viernes, 6 de agosto de 2010

Freud (1909) PSICOANALISIS (Conferencias I, II y III)

Cinco conferencias sobre psicoanálisis. (1910 [1909]).

Über Psychoanalyse


Nota introductoria




I



Señoras y señores: Dictar conferencias en el Nuevo Mundo ante un auditorio ávido de saber provoca en mí un novedoso y desconcertante sentimiento. Parto del supuesto de que debo ese honor solamente al enlace de mi nombre con el tema del psicoanálisis, y por eso me propongo hablarles de este último. Intentaré proporcionarles en la más apretada síntesis un panorama acerca de la historia, la génesis y el ulterior desarrollo de este nuevo método de indagación y terapia.

Si constituye un mérito haber dado nacimiento al psicoanálisis, ese mérito no es mío. (ver nota) Yo no participé en sus inicios. Era un estudiante preocupado por pasar sus últimos exámenes cuando otro médico de Viena, el doctor Josef Breuer, aplicó por primera vez ese procedimiento a una muchacha afectada de histeria (desde 1880 hasta 1882). De ese historial clínico y terapéutico nos ocuparemos; ahora. Lo hallarán expuesto con detalle en Estudios sobre la histeria [1895], publicados luego por Breuer y por mí. (ver nota)

Una sola observación antes de empezar: no sin satisfacción me he enterado de que la mayoría de mis oyentes no pertenecen al gremio médico. No tengan ustedes cuidado; no hace falta una particular formación previa en medicina para seguir mi exposición. Es cierto que por un trecho avanzaremos junto con los médicos, pero pronto nos separaremos para acompañar al doctor Breuer en un peculiarísimo camino.

La paciente del doctor Breuer, una muchacha de veintiún años, intelectualmente muy dotada, desarrolló en el trayecto de su enfermedad, que se extendió por dos años, una serie de perturbaciones corporales y anímicas merecedoras de tomarse con toda seriedad. Sufrió una parálisis con rigidez de las dos extremidades del lado derecho, que permanecían insensibles, y a veces esta misma afección en los miembros del lado izquierdo; perturbaciones en los movimientos oculares y múltiples deficiencias en la visión, dificultades para sostener la cabeza, una intensa tussis nervosa, asco frente a los alimentos y en una ocasión, durante varias semanas, incapacidad para beber no obstante una sed martirizadora; además, disminución de la capacidad de hablar, al punto de no poder expresarse o no comprender su lengua materna, y, por último, estados de ausencia, confusión, deliria, alteración de su personalidad toda, a los cuales consagraremos luego nuestra atención.

Al tomar conocimiento ustedes de semejante cuadro patológico, se inclinarán a suponer, aun sin ser médicos, que se trata de una afección grave, probablemente cerebral, que ofrece pocas perspectivas de restablecimiento y acaso lleve al temprano deceso de los aquejados por ella. Admitan, sin embargo, esta enseñanza de los médicos: para toda una serie de casos que presentan esas graves manifestaciones está justificada otra concepción, mucho más favorable. Si ese cuadro clínico aparece en una joven en quien una indagación objetiva demuestra que sus órganos internos vitales (corazón, riñones) son normales, pero que ha experimentado violentas conmociones del ánimo, y si en ciertos caracteres más finos los diversos síntomas se apartan de lo que cabría esperar, los médicos no juzgarán muy grave el caso. Afirmarán no estar frente a una afección orgánica del cerebro, sino ante ese enigmático estado que desde los tiempos de la medicina griega recibe el nombre de histeria y es capaz de simular toda una serie de graves cuadros. Por eso no disciernen peligro mortal y consideran probable una recuperación -incluso total- de la salud. No siempre es muy fácil distinguir una histeria de una afección orgánica grave. Pero no necesitamos saber cómo se realiza un diagnóstico diferencial de esta clase; bástenos la seguridad de que justamente el caso de la paciente de Breuer era uno de esos en que ningún médico experto erraría el diagnóstico de histeria. En este punto podemos traer, del informe clínico, un complemento: ella contrajo su enfermedad mientras cuidaba a su padre, tiernamente amado, de una grave dolencia que lo llevó a la tumba, y a raíz de sus propios males debió dejar de prestarle esos auxilios.

Hasta aquí nos ha resultado ventajoso avanzar junto con los médicos, pero pronto nos separaremos de ellos. En efecto, no esperen ustedes que las perspectivas del tratamiento médico hayan de mejorar esencialmente para el enfermo por el hecho de que se le diagnostique una histeria en lugar de una grave afección cerebral orgánica. Frente a las enfermedades graves del encéfalo, el arte médico es impotente en la mayoría de los casos, pero el facultativo tampoco sabe obrar nada contra la afección histérica. Tiene que dejar librados a la bondadosa naturaleza el momento y el modo en que se realice su esperanzada prognosis. (ver nota)

Entonces, poco cambia para el enfermo al discernírsele la histeria; es al médico a quien se le produce una gran variación. Podemos observar que su actitud hacia el histérico difiere por completo de la que adopta frente al enfermo crónico. No quiere dispensar al primero el mismo grado de interés que al segundo, pues su dolencia es mucho menos seria, aunque parezca reclamar que se la considere igualmente grave. Pero no es este el único motivo. El médico, que en sus estudios ha aprendido tantas cosas arcanas para el lego, ha podido formarse de las causas y alteraciones patológicas (p. ej., las sobrevenidas en el encéfalo de una persona afectada de apoplejía o neoplasia) unas representaciones que sin duda son certeras hasta cierto grado, puesto que le permiten entender los detalles del cuadro clínico. Ahora bien, todo su saber, su previa formación patológica y anátomo-fisíológica, lo desasiste al enfrentar las singularidades de los fenómenos histéricos. No puede comprender la histeria, ante la cual se encuentra en la misma situación que el lego. He ahí algo bien ingrato para quien tanto se precia de su saber en otros terrenos. Por eso los histéricos pierden su simpatía; los considera como unas personas que infringen las leyes de su ciencia, tal como miran los ortodoxos a los heréticos; les atribuye toda la malignidad posible, los acusa de exageración y deliberado engaño, simulación, y los castiga quitándoles su interés.

Pues bien; el doctor Breuer no incurrió en esta falta con su paciente: le brindó su simpatía e interés, aunque al comienzo no sabía cómo asistirla. Es probable que se lo facilitaran las notables cualidades espirituales y de carácter de ella, de las que da testimonio en el historial clínico que redactó. Su amorosa observación pronto descubrió el camino que le posibilitaría el primer auxilio terapéutico.

Se había notado que en sus estados de ausencia, de alteración psíquica con confusión, la enferma solía murmurar entre sí algunas palabras que parecían provenir de unos nexos en que se ocupase su pensamiento. Entonces el médico, que se hizo informar acerca de esas palabras, la ponía en una suerte de hipnosis y en cada ocasión se las repetía a fin de moverla a que las retornase. Así comenzaba a hacerlo la enferma, y de ese modo reproducía ante el médico las creaciones psíquicas que la gobernaban durante las ausencias y se habían traslucido en esas pocas palabras inconexas. Eran fantasías tristísimas, a menudo de poética hermosura -sueños diurnos, diríamos nosotros-, que por lo común tomaban como punto de partida la situación de una muchacha ante el lecho de enfermo de su padre. Toda vez que contaba cierto número de esas fantasías, quedaba como liberada y se veía reconducida a la vida anímica normal. Ese bienestar, que duraba varías horas, daba paso al siguiente día a una nueva ausencia, vuelta a cancelar de igual modo mediante la enunciación de las fantasías recién formadas. No era posible sustraerse a la impresión de que* la alteración psíquica exteriorizada en las ausencias era resultado del estímulo procedente de estas formaciones de fantasía, plenas de afecto en grado sumo. La paciente misma ' que en la época de su enfermedad, asombrosamente, sólo hablaba y comprendía el inglés, bautizó a este novedoso tratamiento como «talking cure» {«cura de conversación»} o lo definía en broma como «chimney-sweeping» {«limpieza de chimenea»}.

Pronto se descubrió como por azar que mediante ese deshollinamiento del alma podía obtenerse algo más que una eliminación pasajera de perturbaciones anímicas siempre recurrentes. También se conseguía hacer desaparecer los síntomas patológicos cuando en la hipnosis se recordaba, con exteriorización de afectos, la ocasión y el asunto a raíz del cual esos síntomas se habían presentado por primera vez. «En el verano hubo un período de intenso calor, y la paciente sufrió mucha sed; entonces, y sin que pudiera indicar razón alguna, de pronto se le volvió imposible beber. Tomaba en su mano el ansiado vaso de agua, pero tan pronto lo tocaban sus labios, lo arrojaba de sí como si fuera una hidrofóbica. Era evidente que durante esos segundos caía en estado de ausencia. Sólo vivía a fuerza de frutas, melones, etc., que le mitigaban su sed martirizadora. Cuando esta situación llevaba ya unas seis semanas, se puso a razonar en estado de hipnosis acerca de su dama de compañía inglesa, a quien no amaba, y refirió entonces con todos los signos de la repugnancia cómo había ido a su habitación, y ahí vio a su perrito, ese asqueroso animal, beber de un vaso. Ella no dijo nada pues quería ser cortés. Tras dar todavía enérgica expresión a ese enojo que se le había quedado atascado, pidió de beber, tomó sin inhibición una gran cantidad de agua y despertó de la hipnosis con el vaso en los labios. Con ello la perturbación desaparecía para siempre». (ver nota)

Permítanme detenerme un momento en esta experiencia. Hasta entonces nadie había eliminado un síntoma histérico por esa vía, ni penetrado tan hondo en la inteligencia de su causación. No podía menos que constituir un descubrimiento de los más vastos alcances si se corroboraba la expectativa de que también otros síntomas, y acaso la mayoría, nacían de ese modo en los enfermos e igualmente se los podía cancelar. Breuer no ahorró esfuerzos para convencerse de ello, y pasó a investigar de manera planificada la patogénesis de los otros síntomas, más graves. Y así era, efectivamente; casi todos los síntomas habían nacido como unos restos, como unos precipitados si ustedes quieren, de vivencias plenas de afecto a las que por eso hemos llamado después. «traumas psíquicos»; y su particularidad se esclarecía por la referencia a la escena traumática que los causó. Para decirlo con un tecnicismo, eran determinados {determinieren} por las escenas cuyos restos mnémicos ellos figuraban, y ya no se debía describirlos como unas operaciones arbitrarias o enigmáticas de la neurosis. Anotemos sólo una desviación respecto de aquella expectativa. La que dejaba como secuela al síntoma no siempre era una vivencia única; las más de las veces habían concurrido a ese efecto repetidos y numerosos traumas, a menudo muchísimos de un mismo tipo. Toda esta cadena de recuerdos patógenos debía ser reproducida luego en su secuencia cronológica, y por cierto en sentido inverso: los últimos primero, y los primeros en último lugar; era de todo punto imposible avanzar hasta el primer trauma, que solía ser el más eficaz, saltando los sobrevenidos después.

Querrán ustedes, sin duda, que les comunique otros ejemplos de causación de síntomas histéricos, además de esta aversión al agua por asco al perro que bebió del vaso. Empero, si deseo cumplir mi programa, debo limitarme a muy pocas muestras. Así, Breuer refiere que las perturbaciones en la visión de la enferma se reconducían a ocasiones «de este tipo: la paciente estaba sentada, con lágrimas en los ojos, junto al lecho de enfermo de su padre, cuando este le preguntó de pronto qué hora era; ella no veía claro, hizo un esfuerzo, acercó el reloj a sus ojos y entonces la esfera se le apareció muy grande (macropsia y strabismus convergens); o bien se esforzó por sofocar las lágrimas para que el padre no las viera». Por otra parte, todas las impresiones patógenas venían de la época en que participó en el cuidado de su padre enfermo. «Cierta vez hacía vigilancia nocturna con gran angustia por el enfermo, que padecía alta fiebre, y en estado de tensión porque se esperaba a un cirujano de Viena que practicaría la operación. La madre se había alejado por un rato, y Anna estaba sentada junto al lecho del enfermo, con el brazo derecho sobre el respaldo de la silla. Cayó en un estado de sueño despierto y vio cómo desde la pared una serpiente negra se acercaba al enfermo para morderlo. (Es muy probable que en el prado que se extendía detrás de la casa aparecieran de hecho algunas serpientes y ya antes hubieran provocado terror a la muchacha, proporcionando ahora el material de la alucinación.) Quiso espantar al animal pero estaba como paralizada; el brazo derecho, pendiente sobre el respaldo, se le había «dormido», volviéndosele anestésico y parético, y cuando lo observó los dedos se mudaron en pequeñas serpientes rematadas en calaveras (las uñas). Probablemente hizo intentos por ahuyentar a la serpiente con la mano derecha paralizada, y por esa vía su anestesia y parálisis entró en asociación con la alucinación de la serpiente. Cuando esta hubo desaparecido, quiso en su angustia rezar, pero se le denegó toda lengua, no pudo hablar en ninguna, hasta que por fin dio con un verso infantil en inglés y entonces pudo seguir pensando y orar en esa lengua». Al recordar esta escena en la hipnosis, quedó eliminada también la parálisis rígida del brazo derecho, que persistía desde el comienzo de la enfermedad, llegando así a su fin el tratamiento.

Cuando años después yo empecé a aplicar el método de indagación y tratamiento de Breuer a mis propios pacientes, hice experiencias que coincidían en un todo con las de él. Una dama de unos cuarenta años sufría de un tic, un curioso ruido semejante a un chasquido que ella producía a raíz de cualquier emoción y aun sin ocasión visible. Tenía su origen en dos vivencias cuyo rasgo común era que ella se había propuesto no hacer ruido alguno, a pesar de lo cual, por una suerte de voluntad contraria, rompió el silencio justamente con aquel chasquido: una vez, cuando al fin había conseguido hacer dormir con gran trabajo a su hija enferma y se dijo que ahora tenía que guardar un silencio absoluto para no despertarla, y la otra, cuando durante un viaje en coche con sus dos hijas los caballos se espantaron con la tormenta, y ella pretendió evitar cuidadosamente todo ruido para que los animales no se asustaran todavía más. Les doy este ejemplo entre muchos otros consignados en Estudios sobre la histeria. (ver nota)

Señoras y señores: Si me permiten ustedes la generalización que es inevitable aun tras una exposición tan abreviada, podemos verter en esta fórmula el conocimiento adquirido hasta ahora: Nuestros enfermos de histeria padecen de reminiscencias. Sus síntomas son restos y símbolos mnémicos de ciertas vivencias (traumáticas). Una comparación con otros símbolos, mnémicos de campos diversos acaso nos lleve a comprender con mayor profundidad este simbolismo. También los monumentos con que adornamos nuestras grandes ciudades son unos tales símbolos mnémicos. Si ustedes van de paseo por Londres, hallarán, frente a una de las mayores estaciones ferroviarias de la ciudad, una columna gótica ricamente guarnecida, la Charing Cross. En el siglo xiii, uno de los antiguos reyes de la casa de Plantagenet hizo conducir a Westminstet los despojos de su amada reina Eleanor y erigió cruces góticas en cada una de las estaciones donde el sarcófago se depositó en tierra; Charing Cross es el último de los monumentos destinados a conservar el recuerdo de este itinerario doliente. (ver nota) En otro lugar de la ciudad, no lejos del London Bridge, descubrirán una columna más moderna, eminente, que en aras de la brevedad es llamada «The Monument». Perpetúa la memoria del incendio que en 1666 estalló en las cercanías y destruyó gran parte de la ciudad. Estos monumentos son, pues, símbolos mnémicos como los síntomas histéricos; hasta este punto parece justificada la comparación. Pero, ¿qué dirían ustedes de un londinense que todavía hoy permaneciera desolado ante el monumento recordatorio del itinerario fúnebre de la reina Eleanor, en vez de perseguir sus negocios con la premura que las modernas condiciones de trabajo exigen o de regocijarse por la juvenil reina de su corazón? ¿O de otro que ante «The Monument» llorara la reducción a cenizas de su amada ciudad, que empero hace ya mucho tiempo que fue restaurada con mayor esplendor todavía? Ahora bien, los histéricos y los neuróticos todos se comportan como esos dos londinenses no prácticos. Y no es sólo que recuerden las dolorosas vivencias de un lejano pasado; todavía permanecen adheridos a ellas, no se libran del pasado y por él descuidan la realidad efectiva y el presente. Esta fijación de la vida anímica a los traumas patógenos es uno de los caracteres más importantes y de mayor sustantividad práctica de las neurosis.

Les concedo de buen grado la objeción que quizá formulan ustedes en este momento, considerando el historial clínico de la paciente de Breuer. En efecto, todos sus traumas provenían de la época en que cuidaba a su padre enfermo, y sus síntomas sólo pueden concebirse como unos signos recordatorios de su enfermedad y muerte. Por tanto, corresponden a un duelo, y no hay duda de que una fijación a la memoria del difunto tan poco tiempo después de su deceso no tiene nada de patológico, sino que más bien responde a un proceso de sentimiento normal. Yo se los concedo; la fijación a los traumas no es nada llamativo en el caso de la paciente de Breuer. Pero en otros, como el del tic tratado por mí, cuyos ocasionamientos se remontaban a más de quince y a diez años, el carácter de la adherencia anormal al pasado resulta muy nítido, y es probable que la paciente de Breuer lo habría desarrollado igualmente de no haber iniciado tratamiento catártico trascurrido un lapso tan breve desde la vivencia de los traumas y la génesis de los síntomas.

Hasta aquí sólo hemos elucidado el nexo de los síntomas histéricos con la biografía de los enfermos; en este punto, a partir de otros dos aspectos de la observación de Breuer podemos obtener una guía acerca del modo en que es preciso concebir el proceso de la contracción de la enfermedad y del restablecimiento.

En primer lugar, corresponde destacar que la enferma de Breuer, en casi todas las situaciones patógenas, debió sofocar una intensa excitación en vez de posibilitarle su decurso mediante los correspondientes signos de afecto, palabras y acciones. En la pequeña vivencia con el perro de su dama de compañía, sofocó, por miramiento hacía ella, toda exteriorización de su muy intenso asco; y mientras vigilaba Junto al lecho de su padre, tuvo el permanente cuidado de no dejar que el enfermo notara nada de su angustia y dolorosa desazón. Cuando después reprodujo ante el médico esas mismas escenas, el afecto entonces inhibido afloró con particular violencia, como si se hubiera reservado durante todo ese tiempo. Y en efecto: el síntoma que había quedado pendiente de esa escena cobraba su máxima intensidad a medida que uno se acercaba a su causación, para desaparecer tras la completa tramitación de esta última. Por otro lado, pudo hacerse la experiencia de que recordar la escena ante el médico no producía efecto alguno cuando por cualquier razón ello discurría sin desarrollo de afecto. Los destinos de estos afectos, que uno podía representarse como magnitudes desplazables, eran entonces lo decisivo tanto para la contracción de la enfermedad como para el restablecimiento. Así resultó forzoso suponer que aquella sobrevino porque los afectos desarrollados en las situaciones patógenas hallaron bloqueada una salida normal, y la esencia de su contracción consistía en que entonces esos afectos «estrangulados» eran sometidos a un empleo anormal. En parte persistían como unos lastres duraderos de la vida anímica y fuentes de constante excitación; en parte experimentaban una trasposición a inusuales inervaciones e inhibiciones corporales que se constituían como los síntomas corporales del caso. Para este último proceso hemos acuñado el nombre de conversión histérica. Lo corriente y normal es que una parte de nuestra excitación anímica sea guiada por el camino de la inervación corporal, y el resultado de ello es lo que conocemos como «expresión de las emociones». Ahora bien, la conversión histérica exagera esa parte del decurso de un proceso anímico investido de afecto; corresponde a una expresión mucho más intensa, guiada por nuevas vías, de la emoción. Cuando un cauce se divide en dos canales, se producirá la congestión de uno de ellos tan pronto como la corriente tropiece con un obstáculo en el otro.

Lo ven ustedes; estamos en vías de obtener una teoría puramente psicológica de la histeria, en la que adjudicamos el primer rango a los procesos afectivos.

Una segunda observación de Breuer nos fuerza ahora a conceder una significatividad considerable a los estados de conciencia entre los rasgos característicos del acontecer patológico. La enferma de Breuer mostraba múltiples condiciones anímicas (estados de ausencia, confusión y alteración del carácter) junto a su estado normal. En este último no sabía nada de aquellas escenas patógenas ni de su urdimbre con sus síntomas; había olvidado esas escenas, o en todo caso desgarrado la urdimbre patógena. Cuando se la ponía en estado de hipnosis, tras un considerable gasto de trabajo se lograba reevocar en su memoria esas escenas, y merced a este trabajo de recuerdo los síntomas eran cancelados. La interpretación de estos hechos habría provocado gran desconcierto si las experiencias y experimentos del hipnotismo no hubieran indicado ya el camino. El estudio de los fenómenos hipnóticos nos había familiarizado con la concepción, sorprendente al comienzo, de que en un mismo individuo son posibles varios agrupamientos anímicos que pueden mantener bastante independencia recíproca, «no saber nada» unos de otros, y atraer hacia sí alternativamente a la conciencia. En ocasiones se observan también casos espontáneos de esta índole, que se designan como de «double conscience» {«doble conciencia»}. Cuando, dada esa escisión de la personalidad, la conciencia permanece ligada de manera constante a uno de esos dos estados, se lo llama el estado anímico conciente, e inconciente al divorciado de él. En los consabidos fenómenos de la llamada "sugestión pos-hipnótica", en que una orden impartida durante la hipnosis se abre paso luego de manera imperiosa en el estado normal, se tiene un destacado arquetipo de los influjos que el estado conciente puede experimentar por obra del que para él es inconciente; y siguiendo este paradigma se logra ciertamente explicar las experiencias hechas en el caso de la histeria. Breuer se decidió por la hipótesis de que los síntomas histéricos nacían en unos particulares estados anímicos que él llamó hipnoides. Excitaciones que caen dentro de tales estados hipnoides devienen con facilidad patógenas porque ellos no ofrecen las condiciones para un decurso normal de los procesos excitatorios. De estos nace entonces un insólito producto: el síntoma, justamente; y este se eleva y penetra como un cuerpo extraño en el estado normal, al que le falta, en cambio, toda noticia sobre la situación patógena hipnoide. Donde existe un síntoma, se encuentra también una amnesia, una laguna del recuerdo; y el llenado de esa laguna conlleva la cancelación de las condiciones generadoras del síntoma.

