desde un año y medio en adelante, los hallarán por entero simples y de fácil esclarecimiento. El niño pequeño sueña siempre con el cumplimiento de deseos que el día anterior le despertó y no le satisfizo. No hace falta ningún arte interpretativo para hallar esta solución simple, sino solamente averiguar las vivencias que el niño tuvo la víspera (el día del sueño). Sin duda, obtendríamos la solución más satisfactoria del enigma del sueño si también los sueños de los adultos no fueran otra cosa que los de los niños, unos cumplimientos de mociones de deseo nacidas el día del sueño. Y así es efectivamente; las dificultades que estorban esta solución pueden eliminarse paso a paso por medio de un análisis más penetrante de los sueños.

Entre ellas sobresale la primera y más importante objeción, a saber, que los sueños de adultos suelen poseer un contenido incomprensible, que en modo alguno permite discernir nada de un cumplimiento de deseo. Pero la respuesta es: Estos sueños han experimentado una desfiguración; el proceso psíquico que está en su base habría debido hallar originariamente una muy diversa expresión en palabras. Beben ustedes diferenciar el contenido manifiesto del sueño, tal como lo recuerdan de manera nebulosa por la mañana y trabajosamente visten con unas palabras al parecer arbitrarias, de los pensamientos oníricos latentes cuya presencia en lo inconciente han de suponer. Esta desfiguración onírica es el mismo proceso del que han tomado conocimiento al indagar la formación de síntomas histéricos; señala el hecho de que idéntico juego contrario de las fuerzas anímicas participa en la formación del sueño y en la del síntoma. El contenido manifiesto del sueño es el sustituto desfigurado de los pensamientos oníricos inconcientes, y esta desfiguración es la obra de unas fuerzas defensoras del yo, unas resistencias que en la vida de vigilia prohiben {verwehren} a los deseos reprimidos de lo inconciente todo acceso a la conciencia, y que aún en su rebajamiento durante el estado del dormir conservan al menos la fuerza suficiente para obligarlos a adoptar un disfraz encubridor. Luego el soñante no discierne el sentido de sus sueños más que el histérico la referencia y el significado de sus síntomas.

Que existen pensamientos oníricos latentes., y que entre ellos y el contenido manifiesto del sueño hay en efecto la relación que acabamos de describir, he ahí algo de lo que ustedes pueden convencerse mediante el análisis de los sueños, cuya técnica coincide con la psicoanalítica. Han de prescindir de la trama aparente de los elementos dentro del sueño manifiesto, y ponerse a recoger las ocurrencias que para cada elemento onírico singular se obtienen en la asociación libre siguiendo la regla del trabajo psicoanalítico. A partir de este material colegirán los pensamientos oníricos latentes de un modo idéntico al que les permitió colegir, desde las ocurrencias del enfermo sobre sus síntomas y recuerdos, sus complejos escondidos. Y en los pensamientos oníricos latentes así hallados se percatarán ustedes, sin más, de cuán justificado es reconducir los sueños de adultos a los de niños. Lo que ahora sustituye al contenido manifiesto del sueño como su sentido genuino es algo que siempre se comprende con claridad, se anuda a las impresiones vitales de la víspera, y prueba ser cumplimiento de unos deseos insatisfechos. Entonces, no podrán describir el sueño manifiesto, del que tienen noticia por el recuerdo del adulto, como no sea diciendo que es un cumplimiento disfrazado de unos deseos reprimidos.

Y ahora, mediante una suerte de trabajo sintético, pueden obtener también una intelección del proceso que ha producido la desfiguración de los pensamientos oníricos inconcientes en el contenido manifiesto del sueño. Llamamos «trabajo del sueño» a este proceso. Merece nuestro pleno interés teórico porque en él podemos estudiar, como en ninguna otra parte, qué insospechados procesos psíquicos son posibles en lo inconciente, o, expresado con mayor exactitud, entre dos sistemas psíquicos separados como el conciente y el inconciente. Entre estos procesos psíquicos recién discernidos se han destacado la condensación y el desplazamiento. El trabajo del sueño es un caso especial de las recíprocas injerencias de diferentes agrupamientos anímicos, vale decir el resultado de la escisión anímica, y en todos sus rasgos esenciales parece idéntico a aquel trabajo de desfiguración que muda los complejos reprimidos en síntomas a raíz de un esfuerzo de desalojo {represión} fracasado.