Me temo que esta parte de mi exposición no les haya parecido muy trasparente. Pero consideren que se trata de novedosas y difíciles intuiciones, que quizá no puedan aclararse mucho más: prueba de que no hemos avanzado todavía un gran trecho en nuestro conocimiento. Por lo demás, la tesis de Breuer acerca de los estados hipnoides demostró ser estorbosa y superflua, y el actual psicoanálisis la ha abandonado. Les diré luego, siquiera indicativamente, qué influjos y procesos habrían de descubrirse tras esa divisoria de los estados hipnoides postulados por Breuer. Habrán recibido ustedes, sin duda, la justificada impresión de que las investigaciones de Breuer sólo pudieron ofrecerles una teoría harto incompleta y un esclarecimiento insatisfactorio de los fenómenos observados; pero las teorías no caen del cielo, y con mayor justificación todavía deberán ustedes desconfiar si alguien les ofrece ya desde el comienzo de sus observaciones una teoría redonda y sin lagunas. Es que esta última sólo podría ser hija de la especulación y no el fruto de una explotación de los hechos sin supuestos previos.





II



Señoras y señores: Más o menos por la misma época en que Breuer ejercía con su paciente la «talking cure», el maestro Charcot había iniciado en París aquellas indagaciones sobre las histéricas de la Salpétriere que darían por resultado una comprensión novedosa de la enfermedad. Era imposible que esas conclusiones ya se conocieran por entonces en Viena. Pero cuando una década más tarde Breuer y yo publicamos la comunicación preliminar sobre el mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos [1893a], que tomaba como punto de partida el tratamiento catártico de la primera paciente de Breuer, nos encontrábamos enteramente bajo el sortilegio de las investigaciones de Charcot. Equiparamos las vivencias patógenas de nuestros enfermos, en calidad de traumas psíquicos, a aquellos traumas corporales cuyo influjo sobre parálisis histéricas Charcot había establecido; y la tesis de Breuer sobre los estados hipnoides no es en verdad sino un reflejo del hecho de que Charcot hubiera reproducido artificialmente en la hipnosis aquellas parálisis traumáticas.

El gran observador francés, de quien fui discípulo entre 1885 y 1886, no se inclinaba a las concepciones psicológicas; sólo su discípulo Pierre Janet intentó penetrar con mayor profundidad en los particulares procesos psíquicos de la histeria, y nosotros seguimos su ejemplo cuando situamos la escisión anímica y la fragmentación de la personalidad en el centro de nuestra concepción. Hallan ustedes en Janet una teoría de la histeria que toma en cuenta las doctrinas prevalecientes en Francia acerca del papel de la herencia y de la degeneración. Según él, la histeria es una forma de la alteración degenerativa del sistema nervioso que se da a conocer mediante una endeblez innata de la síntesis psíquica. Sostiene que los enfermos de histeria son desde el comienzo incapaces de cohesionar en una unidad la diversidad de los procesos anímicos, y por eso se inclinan a la disociación anímica. Si me permiten ustedes un símil trivial, pero nítido, la histérica de Janet recuerda a una débil señora que ha salido de compras y vuelve a casa cargada con una montaña de cajas y paquetes. Sus dos brazos y los diez dedos de las manos no le bastan para dominar todo el cúmulo y entonces se le cae primero un paquete. Se agacha para recogerlo, y ahora es otro el que se le escapa, etc. No armoniza bien con esa supuesta endeblez anímica de las histéricas el hecho de que entre ellas puede observarse, ¡unto a los fenómenos de un rendimiento disminuido, también ejemplos de un incremento parcial de su productividad, como a modo de un resarcimiento. En la época en que la paciente de Breuer había olvidado su lengua materna y todas las otras salvo el inglés, su dominio de esta última llegó a tanto que era capaz, si se le presentaba un libro escrito en alemán, de producir de primer intentó una traducción intachable y fluida al inglés leyendo en voz alta.

Cuando luego me apliqué a continuar por mi cuenta las indagaciones iniciadas por Breuer, pronto llegué a otro punto de vista acerca de la génesis de la disociación histérica (escisión de conciencia). Semejante divergencia, decisiva para todo lo que había de seguir, era forzoso que se produjese, pues yo no partía, como Janet, de experimentos de laboratorio, sino de empeños terapéuticos.

Sobre todo me animaba la necesidad práctica. El tratamiento catártico, como lo había ejercitado Breuer, implicaba poner al enfermo en estado de hipnosis profunda, pues sólo en el estado hipnótico hallaba este la noticia ¿le aquellos nexos patógenos, noticia que le faltaba en su estado normal. Ahora bien, la hipnosis pronto empezó a desagradarme, como un recurso tornadizo y por así decir místico; y cuando hice la experiencia de que a pesar de todos mis empeños sólo conseguía poner en el estado hipnótico a una fracción de mis enfermos, me resolví a resignar la hipnosis e independizar de ella al tratamiento catártico. Puesto que no podía alterar a voluntad el estado psíquico de la mayoría de mis pacientes, me orienté a trabajar con su estado normal. Es cierto que al comienzo esto parecía una empresa sin sentido ni perspectivas. Se planteaba la tarea de averiguar del enfermo algo que uno no sabía y que ni él mismo sabía; ¿cómo podía esperarse averiguarlo no obstante? Entonces acudió en mi auxilio el recuerdo de un experimento muy asombroso e instructivo que yo había presenciado junto a Bernheim en Nancy [en 1889]. Bernheim nos demostró por entonces que las personas a quienes él había puesto en sonambulismo hipnótico, haciéndoles vivenciar en ese estado toda clase de cosas, sólo en apariencia habían perdido el recuerdo de lo que vivenciaron sonámbulas y era posible despertarles tales recuerdos aun en el estado normal. Cuando les inquiría por sus vivencias sonámbulas, al comienzo aseveraban por cierto no saber nada; pero si él no desistía, si las esforzaba, si les aseguraba que empero lo sabían, en todos los casos volvían a acudirles esos recuerdos olvidados.

Fue lo que hice también yo con mis pacientes. Cuando había llegado con ellos a un punto en que aseveraban no saber nada más, les aseguraba que empero lo sabían, que sólo debían decirlo, y me atrevía a sostenerles que el recuerdo justo sería el que les acudiese en el momento en que yo les pusiese mi mano sobre su frente. De esa manera conseguía, sin emplear la hipnosis, averiguar. de los enfermos todo lo requerido para restablecer el nexo entre las escenas patógenas olvidadas y los síntomas que estas habían dejado como secuela. Pero era un procedimiento trabajoso, agotador a la larga, que no podía ser el apropiado para una técnica definitiva.

Mas no lo abandoné sin extraer de las percepciones que él procuraba las conclusiones decisivas. Así, pues, yo había corroborado que los recuerdos olvidados no estaban perdidos. Se encontraban en posesión del enfermo y prontos a aflorar en asociación con lo todavía sabido por él, pero alguna fuerza les impedía devenir concientes y los constreñía a permanecer inconcientes. Era posible suponer con certeza la existencia de esa fuerza, pues uno registraba un esfuerzo {Anstrengung} correspondiente a ella cuando se empeñaba, oponiéndosele, en introducir los recuerdos inconcientes en la conciencia del enfermo. Uno sentía como resistencia del enfermo esa fuerza que mantenía en pie al estado patológico.

Ahora bien, sobre esa idea de la resistencia he fundado mi concepción de los procesos psíquicos de la histeria. Cancelar esas resistencias se había demostrado necesario para el restablecimiento; y ahora, a partir del mecanismo de la curación, uno podía formarse representaciones muy precisas acerca de lo acontecido al contraerse la enfermedad. Las mismas fuerzas que hoy, como resistencia, se oponían al empeño de hacer conciente lo olvidado tenían que ser las que en su momento produjeron ese olvido y esforzaron {drängen} afuera de la conciencia las vivencias patógenas en cuestión. Llamé represión {esfuerzo de desalojo} a este proceso por mí supuesto, y lo consideré probado por la indiscutible existencia de la resistencia.

Desde luego, cabía preguntarse cuáles eran esas fuerzas y cuáles las condiciones de la represión en la que ahora discerníamos el mecanismo patógeno de la histeria. Una indagación comparativa de las situaciones patógenas de que se había tenido noticia mediante el tratamiento catártico permitía ofrecer una respuesta. En todas esas vivencias -había estado en juego el afloramiento de una moción de deseo que se encontraba en aguda oposición a los demás deseos del individuo, probando ser inconciliable con las exigencias éticas y estéticas de la personalidad. Había sobrevenido un breve conflicto, y el final de esta lucha interna fue que la representación que aparecía ante la conciencia como la portadora de aquel deseo inconciliable sucumbió a la represión {esfuerzo de desalojo} y fue olvidada. y esforzada afuera de la conciencia junto con los recuerdos relativos a ella. Entonces, la inconciliabilidad de esa representación con el yo del enfermo era el motivo {Motiv, «la fuerza impulsora»} de la represión; y las fuerzas represoras eran los reclamos éticos, y otros, del individuo. La aceptación de la moción de deseo inconciliable, o la persistencia del conflicto, habrían provocado un alto grado de displacer; este displacer era ahorrado por la represión, que de esa manera probaba ser uno de los dispositivos protectores de la personalidad anímica.

Les referiré, entre muchos, uno solo de mis casos, en el que se disciernen con bastante nitidez tanto las condiciones como la utilidad de la represión. Por cierto que para mis fines me veré obligado a abreviar este historial clínico, dejando de lado importantes premisas de él. Una joven que poco tiempo antes había perdido a su amado padre, de cuyo cuidado fue partícipe -situación análoga a la de la paciente de Breuer-, sintió, al casarse su hermana mayor, una particular simpatía hacia su cuñado, que fácilmente pudo enmascararse como una ternura natural entre parientes. Esta hermana pronto cayó enferma y murió cuando la paciente se encontraba ausente junto con su madre. Las ausentes fueron llamadas con urgencia sin que se les proporcionase noticia cierta del doloroso suceso, Cuando la muchacha hubo llegado ante el lecho de su hermana muerta, por un breve instante afloró en ella una idea que podía expresarse aproximadamente en estas palabras: «Ahora él está libre y puede casarse conmigo». Estamos autorizados a dar por cierto que esa idea, delatora de su intenso amor por el cuñado, y no conciente para ella misma, fue entregada de inmediato a la represión por la revuelta de sus sentimientos. La muchacha contrajo graves síntomas histéricos y cuando yo la tomé bajo tratamiento resultó que había olvidado por completo la escena junto al lecho de su hermana, así como la moción odiosa y egoísta que emergiera en ella. La recordó en el tratamiento, reprodujo el factor patógeno en medio de los indicios de la más violenta emoción, y sanó así.

Acaso me sea lícito ilustrarles el proceso de la represión y su necesario nexo con la resistencia mediante un grosero símil que tomaré, justamente, de la situación en que ahora nos encontramos. Supongan que aquí, dentro de esta sala y entre este auditorio cuya calma y atención ejemplares yo no sabría alabar bastante, se encontrara empero un individuo revoltoso que me distrajera de mi tarea con sus impertinentes risas, charla, golpeteo con los pies. Y que yo declarara que así no puedo proseguir la conferencia, tras lo cual se levantaran algunos hombres vigorosos entre ustedes y tras breve lucha pusieran al barullero en la puerta. Ahora él está «desalojado» (reprimido} y yo puedo continuar mi exposición. Ahora bien, para que la perturbación no se repita si el expulsado intenta volver a ingresar en la sala, los señores que ejecutaron mi voluntad colocan sus sillas contra la puerta y así se establecen como una «resistencia» tras un esfuerzo de desalojo (represión} consumado. Si ustedes trasfieren las dos localidades a lo psíquico como lo «conciente» y lo «inconciente», obtendrán una imagen bastante buena del proceso de la represión.

Ahora ven ustedes en qué radica la diferencia entre nuestra concepción y la de Janet. No derivamos la escisión psíquica de una insuficiencia innata que el aparato anímico tuviera para la síntesis, sino que la explicamos dinámicamente por el conflicto de fuerzas anímicas en lucha, discernimos en ella el resultado de una renuencia activa de cada uno de los dos agrupamientos psíquicos respecto del otro, Ahora bien, nuestra concepción engendra un gran número de nuevas cuestiones. La situación del conflicto psíquico es sin duda frecuentísima; un afán del yo por defenderse de recuerdos penosos se observa con total regularidad, y ello sin que el resultado sea una escisión anímica. Uno no puede rechazar la idea de que hacen falta todavía otras condiciones para que el conflicto tenga por consecuencia la disociación. También les concedo que con la hipótesis de la represión no nos encontramos al final, sino sólo al comienzo, de una teoría psicológica, pero no tenemos otra alternativa que avanzar paso a paso y confiar a un trabajo progresivo en anchura y profundidad la obtención de un conocimiento acabado.

Desistan, por otra parte, del intento de situar el caso de la paciente de Breuer bajo los puntos de vista de la represión. Ese historial clínico no se presta a ello porque se lo obtuvo con el auxilio del influjo hipnótico. Sólo si ustedes desechan la hipnosis pueden notar las resistencias y represiones y formarse una representación certera del proceso patógeno efectivo. La hipnosis encubre a la resistencia; vuelve expedito un cierto ámbito anímico, pero en cambio acumula la resistencia en las fronteras de ese ámbito al modo de una muralla que vuelve inaccesible todo lo demás.

Lo más valioso que aprendimos de la observación de Breuer fueron las noticias acerca de los nexos entre los síntomas y las vivencias patógenas o traumas psíquicos, y ahora no podemos omitir el apreciar esas intelecciones desde el punto de vista de la doctrina de la represión. Al comienzo no se ve bien cómo desde la represión puede llegarse a la formación de síntoma. En lugar de proporcionar una compleja deducción teórica, retomaré en este punto la imagen que antes usamos para ilustrar la represión {esfuerzo de desalojo}. Consideren que con el distanciamiento del miembro perturbador y la colocación de los guardianes ante la puerta el asunto no necesariamente queda resuelto. Muy bien puede suceder que el expulsado, ahora enconado y despojado de todo miramiento, siga dándonos qué hacer. Es verdad que ya no está entre nosotros; nos hemos librado de su presencia, de su risa irónica, de sus observaciones a media voz, pero en cierto sentido el esfuerzo de desalojo no ha tenido éxito, pues ahora da ahí afuera un espectáculo insoportable, y sus gritos y los golpes de puño que aplica contra la puerta estorban mi conferencia más que antes su impertinente conducta. En tales circunstancias no podríamos menos que alegrarnos si, por ejemplo, nuestro estimado presidente, el doctor Stanley Hall, quisiera asumir el papel de mediador y apaciguador. Hablaría con el miembro revoltoso ahí afuera y acudiría a nosotros con la exhortación de que lo dejáramos reingresar, ofreciéndose él como garante de su buen comportamiento. Obedeciendo a la autoridad del doctor Hall, nos decidimos entonces a cancelar de nuevo el desalojo, y así vuelven a reinar la calma y la paz. En realidad, no es esta una figuración inadecuada de la tarea que compete al médico en la terapia psicoanalítica de las neurosis.

Para decirlo ahora más directamente: mediante la indagación de los histéricos y otros neuróticos llegamos a convencernos de que en ellos ha fracasado la represión de la idea entramada con el deseo insoportable. Es cierto que la han pulsionado afuera de la conciencia y del recuerdo, ahorrándose en apariencia una gran suma de displacer, pero la moción de deseo reprimida perdura en lo inconciente, al acecho de la oportunidad de ser activada; y luego se las arregla para enviar dentro de la conciencia una formación sustitutiva, desfigurada y vuelta irreconocible, de lo reprimido, a la que pronto se anudan las mismas sensaciones de displacer que uno creyó ahorrarse mediante la represión. Esa formación sustitutiva de la idea reprimida -el síntoma- es inmune a los ataques del yo defensor, y en vez de un breve conflicto surge ahora un padecer sin término en el tiempo. En el síntoma cabe comprobar, junto a los indicios de la desfiguración, un resto de semejanza, procurada de alguna manera, con la idea originariamente reprimida; los caminos por los cuales se consumó la formación sustitutiva pueden descubrirse en el curso del tratamiento psicoanalítico del enfermo, y para su restablecimiento es necesario que el síntoma sea trasportado de nuevo por esos mismos caminos hasta la idea reprimida. Si lo reprimido es devuelto a la actividad anímica conciente, lo cual presupone la superación de considerables resistencias, el conflicto psíquico así generado y que el enfermo quiso evitar puede hallar, con la guía del médico, un desenlace mejor que el que le procuró la represión. De tales tramitaciones adecuadas al fin, que llevan conflicto y neurosis a un feliz término, las hay varias, y en algunos casos es posible alcanzarlas combinadas entre sí. La personalidad del enfermo puede ser convencida de que rechazó el deseo patógeno sin razón y movida a aceptarlo total o parcialmente, o este mismo deseo ser guiado hacia una meta superior y por eso exenta de objeción (lo que se llama su sublimación), o bien admitirse que su desestimación es justa, pero sustituirse el mecanismo automático y por eso deficiente de la represión por un juicio adverso {Verurteilung) con ayuda de las supremas operaciones espirituales del ser humano; así se logra su gobierno conciente.

Discúlpenme ustedes si no he logrado exponerles de una manera claramente aprehensible estos puntos capitales del método de tratamiento ahora llamado psicoanálisis. Las dificultades no se deben sólo a la novedad del asunto. Sobre la índole de los deseos inconciliables que a pesar de la represión saben hacerse oír desde lo inconciente, y sobre las condiciones subjetivas o constitucionales que deben darse en cierta persona para que se produzca ese fracaso de la represión y una formación sustitutiva o de síntoma, daremos noticia luego, con algunas puntualizaciones.





III



Señoras y señores: No siempre es fácil decir la verdad, en particular cuando uno se ve obligado a ser breve; así, hoy me veo precisado a corregir una inexactitud que formulé en mi anterior conferencia. Les dije que si renunciando a la hipnosis yo esforzaba a mis enfermos a comunicarme lo que se les ocurriera sobre el problema que acabábamos de tratar -puesto que ellos de hecho sabían lo supuestamente olvidado y la ocurrencia emergente contendría sin duda lo que se buscaba-, en efecto hacía la experiencia de que la ocurrencia inmediata de mis pacientes aportaba lo pertinente y probaba ser la continuación olvidada del recuerdo. Pues bien; esto no es universalmente cierto. Sólo en aras de la brevedad lo presenté tan simple. En realidad, sólo las primeras veces sucedía que lo olvidado pertinente se obtuviera tras un simple esforzar de mi parte. Si uno seguía aplicando el procedimiento, en todos los casos acudían ocurrencias que no podían ser las pertinentes porque no venían a propósito y los propios enfermos las desestimaban por incorrectas. Aquí el esforzar ya no servía de ayuda, y cabía lamentarle de haber resignado la hipnosis.

En ese estadio de desconcierto, me aferré a un prejuicio cuya legitimidad científica fue demostrada años después en Zurich por C. G. Jung y sus discípulos. Debo aseverar que a menudo es muy provechoso tener prejuicios. Sustentaba yo una elevada opinión sobre el determinismo {Determinierung} de los procesos anímicos y no podía creer que una ocurrencia del enfermo, producida por él en un estado de tensa atención, fuera enteramente arbitraria y careciera de nexos con la representación olvidada que buscábamos; en cuanto al hecho de que no fuera idéntica a esta última, se explicaba de manera satisfactoria a partir de la situación psicológica presupuesta. En los enfermos bajo tratamiento ejercían su acción eficaz dos fuerzas encontradas: por una parte, su afán conciente de traer a la conciencia lo olvidado presente en su inconciente, y, por la otra, la consabida resistencia que se revolvía contra ese devenir-conciente de lo reprimido o de sus retoños. Si la resistencia era igual a cero o muy pequeña, lo olvidado devenía conciente sin desfiguración; cabía entonces suponer que la desfiguración de lo buscado resultaría tanto mayor cuanto más grande fuera la resistencia a su devenir-conciente. Por ende, la ocurrencia del enfermo, que acudía en vez de lo buscado, había nacido ella misma como un síntoma; era una nueva, artificiosa y efímera formación sustitutiva de lo reprimido, y tanto más desemejante a esto cuanto mayor desfiguración hubiera experimentado bajo el influjo de la resistencia. Empero, dada su naturaleza de síntoma, por fuerza mostraría cierta semejanza con lo buscado y, si la resistencia no era demasiado intensa, debía ser posible colegir, desde la ocurrencia, lo buscado escondido. La ocurrencia tenía que comportarse respecto del elemento reprimido como una alusión, como una figuración de él en discurso indirecto.

En el campo de la vida anímica normal conocemos casos en que situaciones análogas a la supuesta por nosotros brindan también parecidos resultados. Uno de ellos es el del chiste. Así, por los problemas de la técnica psicoanalítica me he visto precisado a ocuparme de la técnica de la formación de chistes. Les elucidaré un solo ejemplo de esta índole; se trata, por lo demás, de un chiste en lengua inglesa.

He aquí la anécdota: Dos hombres de negocios poco escrupulosos habían conseguido granjearse una enorme fortuna mediante una serie de empresas harto osadas, y tras ello se empeñaron en ingresar en la buena sociedad. Entre otros medios, les pareció adecuado hacerse retratar por el pintor más famoso y más caro de la ciudad, cada uno de cuyos cuadros se consideraba un acontecimiento. Quisieron mostrarlos por primera vez durante una gran soirée, y los dueños de casa en persona condujeron al crítico y especialista en arte más influyente hasta la pared del salón donde ambos retratos habían sido colgados uno junto al otro; esperaban así arrancarle un juicio admirativo. El crítico los contempló largamente, y al fin sacudió la cabeza como si echara de menos algo; se limitó a preguntar, señalando el espacio libre que quedaba entre ambos cuadros: «And where is the Saviour?» (« ¿Y dónde está el Salvador? »}. Veo que todos ustedes ríen con este buen chiste; ahora tratemos de entenderlo. Comprendemos que el especialista en arte quiere decir: «Son ustedes un par de pillos, como aquellos entre los cuales se crucificó al Salvador». Pero no se los dice; en lugar de ello., manifiesta algo que a primera vista parece raramente inapropiado y que no viniera al caso, pero de inmediato lo discernimos como una alusión al insulto por él intentado y como su cabal sustituto. No podemos esperar que en el chiste reencontraremos todas las circunstancias que conjeturamos para la génesis de la ocurrencia en nuestros pacientes, pero insistamos en la identidad de motivación entre chiste y ocurrencia. ¿Por qué nuestro crítico no dice a los dos pillos directamente lo que le gustaría? Porque junto a sus ganas de espetárselo sin disfraz actúan en él eficaces motivos contrarios. No deja de tener sus peligros ultrajar a personas de quienes uno es huésped y tienen a su disposición los vigorosos puños de gran número de servidores. Uno puede sufrir fácilmente el destino que en la conferencia anterior aduje como analogía para el «esfuerzo de desalojo» {represión}. Por esta razón el crítico no expresa de manera directa el insulto intentado, sino que lo hace en una forma desfigurada como «alusión con omisión». (ver nota) Y bien; opinamos que es esta misma constelación la culpable de que nuestro paciente, en vez de lo olvidado que se busca, produzca una ocurrencia sustitutiva más o menos desfigurada.

Señoras y señores: Es de todo punto adecuado llamar «Complejo», siguiendo a la escuela de Zurich (Bleuler, Jung y otros), a un grupo de elementos de representación investidos de afecto. Vemos, pues, que si para buscar un complejo reprimido partimos en cierto enfermo de lo último que aún recuerda, tenemos todas las perspectivas de colegirlo siempre que él ponga a nuestra disposición un número suficiente de sus ocurrencias libres. Dejamos entonces al enfermo decir lo que quiere, y nos atenemos a la premisa de que no puede ocurrírsele otra cosa que lo que de manera indirecta dependa del complejo buscado. Si este camino para descubrir lo reprimido les parece demasiado fatigoso, puedo al menos asegurarles que es el único transitable.

Al aplicar esta técnica todavía vendrá a perturbarnos el hecho de que el enfermo a menudo se interrumpe, se atasca y asevera que no sabe decir nada, no se le ocurre absolutamente nada. Si así fuera y él estuviese en lo cierto, otra vez nuestro procedimiento resultaría insuficiente. Pero una observación más fina muestra que esa denegación de las ocurrencias en verdad no sobreviene nunca. Su apariencia se produce sólo porque el enfermo, bajo el influjo de las resistencias, que se disfrazan en la forma de diversos juicios críticos acerca del valor de la ocurrencia, se reserva o hace a un lado la ocurrencia percibida. El modo de protegerse de ello es prever esa conducta y pedirle que no haga caso de esa crítica. Bajo total renuncia a semejante selección crítica, debe decir todo lo que se le pase por la cabeza, aunque lo considere incorrecto, que no viene al caso o disparatado, y con mayor razón todavía si le resulta desagradable ocupar su pensamiento en esa ocurrencia. Por medio de su obediencia a ese precepto nos aseguramos el material que habrá de ponernos sobre la pista de los complejos reprimidos.

Este material de ocurrencias que el enfermo arroja de sí con menosprecio cuando en lugar de encontrarse influido por el médico lo está por la resistencia constituye para el psicoanalista, por así decir, el mineral en bruto del que extraerá el valioso metal con el auxilio de sencillas artes interpretativas. Si ustedes quieren procurarse una noticia rápida y provisional de los complejos reprimidos de cierto enfermo, sin internarse todavía en su ordenamiento y enlace, pueden examinarlo mediante el experimento de la asociación, tal como lo han desarrollado Jung y sus discípulos. Este procedimiento presta al psicoanalista tantos servicios como al químico el análisis cualitativo; es omisible en la terapia de enfermos neuróticos, pero indispensable para la mostración objetiva de los complejos y en la indagación de las psicosis, que la escuela de Zurich ha abordado con éxito.

La elaboración de las ocurrencias que se ofrecen al paciente cuando se somete a la regla psicoanalítica fundamental no es el único de nuestros recursos técnicos para descubrir lo inconciente. Para el mismo fin sirven otros dos procedimientos: la interpretación de sus sueños y la apreciación de sus acciones fallidas y casuales.

Les confieso mis estimados oyentes, que consideré mucho tiempo si antes que darles este sucinto panorama de todo el campo del psicoanálisis no era preferible ofrecerles la exposición detallada de la interpretación de los sueños. Un motivo puramente subjetivo y en apariencia secundario me disuadió de esto último. Me pareció casi escandaloso presentarme en este país, consagrado a metas prácticas, como un «intérprete de sueños» antes que ustedes conocieran el valor que puede reclamar para sí este anticuado y escarnecido arte. La interpretación de los sueños es en realidad la vía regia para el conocimiento de lo inconciente, el fundamento más seguro del psicoanálisis y el ámbito en el cual todo trabajador debe obtener su convencimiento y su formación. Cuando me preguntan cómo puede uno hacerse psicoanalista, respondo: por el estudio de sus propios sueños. Con certero tacto todos los oponentes del psicoanálisis han esquivado hastá ahora examinar La interpretación de los sueños o han pretendido pasarla por alto con las más insulsas objeciones. Si, por lo contrario, son ustedes capaces de aceptar las soluciones de los problemas de la vida onírica, las novedades que el psicoanálisis propone a su pensamiento ya no les depararán dificultad alguna.

No olviden que nuestras producciones oníricas nocturnas, por una parte, muestran la máxima semejanza externa y parentesco interno con las creaciones de la enfermedad mental y, por la otra, son conciliables con la salud plena de la vida despierta. No es ninguna paradoja aseverar que quien se maraville ante esos espejismos sensoriales, ideas delirantes y alteraciones del carácter «normales», en lugar de entenderlos, no tiene perspectiva alguna de aprehender mejor que el lego las formaciones anormales de unos estados anímicos patológicos. Entre tales legos pueden ustedes contar hoy, con plena seguridad, a casi todos los psiquiatras. Síganme ahora en una rápida excursión por el campo de los problemas del sueño.

Despiertos, solemos tratar tan despreciativamente a los sueños como el paciente a las ocurrencias que el psicoanalista le demanda. Y también los arrojamos de nosotros, pues por regla general los olvidamos de manera rápida y completa. Nuestro menosprecio se funda en el carácter ajeno aun de aquellos sueños que no son confusos ni disparatados, y en el evidente absurdo y sinsentido de otros sueños; nuestro rechazo invoca las aspiraciones desinhibidamente vergonzosas e inmorales que campean en muchos sueños. Es notorio que la Antigüedad no compartía este menosprecio por los sueños. Y aun en la época actual, los estratos inferiores de nuestro pueblo no se dejan conmover en su estima por ellos; como los antiguos, esperan de ellos la revelación del futuro.

Confieso que no tengo necesidad alguna de unas hipótesis místicas para llenar las lagunas de nuestro conocimiento presente, y por eso nunca pude hallar nada que corroborase una supuesta naturaleza profética de los sueños. Son cosas de muy otra índole, aunque harto maravillosas también ellas, las que pueden decirse acerca de los sueños.

En primer lugar, no todos los sueños son para el soñante ajenos, incomprensibles y confusos. Si ustedes se avienen a someter a examen los sueños de niños de corta edad, desde un año y medio en adelante, los hallarán por entero simples y de fácil esclarecimiento. El niño pequeño sueña siempre con el cumplimiento de deseos que el día anterior le despertó y no le satisfizo. No hace falta ningún arte interpretativo para hallar esta solución simple, sino solamente averiguar las vivencias que el niño tuvo la víspera (el día del sueño). Sin duda, obtendríamos la solución más satisfactoria del enigma del sueño si también los sueños de los adultos no fueran otra cosa que los de los niños, unos cumplimientos de mociones de deseo nacidas el día del sueño. Y así es efectivamente; las dificultades que estorban esta solución pueden eliminarse paso a paso por medio de un análisis más penetrante de los sueños.

Entre ellas sobresale la primera y más importante objeción, a saber, que los sueños de adultos suelen poseer un contenido incomprensible, que en modo alguno permite discernir nada de un cumplimiento de deseo. Pero la respuesta es: Estos sueños han experimentado una desfiguración; el proceso psíquico que está en su base habría debido hallar originariamente una muy diversa expresión en palabras. Beben ustedes diferenciar el contenido manifiesto del sueño, tal como lo recuerdan de manera nebulosa por la mañana y trabajosamente visten con unas palabras al parecer arbitrarias, de los pensamientos oníricos latentes cuya presencia en lo inconciente han de suponer. Esta desfiguración onírica es el mismo proceso del que han tomado conocimiento al indagar la formación de síntomas histéricos; señala el hecho de que idéntico juego contrario de las fuerzas anímicas participa en la formación del sueño y en la del síntoma. El contenido manifiesto del sueño es el sustituto desfigurado de los pensamientos oníricos inconcientes, y esta desfiguración es la obra de unas fuerzas defensoras del yo, unas resistencias que en la vida de vigilia prohiben {verwehren} a los deseos reprimidos de lo inconciente todo acceso a la conciencia, y que aún en su rebajamiento durante el estado del dormir conservan al menos la fuerza suficiente para obligarlos a adoptar un disfraz encubridor. Luego el soñante no discierne el sentido de sus sueños más que el histérico la referencia y el significado de sus síntomas.

Que existen pensamientos oníricos latentes., y que entre ellos y el contenido manifiesto del sueño hay en efecto la relación que acabamos de describir, he ahí algo de lo que ustedes pueden convencerse mediante el análisis de los sueños, cuya técnica coincide con la psicoanalítica. Han de prescindir de la trama aparente de los elementos dentro del sueño manifiesto, y ponerse a recoger las ocurrencias que para cada elemento onírico singular se obtienen en la asociación libre siguiendo la regla del trabajo psicoanalítico. A partir de este material colegirán los pensamientos oníricos latentes de un modo idéntico al que les permitió colegir, desde las ocurrencias del enfermo sobre sus síntomas y recuerdos, sus complejos escondidos. Y en los pensamientos oníricos latentes así hallados se percatarán ustedes, sin más, de cuán justificado es reconducir los sueños de adultos a los de niños. Lo que ahora sustituye al contenido manifiesto del sueño como su sentido genuino es algo que siempre se comprende con claridad, se anuda a las impresiones vitales de la víspera, y prueba ser cumplimiento de unos deseos insatisfechos. Entonces, no podrán describir el sueño manifiesto, del que tienen noticia por el recuerdo del adulto, como no sea diciendo que es un cumplimiento disfrazado de unos deseos reprimidos.

Y ahora, mediante una suerte de trabajo sintético, pueden obtener también una intelección del proceso que ha producido la desfiguración de los pensamientos oníricos inconcientes en el contenido manifiesto del sueño. Llamamos «trabajo del sueño» a este proceso. Merece nuestro pleno interés teórico porque en él podemos estudiar, como en ninguna otra parte, qué insospechados procesos psíquicos son posibles en lo inconciente, o, expresado con mayor exactitud, entre dos sistemas psíquicos separados como el conciente y el inconciente. Entre estos procesos psíquicos recién discernidos se han destacado la condensación y el desplazamiento. El trabajo del sueño es un caso especial de las recíprocas injerencias de diferentes agrupamientos anímicos, vale decir el resultado de la escisión anímica, y en todos sus rasgos esenciales parece idéntico a aquel trabajo de desfiguración que muda los complejos reprimidos en síntomas a raíz de un esfuerzo de desalojo {represión} fracasado.

Además, en el análisis de los sueños descubrirán con asombro, y de la manera más convincente para ustedes mismos, el papel insospechadamente grande que en el desarrollo del ser humano desempeñan impresiones y vivencias de la temprana infancia. En la vida onírica el niño por así decir prosigue su existencia en el hombre, conservando todas sus peculiaridades y mociones de deseo, aun aquellas que han devenido inutilizables en la vida posterior. Así se les hacen a ustedes patentes, con un poder irrefutable, todos los desarrollos, represiones, sublimaciones y formaciones reactivas por los cuales desde el niño, de tan diversa disposición, surge el llamado hombre normal, el portador y en parte la víctima de la cultura trabajosamente conquistada.

También quiero señalarles que en el análisis de los sueños hemos hallado que lo inconciente se sirve, en particular para la figuración de complejos sexuales, de un cierto simbolismo que en parte varía con los individuos pero en parte es de una fijeza típica, y parece coincidir con el simbolismo que conjeturamos tras nuestros mitos y cuentos tradicionales. No sería imposible que estas creaciones de los pueblos recibieran su esclarecimiento desde el sueño.

Por último, debo advertirles que no se dejen inducir a error por la objeción de que la emergencia de sueños de angustia contradiría nuestra concepción del sueño como cumplimiento de deseo. Prescindiendo de que también estos sueños de angustia requieren interpretación antes que se pueda formular un juicio sobre ellos, es preciso decir, con validez universal, que la angustia no va unida al contenido del sueño de una manera tan sencilla como se suele imaginar cuando se carece de otras noticias sobre las condiciones de la angustia neurótica. La angustia es una de las reacciones desautorizadoras del yo frente a deseos reprimidos que han alcanzado intensidad, y por eso también en el sueño es muy explicable cuando la formación de este se ha puesto demasiado al servicio del cumplimiento de esos deseos reprimidos.

Ven ustedes que la exploración de los sueños tendría su justificación en sí misma por las noticias que brinda acerca de cosas que de otro modo sería difícil averiguar. Pero nosotros llegamos a ella en conexión con el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos. Tras lo dicho hasta aquí, pueden ustedes comprender fácilmente cómo la interpretación de los sueños, cuando no es demasiado estorbada por las resistencias del enfermo, lleva al conocimiento de sus deseos ocultos y reprimidos, así como de los complejos que estos alimentan; puedo pasar entonces al tercer grupo de fenómenos anímicos, cuyo estudio se ha convertido en un medio técnico para el psicoanálisis.

Me refiero a las pequeñas operaciones fallidas de los hombres tanto normales como neuróticos, a las que no se suele atribuir ningún valor: el olvido de cosas que podrían saber y que otras veces en efecto saben (p. ej., el hecho de que a uno no le acuda temporariamente un nombre propio); los deslices cometidos al hablar, que tan a menudo nos sobrevienen; los análogos deslices en la escritura y la lectura; el trastrocar las cosas confundido en ciertos manejos y el perder o romper objetos, etc., hechos notables para los que no se suele buscar un determinismo psíquico y que se dejan pasar sin reparos como unos sucesos contingentes, fruto de la distracción, la falta de atención y parecidas condiciones. A esto se suman las acciones y gestos que los hombres ejecutan sin advertirlo para nada y -con mayor razón- sin atribuirles peso anímico: el jugar o juguetear con objetos, tararear melodías, maniobrar con el propio cuerpo o sus ropas, y otras de este tenor. Estas pequeñas cosas, las operaciones fallidas así como las acciones sintomáticas y casuales, no son tan insignificantes como en una suerte de tácito acuerdo se está dispuesto a creer. Poseen pleno sentido desde la situación en que acontecen; en la mayoría de los casos se las puede interpretar con facilidad y certeza, y se advierte que también ellas expresan impulsos y propósitos que deben ser relegados, escondidos a la conciencia propia, o que directamente provienen de las mismas mociones de deseo y complejos reprimidos de que ya tenemos noticia como los creadores de los síntomas y de las imágenes oníricas. Merecen entonces ser consideradas síntomas, y tomar nota de ellas, lo mismo que de los sueños, puede llevar a descubrir lo escondido en la vida anímica. Por su intermedio el hombre deja traslucir de ordinario sus más íntimos secretos. Si sobrevienen con particular facilidad y frecuencia, aun en personas sanas que globalmente han logrado bien la represión de sus mociones inconcientes, lo deben a su insignificancia y nimiedad. Pero tienen derecho a reclamar un elevado valor teórico, pues nos prueban la existencia de la represión y la formación sustitutiva aun bajo las condiciones de la salud.

Ya echan de ver ustedes que el psicoanalista se distingue por una creencia particularmente rigurosa en el determinismo de la vida anímica. Para él no hay en las exteriorizaciones psíquicas nada insignificante, nada caprichoso ni contingente; espera hallar una motivación suficiente aun donde no se suele plantear tal exigencia. Y todavía más: está preparado para descubrir una motivación múltiple del mismo efecto anímico, mientras que nuestra necesidad de encontrar las causas, que se supone innata, se declara satisfecha con una única causa psíquica.

Recapitulen ahora los medios que poseemos para descubrir lo escondido, olvidado, reprimido en la vida anímica: el estudio de las convocadas ocurrencias del paciente en la asociación libre, de sus sueños y de sus acciones fallidas y sintomáticas; agreguen todavía la valoración de otros fenómenos que se ofrecen en el curso del tratamiento psicoanalítico, sobre los cuales haré luego algunas puntualizaciones bajo el título de la «trasferencia», y llegarán conmigo a la conclusión de que nuestra técnica es ya lo bastante eficaz para poder resolver su tarea, para aportar a la conciencia el material psíquico patógeno y así eliminar el padecimiento provocado por la formación de síntomas sustitutivos. Y además, el hecho de que en tanto nos empeñamos en la terapia enriquezcamos y ahondemos nuestro conocimiento sobre la vida anímica de los hombres normales y enfermos no puede estimarse de otro modo que como un particular atractivo y excelencia de este trabajo.

No sé si han recibido ustedes la impresión de que la técnica por cuyo arsenal acabo de guiarlos es particularmente difícil. Opino que es por entero apropiada para el asunto que está destinada a dominar. Pero hay algo seguro: ella no es evidente de suyo, se la debe aprender como a la histológica o quirúrgica. Acaso les asombre enterarse de que en Europa hemos recibido, sobre el psicoanálisis, una multitud de juicios de personas que nada saben de esta técnica ni la aplican, y luego nos piden, como en burla, que les probemos la corrección de nuestros resultados. Sin duda que entre esos contradictores hay también personas que en otros campos no son ajenas a la mentalidad científica, y por ejemplo no desestimarían un resultado de la indagación microscópica por el hecho de que no se lo pueda corroborar a simple vista en el preparado anatómico, ni antes de formarse sobre el asunto un juicio propio con la ayuda del microscopio. Pero en materia de psicoanálisis las condiciones son en verdad menos favorables para el reconocimiento. El psicoanálisis quiere llevar al reconocimiento conciente lo reprimido en la vida anímica, y todos los que formulan juicios sobre él son a su vez hombres que poseen tales represiones, y acaso sólo a duras penas las mantienen en pie. No puede menos, pues, que provocarles la misma resistencia que despierta en el enfermo, y a esta le resulta fácil disfrazarse de desautorización intelectual y aducir argumentos semejantes a los que nosotros proscribimos {abwehren} en nuestros enfermos con la regla psicoanalítica fundamental. Así como en nuestros enfermos, también en nuestros oponentes podemos comprobar a menudo un muy notable rebajamiento de su facultad de juzgar, por obra de influjos afectivos. La presunción de la conciencia, que por ejemplo desestima al sueño con tanto menosprecio, se cuenta entre los dispositivos protectores provistos universalmente a todos nosotros para impedir la irrupción de los complejos inconcientes, y por eso es tan difícil convencer a los seres humanos de la realidad de lo inconciente y darles a conocer algo nuevo que contradice su noticia conciente.

jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1910) Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci.

Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci. (1910)

Eine Kindheitserinnerung des Leonardo da Vinci


Nota introductoria




I


Cuando la investigación del médico del alma, que suele contentarse con un frágil material humano, aborda a uno de los grandes de la humanidad, no lo hace obedeciendo a los motivos que tan a menudo los legos le atribuyen. No aspira a «ensuciar lo esplendoroso y arrastrar por el polvo lo excelso»; no le depara satisfacción ninguna estrechar el abismo entre aquella perfección y la insuficiencia de sus objetos habituales. Es que no puede hacer otra cosa que descubrir todo lo digno de inteligirse que pueda discernir en aquellos hombres arquetípicos, y opina que nadie es tan grande como para que le resulte oprobioso someterse a las leyes que gobiernan con igual rigor el obrar normal y el patológico.

Ya sus contemporáneos admiraron en Leonardo da Vinci (1452-1519) a uno de los hombres más importantes del Renacimiento italiano, aunque a ellos mismos les pareció tan enigmático como nos sigue pareciendo a nosotros. Un genio omnilateral «cuyos contornos uno puede apenas sospechar, nunca averiguar exhaustivamente», (ver nota) ejerció el influjo más decisivo sobre su tiempo en su condición de pintor; sólo a nosotros nos estaba reservado discernir la grandeza del investigador de la naturaleza (y del técnico), que en él se asociaba con el artista. Si bien nos ha legado obras maestras de la pintura, en tanto que sus descubrimientos científicos permanecieron inéditos y sin aplicación, en el curso de su desarrollo el investigador nunca dejó el campo del todo expedito al artista, a menudo lo perjudicó gravemente y quizás a la postre lo haya sofocado. Vasari pone en boca de Leonardo moribundo el autorreproche de que ha ofendido a Dios y a los hombres por no haber cumplido su deber en el arte. (ver nota) Y por más que este relato de Vasari no pueda alegar verosimilitud externa, ni una considerable interna, y pertenezca a la leyenda que ya en vida de este enigmático maestro empezó a formarse a su alrededor, conserva empero un valor indiscutible como testimonio del juicio de aquellos hombres y de esa época.