Además, en el análisis de los sueños descubrirán con asombro, y de la manera más convincente para ustedes mismos, el papel insospechadamente grande que en el desarrollo del ser humano desempeñan impresiones y vivencias de la temprana infancia. En la vida onírica el niño por así decir prosigue su existencia en el hombre, conservando todas sus peculiaridades y mociones de deseo, aun aquellas que han devenido inutilizables en la vida posterior. Así se les hacen a ustedes patentes, con un poder irrefutable, todos los desarrollos, represiones, sublimaciones y formaciones reactivas por los cuales desde el niño, de tan diversa disposición, surge el llamado hombre normal, el portador y en parte la víctima de la cultura trabajosamente conquistada.

También quiero señalarles que en el análisis de los sueños hemos hallado que lo inconciente se sirve, en particular para la figuración de complejos sexuales, de un cierto simbolismo que en parte varía con los individuos pero en parte es de una fijeza típica, y parece coincidir con el simbolismo que conjeturamos tras nuestros mitos y cuentos tradicionales. No sería imposible que estas creaciones de los pueblos recibieran su esclarecimiento desde el sueño.

Por último, debo advertirles que no se dejen inducir a error por la objeción de que la emergencia de sueños de angustia contradiría nuestra concepción del sueño como cumplimiento de deseo. Prescindiendo de que también estos sueños de angustia requieren interpretación antes que se pueda formular un juicio sobre ellos, es preciso decir, con validez universal, que la angustia no va unida al contenido del sueño de una manera tan sencilla como se suele imaginar cuando se carece de otras noticias sobre las condiciones de la angustia neurótica. La angustia es una de las reacciones desautorizadoras del yo frente a deseos reprimidos que han alcanzado intensidad, y por eso también en el sueño es muy explicable cuando la formación de este se ha puesto demasiado al servicio del cumplimiento de esos deseos reprimidos.

Ven ustedes que la exploración de los sueños tendría su justificación en sí misma por las noticias que brinda acerca de cosas que de otro modo sería difícil averiguar. Pero nosotros llegamos a ella en conexión con el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos. Tras lo dicho hasta aquí, pueden ustedes comprender fácilmente cómo la interpretación de los sueños, cuando no es demasiado estorbada por las resistencias del enfermo, lleva al conocimiento de sus deseos ocultos y reprimidos, así como de los complejos que estos alimentan; puedo pasar entonces al tercer grupo de fenómenos anímicos, cuyo estudio se ha convertido en un medio técnico para el psicoanálisis.

Me refiero a las pequeñas operaciones fallidas de los hombres tanto normales como neuróticos, a las que no se suele atribuir ningún valor: el olvido de cosas que podrían saber y que otras veces en efecto saben (p. ej., el hecho de que a uno no le acuda temporariamente un nombre propio); los deslices cometidos al hablar, que tan a menudo nos sobrevienen; los análogos deslices en la escritura y la lectura; el trastrocar las cosas confundido en ciertos manejos y el perder o romper objetos, etc., hechos notables para los que no se suele buscar un determinismo psíquico y que se dejan pasar sin reparos como unos sucesos contingentes, fruto de la distracción, la falta de atención y parecidas condiciones. A esto se suman las acciones y gestos que los hombres ejecutan sin advertirlo para nada y -con mayor razón- sin atribuirles peso anímico: el jugar o juguetear con objetos, tararear melodías, maniobrar con el propio cuerpo o sus ropas, y otras de este tenor. Estas pequeñas cosas, las operaciones fallidas así como las acciones sintomáticas y casuales, no son tan insignificantes como en una suerte de tácito acuerdo se está dispuesto a creer. Poseen pleno sentido desde la situación en que acontecen; en la mayoría de los casos se las puede interpretar con facilidad y certeza, y se advierte que también ellas expresan impulsos y propósitos que deben ser relegados, escondidos a la conciencia propia, o que directamente provienen de las mismas mociones de deseo y complejos reprimidos de que ya tenemos noticia como los creadores de los síntomas y de las imágenes oníricas. Merecen entonces ser consideradas síntomas, y tomar nota de ellas, lo mismo que de los sueños, puede llevar a descubrir lo escondido en la vida anímica. Por su intermedio el hombre deja traslucir de ordinario sus más íntimos secretos. Si sobrevienen con particular facilidad y frecuencia, aun en personas sanas que globalmente han logrado bien la represión de sus mociones inconcientes, lo deben a su insignificancia y nimiedad. Pero tienen derecho a reclamar un elevado valor teórico, pues nos prueban la existencia de la represión y la formación sustitutiva aun bajo las condiciones de la salud.