¿Qué era lo que en la personalidad de Leonardo se sustraía a la comprensión de sus contemporáneos? No, sin duda, la pluralidad de sus disposiciones y conocimientos, que le permitía introducirse en la corte de Ludovico Sforza, apodado «el Moro», duque de Milán, tañendo un instrumento recién creado por él, o escribirle aquella asombrosa carta en la que se gloriaba de sus inventos como ingeniero en construcciones y en máquinas bélicas. Es que el Renacimiento estaba habituado a semejante reunión de múltiples habilidades en una sola persona; y el propio Leonardo era uno de los más brillantes ejemplos de ello. Tampoco pertenecía a ese tipo de hombres geniales cuya apariencia muestra las tachas de una naturaleza avara y que a la vez no atribuyen valor alguno a las formas externas de la vida, rehuyendo el trato con los humanos, dolido y ensombrecido su talante. Era, al contrario, de buena talla y proporcionado, de perfecta belleza su rostro, y poseía un vigor físico poco común; de encantadores modales, maestro del discurso, cálido y amable con todos. Amaba la belleza también en las cosas que lo rodeaban, usaba con gusto ricos vestidos y estimaba todos los refinamientos de la vida, En un pasaje de su Trattato della Pittura, significativo respecto de su festiva aptitud para el goce, compara la pintura con sus artes hermanas y describe las penurias del trabajo del escultor: «Su rostro está todo sucio y embadurnado de polvillo de mármol, de suerte que parece un panadero; y es como si le hubiera nevado sobre las espaldas, tan cubierto queda de aquellos pedacitos, lo mismo que su casa entera. Todo lo contrario ocurre con el pintor ( ... ) pues se sienta con gran comodidad ante su obra, bien vestido, y mueve el livianísimo pincel con los placenteros colores. Está adornado con las ropas que le gustan. Y su casa, llena de cuadros deleitosos, resplandece de limpia. Suele rodearse de compañía, le tocan música o le leen en voz alta hermosas obras, y todo lo escucha con gran contento y sin que le cause zozobra el ruido del martillo ni otro ninguno». (ver nota)

Sin embargo, es muy posible que la imagen de un Leonardo gozador, festivo y radiante sólo sea válida para el primer período, y el más largo, de la vida del maestro. Después, cuando el derrocamiento de Ludovico el Moro lo obligó a abandonar Milán, su círculo de acción y su posición segura, para llevar en su último asilo en Francia una vida incierta, avara en éxitos externos, puede que se desluciera el brillo de su talante y cobraran fuerte realce muchos rasgos extraños de su ser. También el giro de sus intereses desde su arte hacia la ciencia, que fue acentuándose con los años, no pudo menos que ensanchar el abismo entre su persona y sus contemporáneos. Todos los experimentos en que a juicio de estos malgastaba su tiempo en lugar de pintar diligentemente por encargo, como lo hacía su ex condiscípulo Perugino, les parecían unos juegos de lunático o hasta le atraían la sospecha de dedicarse al «arte negro». Nosotros lo comprendemos mejor en esto, pues sabemos, por sus dibujos, qué artes cultivaba. En una época en que la autoridad de la Iglesia empezaba a trocarse por la de los antiguos, y aún no se -conocía la investigación sin supuestos, era fatal que Leonardo, el precursor, y digno rival de Bacon y Copérnico, quedara aislado. Cuando practicaba la disección de cadáveres de caballos y de seres humanos, construía aparatos para volar, estudiaba la nutrición de las plantas y su reacción hacia ciertos venenos, sin ninguna duda se apartaba en mucho de los comentadores de Aristóteles y se aproximaba a los escarnecidos alquimistas, en cuyos laboratorios la investigación experimental había hallado al menos un refugio en esos tiempos poco propicios.

Para su actividad pictórica, la consecuencia fue que tomara el pincel a desgano, pintara cada vez menos y más raramente, dejara inacabado las más de las veces lo que había comenzado y se cuidara poco del ulterior destino de sus obras. Era, justamente, lo que le reprochaban sus contemporáneos, para quienes su relación con el arte seguía siendo un enigma.

Muchos de los posteriores admiradores de Leonardo han intentado limpiar a su carácter de esa mácula de inconstancia. Aducen que lo que se le censura es característico de todos los grandes artistas. Hasta Miguel Angel, activísimo y contraído a su trabajo, dejó inconclusas muchas de sus obras, y no por su culpa, como no la tuvo Leonardo en caso similar.

Sostienen también que numerosos cuadros suyos no quedaron tan inacabados como él los declaró. Lo que al lego parece ya una obra maestra, para el creador mismo sigue siendo una insatisfactoria encarnación de sus propósitos; entrevé una perfección que una y otra vez desespera de reproducir en la copia. Y menos todavía cabría responsabilizar al artista por el destino de sus obras.

Por fundadas que parezcan muchas de estas disculpas, no explican todo el estado de cosas que encontramos en Leonardo. La brega penosa con la obra, la huida final de ella y la indiferencia hacia su destino ulterior pueden, sí, repetirse en muchos otros artistas; pero lo cierto es que Leonardo mostraba este comportamiento en grado supremo. E. Solmi cita la manifestación de uno de sus discípulos: «Pareva, che ad ogni ora tremasse, quando si poneva a dipingere, e pero non diede mai fine ad alcuna cosa cominciata, considerando la grandezza dell' arte, tal che egli scorgeva errori in quelle cose, che ad altri parevano miracoli». (ver nota) Sus últimos cuadros, Leda, La Virgen de San Onofrio, Baco y San Juan Bautista joven -prosigue-, permanecieron inconclusos «come quasi intervenne di tutte le cose sue . . . ». (ver nota) Lomazzo, que confeccionó una copia de La última cena, se refiere en un soneto a la consabida incapacidad de Leonardo para acabar sus cuadros:


«Protogen, che il penel di sue pitture
Non levava, agguaglio il Vinci Divo,
Di cui opra non è finita pure». (ver nota)


Era proverbial la lentitud con que trabajaba Leonardo. Tras los más profundos estudios previos, empleó tres años en pintar La última cena en el convento de Santa Maria delle Grazie, en Milán. Un contemporáneo, el novelista Matteo Bandelli, joven monje en ese convento por entonces, relata que Leonardo a menudo trepaba a los andamios por la mañana temprano y ya no soltaba el pincel hasta que anochecía, sin acordarse de comer y beber. Luego trascurrían días enteros sin que posara las manos en su obra; en ocasiones se pasaba horas ante la pintura y se conformaba con examinarla interiormente. Otras veces -nos sigue refiriendo-, desde el patio del castillo de Milán, donde modelaba la estatua ecuestre de Francesco Sforza, se dirigía directamente al monasterio para dar unas pocas pinceladas a un rostro, interrumpiendo enseguida.(ver nota) En el retrato de Monna Lisa, esposa del florentino Francesco del Giocondo, trabajó durante cuatro años sin poderlo llevar hasta su acabamiento, según nos refiere Vasari; acaso a ello se debió que no entregara el cuadro a quien se lo había encargado, sino que lo guardara consigo, llevándolo luego a Francia. Adquirido por el rey Francisco I, hoy constituye uno de los mayores tesoros del Louvre.

Si relacionamos estos informes sobre la manera de trabajar de Leonardo con el testimonio de sus esbozos y sus hojas de estudio, que se han conservado en número elevadísimo y hacen variar al infinito cada uno de los motivos que aparecen en sus cuadros, nos vemos precisados a desechar la concepción de que unos rasgos de ligereza e inconstancia pudieran haber tenido el mejor influjo sobre la actitud del maestro hacia su arte. Al contrario, se nota una extraordinaria profundización, una riqueza de posibilidades entre las que vacila la definitiva selección de Leonardo, exigencias de cumplimiento harto difícil, y una inhibición para llevar a cabo sus trabajos que en verdad no se explica por el forzoso rezago del artista respecto de sus designios ideales. La lentitud que siempre llamó la atención en su modo de trabajar demuestra ser un síntoma de esa inhibición, el preanuncio del extrañamiento respecto de la pintura que le sobrevino luego. (ver nota) También tuvo que ver con el destino, no fortuito, de La Última cena. Leonardo no pudo avenirse con la pintura de frescos, que requiere un trabajo rápido mientras el fondo todavía está húmedo; por eso escogió óleos, cuyo modo de secarse le permitía dilatar el acabado del cuadro a su talante y comodidad. Pero esos colores se desprendían del fondo sobre el cual habían sido aplicados y que los aislaba de la pared; las deficiencias de la pared misma y las peripecias del edificio se sumaron para producir el estropicio al parecer inevitable del cuadro. (ver nota)

El fracaso de un ensayo técnico semejante parece haber provocado la pérdida del cuadro sobre La batalla de Anghiari, que empezó a pintar más tarde, en competencia con Miguel Angel, sobre una pared de la Sala del Consiglio de Florencia y que también dejó inconcluso. Es como si un interés ajeno, el del experimentador, primero hubiera reforzado al interés artístico para perjudicar después la obra de arte.

Su carácter como hombre mostraba todavía muchos otros rasgos insólitos y aparentes contradicciones. Cierta inactividad e indiferencia parecía inequívoca en él. En una época en que todo individuo procuraba conquistarse el más vasto campo para su quehacer, lo que forzosamente exige desplegar una enérgica agresividad hacia los demás, Leonardo se destacaba por su espíritu pacífico y calmo, que evitaba enemistades y querellas. Era suave y benévolo con todos, declinaba comer carne por considerar ¡lícito quitar la vida a los animales, y sentía un gusto particular en dejar en libertad a los pájaros que compraba en el mercado. (ver nota) Condenaba la guerra y el derramamiento de sangre, y no consideraba al hombre el rey de los animales, sino la más alevosa de las bestias salvajes. (ver nota) Pero esta femenina terneza de su sensibilidad no le impedía acompañar hasta el cadalso a los criminales para estudiar sus gestos desencajados por la angustia y esbozarlos en sus cuadernos de notas; tampoco era obstáculo para que proyectara las más crueles armas ofensivas y entrara al servicio de Cesare Borgia como su ingeniero militar en jefe. Con frecuencia parecía indiferente hacia el bien y el mal, o pedía ser medido con un rasero particular. Con un puesto de mando, acompañó a Cesare en la campaña que pondría a este, el más despiadado y solapado de todos los enemigos, en posesión de la Romagna. Ni una línea en los cuadernos de Leonardo deja traslucir una crítica o una toma de posición frente a los sucesos de esos días. Acaso no fuera desacertada la comparación con Goethe durante la campaña de Francia.

Si un ensayo biográfico ha de penetrar efectivamente en la inteligencia de la vida anímica de su héroe, no debe silenciar, como lo hacen la mayoría de los biógrafos por discreción o gazmoñería, el quehacer sexual, la peculiaridad sexual del indagado. Es poco lo que se sabe sobre Leonardo en esa materia, pero esos escasos datos son significativos. En una época que asistía al combate entre la sensualidad más desenfrenada y un seco ascetismo, Leonardo era un ejemplo de una fría desautorización de lo sexual que no esperaríamos en el artista y figurador de la belleza femenina. Solmi cita de él la siguiente frase, que caracteriza su frigidez: «El acto del coito y todo lo que se le relaciona es repelente, de suerte que los hombres se extinguirían pronto de no existir una costumbre trasmitida de antiguo y no hubiera rostros bonitos y disposiciones sensuales». (ver nota) Los escritos que nos ha legado, y que no sólo tratan sobre los máximos problemas científicos sino que contienen nimiedades que nos parecen casi indignas de un genio tan grande (una historia alegórica de la naturaleza, fábulas de animales, chascarrillos, profecías), son castos -uno diría: abstinentes- hasta un punto tal que hoy asombraría en una obra literaria. Evitan todo lo sexual de manera tan decidida que pareciera que Eros, que conserva todo lo vivo, no fuese un material digno del esfuerzo de saber {Wissensdrang} del investigador. Es notorio cuán a menudo grandes artistas se complacen en desfogar su fantasía en figuraciones eróticas y aun burdamente obscenas; de Leonardo, en cambio, sólo poseemos algunos dibujos anatómicos sobre los genitales internos de la mujer, la ubicación del feto en el seno materno, etc.
(ver nota)

Es dudoso que Leonardo haya abrazado alguna vez a una mujer en arrebato amoroso; tampoco se tiene noticia de un vínculo anímico íntimo con una mujer, como el de Miguel Angel con Vittoria Colonna. Siendo todavía aprendiz en casa de su maestro Verrocchio, fue objeto junto con otros jóvenes de una denuncia por prácticas homosexuales prohibidas, de la que finalmente salió absuelto. Parece que se atrajo esa sospecha por utilizar como modelo a un muchacho de mala fama. (ver nota) Ya maestro él mismo, se rodeó de bellos muchachos y adolescentes, a quienes tomó como discípulos. El último de estos, Francesco Melzi, lo acompañó a Francia, permaneció junto a él hasta su muerte, y Leonardo lo declaró su heredero. Sin compartir la certeza de sus modernos biógrafos, que desestiman de plano, como una infundada calumnia, la posibilidad de un comercio sexual entre él y sus discípulos, se puede dar por muy probable que esos tiernos vínculos de Leonardo con los jóvenes que compartían su vida, según acostumbraban hacerlo en esa época los discípulos, no desembocaron en un quehacer sexual. Por lo demás, no cabe atribuirle un alto grado de actividad sexual.

Esta peculiar vida sexual y afectiva puede armonizarse de una sola manera con la doble naturaleza de Leonardo en su calidad de artista e investigador. Entre sus biógrafos, por lo común ajenos a los puntos de vista psicológicos, que yo sepa uno solo, E. Solmi, se ha aproximado a la solución del enigma; en cambio, un creador literario que ha escogido a Leonardo como el héroe de una gran novela histórica, Dmitri Sergeiévich Merejkovski, ha fundado su figuración de este hombre singular en una comprensión de esa índole, y si bien no ha expresado su concepción en términos discursivos, lo ha hecho plásticamente, al modo de los poetas. (ver nota) He aquí el juicio de Solmi sobre Leonardo: «Pero el ansia inextinguible de conocer todo cuanto lo rodeaba y averiguar con fría reflexión el secreto más profundo de todo lo perfecto y acabado, había condenado a la obra de Leonardo a permanecer siempre inconclusa». (ver nota) En un ensayo de Conferenze Fiorentine se cita la manifestación de Leonardo que expone su profesión de fe y la clave de su naturaleza: «Nessuna cosa si può amare ne odiare, se prima non si ha cognition di quella». (ver nota) O sea: Uno no tiene derecho a amar u odiar algo si no se ha procurado un conocimiento radical de su naturaleza. Esto mismo lo repite Leonardo en un pasaje del Trattato della Pittura, donde parece defenderse del reproche de irreligiosidad: «Pero los que así censuran pueden callar. En efecto, esa manera (de obrar) es la que permite tomar conocimiento del artesano de tantas cosas maravillosas, y es este el camino por el que se llega a amar a un inventor tan grande. Pues en verdad un gran amor brota de un gran conocimiento del objeto amado, y si conoces poco a este, poco o aun nada podrás amarlo . . . ». (ver nota)

El valor de estas manifestaciones de Leonardo no puede buscarse en que comunicarían un importante hecho psicológico, pues lo que aseveran es manifiestamente falso y Leonardo lo sabía tan bien como nosotros. No es cierto que los hombres, antes de amar u odiar, aguarden hasta haber estudiado y discernido en su esencia el asunto sobre el que recaerán tales afectos; más bien aman de manera impulsiva, siguiendo motivos de sentimiento que nada tienen que ver con el conocimiento, y cuyo efecto en todo caso es aminorado por la recapacitación y la reflexión. Por tanto, Leonardo sólo pudo haber querido decir que lo común en los seres humanos no es el amor justo e inobjetable; debería amarse suspendiendo el afecto, sometiendo este al trabajo del pensar y consintiéndolo únicamente luego de que hubiera pasado por la prueba del pensar. Y entonces entendemos que lo que quiere decirnos es que en él así ocurre; sería deseable que los demás se comportaran con el amor y el odio como él mismo lo hace.

Y en Leonardo parece haber sido efectivamente así. Sus afectos eran domeñados, sometidos a la pulsión de investigar; no amaba u odiaba, sino que se preguntaba por qué debía amar u odiar, y qué significaba ello; de ese modo, tuvo que parecer a primera vista indiferente hacia el bien y el mal, hacia lo bello y lo feo. En el curso de este trabajo de investigador, amor y odio deponían su signo previo, positivo o negativo, y se trasmudaban, ambos en igual medida, en un interés de pensamiento. En realidad, Leonardo no era desapasionado; no estaba desprovisto de la chispa divina, que de manera mediata o inmediata es la fuerza pulsionante -iI primo motore- de todo obrar humano. No había hecho sino mudar la pasión en esfuerzo de saber; se consagraba a la investigación con la tenacidad, la constancia, el ahondamiento que derivan de la pasión, y en la cima del trabajo intelectual, tras haber ganado el conocimiento, dejaba que estallara el afecto largamente retenido, que fluyera con libertad como un brazo desviado del río después que él culminaba la obra. En la cúspide de un conocimiento, cuando puede abarcar con la mirada un gran fragmento del nexo, el pathos lo arrebata, y alaba con encendidas palabras la grandiosidad de ese fragmento de la creación que él ha estudiado o -con ropaje religioso- la grandeza de su creador. Solmi ha aprehendido con justeza este proceso de la trasmudación en Leonardo. Tras citar uno de esos pasajes en que celebra la excelsa compulsión de la naturaleza («O mirabile necessità ... »), dice Solmi: «Tale trasfigurazione della scienza della natura in emozione, quasi direi, religiosa, è uno dei tratti caratteristici de manoscritti vinciani, e si trova cento e cento volte espressa ... ». (ver nota)

Se ha llamado a Leonardo el Fausto italiano por su insaciable e infatigable esfuerzo de investigar. Pero al margen de cualquier duda sobre la reversión posible de la pulsión de investigar en placer de vivir, que debemos suponer como la premisa de la tragedia de Fausto, uno se aventuraría a señalar que el desarrollo de Leonardo se aproxima a una mentalidad espinozista.

Las trasposiciones de la fuerza pulsional psíquica en diversas formas del quehacer acaso sean tan imposibles de lograr sin pérdida como la de las fuerzas físicas. El ejemplo de Leonardo enseña qué diversidad de otras cosas cabe rastrear en tales procesos. La dilación misma de amar sólo después que se ha conocido deviene un sustituto. Ya no se ama ni odia más cuando se ha penetrado hasta el conocimiento; uno permanece más allá del amor y del odio. Y quizá por eso la vida de Leonardo ha sido tanto más pobre en amor que la de otros grandes y otros artistas. Parecen no haberlo alcanzado las tormentosas pasiones de naturaleza exaltadora y devoradora en que otros vivenciaron lo mejor de su vida.

Y hay aún otras consecuencias. Uno ha investigado, pues, en lugar de actuar, de crear. Quien vislumbró la grandiosidad de la trabazón universal y empezó a ver sus leyes necesarias, es fácil que pierda su propio, pequeño, yo. Abismado en el asombro, en verdad humillado, uno olvida demasiado fácilmente que uno mismo es un fragmento de aquellas fuerzas eficaces y le es lícito intentar, en la medida de su fuerza personal, la modificación de una parcela en ese decurso necesario del universo, ese universo en que lo pequeño no es menos sustantivo ni asombroso que lo grande.

Acaso Leonardo empieza a investigar, como cree Solmi, al servicio de su arte; se empeña en averiguar las propiedades y leyes de la luz, de los colores, las sombras, la perspectiva, a fin de conseguir maestría en la imitación de la naturaleza y señalar a otros el mismo camino. Es probable que ya entonces sobrestimara el valor de estos conocimientos para el artista. Llevado siempre del cabestro por la necesidad pictórica, se ve pulsionado a explorar los objetos de la pintura, los animales y plantas, las proporciones del cuerpo humano; y de lo exterior pasa al conocimiento de su fábrica interna y sus funciones vitales, que por cierto se expresan en su apariencia y piden ser figuradas por el arte. Y por fin esa pulsión devenida hipertrófica lo arrastra hasta desgarrar el nexo que mantenía con los requerimientos de su arte, y así lo lleva a descubrir las leyes generales de la mecánica, a colegir la historia de los estratos geológicos y sedimentaciones en el valle del Arno, y hasta a insertar en su libro, con letras mayúsculas, este conocimiento: «Il sole non si muove». Extendió sus investigaciones a casi todos los campos de la ciencia natural, y en cada uno de ellos fue un descubridor o al menos un precursor y pionero. (ver nota) Empero, su esfuerzo de saber permaneció circunscrito al mundo exterior; algo lo mantenía alejado de la exploración de la vida anímica de los seres humanos: en la « Academia Vinciana», para la cual dibujó unos emblemas de artístico entrelazamiento, la psicología tenía poco espacio.

Cuando luego intentó regresar desde la investigación al ejercicio del arte, de donde había partido, experimentó en sí la perturbación que significaba la nueva postura de sus intereses y la cambiada naturaleza de su trabajo psíquico. En un cuadro le interesaba sobre todo un problema, y tras este veía aflorar otros innumerables, como se había habituado a hacerlo en la investigación de la naturaleza, una actividad infinita, inacabable. Ya no lograba limitar su pretensión, aislar la obra de arte, arrancarla de la gran trama en que la sabía inserta. Tras los más agotadores empeños por expresar en ella todo cuanto en sus pensamientos se le anudaba, se veía forzado a dejarla inconclusa o declararla imperfecta.

Antaño el artista había tomado como sirviente al investigador; ahora el servidor había devenido el más fuerte y sofocaba a su señor.

Cuando en el cuadro del carácter de una persona hallamos plasmada de manera hiperintensa una pulsión única, como en Leonardo el apetito de saber, invocamos para explicarlo una disposición particular acerca de cuyo probable condicionamiento orgánico las más de las veces no sabemos todavía nada más preciso. Ahora bien, por nuestros estudios psicoanalíticos de neuróticos nos inclinamos a sustentar otras dos expectativas, que querríamos hallar corroboradas en cada caso singular. Tenemos por probable que esa pulsión hiperintensa se haya manifestado ya en la primera infancia de esa persona, y consolidara su soberanía por obra de unas impresiones de la vida infantil; y además, suponemos que originariamente se atrajo como refuerzo unas fuerzas pulsionales sexuales, de suerte que más tarde pudo subrogar un fragmento de la vida sexual. Por ejemplo, un hombre así investigará con la misma devoción apasionada con que otro dota a su amor, y podría investigar en lugar de amar. Y no sólo respecto de la pulsión de investigar, sino en la mayoría de los otros casos de particular intensidad de una pulsión nos atreveríamos a inferir un refuerzo sexual de ella.

La observación de la vida cotidiana de los seres humanos nos muestra que la mayoría consigue guiar hacia su actividad profesional porciones muy considerables de sus fuerzas pulsionales sexuales. Y la pulsión sexual es particularmente idónea para prestar esas contribuciones, pues está dotada eje la aptitud para la sublimación; o sea que es capaz de permutar su meta inmediata por otras, que pueden ser más estimadas y no sexuales. Consideramos demostrado ese proceso cuando la historia infantil -o sea la historia del desarrollo anímico- de una persona muestra que en su niñez esa pulsión hiperpotente estuvo al servicio de intereses sexuales. Hallamos otra confirmación cuando en la vida sexual de la madurez se evidencia un llamativo agostamiento, como si ahora un fragmento del quehacer sexual estuviera sustituido por el quehacer de la pulsión hiperpotente.