Ya echan de ver ustedes que el psicoanalista se distingue por una creencia particularmente rigurosa en el determinismo de la vida anímica. Para él no hay en las exteriorizaciones psíquicas nada insignificante, nada caprichoso ni contingente; espera hallar una motivación suficiente aun donde no se suele plantear tal exigencia. Y todavía más: está preparado para descubrir una motivación múltiple del mismo efecto anímico, mientras que nuestra necesidad de encontrar las causas, que se supone innata, se declara satisfecha con una única causa psíquica.

Recapitulen ahora los medios que poseemos para descubrir lo escondido, olvidado, reprimido en la vida anímica: el estudio de las convocadas ocurrencias del paciente en la asociación libre, de sus sueños y de sus acciones fallidas y sintomáticas; agreguen todavía la valoración de otros fenómenos que se ofrecen en el curso del tratamiento psicoanalítico, sobre los cuales haré luego algunas puntualizaciones bajo el título de la «trasferencia», y llegarán conmigo a la conclusión de que nuestra técnica es ya lo bastante eficaz para poder resolver su tarea, para aportar a la conciencia el material psíquico patógeno y así eliminar el padecimiento provocado por la formación de síntomas sustitutivos. Y además, el hecho de que en tanto nos empeñamos en la terapia enriquezcamos y ahondemos nuestro conocimiento sobre la vida anímica de los hombres normales y enfermos no puede estimarse de otro modo que como un particular atractivo y excelencia de este trabajo.

No sé si han recibido ustedes la impresión de que la técnica por cuyo arsenal acabo de guiarlos es particularmente difícil. Opino que es por entero apropiada para el asunto que está destinada a dominar. Pero hay algo seguro: ella no es evidente de suyo, se la debe aprender como a la histológica o quirúrgica. Acaso les asombre enterarse de que en Europa hemos recibido, sobre el psicoanálisis, una multitud de juicios de personas que nada saben de esta técnica ni la aplican, y luego nos piden, como en burla, que les probemos la corrección de nuestros resultados. Sin duda que entre esos contradictores hay también personas que en otros campos no son ajenas a la mentalidad científica, y por ejemplo no desestimarían un resultado de la indagación microscópica por el hecho de que no se lo pueda corroborar a simple vista en el preparado anatómico, ni antes de formarse sobre el asunto un juicio propio con la ayuda del microscopio. Pero en materia de psicoanálisis las condiciones son en verdad menos favorables para el reconocimiento. El psicoanálisis quiere llevar al reconocimiento conciente lo reprimido en la vida anímica, y todos los que formulan juicios sobre él son a su vez hombres que poseen tales represiones, y acaso sólo a duras penas las mantienen en pie. No puede menos, pues, que provocarles la misma resistencia que despierta en el enfermo, y a esta le resulta fácil disfrazarse de desautorización intelectual y aducir argumentos semejantes a los que nosotros proscribimos {abwehren} en nuestros enfermos con la regla psicoanalítica fundamental. Así como en nuestros enfermos, también en nuestros oponentes podemos comprobar a menudo un muy notable rebajamiento de su facultad de juzgar, por obra de influjos afectivos. La presunción de la conciencia, que por ejemplo desestima al sueño con tanto menosprecio, se cuenta entre los dispositivos protectores provistos universalmente a todos nosotros para impedir la irrupción de los complejos inconcientes, y por eso es tan difícil convencer a los seres humanos de la realidad de lo inconciente y darles a conocer algo nuevo que contradice su noticia conciente.