La aplicación de estas expectativas al caso de la pulsión hiperpotente de investigar parece deparar particulares dificultades, pues uno no atribuiría justamente a los niños ni esa pulsión seria ni unos notables intereses sexuales. Pero es fácil aventar esas dificultades. Del apetito de saber de los niños pequeños es testimonio su infatigable placer de preguntar, enigmático para el adulto mientras no comprenda que todas esas preguntas no son más que circunloquios, y que no pueden tener término porque mediante ellas el niño quiere sustituir una pregunta única que, empero, no formula. Cuando el niño crece y comprende más, suele interrumpir de pronto esa exteriorización del apetito de saber. Ahora bien, la indagación psicoanalítica nos proporciona un esclarecimiento cabal: nos enseña que muchos niños, quizá los más y en todo caso los mejor dotados, atraviesan hacia su tercer año de vida por un período que puede designarse como el de la investigación sexual infantil. Por lo que sabemos, el apetito de saber no brota de manera espontánea en los niños de esa edad, sino que es despertado por la impresión de una importante vivencia -el nacimiento de un hermanito, consumado o temido por experiencias hechas afuera- en que el niño ve una amenaza para sus intereses egoístas. La investigación se dirige a averiguar de dónde vienen los niños, como si el niño buscara los medios y caminos para prevenir ese indeseado acontecimiento. Así nos hemos enterado, con asombro, de que el niño rehusa creencia a las noticias que se le dan; por ejemplo, rechaza con energía la fábula de la cigüeña, tan rica de sentido mitológico, y desde ese acto de incredulidad data su autonomía espiritual; a menudo se siente en seria oposición a los adultos y de hecho nunca les perdonará que le hayan escatimado la verdad en esa ocasión. Investiga por sus propios caminos, colige la estadía del hijo en el seno materno y, guiado por las mociones de su propia sexualidad, se forma opiniones sobre la concepción del hijo por algo que se come, su alumbramiento por el intestino, el papel del padre, difícil de averiguar, y ya entonces sospecha la existencia del acto sexual, que le parece algo hostil y violento. Pero como su propia constitución sexual no está a la altura de la tarea de engendrar hijos, también tiene que resultar estéril su investigación acerca de dónde vienen los niños, y abandonarse por no consumable. La impresión de este fracaso en el primer intento de autonomía intelectual parece ser duradera y profundamente deprimente. (ver nota)

Si el período de la investigación sexual infantil es clausurado por una oleada de enérgica represión sexual, al ulterior destino de la pulsión de investigar se le abren tres diversas posibilidades derivadas de su temprano enlace con intereses sexuales. La investigación puede compartir el destino de la sexualidad; el apetito de saber permanece desde entonces inhibido, y limitado -acaso para toda la vida- el libre quehacer de la inteligencia, en particular porque poco tiempo después la educación erige la inhibición religiosa del pensamiento. Este es el tipo de la inhibición neurótica. Comprendemos muy bien que la endeblez de pensamiento así adquirida dé un eficaz empujón al eventual estallido de una neurosis. En un segundo tipo, el desarrollo intelectual es bastante vigoroso para resistir la sacudida que recibe de la represión sexual. Trascurrido algún tiempo luego del sepultamiento de la investigación sexual infantil, cuando la inteligencia se ha fortalecido, la antigua conexión le ofrece memoriosamente su auxilio para sortear la represión sexual y la investigación sexual sofocada regresa de lo inconciente como compulsión a cavilar, por cierto que desfigurada y no libre, pero lo bastante potente para sexualizar al pensar mismo y teñir las operaciones intelectuales con el placer y la angustia de los procesos sexuales propiamente dichos. El investigar deviene aquí quehacer sexual, el único muchas veces; el sentimiento de la tramitación por medio del pensamiento, de! la aclaración, reemplaza a la satisfacción sexual; ahora bien, el carácter inacabable de la investigación infantil se repite también en el hecho de que ese cavilar nunca encuentra un término, y que el buscado sentimiento intelectual de la solución se traslada cada vez, situándose más y más lejos.

El tercer tipo, más raro y perfecto, en virtud de una particular disposición escapa tanto a la inhibición del pensar como a la compulsión neurótica del pensamiento. Sin duda que también aquí interviene la represión de lo sexual, pero no consigue arrojar a lo inconciente una pulsión parcial del placer sexual, sino que la libido escapa al destino de la represión sublimándose desde el comienzo mismo en un apetito de saber y sumándose como refuerzo a la vigorosa pulsión de investigar. También aquí el investigar deviene en cierta medida compulsión y sustituto del quehacer sexual, pero le falta el carácter de la neurosis por ser enteramente diversos los procesos psíquicos que están en su base (sublimación en lugar de irrupción desde lo inconciente); de él está ausente la atadura a los originarios complejos de la investigación sexual infantil, y la pulsión puede desplegar libremente su quehacer al servicio del interés intelectual. Empero, dentro de sí da razón de la represión de lo sexual, que lo ha vuelto tan fuerte mediante el subsidio de una libido sublimada, al evitar ocuparse de temas sexuales.

Si nos atrevemos a relacionar la hiperpotente pulsión de investigar de Leonardo con la mutilación de su vida sexual, que se limita a la homosexualidad llamada ideal [sublimada], nos inclinaremos a tomarlo como el paradigma de nuestro tercer tipo. Entonces, el núcleo y el secreto de su ser sería que, tras un quehacer infantil del apetito de saber al servicio de intereses sexuales, consiguió sublimar la mayor parte de su libido como esfuerzo de investigar. Claro está que no es fácil aportar la prueba de esta concepción. Para eso necesitaríamos una visión de su desarrollo anímico en la primera infancia, y parece insensato esperar ese material cuando son tan raras e inciertas las noticias sobre su vida y cuando, por añadidura, se requeriría información sobre circunstancias que aun en personas de nuestra propia generación se sustraen de la atención del observador.

Muy poco sabemos sobre la juventud de Leonardo. Nació en 1452 en el pueblecito de Vinci, entre Florencia y Empoli; era hijo extramatrimonial, lo que en aquel tiempo no se consideraba por cierto un serio baldón civil. Su padre fue Ser Piero da Vinci, notario y descendiente de una familia de notarios y campesinos independientes, que llevaban el nombre del lugar, Vine¡; su madre, una cierta Caterina, era probablemente una muchacha campesina que más tarde se casó con otro morador de Vine¡. Esta madre nunca más aparece en la biografía de Leonardo; sólo el poeta Merejkovski cree poder pesquisar su huella. La única noticia cierta sobre la niñez de Leonardo la proporciona un documento oficial de 1457, un catastro de impuestos florentino en el que se cita entre los miembros de la familia Vinci a Leonardo, de cinco años, como hijo ilegítimo de Ser Piero. (ver nota) En su matrimonio con una cierta Donna Albiera, Ser Piero no tuvo hijos, y por eso el pequeño Leonardo pudo ser acogido en la casa paterna. Sólo la abandonó cuando, no se sabe a qué edad, ingresó como aprendiz en el taller de Andrea del Verrocchio. En 1472 el nombre de Leonardo ya se encuentra en el registro de los miembros de la «Compagnia del Píttori». Eso es todo.



II


Hasta donde llega mi conocimiento, una sola vez ha mencionado Leonardo al pasar, en uno de sus escritos científicos, una comunicación proveniente de su infancia. En un lugar en que trata del vuelo del buitre, se interrumpe de pronto para seguir un recuerdo que le aflora de sus primeros años: «Parece que ya de antes me estaba destinado ocuparme tanto del buitre, pues me acude, como un tempranísimo recuerdo, que estando yo todavía en la cuna un buitre descendió sobre mí, me abrió la boca con su cola y golpeó muchas veces con esa cola suya contra mis labios». (ver nota)

Es, pues, un recuerdo de infancia, extrañísimo por cierto. Extraño por su contenido y por la época de la vida en que se lo sitúa. Acaso no sea imposible que un hombre conserve un recuerdo de su período de lactancia, pero en modo alguno se lo puede considerar certificado. Pero lo que este recuerdo de Leonardo asevera, que un buitre abrió la boca del niño con su cola, suena tan inverosímil, tan a cuento de hadas, que se recomienda a nuestro juicio otra concepción con la cual acaban de un golpe ambas dificultades. Aquella escena con el buitre no ha de ser un recuerdo de Leonardo, sino una fantasía que él formó más tarde y trasladó a su infancia. (ver nota)

Los recuerdos infantiles de los seres humanos no suelen tener otro origen; en general no son fijados por una vivencia y repetidos desde ella, como los recuerdos concientes de la madurez, sino que son recolectados, y así alterados, falseados, puestos al servicio de tendencias más tardías, en una época posterior, cuando la infancia ya pasó, de suerte que no es posible diferenciarlos con rigor de unas fantasías. Acaso no se pueda aclarar mejor su naturaleza que evocando el modo en que nació la historiografía entre los pueblos antiguos. Mientras el pueblo era pequeño y débil, ni pensaba en escribir su historia; la gente cultivaba el suelo, defendía su existencia contra los vecinos, procuraba arrebatarles tierras y adquirir riquezas. Era una época heroica y ahistórica. Luego se abrió paso otro período en que la gente se paró a meditar, se sintió rica y poderosa, y así le nació la necesidad de averiguar de dónde provenía y cómo había devenido. La historiografía, que había empezado por registrar al paso las vivencias del presente, arrojó la mirada también hacia atrás, hacia el pasado, recogió tradiciones y sagas, interpretó los relictos de antiguas épocas en los usos y costumbres, y creó de esa manera una historia de la prehistoria. Era inevitable que esta última fuera más una expresión de las opiniones y deseos del presente que una copia del pasado, pues muchas cosas se eliminaron de la memoria del pueblo, otras se desfiguraron, numerosas huellas del pasado fueron objeto de un malentendido al interpretárselas en el sentido del presente, y además la historia no se escribía por los motivos de un objetivo apetito de saber, sino porque uno quería influir sobre sus contemporáneos, animarlos, edificarlos o ponerles delante un espejo. Ahora bien, la memoria conciente de un hombre sobre las vivencias de su madurez es de todo punto comparable a aquella actividad historiográfica, y sus recuerdos de la infancia se corresponden de hecho, por su origen y su confiabilidad, con la historia de la época primordial de un pueblo, recompuesta tardía y tendenciosamente. (ver nota)

Entonces, sí el relato de Leonardo sobre el buitre que lo visitó en la cuna no es más que una fantasía tardía, se creería que no vale la pena detenerse más en él. Uno podría conformarse, para explicarlo, con la explícita tendencia de Leonardo a solemnizar su preocupación por el problema del vuelo de los pájaros como un mandato del destino. Sólo que con este menosprecio se cometería el mismo yerro que si se quisiera desestimar lisa y llanamente el material de las sagas, tradiciones e interpretaciones en la prehistoria de un pueblo. A pesar de todas las desfiguraciones y malentendidos, la realidad del pasado está representada en ellos; son lo que el pueblo ha plasmado con las vivencias de su época primordial bajo el imperio de motivos antaño poderosos y hoy todavía eficaces. Si uno pudiera deshacer esas desfiguraciones -para lo cual debería conocer todas las fuerzas eficaces-, no podría menos que descubrir la verdad histórica {historisch} tras ese material fabuloso. Lo mismo vale para los recuerdos de la infancia o fantasías de los individuos. No es indiferente lo que un hombre crea recordar de su infancia; por lo común, tras los restos mnémicos no bien comprendidos por él mismo se esconden inestimables testimonios de los rasgos más significativos de su desarrollo anímico. (ver nota) Puesto que ahora poseemos, con las técnicas psicoanalíticas, un excelente medio para sacar a luz lo escondido, permítasenos el intento de llenar las lagunas de la biografía de Leonardo mediante el análisis de su fantasía infantil. Y si por esta vía no alcanzamos un grado satisfactorio de certeza, debemos consolarnos pensando que no tuvieron mejor suerte tantísimas otras indagaciones sobre este grande y enigmático hombre.

Si consideramos, pues, la fantasía de Leonardo con los ojos del psicoanalista, no nos presenta por mucho tiempo una apariencia desconocida; creemos recordar que a menudo, por ejemplo en sueños, hemos hallado algo parecido, de suerte que nos atreveríamos a traducir esta fantasía de su lenguaje privado {eigentümlicbe Sprache} a palabras comunes comprensibies. Y bien; la traducción apunta a lo erótico. Cola, «coda», es uno de los más familiares símbolos y designaciones sustitutivas del miembro viril, no menos en italiano que en otras lenguas; la situación contenida en la fantasía, a saber, que un buitre abriese la boca del niño y se empeñase en hurgarle dentro, corresponde a la representación de un fellatio, un acto sexual en que el miembro es introducido en la boca de la persona usada. Es bastante raro que esta fantasía posea un carácter tan enteramente pasivo; por lo demás, recuerda a ciertos sueños y fantasías de mujeres u homosexuales pasivos (que desempeñan el papel femenino en el acto sexual),

Que el lector se contenga y no se rehuse, arrebatado por la indignación, a seguir al psicoanálisis por el hecho de que ya en sus primeras aplicaciones lleva a mancillar de una manera imperdonable la memoria de un hombre grande y puro.

Además, es evidente que esa indignación no podrá llevarnos a saber qué significa esa fantasía de la infancia de Leonardo; el propio Leonardo la ha confesado inequívocamente, y por nuestra parte no abandonamos la expectativa -o el prejuicio, si se quiere- de que semejante fantasía, al igual que cualquier creación psíquica (un sueño, una visión, un delirium), por fuerza ha de poseer algún significado. Dejemos entonces que hable el trabajo analítico, que sin duda no ha pronunciado todavía su última palabra.

La inclinación a tomar en la boca el miembro del varón para mamarlo, que la sociedad civilizada incluye entre las más aborrecibles perversiones sexuales, se presenta empero con mucha frecuencia entre las mujeres de nuestra época -y, como lo prueban antiguas obras plásticas, también de épocas anteriores- y en el estado del enamoramiento parece perder todo carácter repelente. El médico encuentra fantasías basadas en esa inclinación aun en mujeres que no han tomado conocimiento de la posibilidad de una satisfacción sexual de esa clase a través de la lectura de la Psychopathia Sexitablis de Von Krafft-Ebing [1893] o de alguna otra comunicación. Al parecer, a las mujeres les resulta fácil crear por sí mismas esas fantasías de deseo. (ver nota) Y la posterior investigación nos enseña además, que esa situación tan mal vista por las costumbres imperantes admite la más inocente derivación. No es sino la refundición de otra en que todos nosotros nos sentimos antaño confortados, cuando de lactantes («essendo io in culla» {«estando yo en la cuna»} tomamos en la boca, para mamarlo, el pezón de nuestra madre o nodriza. La impresión orgánica de este nuestro primer goce vital ha dejado en nosotros un sello indeleble; cuando luego el niño conoce la teta de la vaca, que por su función se asemeja a un pezón, pero se parece a un pene por su forma y su ubicación en el bajo vientre, ha adquirido el estadio previo para la posterior formación de una chocante fantasía sexual. (ver nota)

Ahora comprendemos por qué Leonardo sitúa en su época de lactancia el recuerdo de la supuesta vivencia con el buitre. En efecto, tras esta fantasía no se esconde otra cosa que una reminiscencia del mamar -o del ser amamantado- en el pecho materno, escena humanamente hermosa que él, como tantos otros artistas, procuró figurar con el pincel entre la Madre de Dios y su Hijo. Retengamos, por otra parte, algo que aún no comprendemos: esta reminiscencia, de igual eficacia para ambos sexos, fue refundida por el varón Leonardo en una fantasía homosexual pasiva. Por ahora omitiremos averiguar el nexo que pueda conectar la homosexualidad con el mamar del pecho materno, y nos limitaremos a recordar que la tradición caracteriza efectivamente a Leonardo como una persona de sensibilidad homosexual. En relación con esto nos resulta indiferente que haya sido justificada o no aquella acusación contra Leonardo en su adolescencia; no es el quehacer objetivo sino la actitud del sentimiento lo que decide para nosotros sí hemos de atribuirle a alguien la peculiaridad de ser invertido. (ver nota)

Otro rasgo no comprendido de la fantasía de Leonardo reclama enseguida nuestro interés. Remitimos interpretativamente la fantasía al ser amamantado por la madre, y hallamos a esta sustituida por un ... buitre. ¿De dónde viene ese buitre y cómo ha llegado a ese lugar?

En este punto nos asalta una ocurrencia, pero es tan remota que estaríamos tentados de renunciar a ella. En la escritura figural sagrada de los antiguos egipcios, la madre es en efecto descrita con la imagen del buitre. (ver nota) Estos egipcios veneraban también a una divinidad materna plasmada con cabeza de buitre o con varias cabezas, una de las cuales al menos era la de un buitre. (ver nota) El nombre de esta divinidad se decía «Mut»; ¿será casual la semejanza fonética con nuestra palabra «Mutter» («madre») ? Así, el buitre se relaciona en efecto con la madre, ¿pero en qué puede ayudarnos esto? .Acaso tenemos derecho a atribuirle a Leonardo ese conocimiento, cuando los jeroglíficos recién fueron descifrados por Francois Champollion (1790-1832)? (ver nota)

Nos gustaría conocer los caminos por los cuales los antiguos egipcios llegaron a escoger el buitre como símbolo de la maternidad. Ahora bien, la religión y la cultura de los antiguos egipcios ya habían sido tema de curiosidad científica para griegos y romanos, y aun antes de que nosotros pudiéramos descifrar los monumentos de aquellos poseíamos algunas comunicaciones por escritos conservados de la Antigüedad clásica, escritos que en parte provienen de autores conocidos, como Estrabón, Plutarco, Amiano Marcelino, y en parte desconocidos, y de proveniencia y época de redacción inciertas, como los Hieroglífica de Horapolo Nilo y el libro sobre sabiduría sacerdotal del Oriente que nos ha llegado bajo el nombre del dios Hermes Trismegisto. Por estas fuentes nos enteramos de que el buitre era considerado símbolo de la maternidad porque se creía que de esta variedad de pájaro sólo existían hembras y ningún macho. (ver nota) La historia natural de los antiguos conocía también el correspondiente de esta limitación: creían que de los escarabajos, venerados como dioses por los egipcios, sólo existían machos. (ver nota)

¿Cómo se producía entonces la fecundación de los buitres si eran todos hembras? Un pasaje de Horapolo nos informa bien sobre ese punto. (ver nota) En cierta época estos pájaros se detenían en vuelo, abrían su vagina y concebían del viento, De una manera inesperada hemos llegado ahora a considerar muy verosímil algo que hasta hace un momento debíamos rechazar por absurdo. Muy bien pudo haber conocido Leonardo la fábula científica a la que se debía que los antiguos egipcios describieran con la imagen del buitre el concepto de la madre. Era un gran lector, cuyos intereses abarcaban todos los campos de la literatura y del saber. En el Codex Atlanticus poseemos un índice de todos los libros que él tuvo hasta cierta época, y muchas anotaciones sobre otros que le prestaron sus amigos; si a esto le sumamos los fragmentos compilados por J. P. Richter [18831 de sus cuadernos de notas, difícilmente correremos el riesgo de sobrestimar el alcance de sus lecturas. Entre ellas no faltan las de ciencias naturales, tanto antiguas como contemporáneas. Todos estos libros ya habían sido impresos en aquella época, y justamente Milán fue en Italia el centro principal del joven arte de imprimir.

Y si ahora seguimos adelante, tropezamos con una noticia susceptible de elevar a certidumbre la probabilidad de que Leonardo conociera la fábula del buitre. El erudito editor y comentador de Horapolo anota en el texto ya citado: «Caeterum hanc fabulam de vulturibus cupide amplexi sunt Patres Ecclesiastici, ut ita argumento ex rerum natura petito refutarent eos, qui Virginis partum negabant; itaque apud omnes fere hujus rei mentio occurrit».
(ver nota)

Por consiguiente, la fábula sobre el carácter unisexual y sobre la concepción de los buitres en modo alguno fue una anécdota indiferente, como la análoga sobre los escarabajos; los Padres de la Iglesia se habían adueñado de ella para poder esgrimir, contra los que dudaban de la historia sagrada, un argumento tomado de la historia natural. Si de acuerdo con las mejores informaciones provenientes de la Antigüedad los buitres debían hacerse fecundar por el viento, ¿por qué no podría haber ocurrido alguna vez lo mismo con una mujer? A causa de este uso posible, «casi todos» los Padres de la Iglesia solían referir la fábula del buitre; entonces apenas puede ser dudoso que, bajo tan autorizado patrocinio, también Leonardo se hubiera familiarizado con ella.

Ahora podemos representarnos de la siguiente manera la génesis de la fantasía de Leonardo sobre el buitre. Cierta vez que en un Padre de la Iglesia o en un libro de ciencias naturales leyó que los buitres eran todos hembras y podían reproducirse sin el concurso de machos, emergió en él un recuerdo que se transfiguró en aquella fantasía, con este significado: que él mismo era un hijo de buitre, pues tenía madre, pero no padre; y a esto se le unió, de la manera en que sólo impresiones tan antiguas son capaces de exteriorizar, un eco del goce que le había sido deparado en el pecho materno. La alusión establecida por aquellos autores a la representación de la Virgen con el Niño, cara a todo artista, no pudo menos que contribuir a que esa fantasía le pareciera valiosa y significativa. Y a esto se sumaba el identificarse con Cristo niño, el consolador y salvador no sólo de esta única mujer.

Cuando descomponemos una fantasía de infancia, aspiramos a separar su real contenido mnémico de los motivos posteriores que la modifican y desfiguran. En el caso de Leonardo creemos conocer ahora el contenido objetivo de la fantasía: la sustitución de la madre por el buitre indica que el niño echa de menos al padre y se ha hallado solo con la madre. El nacimiento ilegítimo de Leonardo armoniza muy bien con su fantasía sobre el buitre; sólo por esa razón pudo compararse a un hijo de buitre. Pero acerca de su juventud tenemos averiguado, como el siguiente hecho cierto, que a la edad de cinco años ya había sido recogido en la casa de su padre; ignoramos por completo cuándo aconteció esto, si unos pocos meses después de su nacimiento o algunas semanas antes de que se confeccionase aquel catastro. En este punto interviene la interpretación (le la fantasía sobre el buitre; parece querer anoticiarnos de que Leonardo no pasó con su padre y su madrastra los primeros, decisivos, años de su vida, sino con su madre verdadera, abandonada y pobre, de suerte que tuvo tiempo de echar de menos a su padre. Este parece ser un resultado magro, y por añadidura aventurado, del empeño psicoanalítico; no obstante, irá cobrando valor a medida que profundicemos. En apoyo de la certidumbre se agrega todavía la consideración de las circunstancias que de hecho rodearon la niñez de Leonardo. De acuerdo con las noticias de que disponemos, su padre Ser Piero da Vinci contrajo matrimonio con la distinguida Donna Albiera el mismo año en que nació Leonardo; a la falta de hijos de este matrimonio debió el muchacho ser acogido hacia sus cinco años, según lo atestiguan los documentos, en la casa de su padre, o más bien de sus abuelos. Ahora bien, no es corriente que a la joven esposa que todavía espera una nutrida prole se le entregue desde el comienzo el cuidado de un vástago ilegítimo. Sin duda debieron pasar años de desilusión antes que se determinara adoptar al hijo extramatrímonial -que probablemente para entonces había desarrollado encantadores rasgos- como resarcimiento por los hijos legítimos que en vano se esperaron. Estaría en óptimo acuerdo con la interpretación de la fantasía sobre el buitre que hubieran pasado por lo menos tres años, y quizá cinco, de la vida de Leonardo antes que pudiera trocar a su solitaria madre por una pareja parental. Pues bien, si tal sucedió, ya era demasiado tarde. En efecto, en los primeros tres o cuatro años de vida se fijan impresiones y se abren camino modos de reacción frente al mundo exterior a los que ningún vivenciar posterior puede ya arrebatar su significatividad.

Sí es cierto que los recuerdos no entendidos de la infancia y las fantasías que una persona construye sobre ellos ponen siempre de relieve lo más importante de su desarrollo anímico, el hecho, corroborado por la fantasía sobre el buitre, de que Leonardo pasara solo con su madre sus primeros años de vida tiene que haber ejercido por fuerza un influjo decisivo sobre la plasmación de su vida interior. Entre los efectos de esta constelación hay uno que no pudo estar ausente, a saber, que este niño, que en los comienzos de su vida tropezó con un problema más que los otros, empezara a cavilar con particular pasión sobre este enigma y así se convirtiera tempranamente en un investigador a quien torturaban estas grandes cuestiones: de dónde vienen los niños, y qué relación tiene el padre con su génesis. (ver nota) La vislumbre de ese nexo entre su investigación y su historia infantil, en efecto, le hizo exclamar más tarde que desde siempre, sin duda, estuvo destinado a profundizar en el problema del vuelo de los pájaros, pues ya en la cuna había sido visitado por un buitre. Derivar de la investigación sexual infantil el apetito de saber que se dirigió al vuelo de los pájaros será para nosotros una ulterior tarea, de no difícil trámite.




III


En la fantasía infantil de Leonardo, el elemento del buitre nos representó {repräsentieren} el contenido mnémico objetivo; el nexo en que el propio Leonardo había entramado su fantasía arrojó viva luz sobre la significatividad de este contenido para su vida posterior. Ahora bien, al avanzar en el trabajo de interpretación tropezamos con un desconcertante problema: averiguar por qué este contenido mnémico fue refundido en una situación homosexual. La madre que amamanta al niño -mejor: de quien el niño mama- se ha mudado en un buitre que introduce su cola en la boca del niño. Sostuvimos que la «coda» del buitre, sustituida de acuerdo con el uso lingüístico común, no puede significar otra cosa que un genital masculino, un pene. Pero no comprendemos cómo la actividad fantaseadora llegó a dotar justamente al pájaro materno con el distintivo de la masculinidad, y en vista de este absurdo desesperamos de la posibilidad de reducir este producto de la fantasía a un sentido racional.

Pero no nos está permitido acobardarnos. ¿A cuántos sueños de apariencia absurda no hemos constreñido ya a confesar su sentido? ¿Por qué nos resultaría más difícil conseguirlo en el caso de una fantasía infantil?

No es bueno, recordémoslo, que una rareza se encuentre aislada, y apresurémonos a aparearle una segunda, más llamativa aún. (ver nota)

La diosa Mut de los egipcios, plasmada con cabeza de buitre (una figura de carácter por entero impersonal, según el juicio que formula Drexler en el Lexikon de Roscher), fue a menudo fusionada con otras divinidades maternas de individualidad más vivaz, como Isis y Hathor, pero junto a ello conservó su existencia y su culto separados. Era un rasgo peculiar del panteón egipcio que los dioses singulares no fueran sepultados en el sincretismo. Al lado de la composición de los dioses subsistía en su simplicidad y autonomía cada figura divina. Ahora bien, en la mayoría de sus figuraciones los egipcios dieron plasmación fálica a esta divinidad materna de cabeza de buitre; su cuerpo, caracterizado como femenino por los pechos, llevaba un miembro masculino en estado de erección.

Por tanto, ¡tenemos en la diosa Mut la misma reunión de caracteres maternos y masculinos que en la fantasía de Leonardo sobre el buitre! ¿Debemos explicarnos esta coincidencia mediante el supuesto de que Leonardo, por sus lecturas, también tuviera noticia de la naturaleza andrógina del buitre materno? Semejante posibilidad es más que discutible; al parecer, las fuentes a las que tuvo acceso no contenían nada sobre este curioso rasgo. Parece más lógico reconducir esa concordancia a un motivo común, eficaz en un caso como en el otro, y todavía desconocido.

La mitología puede informarnos de que la figura andrógina, la reunión de caracteres sexuales masculinos y femeninos, no era exclusiva de Mut; la tenían asimismo otras divinidades, como Isis y Hathor, pero estas quizá sólo en la medida en que también poseían naturaleza materna y estaban fusionadas con Mut. Nos enseña, además, que otras divinidades de los egipcios, como Neith de Sais, desde la que se desarrolló más tarde la Atenea de los griegos, fueron concebidas en su origen como andróginas, es decir, hermafroditas, y que esto mismo era válido para los dioses griegos, en particular los del círculo de Dioniso, pero también para Afrodita, limitada más tarde al carácter de diosa femenina del amor. Y acaso la mitología intente después explicarnos que el falo adosado al cuerpo femenino estaba destinado a significar la fuerza creadora primordial de la naturaleza, y que todas estas figuras divinas hermafroditas expresan la idea de que sólo la reunión de macho y hembra es capaz de proporcionar una figuración digna de la perfección divina. Pero ninguna de estas puntualizaciones nos aclara el enigma psicológico de que a la fantasía de los seres humanos no le escandalice dotar del signo de la fuerza viril, lo opuesto a la maternidad, a una figura en que supuestamente se corporizaría la esencia de la madre.

El esclarecimiento viene del lado de las teorías sexuales infantiles. Hubo un tiempo, en efecto, en que el genital masculino estuvo unido a la figuración de la madre. Cuando el niño varón dirige por primera vez su apetito de saber a los enigmas de la vida sexual, lo gobierna el interés por sus propios genitales. Halla demasiado valiosa e importante a esta parte de su cuerpo para creer que podría faltarle a otras personas que siente tan parecidas a él. Como no tiene la posibilidad de colegir que existe otro tipo de genitales, igualmente valiosos, tiene que recurrir a la hipótesis de que todos los seres humanos, también las mujeres, poseen un miembro como el de él. Este, prejuicio arraiga tanto en el juvenil investigador que ni siquiera lo destruyen las primeras observaciones de los genitales de niñitas. La percepción le dice, por cierto, que ahí hay algo diverso que en él; pero él no es capaz de confesarse, como contenido de esta percepción, que no puede hallar el miembro en la niña. Que pueda faltar el miembro, he ahí una representación ominosa {unheimlich}, insoportable; por eso ensaya una decisión mediadora: el miembro está presente en la niña, pero es aún muy pequeño; después crecerá. (ver nota) Si esta expectativa no parece cumplirse en posteriores observaciones, se le ofrece otro subterfugio. El miembro también estuvo ahí en la niñita, pero fue cortado, en su lugar ha quedado una herida. Este progreso de la teoría utiliza ya experiencias propias de carácter penoso; ha escuchado entretanto la amenaza de que se lo despojará de ese caro órgano si pone en práctica demasiado nítidamente su interés por él. Bajo el influjo de esta amenaza de castración, él reinterpreta ahora su concepción de los genitales femeninos; en lo sucesivo temblará por su propia virilidad, pero al mismo tiempo despreciará a las desdichadas criaturas en quienes, en su opinión, ya se ha consumado ese cruel castigo. (ver nota)

Antes que el niño cayera bajo el imperio del complejo de castración, en la época en que la mujer conservaba pleno valor para él, empezó a exteriorizarse en él un intenso placer de ver como quehacer pulsional erótico. Quería ver los genitales de otras personas; en el origen, probablemente, a fin de compararlos con los propios. La atracción erótica que partía de la persona de la madre culminó pronto en la añoranza de sus genitales, que él tenía por un pene. Con el discernimiento, adquirido sólo más tarde, de que la mujer no posee pene, esa añoranza a menudo se vuelca súbitamente a su contrario, deja sitio a un horror que en la pubertad puede convertirse en causa de la impotencia psíquica, de la misoginia, de la homosexualidad duradera. Pero la fijación al objeto antaño ansiosamente anhelado, el pene de la mujer, deja como secuela unas huellas imborrables en la vida anímica del niño que ha recorrido con particular ahondamiento esa pieza de investigación sexual infantil. La veneración fetichista del pie y el zapato femeninos parece tomar a aquel sólo como un símbolo sustitutivo del miembro de la mujer otrora venerado, y echado de menos desde entonces; los «cortadores de trenzas» desempeñan, sin saberlo, el papel de personas que ejecutan el acto de la castración en los genitales femeninos.

No se dará una razón correcta de los modos de quehacer de la sexualidad infantil, y probablemente se recurra al subterfugio de declarar increíbles estas comunicaciones, mientras no se abandone por completo el punto de vista de nuestro menosprecio cultural hacia los genitales y las funciones sexuales. Para comprender la vida anímica infantil se requieren analogías de los tiempos primordiales. Tras una serie ya larga de generaciones, los genitales son para nosotros pudenda, provocan vergüenza y, en caso de una represión {esfuerzo de desalojo} todavía más extensa de lo sexual, hasta asco. Si arrojamos un vistazo panorámico sobre la vida sexual de nuestra época, en particular la de los estratos portadores de la cultura de la humanidad, estamos tentados de decir sólo a regañadientes obedecen la mayoría de los hombres de hoy al mandamiento de reproducirse, y al hacerlo se sienten afrentados y rebajados en su dignidad humana. Cuanto queda entre nosotros de una diversa concepción de la vida sexual ha sido relegado a los estratos inferiores del pueblo, que persisten en su tosquedad; en los estratos superiores y refinados se lo esconde como algo culturalmente inferior y sólo osa ponérselo en práctica bajo las amargantes amonestaciones de una mala conciencia. No era así en las épocas primordiales del género humano. Las laboriosas recopilaciones del investigador de la cultura nos convencen de que los genitales fueron en los orígenes el orgullo y la esperanza de los vivos, gozaron de veneración como algo divino y la divinidad de sus funciones se trasfería a todas las actividades recién aprendidas por los seres humanos. Desde su ser se elevaron por vía de sublimación innumerables figuras de dioses, y en la época en que el nexo de las religiones oficiales con la actividad sexual ya estaba escondido para la conciencia general, los cultos secretos se empeñaron en conservarlo vivo en cierto número de iniciados. Por fin ocurrió que en el curso del desarrollo cultural se extrajo de la sexualidad tanto de divino y de sagrado que el resto, exhausto, sucumbió al desprecio. Peto dado el carácter imborrable inherente a la naturaleza de toda huella anímica, no cabe asombrarse de que aun las formas más primitivas de adoración de los genitales pudieran rastrearse hasta tiempos recientísimos, y que los usos lingüísticos, las costumbres y supersticiones de la humanidad actual contengan relictos de todas las fases de ese itinerario de desarrollo. (ver nota)

Importantes analogías biológicas nos hacen presuponer que el desarrollo anímico del individuo es la repetición abreviada de la ruta de desarrollo de la humanidad, y por eso no hallaremos improbable lo que la exploración psicoanalítica del alma infantil ha averiguado sobre el aprecio del niño por los genitales. Ahora bien, el supuesto infantil del pene materno es la fuente común de la que derivan tanto la figura andrógina de las divinidades maternas, por ejemplo la Mut de los egipcios, como la «coda» del buitre en la fantasía de infancia de Leonardo. En verdad, sólo un malentendido nos hace llamar «hermafroditas», en el sentido médico del término, a estas figuraciones de dioses. Ninguna de ellas reúne efectivamente los genitales de ambos sexos, como sucede en muchas deformidades para horror de todo ojo humano; se limitan a adosar a los pechos, como distintivo de la maternidad, el miembro masculino tal como estuvo presente en la primera representación que el niño se formó del cuerpo de su madre. La mitología ha conservado para los creyentes esta forma fantaseada del cuerpo de la madre, forma venerable y antiquísima. Ahora podemos traducir así el resalto de la cola del buitre en la fantasía de Leonardo: «En aquel tiempo yo dirigía hacia la madre mi tierna curiosidad y aun le atribuía un genital como el mío». Otro testimonio de la temprana investigación sexual de Leonardo, que, en mi opinión, se volvió decisiva para el resto de su vida.

Una somera reflexión nos advierte ahora que en la fantasía de Leonardo no podemos contentarnos con el esclarecimiento de la cola del buitre. Aquella parece contener más cosas que todavía no comprendemos. En efecto, su rasgo más llamativo era que mudaba el mamar del pecho materno en un ser-amamantado, vale decir, en pasividad y, de este modo, en una situación de inequívoco carácter homosexual. Si tenemos presente la probabilidad histórica de que Leonardo se haya comportado en su vida como una persona de sentir homosexual, nos vemos llevados a preguntarnos si esta fantasía no apunta a un vínculo causal entre la relación infantil de Leonardo con su madre y su posterior homosexualidad manifiesta, si bien ideal [sublimada]. No nos atreveríamos a inferirlo a partir de esa desfigurada reminiscencia de Leonardo si no supiéramos, por las indagaciones psicoanalíticas de pacientes homosexuales, que ese vínculo existe, y aun es estrecho y necesario.

Los varones homosexuales que en nuestros días han emprendido una enérgica acción contra la limitación legal de sus prácticas gustan de presentarse, por boca de sus portavoces teóricos, como una variedad sexual distinta desde el comienzo, como un grado sexual intermedio, un «tercer sexo». Arguyen que serían hombres a quienes unas condiciones orgánicas, desde su concepción misma, compelen a buscar en el varón el contento que se les rehusaría en la mujer. Así como miramientos humanos nos llevan a suscribir de buen grado sus reclamos, de igual modo acogeremos con reserva sus teorías, que han sido formuladas sin tener en cuenta la génesis psíquica de la homosexualidad. El psicoanálisis ofrece el medio para llenar estas lagunas y someter a examen las aseveraciones de los homosexuales. Sólo ha podido dar cima a esta tarea en un escaso número de personas, pero todas las indagaciones emprendidas hasta ahora han aportado el mismo, sorprendente, resultado. (ver nota) Todos nuestros varones homosexuales habían mantenido en su primera infancia, olvidada después por el individuo, una ligazón erótica muy intensa con una persona del sexo femenino, por regla general la madre, provocada o favorecida por la hiperternura de la madre misma y sustentada, además, por un relegamiento del padre en la vida infantil. Sadger ha destacado que la madre de sus pacientes homosexuales era a menudo un marimacho, una mujer con enérgicos rasgos de carácter, capaz de expulsar al padre de la posición que le corresponde; en ocasiones yo he visto lo mismo, pero he recibido una impresión más fuerte de aquellos casos en que el padre faltó desde el comienzo o desapareció tempranamente, de suerte que el varoncito quedó librado al influjo femenino. De todos modos, parece como si la presencia de un padre fuerte asegurara al hijo varón, en la elección de objeto, la decisión correcta por alguien del sexo opuesto. (ver nota)

Tras ese estadio previo sobreviene una trasmudación cuyo mecanismo nos resulta familiar pero cuyas fuerzas pulsionantes todavía no aprehendemos. El amor hacia la madre no puede proseguir el ulterior desarrollo conciente, y sucumbe a la represión. El muchacho reprime su amor por la madre poniéndose él mismo en el lugar de ella, identificándose con la madre y tomando a su persona propia como el modelo a semejanza del cual escoge sus nuevos objetos de amor. Así se ha vuelto homosexual; en realidad, se ha deslizado hacia atrás, hacia el autoerotismo, pues los muchachos a quienes ama ahora, ya crecido, no son sino personas sustitutivas y nuevas versiones de su propia persona infantil, y los ama como la madre lo amó a él de niño. Decimos que halla sus objetos de amor por la vía del narcisismo, pues la saga griega menciona a un joven Narciso a quien nada agradaba tanto como su propia imagen reflejada en el espejo y fue trasformado en la bella flor de ese nombre. (ver nota)

Unas consideraciones psicológicas de mayor profundidad justifican la tesis de que la persona devenida homosexual por esa vía permanece en lo inconciente fijada a la imagen mnémica de su madre. En virtud de la represión del amor por su madre, conserva a este en su inconciente y desde entonces permanece fiel a la madre. Cuando parece correr como amante tras los muchachos, lo que en realidad hace es correr a refugiarse de las otras mujeres que podrían hacerlo infiel. Además, por la observación directa de casos hemos podido comprobar que esas personas, en apariencia sólo receptivas para el encanto masculino, en verdad están sometidas como las normales a la atracción que parte de la mujer; pero en cada nueva oportunidad se apresuran a trasladar a un objeto masculino la excitación recibida de la mujer, y de esa manera repiten de continuo el mecanismo por el cual han adquirido su homosexualidad.

Está lejos de nuestras intenciones exagerar el valor de estos esclarecimientos sobre la génesis psíquica de la homosexualidad. Es del todo inequívoco que contradicen francamente las teorías oficiales de los portavoces homosexuales, y que no son lo bastante abarcadoras para posibilitar una aclaración definitiva del problema. Lo que por razones prácticas se llama «homosexualidad» acaso provenga de múltiples procesos psicosexuales de inhibición, y es posible que el discernido por nosotros sea uno entre muchos y sólo se refiera a un tipo de «homosexualidad». Debemos admitir, además, que en nuestro tipo homosexual el número de casos en que son pesquisables las condiciones requeridas supera con mucho al de aquellos en que realmente sobreviene el efecto derivado, de suerte que tampoco nosotros podemos rechazar la cooperación de factores constitucionales desconocidos, de los cuales se suele derivar la homosexualidad en su conjunto. No habríamos tenido motivo alguno para entrar a considerar la génesis psíquica de la forma de homosexualidad estudiada por nosotros si una fuerte conjetura no nos indicara que justamente Leonardo, de cuya fantasía sobre el buitre hemos partido, pertenece a este tipo de homosexual. (ver nota)

Si bien es muy poco lo que conocemos con exactitud acerca de la conducta sexual del gran artista e investigador, podemos confiar en la probabilidad de que los enunciados de sus contemporáneos no errasen en las líneas más generales. A la luz de esos testimonios que nos han llegado se nos aparece, pues, como un hombre cuya necesidad y actividad sexuales eran extraordinariamente escasas, como si un superior querer-alcanzar lo hubiera elevado por encima de la común necesidad animal de los seres humanos. Podemos omitir el averiguar si alguna vez buscó la satisfacción sexual directa y por qué caminos lo hizo, o si pudo prescindir por entero de ella. Empero, tenemos derecho a pesquisar también en él aquellas corrientes de sentimiento que esfuerzan imperiosamente a otros al quehacer sexual, pues no podemos creer que exista ninguna vida anímica en cuyo edificio no tenga participación alguna el anhelar sexual en el sentido más lato, la libido, por más que se haya distanciado en mucho de su meta originaria o se abstenga de su ejecución.

Sólo huellas de una inclinación sexual no mudada nos es lícito esperar en Leonardo. Ahora bien, ellas apuntan en una misma dirección y permiten contarlo también entre los homosexuales. Desde siempre se ha destacado que sólo tomó como discípulos a muchachos y jóvenes llamativamente hermosos. Los trataba con bondad y consideración, velaba por ellos y los cuidaba si enfermaban, tal como haría una madre con sus hijos, como su propia madre acaso lo atendió a él. Dado que los había elegido por su belleza y no por su talento, ninguno de ellos (Cesare da Sesto, G. Boltraffio, Andrea Salaino, Francesco Melzi y otros) se convirtió en un pintor destacado. La mayoría no consiguió independizarse del maestro, y tras su muerte desaparecieron sin dejar una fisonomía más precisa para la historia del arte. En cuanto a los otros, que por sus creaciones pueden llamarse con derecho sus discípulos, como Luini y Bazzi, apodado Sodoma, es probable que no los conociera personalmente.

Se nos objetará, bien lo sabemos, que la conducta de Leonardo hacia sus discípulos nada tiene que ver con motivos sexuales y no permite inferencia ninguna respecto de su peculiaridad sexual. En contra de ello aduciremos, con toda cautela, que nuestra concepción esclarece algunos raros rasgos de la conducta del maestro, rasgos que de otro modo permanecerían enigmáticos. Leonardo llevaba un diario íntimo; con letra pequeña y escritura orientada de derecha a izquierda, consignaba unas notas destinadas sólo a él mismo. Cosa curiosa, en ese diario íntimo se dirigía a sí mismo dándose el tratamiento de «tú»: «Aprende con el maestro Luca la multiplicación de las raíces». (ver nota) «Hazte mostrar por el maestro d'Abacco la cuadratura del círculo». O, con ocasión de un viaje: «Voy a Milán para atender asuntos de mi jardín. ( . . . ) Encarga dos bolsos para el equipaje. Hazte mostrar el torno por Boltraffio y pulir en él una piedra. Deja el libro para el maestro Andrea il Todesco» O un designio de muy diverso valor: «Debes mostrar en tu tratado que la Tierra es una estrella como la Luna o algo parecido, y así probar la nobleza de nuestro mundo». (ver nota)

En este diario íntimo, que por lo demás -como los diarios íntimos de otros mortales- a menudo sólo roza con unas pocas palabras los episodios más importantes del día o los calla por completo, se encuentran algunos apuntes que todos los biógrafos de Leonardo citan a causa de su extraña índole. Son notas sobre pequeños desembolsos del maestro, de fatigosa exactitud, como si provinieran de un padre de familia ahorrativo y de filisteo rigor, en tanto faltan los comprobantes sobre el empleo de sumas mayores y no hay ningún otro indicio de que el artista entendiera algo de economía. Una de estas notas se refiere a una capa nueva que ha comprado para su discípulo Andrea Salaino: (ver nota)




Brocado de plata 15 liras 4 sueldos
Terciopelo rojo para guarnición 9 liras -------------
Lazos --------- 9 sueldos
Botones --------- 12 sueldos



Otra nota muy detallada resume todos los desembolsos que le causó otro discípulo por sus malas cualidades e inclinado al hurto: «El día 21 de abril de 1490 di comienzo a este libro y recomencé el caballo. (ver nota) Jacomo vino a mí el día de Santa María Magdalena de 1490, a la edad de diez años». (Nota al margen: «ratero, mentiroso, terco, glotón».) «El segundo día le hice cortar dos camisas, un par de calzones v un jubón, y como yo había apartado el dinero para pagar las mencionadas cosas, él me hurtó el dinero del monedero y nunca fue posible hacerle confesar, aunque yo tenía la completa certeza de ello». (Nota al margen: «4 liras ... ».) Luego prosigue el informe sobre los desaguisados del pequeño, y concluye con el cálculo de las costas: «El primer año: una capa, 2 liras; 6 camisas, 4 liras; 3 jubones, 6 liras; 4 pares de medias, 7 liras, etc.». (ver nota)

Los biógrafos de Leonardo, a quienes nada es más ajeno que pretender sondear los enigmas de la vida anímica de su héroe a partir de sus pequeñas debilidades y características> suelen reflexionar, a raíz de estas raras cuentas, sobre la bondad y providencia del maestro hacia sus discípulos. Pero olvidan que no es la conducta de Leonardo lo que requiere explicación, sino el hecho de que nos haya dejado esos testimonios de ella. Puesto que es imposible atribuirle el motivo de dejar en nuestras manos pruebas de su bondad, tenemos que suponer que otro motivo, -de naturaleza afectiva, lo movió a hacer esas anotaciones. No es fácil colegir cuál, y no atinaríamos a indicar ninguno si otra anotación hallada entre los papeles de Leonardo no arrojara viva luz sobre esos mismos apuntes acerca de la vestimenta de los discípulos y cosas semejantes: (ver nota)




Gastos tras la muerte de Caterina, para su entierro 27 florines
2 libras de cera 18 florines
Para el transporte y erección de la cruz 12 florines
Catafalco 4 florines
Para los portadores del ataúd 8 florines
A 4 monjes y 4 clérigos 20 florines
Toque de campanas 2 florines
A los sepultureros 16 florines
Para la autorización -- para los funcionarios 1 florín
TOTAL 108 florines
Gastos Anteriores
Al médico 4 florines
Para azúcar y candelas 12 florines
TOTAL 16 florines
TOTAL GENERAL 124 florines



El poeta Merejkovski es el único que sabe decirnos quién fue esta Caterina. De otras dos breves notas infiere que la madre de Leonardo, la pobre campesina de Vinci, había venido en 1493 a Milán para visitar a su hijo, por entonces de 41 años; allí enfermó, fue internada por Leonardo en el hospital y, cuando murió, fue enterrada por él con ese digno desembolso.

Esta interpretación del novelista y conocedor del alma humana no es demostrable, pero puede reclamar tanta verosimilitud interna, armoniza tan bien con todo cuanto por otro lado sabemos acerca del quehacer de sentimientos de Leonardo, que no puedo abstenerme de darla por correcta. El había conseguido constreñir sus sentimientos bajo el yugo de la investigación e inhibir su libre expresión; pero había también para él casos en que lo sofocado se conquistaba una exteriorización, y la muerte de la madre otrora tan cálidamente amada era uno de estos. En esa cuenta de las costas del sepelio estamos frente a una exteriorización, desfigurada hasta volverse irreconocible, del duelo por la madre. Nos deja perplejos el modo en que pudo producirse semejante desfiguración, y tampoco podemos comprenderla bajo los puntos de vista de los procesos anímicos normales. Pero estamos bien familiarizados con algo parecido bajo las condiciones anormales de la neurosis, y muy en particular de la llamada neurosis obsesiva. Vemos ahí la exteriorización de unos sentimientos intensos, pero devenidos inconcientes por obra de represión, desplazados a desempeños nimios y aun ridículos. Los poderes contrariantes han logrado degradar tanto la expresión de esos sentimientos reprimidos que uno por fuerza estimaría mínima su intensidad; pero en la imperiosa compulsión con que se abre paso esa acción expresiva ínfima se delata el efectivo poder, que arraiga en lo inconciente, de las mociones que la conciencia querría desmentir. Sólo una consonancia así con lo que acontece en el caso de la neurosis obsesiva puede explicar las cuentas de Leonardo a raíz del sepelio de su madre. En lo inconciente, él seguía ligado a ella, como durante la infancia, mediante una inclinación de tono erótico; la discordia de la represión de ese amor infantil, sobrevenida luego, no consentía que asentase en su diario íntimo otro recordatorio más digno de ella, pero el compromiso resultante de ese conflicto neurótico debía ser ejecutado, y así se consignó el cómputo del cual la posteridad tomó conocimiento como algo inconcebible.

No parece nada aventurado trasferir la intelección obtenida a raíz de la cuenta del sepelio a los cómputos de los gastos que le ocasionaban sus discípulos. De acuerdo con lo dicho, también este sería un caso en que los mezquinos restos de mociones libidinosas se procuraron compulsivamente en Leonardo una expresión desfigurada. La madre y los discípulos, los homólogos de su propia belleza cuando mancebo, habrían sido sus objetos sexuales -hasta donde la represión de lo sexual que gobernaba su ser admitiera semejante caracterización-, y la compulsión de anotar con penosa prolijidad los desembolsos debidos a ellos sería la extraña revelación de esos rudimentarios conflictos. Así, habríamos obtenido el resultado de que la vida amorosa de Leonardo efectivamente pertenece al tipo de homosexualidad cuyo desarrollo psíquico hemos podido poner en descubierto, y la emergencia de la situación homosexual en su fantasía sobre el buitre se nos volvería comprensible, pues ella no enunciaba otra cosa sino lo que desde antes hemos afir-mado acerca de ese tipo. Requeriría esta traducción: «Por obra de ese vínculo erótico con la madre he devenido un homosexual». (ver nota)




IV


Sigue reteniéndonos la fantasía de Leonardo sobre el buitre. Con palabras que no presentan sino una consonancia harto nítida con la descripción de un acto sexual («y golpeó muchas veces con esa cola suya contra mis labios»), Leonardo pone de relieve la intensidad de los vínculos eróticos entre madre e hijo. No parece difícil colegir, desde esa conexión de la actividad de la madre (del buitre) con el realce de la zona bucal, un segundo contenido mnémico de la fantasía. Podemos traducir: «La madre me ha estampado innumerables y apasionados besos sobre la boca». La fantasía sintetiza el recuerdo de ser amamantado y de ser besado por la madre.

Por obra de una naturaleza próvida le fue dado al artista expresar mediante creaciones sus mociones anímicas, escondidas para él mismo, y esas creaciones conmueven poderosamente a los otros, a los ajenos al artista, sin que atinen a indicar de dónde proviene ese efecto conmovedor. ¿No habrá en la obra de Leonardo nada que testimonie lo que su recuerdo ha conservado de las impresiones más intensas de su infancia? Cabría esperarlo. Pero si reflexionamos en las profundas trasmudaciones por las que atraviesa una impresión vital del artista antes que se le permita contribuir a la obra de arte, por fuerza rebajaremos a una medida muy modesta la exigencia de certeza en la demostración.

Quien evoque los retratos de Leonardo, recordará una sonrisa maravillosa, cautivadora y enigmática, que él ha ensalmado en los labios de sus figuras femeninas. Una sonrisa fija de labios estirados, trémulos; se ha vuelto característica de él y se la llama «leonardesca» por excelencia. (ver nota) Es en el rostro extrañamente bello de la florentina Monna Lisa del Giocondo donde ha producido en el contemplador la conmoción más intensa y la mayor perplejidad. Esa sonrisa demandaba interpretación y halló las más diversas, ninguna de ellas satisfactoria. «Voilà quatre siècles bientôt que Monna Lisa fait perdre la tête à tous ceux qui parlent d'elle, après Vavoir longtemps regardée». (ver nota)

Muther escribe: «En efecto, lo que cautiva al observador es el ensalmo demoníaco de esa sonrisa. Cientos de poetas y literatos han escrito sobre esta mujer que ora nos sonríe seductoramente, ora parece petrificarse en una ausencia fría y sin alma, y nadie ha desentrañado su sonrisa, nadie ha interpretado lo que ella piensa. Todo, también el paisaje, es misteriosamente onírico, como trémulo de una sensualidad sofocante». (ver nota)

En varios de los que formularon juicios sobre esto ha actuado la vislumbre de que en el sonreír de Monna Lisa se reúnen dos elementos diversos. Por eso disciernen en el juego facial de la hermosa florentina la figuración más perfecta de los opuestos que gobiernan la vida amorosa de la mujer: la reserva y la seducción, la ternura plena de entrega y la sensualidad en despiadado acecho que devora al varón como a algo extraño. Es la opinión de Müntz: «On sait quelle énigme indéchiffrable et passionnante Monna Lisa Gioconda ne cesse depuis bientôt quatre siécles, de proposer aux admirateurs pressés devant elle. Jamais artiste (j'emprunte la plume du délicat écrivain qui se cache sous te pseudonyme de Pierre de Corlay) "a-t-il traduit ainsi l'essence même de la féminité: tendresse et coquetterie, pudeur et sourde volupté, tout le mystère d'un coeur qui se réserve, d'un cerveau qui réfléchit, d'une personnalité qui se garde et ne livre d'elle-même que son rayonnement. . . "». (ver nota) El escritor italiano Angelo Conti ve el retrato en el Louvre animado por un rayo de sol: «La donna sorrideva in una calma regale: i suoi istinti di conquista, di ferocia, tutta l'eredità della specie, la volontà della seduzione e dell' agguato, la grazía del inganno, la bontà che cela un proposito crudele, tutto ciò appariva alternativamente e scompariva dietro il velo ridente e si fondeva nel poema del suo sorriso. ( ... ) Buona e malvagia, crudele e compassionevole, graziosa e felina, ella rideva... ». (ver nota)

Leonardo pintó durante cuatro años este retrato, quizá desde 1503 hasta 1507, en el curso de su segunda estadía en Florencia, habiendo pasado él los 50 años de edad. Según el testimonio de Vasari, empleó los más rebuscados artificios para distraer a la dama durante las sesiones y conservar aquella sonrisa en su rostro. De todas las finuras que su pincel estampó entonces sobre el lienzo es poco lo que ha conservado el cuadro en su estado actual; mientras lo pintaba, se lo juzgó lo más alto que el arte podía alcanzar. Pero es seguro que no satisfizo al propio Leonardo, que lo declaró inconcluso, no lo entregó a quien se lo había encargado y lo llevó consigo a Francia, donde su protector, Francisco I, lo adquirió para el Louvre.

Dejemos sin resolver el enigma fisonómico de Monna Lisa y registremos el hecho indudable de que su sonrisa no fascinó menos al artista que a todos los que la han contemplado desde hace cuatrocientos años. Esta cautivadora sonrisa reaparece desde entonces en todos sus cuadros y en los de sus discípulos. Puesto que la Monna Lisa de Leonardo es un retrato, no podemos suponer que él, por sí mismo, le prestara a su rostro un rasgo de expresión tan difícil si ella no lo poseía. Parece que no podríamos creer sino que encontró en su modelo esa sonrisa y cayó a punto tal bajo su ensalmo que desde ese momento dotó de ella a las creaciones libres de su fantasía. Esta natural concepción es la que sostiene, por ejemplo, A. Konstantinowa: «Durante el largo tiempo en que el maestro se ocupó del retrato de Monna Lisa del Giocondo, se entregó a vivir con tanta plenitud de sentimiento las sutilezas fisonómicas de este rostro de mujer que trasfirió sus rasgos -en particular la misteriosa sonrisa y la rara mirada- a todos los rostros que pintó o dibujó en lo sucesivo; la peculiaridad mímica de la Gioconda puede percibirse aun en el cuadro de San Juan Bautista en el Louvre; pero sobre todo es discernible en los rasgos del rostro de María en Santa Ana la Virgen y el Niño ». (ver nota)

Empero, las cosas pueden haber sucedido también de otra manera. En más de uno de sus biógrafos despertó el afán de hallar un fundamento más profundo para aquella atracción con que la sonrisa de la Gioconda capturó al artista para no abandonarlo. Walter Pater, que ve en el retrato de Monna Lisa la «corporización de toda la experiencia amorosa de la humanidad de cultura», y se ocupa con mucha finura de «aquella insondable sonrisa, siempre con un toque funesto, que juega en toda la obra de Leonardo», nos pone sobre otra pista cuando expresa: «Por lo demás, este cuadro es un retrato. Desde la infancia vemos entramarse esta imagen en el tejido de sus sueños, de suerte que, si expresos testimonios no se pronunciaran en contrario, uno creería que ese fue su ideal de mujer por fin hallado y corporizado... ». (ver nota)

Marie Herzfeld tiene sin duda en mente algo por entero parecido cuando sostiene que, en Monna Lisa, Leonardo se encontró a sí mismo y por eso le fue posible introducir tanto de su propio ser en la imagen «cuyos rasgos desde siempre se situaron en rara simpatía dentro del alma de Leonardo». (ver nota)

Intentemos desarrollar estas indicaciones hasta volverlas claras. Puede haber sucedido, entonces, que Leonardo fuera cautivado por la sonrisa de Monna Lisa porque le despertó en su interior algo que desde hacía tiempo dormía en su alma, probablemente un recuerdo antiguo. Una vez despertado, este recuerdo tuvo el peso suficiente para no soltar más a Leonardo, quien se vio forzado a buscarle nuevas y nuevas expresiones. La declaración de Pater según la cual vemos el rostro de Monna Lisa entramársele desde la infancia en el tejido de sus sueños parece digna de crédito y merece ser tomada al pie de la letra.

Vasari menciona, entre los primeros ensayos artísticos de Leonardo, unas «teste di femmine, che ridono». (ver nota) Ese pasaje, de todo punto insospechable, puesto que no pretende demostrar nada, reza, completo, en la traducción alemana: « ... pues en su juventud formó con terracota algunas cabezas de mujeres sonrientes, que luego multiplicó en yeso, y algunas cabezas de niño, tan hermosas como si las hubiera creado una mano maestra ... ». (ver nota)

Nos enteramos así de que su ejercicio del arte se inició con dos clases de objetos que no pueden menos que recordarnos a las dos clases de objetos sexuales que descubrimos a partir del análisis de su fantasía sobre el buitre. Si las cabezas de niño eran multiplicaciones de su propia persona infantil, las mujeres sonrientes no son otra cosa que repeticiones de Caterina, su madre, y empezamos a vislumbrar la posibilidad de que su madre hubiera poseído esa misteriosa sonrisa que él había perdido y que tanto lo cautivó al reencontrarla en la dama florentina. (ver nota)

La pintura de Leonardo más próxima en el tiempo a la Monna Lisa es la llamada Santa Ana, la Virgen y el Niño. Ambas mujeres muestran la sonrisa leonardesca en bellísima plasmación. Es imposible determinar cuánto tiempo antes o después del retrato de Monna Lisa empezó Leonardo a trabajar en esta obra. Ambas se extendieron a lo largo de años, y es lícito suponer que el maestro se ocupó en ellas simultáneamente. Lo que mejor armonizaría con nuestra expectativa sería que justamente la profundización en los rasgos de Monna Lisa hubiera incitado a Leonardo a plasmar la composición de Santa Ana a partir de su fantasía. En efecto, si la sonrisa de la Gioconda le convocó el recuerdo de su madre, comprenderíamos que ello lo pulsionara desde el comienzo a crear un endiosamiento de la maternidad y a devolver a la madre la sonrisa que había hallado en la noble dama. Estamos entonces autorizados a dejar que nuestro interés se deslice desde el retrato de Monna Lisa a esta otra pintura, difícilmente menos hermosa, que hoy se encuentra también en el Louvre.

El tema de Santa Ana con su hija y su nieto rara vez ha sido tratado en la pintura italiana. Y en todo caso, la figuración de Leonardo difiere de todas cuantas conocemos. Muther dice: «Algunos maestros, como Hans Fries, Holbein el Viejo y Girolamo dai Libri, hacen que Ana esté sentada junto a María, y sitúan entre ambas al niño. Otros, como Jakob Cornelisz en su cuadro de Berlín, muestran en su sentido literal a "Santa Ana con otros dos", vale decir, la representan teniendo en sus brazos a la pequeña figura de María, sobre la cual se ve la figura todavía más pequeña de Cristo niño». (ver nota) En Leonardo, María está sentada en el regazo de su madre, se inclina hacia adelante y extiende ambos brazos hacia el niño, que juega con un corderito, sin duda maltratándolo un poco. La abuela apoya en su cadera su único brazo visible y mira a ambos desde lo alto con beatífica sonrisa. El grupo no deja de tener, por cierto, una apariencia un poco forzada. Pero la sonrisa que juega en los labios de ambas mujeres, si bien es inequívocamente la misma que la del cuadro de Monna Lisa, ha perdido su carácter ominoso {unheimlich} y enigmático; expresa interioridad y calma beatitud. (ver nota)



Si profundiza algo en este cuadro, al contemplador le sobrevendrá como un entendimiento súbito: sólo Leonardo podía pintarlo, así como sólo él podía crear la fantasía sobre el buitre. En ese cuadro se ha plasmado la síntesis de su historia infantil; cabe explicar sus detalles a partir de las personalísimas impresiones vitales de Leonardo. En la casa de su padre no sólo encontró a su buena madrastra Donna Albiera, sino a su abuela, la madre de su padre, Monna Lucia, que, supondremos, no dejaría de mostrarle ternura como suelen las abuelas. Esta circunstancia acaso le sugirió figurar la infancia cuidada por una madre y una abuela. Otro rasgo llamativo del cuadro cobra mayor valor aún. Santa Ana, la madre de María y abuela del niño, que por fuerza sería una matrona, aquí es plasmada como algo más madura y severa que María, pero como una mujer joven todavía, y de belleza no marchita. En realidad, Leonardo ha dado dos madres al niño; una que extiende sus brazos hacia él, y otra en el trasfondo, ambas dotadas de la bienaventurada sonrisa de la dicha maternal. Esta peculiaridad del cuadro no ha dejado de provocar asombro a los autores; Muther, por ejemplo, opina que Leonardo no podía resolverse a pintar la vejez, pliegues y arrugas, y por eso creó a Santa Ana como una mujer de radiante belleza. ¿Podemos declararnos satisfechos con esta explicación? Otros han recurrido al expediente de poner en entredicho esa «igualdad de edades entre madre e hija». (ver nota) Ahora bien, el intento de explicación de Muther basta sin duda para probar que la impresión de juventud que trasmite

Santa Ana en el cuadro está tomada de este mismo y no es un espejismo tendencioso.

La infancia de Leonardo había sido justamente tan asombrosa como este cuadro. Había tenido dos madres; la primera fue la verdadera, Caterina, de cuyo lado lo sacaron cuando tenía entre tres y cinco años, y la otra, una joven y tierna madrastra, la esposa de su padre, Donna Albiera. Uniendo este hecho de su infancia con el ya citado (la presencia de madre y abuela juntas), (ver nota) condensándolos en una unidad mixta, se le plasmó la composición de «Santa Ana con otros dos». La figura materna más alejada del niño, supuestamente la abuela, corresponde, por su apariencia y su relación espacial con el niño, a la madre primera, la genuina, Caterina. Con la beatífica sonrisa de Santa Ana, el artista sin duda ha desmentido y ha encubierto la envidia que la desdichada evidentemente sentiría por verse obligada a entregar su hijo a su rival de más linaje, del mismo modo que antes le entregara su marido. (ver nota)


Así, desde otra obra de Leonardo llegamos a corroborar nuestra vislumbre de que la sonrisa de Monna Lisa del Giocondo le había despertado el recuerdo de la madre de su primera infancia. Vírgenes y nobles damas mostraron desde entonces en los cuadros de pintores de Italia la humillada inclinación de cabeza y la sonrisa a la vez rara y beatífica de Caterina, la pobre muchacha campesina que había dado al mundo un hijo señorial, destinado a pintar, investigar y soportar.

Cuando Leonardo consiguió reflejar en el rostro de Monna Lisa el doble sentido que ese sonreír poseía, la promesa de una ternura sin límites así como la amenaza funesta (según las palabras de Pater, con ello no hacía sino mantenerse fiel al contenido de su primerísimo recuerdo. En efecto, la ternura de la madre fue para él una fatalidad, comandó su destino y las privaciones que le aguardaban. La violencia de las caricias a que apunta la interpretación de su fantasía sobre el buitre no era sino cosa harto natural; la pobre madre abandonada no tenía más remedio que dejar que afluyeran al amor maternal todos sus recuerdos de caricias gozadas, así como su añoranza de otras nuevas; y era esforzada a ello, no sólo para resarcirse de no tener marido, sino para resarcir al hijo, que no tenía un padre que pudiera acariciarlo. Así, a la manera de todas las madres insatisfechas, tomó a su hijito como reemplazante de su marido y, por la maduración demasiado temprana de su erotismo, le arrebató una parte de su virilidad. El amor de la madre por el lactante a quien ella nutre y cuida es algo que llega mucho más hondo que su posterior afección por el niño crecido. Posee la naturaleza de una relación amorosa plenamente satisfactoria, que no sólo cumple todos los deseos anímicos sino todas las necesidades corporales, y si representa una de las formas de la dicha asequible al ser humano ello se debe, no en último término, a la posibilidad de satisfacer sin reproche también mociones de deseo hace mucho reprimidas y que hemos de llamar «perversas». (ver nota) Aun en la más dichosa pareja joven, el padre siente que el hijo, en particular el varoncito, se ha convertido en su competidor, y de ahí arranca una enemistad con el preferido, de profundas raíces en lo inconciente.

Cuando Leonardo, en la cúspide de su vida, reencontró aquella sonrisa de beatífico arrobamiento que antaño había jugado en los labios de su madre al acariciarlo, hacía tiempo se encontraba bajo el imperio de una inhibición que le prohibía volver a anhelar nunca tales ternezas de labios de una mujer. Pero se había hecho pintor, y entonces se empeñó en recrear esa sonrisa con el pincel, estampándola luego en todos sus cuadros, sea que los realizara él o que los pintaran sus discípulos bajo su dirección: Leda, San Juan Bautista y Baco. Estos dos últimos son variantes de un mismo tipo. Muther dice: «Del ser frugal de la Biblia, que se alimentaba de langostas, Leonardo ha hecho un Baco, un joven Apolo que, con una enigmática sonrisa sobre sus labios, cruzados sus blandos muslos, nos mira con unos ojos que nos arrebatan los sentidos». (ver nota) Estos cuadros respiran una mística en cuyo misterio no osamos penetrar; uno puede intentar, a lo sumo, establecer su enlace con las anteriores creaciones de Leonardo. Las figuras son de nuevo andróginas, pero ya no en el sentido de la fantasía sobre el buitre; son hermosos jóvenes de femenina ternura y con formas femeninas; ya no bajan los ojos, sino que miran como en misterioso triunfo, como si supieran de una gran dicha lograda sobre la que fuera preciso callar; la consabida sonrisa arrobadora deja vislumbrar que se trata de un secreto de amor. Es posible que en estas figuras Leonardo desmintiera y superara en el arte la desdicha de su vida amorosa, figurando, en esa beatífica reunión de una esencia masculina y femenina, el cumplimiento de deseo del niño, fascinado por su madre.



V



Entre las anotaciones de los diarios íntimos de Leonardo se encuentra una que ha retenido la atención del lector por su significativo contenido y por un ínfimo error formal. Escribe en julio de 1504:


«Adì 9 di Luglio 1504 mercoledi a ore 7 morì Ser Piero da Vinci, notalio al palazzo del Potestà, mio padre, a ore 7. Era d'età d'anni 80, lasciò 10 figlioli maschi e 2 femmine». (ver nota)


Esta nota trata, pues, de la muerte del padre de Leonardo. El pequeño error en su forma consiste en la repetición de «a ore 7», como si al final de la oración Leonardo hubiera olvidado que ya había insertado al comienzo esa indicación de tiempo. No es más que una pequeñez con la que nada haría quien no fuese psicoanalista. Quizá ni repararía en ella, y en caso de que se la indicasen, diría: «Puede ocurrirle a cualquiera por distracción o influido por un afecto, y no tiene otro significado».

El psicoanalista piensa de otro modo; para él nada es demasiado pequeño como exteriorización de procesos anímicos ocultos; ha aprendido desde hace tiempo que tales olvidos o repeticiones son significativos, y que es preciso agradecer a la «distracción» si deja traslucir mociones de otro modo escondidas.

Diremos que también esta nota, como las cuentas del entierro de Caterina y de las costas de los discípulos, corresponde a un caso en que Leonardo fracasó en la sofocación de sus afectos y en que eso encubierto por largo tiempo se conquistó una expresión desfigurada. También es parecida por su forma: la misma pedante exactitud, la misma insistencia en las cifras. (ver nota)

Llamamos perseveración a una repetición de esta índole. Es un recurso sobresaliente para indicar el matiz afectivo. Piénsese, por ejemplo, en la imprecación de San Pedro contra su indigno representante en la Tierra, en el «Paradiso» de Dante:


«Quegli ch'usurpa in terra il luogo mio,
Il luogo mio, il luogo mio, che vaca
Nella presenza del Figliuo1 di Dio,


Fatto ha del cimiterio mio cloaca». (ver nota)


Sin la inhibición afectiva de Leonardo, la anotación en el diario íntimo acaso habría sido: «Hoy a las 7 murió mi padre, Ser Piero da Vinci, ¡mi pobre padre! ». Pero el desplazamiento de la perseveración al detalle más indiferente de la noticia del deceso, la hora en que se produjo, le quita todo pathos y justamente nos da a conocer que había aquí algo que ocultar y sofocar.

Ser Piero da Vinci, notario y descendiente de notarios, era hombre de una gran fuerza vital, que le atrajo prestigio y desahogada posición. Casado cuatro veces, las dos primeras mujeres fallecieron sin darle hijos; sólo de la tercera tuvo en 1476 su primer hijo varón legítimo, cuando Leonardo ya tenía 24 años y hacía tiempo que había cambiado la casa paterna por el atelier de su maestro Verrocchio; en su cuarta y última esposa, con quien casó siendo ya in hombre cincuentón, engendró todavía nueve hijos varones y dos mujeres. (ver nota)

Sin duda que también el padre llegó a gravitar en el desarrollo psicosexual de Leonardo, y no sólo por vía negativa, en virtud de su ausencia en la primera infancia de este, sino directamente por su presencia durante el resto de su niñez. Quien de niño anhela a su madre no puede evitar el querer remplazar al padre, identificarse con él en su fantasía y luego plantearse como tarea de vida el superarlo. Cuando Leonardo fue acogido en casa de sus abuelos, no habiendo alcanzado todavía los cinco años de edad, sin duda que en su sentir la joven madrastra Albiera ocupó el lugar de su madre y él entró en esa relación de rivalidad con el padre que merece el nombre de normal. Corno es notorio, la decisión en favor de la homosexualidad sólo sobreviene en las cercanías de la pubertad. Cuando ella se hubo decretado para Leonardo, la identificación con el padre perdió toda significatividad para su vida sexual pero continuó en otros campos de quehacer no erótico. Nos enteramos de que amaba la pompa y los hermosos vestidos, mantenía servidores y caballos, aunque, como dice de él Vasari, «no poseía casi nada y trabajaba poco»; por estas predilecciones suyas no responsabilizaremos sólo a su sentido de la belleza, sino que también reconoceremos en ellas la compulsión a copiar y aventajar a su padre. Frente a la pobre muchacha campesina, este último había sido el señor distinguido; por eso quedó en el hijo la espina de hacer también el señor distinguido, el esfuerzo a «to out -Herod Herod», a mostrar al padre qué aspecto tenía en verdad la distinción.

Quien crea en condición de artista, es indudable, se siente como el padre de sus obras. Para la creación pictórica de Leonardo, la identificación con su padre tuvo una fatal consecuencia. Creaba y luego ya no se cuidaba de sus obras, como su padre lo había descuidado a él. El hecho de que su padre velara luego por él en nada pudo modificar esta compulsión; en efecto, ella derivaba de las impresiones de la primera infancia, y lo reprimido que ha permanecido inconciente no puede ser corregido por experiencias posteriores.

En la época del Renacimiento -y aun mucho después- todo artista necesitaba un encumbrado señor y mecenas, un padrone que le hiciese encargos, en cuyas manos depositaba su destino. Leonardo halló su padrone en Ludovico Sforza, apodado «el Moro», hombre de elevadas miras, amante de la pompa, diplomático astuto, pero inconstante y nada fiable. En su corte de Milán pasó Leonardo el período más brillante de su vida, y a su servicio desplegó con las menores inhibiciones esa fuerza creadora de la que son testimonios La Última cena y la estatua ecuestre de Francesco Sforza. Abandonó Milán antes que la catástrofe se abatiera sobre Ludovico el Moro, quien murió preso en una cárcel francesa. Cuando llegó a Leonardo la noticia del destino de su protector, escribió en su diario íntimo: «El duque perdió su tierra, su patrimonio, su libertad, y no dio término a ninguna de las obras que emprendió». (ver nota) Es curioso, y sin duda no deja de ser significativo, que dirija aquí a su padrone el mismo reproche que la posteridad le haría a él como si quisiera responsabilizar a una persona perteneciente a la serie paterna por el hecho de que él mismo dejase inacabadas sus obras. Aunque en realidad no dejaba de tener razón en cuanto al duque.

Pero si el imitar a su padre lo perjudicó como artista, su revuelta contra aquel fue la condición infantil de su tarea de investigador, acaso igualmente grandiosa. Según el bello símil de Merejkovski, parecía un hombre que hubiera despertado de las tinieblas demasiado temprano, cuando todos los demás seguían dormidos. (ver nota) Osó formular la atrevida tesis que, no obstante, contenía la justificación de todo libre investigar: «Quien en la polémica de las opiniones invoca la autoridad, se vale de su memoria, no de su entendimiento ». (ver nota) Así se convirtió en el primer investigador moderno de la naturaleza, y una plétora de conocimientos y vislumbres recompensaron su audacia de ser el primero, desde la época de los griegos, en arrancarle sus secretos basado en la sola observación y el juicio propio. Pero cuando enseñaba a menospreciar la autoridad y a desestimar la imitación de los «antiguos», señalando una y otra vez el estudio de la naturaleza como la fuente de toda verdad, no hacía sino repetir, en la más alta sublimación asequible al ser humano, el partido que se vio precisado a adoptar en su primera infancia al dirigir al mundo sus miradas de asombro. Retraducido de la abstracción científica a la experiencia individual concreta, los antiguos y la autoridad sólo correspondían al padre, y la naturaleza pasó a ser de nuevo la madre tierna y bondadosa que lo había nutrido. Mientras que la mayoría de las criaturas humanas (hoy como en los tiempos primordiales) sienten la imperiosa necesidad de apoyarse en una autoridad, a punto tal que se les desmorona el universo si esta es amenazada, sólo Leonardo pudo prescindir de tales apoyos; no lo habría conseguido si no hubiera aprendido en los primeros años de su infancia a renunciar al padre. Su osada e independiente investigación científica posterior presupone una investigación sexual infantil no inhibida por el padre, y la prolonga con extrañamiento respecto de lo sexual.

Si alguien como Leonardo ha escapado en su primera infancia del amedrentamiento por obra del padre y ha sacudido en su investigación las cadenas de la autoridad, contradiría flagrantemente nuestra expectativa encontrarnos con que ese mismo hombre permaneció creyente y no fue capaz de sustraerse de la religión dogmática. El psicoanálisis nos ha mostrado el íntimo nexo entre el complejo paterno y la fe en Dios; nos ha enseñado que, psicológicamente, el Dios personal no es otra cosa que un padre enaltecido, y todos los días nos hace ver cómo ciertos jóvenes pierden la fe religiosa tan pronto como la autoridad del padre se quiebra en ellos. En el complejo parental discernimos, pues, la raíz de la necesidad religiosa; el Dios omnipotente y justo, y la naturaleza bondadosa, nos aparecen como grandiosas sublimaciones de padre y madre, o más bien como renovaciones y restauraciones de la representación que se tuvo de ambos en la primera infancia. Y desde el punto de vista biológico, la religiosidad se reconduce al largo período de desvalimiento y de necesidad de auxilio en que se encuentra la criatura humana, que, si más tarde discierne su abandono efectivo y su debilidad frente a los grandes poderes de la vida, siente su situación semejante a la que tuvo en la niñez y procura desmentir su desconsuelo mediante la renovación regresiva de los poderes protectores infantiles. La protección contra la neurosis, que la religión asegura a sus fieles, se explica con facilidad porque esta les toma el complejo parental, del que depende la conciencia de culpa así del individuo como de la humanidad toda, y se los tramita en lugar de ellos, mientras que el incrédulo tiene que habérselas solo con esa tarea. (ver nota)

El ejemplo de Leonardo no parece demostrar que esta concepción de la fe religiosa es errónea. Acusaciones de incredulidad o, lo que en aquel tiempo equivalía a lo mismo, de apostasía de la fe en Cristo, se le hicieron ya en vida y encuentran clara expresión en la primera biografía ensayada sobre él, la de Vasari [1550]. (ver nota) En la segunda edición (1568) de su Vite, Vasari omitió esas puntualizaciones. Y es completamente comprensible que Leonardo, en vista de la extraordinaria susceptibilidad de su época en materia religiosa, se abstuviese, aun en sus notas personales, de toda manifestación directa de su postura frente al cristianismo. Como investigador, en modo alguno se dejó despistar por la historia de la creación según la Sagrada Escritura; por ejemplo, pone en duda la posibilidad de un Diluvio universal, y en geología, tiene tan pocos reparos como los modernos en contar por milenios.

Entre sus «profecías» hay muchas que afrentarían el sentimiento de un cristiano creyente. Por ejemplo, «Sobre la práctica de rezar a las imágenes de los santos»:


«Los hombres hablarán con hombres que nada escuchan, que tienen los ojos abiertos y nada ven; hablarán con estos y no recibirán respuesta alguna; impetrarán gracia de quien tiene oídos y no oye, encenderán velas a quien es ciego». (ver nota)


O «Sobre el duelo en Viernes Santo»:


«En todas las partes de Europa, grandes multitudes llorarán la muerte de un único hombre fallecido en Oriente».


Acerca del arte de Leonardo se ha dicho que quitó a las figuras sagradas su último resto de pertenencia eclesiástica y las plantó en lo humano para figurar en ellas grandes y hermosas sensaciones del hombre. Muther le encomia haber superado el talante decadentista y haber devuelto al hombre el derecho a la sensualidad y el alegre goce de la vida. En las notas que nos muestran a Leonardo sondeando en lo profundo para desentrañar los grandes enigmas de la naturaleza, no faltan manifestaciones de asombro por el Creador, la razón última de todos esos señoriales misterios, pero nada indica que pretendiese establecer un vínculo personal con ese poder divino. Las tesis en que resumió la profunda sabiduría de los últimos años de su vida respiran la resignación del hombre que se somete a la Auagch, a las leyes de la naturaleza, y no espera mitigación alguna de la bondad o la gracia de Dios. Apenas cabe dudar de que Leonardo haya superado la religión dogmática así como la personal, distanciándose mucho en su labor investigadora de la cosmovisión del cristiano creyente.

Nuestras ya consignadas intelecciones sobre el desarrollo de la vida anímica infantil nos llevan a suponer que también en el caso de Leonardo las primeras investigaciones de su infancia se ocuparon del problema de la sexualidad. Ahora bien, él mismo nos lo deja traslucir con trasparente velo cuando anuda su esfuerzo investigador con la fantasía sobre el buitre y confiere relieve al problema del vuelo de los pájaros como uno que por un particular encadenamiento del destino le estaba deparado elaborar. Un pasaje harto oscuro de sus notas, que suena como una profecía, nos da precioso testimonio de cuánto interés afectivo ponía en el deseo de poder imitar él mismo el arte de volar: «Tomará el gran pájaro su primer vuelo desde las espaldas de su Gran Cisne, llenará de desconcierto al universo, de su fama a todos los escritos y de gloria eterna al nido donde nació». (ver nota) Es probable que esperara poder volar él mismo alguna vez, y nosotros sabemos, por los sueños de cumplimiento de deseo de los seres humanos, qué beatitud uno se promete del cumplimiento de esa esperanza.

Ahora bien, ¿por qué tantas personas sueñan con poder volar? El psicoanálisis nos da esta respuesta: porque el deseo de volar o de ser pájaro no hace sino encubrir otro deseo, hacia cuyo discernimiento nos lleva más de un puente tanto de lenguaje como de la cosa significada. Si al niño ganoso de saber le cuentan que es un gran pájaro, la cigüeña, quien trae a los niñitos; si los antiguos figuraban alado al falo; si la designación más corriente de la actividad sexual del varón es en alemán «vögeln»* y los italianos llaman directamente «Vuccello» («el pájaro») al miembro viril, esos no son sino unos jirones de una trama más vasta que nos enseña que el deseo de poder volar no significa en el sueño otra cosa que la añoranza de ser capaz de logros sexuales. (ver nota) Este es un deseo de la primera infancia. El adulto envidia a los niños porque, al rememorar su propia infancia, le parece una época dichosa en la que uno gozaba del instante y, desprovisto de deseos, salía al encuentro del futuro. Pero, probablemente, los niños mismos informarían otra cosa si pudieran hacerlo más temprano. (ver nota) Al parecer, la infancia no es ese beatífico idilio en que nosotros con posterioridad la desfiguramos; más bien, toda ella es hostigada por un único deseo, el de ser grande, igualar a los adultos. Es el deseo que pulsiona a los niños en todos sus juegos. Si en el trayecto de su investigación sexual ellos vislumbran que el adulto, en un ámbito tan enigmático y por cierto tan importante, puede hacer algo grandioso que les es denegado saber y hacer, se les suscita el impetuoso deseo de poder hacer lo mismo, y suenan con ello en la forma del volar o preparan este disfraz del deseo para sus posteriores sueños de vuelo. Así, también la aviación, que en nuestro tiempo ha alcanzado por fin su meta, tiene su raíz erótica infantil.

Al confesarnos Leonardo que desde su infancia registró un particular vínculo personal con el problema del vuelo, nos corrobora con ello que su investigación infantil estuvo dirigida a lo sexual, tal como hubimos de conjeturarlo de acuerdo con nuestras indagaciones en niños de hoy. Este problema, al menos, se había sustraído de la represión que luego lo enajenó de la sexualidad; desde su infancia hasta la época de su plena madurez intelectual siguió resultándole interesante lo mismo, con ligeros cambios de sentido, y es muy posible que no alcanzara ese deseado arte más en su sentido sexual primario que en el mecánico, y que ambos deseos permanecieran denegados a él.

En muchos aspectos, el gran Leonardo siguió siendo infantil toda su vida; se dice que todos los grandes hombres tienen que conservar algo de infantil. De adulto siguió jugando, y por eso muchas veces pareció ominoso e incomprensible a sus contemporáneos. Cuando para festividades cortesanas y recepciones solemnes preparaba unos artificiosos juguetes mecánicos, sólo a nosotros nos descontenta que el maestro malgastara sus fuerzas en tales fruslerías; él no parece haberse dedicado a estas cosas a disgusto, pues Vasari nos informa que las hacía aun sin que lo constriñese encargo alguno: «Allí (en Roma) preparó una pasta de cera y con ella, todavía fluida, formó unos sutiles animales, a los que llenó de aire; si soplaba dentro, ellos volaban, y caían por tierra al escapárseles el aire. A una rara lagartija encontrada por el viñatero de Belvedere le hizo unas alas con la piel que sacó a otras lagartijas, llenándoselas de azogue, de manera que se movían y vibraban al caminar aquella; luego le hizo unos ojos, barba y cuernos, la domesticó y, tras meterla en una caja, espantaba con ella a sus amigos». (ver nota) A menudo tales juguetes le sirvieron para expresar pensamientos de grave contenido: «Solía hacer que lavaran los intestinos de un carnero y los limpiaran tanto que pudieran caber en el cuenco de la mano; los llevaba a una sala, y en una piecita contigua aparejaba unos fuelles, fijaba a estos las tripas y les insuflaba aire hasta que ocuparan la sala entera y fuera preciso refugiarse en un rincón. Así mostraba cómo poco a poco se volvían trasparentes al llenarse de aire, y cómo, estando circunscritos al comienzo a un pequeño lugar, iban ocupando más y más espacio; entonces los comparaba con el genio». De este mismo placer juguetón obtenido mediante inocentes embozos y rebuscados disfraces dan testimonio sus fábulas y enigmas; estos últimos revisten la forma de unas «profecías», casi todas ellas ricas en ideas y curiosamente desprovistas de gracia {Witz}.

Los juegos y retozos que Leonardo consintió a su fantasía dieron pábulo a enojosos errores, en que en algunos casos incurrieron biógrafos ignorantes de este rasgo suyo. Por ejemplo, en los manuscritos de Milán, de Leonardo, se encuentran unos bosquejos de cartas a «Diodario de Sorio (Siria), virrey del Santo Sultán de Babilonia», donde se presenta como un ingeniero enviado a esa comarca de Oriente para realizar ciertos trabajos; se defiende del cargo de holgazanería, ofrece descripciones geográficas de ciudades y montes y, por último, describe un gran acontecimiento natural que habría presenciado allí. (ver nota)

En 1883, J. P. Richter intentó demostrar, basado en esos documentos, que Leonardo efectivamente había emprendido esos viajes de observación al servicio del sultán de Egipto, y aun que había adoptado en Oriente la religión mahometana. Pretendió que esa estadía tuvo lugar en el período anterior a 1483, o sea antes que se instalara en la corte del duque de Milán. Sólo que a la crítica de otros autores no le fue difícil discernir en tales pruebas del supuesto viaje de Leonardo al Oriente lo que en realidad son, unas producciones fantásticas del joven artista que él creó para su propio entretenimiento, y en las que acaso expresó sus deseos de ver mundo y vivir aventuras.

Es probable que también sea un producto de la fantasía la «Academia Vinciana», cuya existencia se ha supuesto sobre la base de cinco o seis emblemas de entrelazamiento en extremo complejo que llevan la inscripción de la Academia. Vasari menciona esos dibujos, pero no a la Academia. (ver nota) Muntz, que ha estampado uno de esos ornamentos en la cubierta de su gran obra sobre Leonardo, se cuenta entre los pocos que creen en la realidad de una «Academia Vinciana».

Probablemente esa pulsión de juego de Leonardo desfalleciera en su madurez y desembocara también en la actividad investigadora que significó el último y supremo despliegue de su personalidad. Pero el hecho de que persistiese tanto tiempo es idóneo para enseñarnos cuán lentamente se desase de su infancia quien en ella ha gozado la suprema beatitud erótica, que luego no vuelve a alcanzarse.




VI


Sería vano hacerse ilusiones: a los lectores actuales les sabe mal toda patografía. Su desautorización se recubre con el reproche de que el estudio patográfico de un grande hombre nunca permitirá entender su significatividad y sus logros; por eso sería un atrevimiento inútil estudiar en él cosas que de igual modo se hallarían en cualquier Don Nadie. Pero lo equivocado de esta crítica es tan evidente que sólo podemos entenderla como un pretexto y un disfraz. Es que en modo alguno la patografía se propone volver comprensible el logro del grande hombre; a nadie puede reprochársele no haber cumplido lo que nunca prometió. Los reales motivos de aquella renuencia son otros. Se los descubre reparando en que los biógrafos están fijados a su héroe de curiosísima manera. A menudo lo han escogido como objeto de sus estudios porque de antemano le dispensaron una particular afección; razones personales de su vida de sentimientos los movieron a ello. Luego se entregan a un trabajo de idealización que se afana en insertar al grande hombre en la serie de sus propios arquetipos infantiles, acaso reviviendo en él la representación infantil del padre. En aras de ese deseo borran de su fisonomía los rasgos individuales, aplanan las huellas de su lucha vital con resistencias internas y externas, no le toleran ningún resto de endeblez o imperfección humanas, y luego nos presentan una figura ideal ajena y fría, en lugar del hombre de quien pudimos sentirnos emparentados a la distancia. Es lamentable este proceder, pues así sacrifican la verdad a una ilusión y, en beneficio de sus fantasías infantiles, renuncian a la oportunidad de penetrar en los más atrayentes misterios de la naturaleza humana. (ver nota)

El propio Leonardo, con su amor a la verdad y su esfuerzo de saber, no habría rechazado el intento de colegir, desde las pequeñas rarezas y enigmas de su ser, las condiciones de su desarrollo anímico e intelectual. Lo honramos aprendiendo algo en él. No menoscaba su grandeza que estudiemos los sacrificios que debió costarle su desarrollo desde el niño, y resumamos los factores que imprimieron a su persona el sesgo trágico del fracaso.

Destaquemos de manera expresa que en ningún momento hemos contado a Leonardo entre los neuróticos o «enfermos de los nervios», según la torpe expresión. Y quien se queje por habernos atrevido a aplicarle unos puntos de vista obtenidos de la patología, sigue prisionero de prejuicios que hoy, y con razón, ya hemos resignado. Ya no creemos que salud y enfermedad, normal y neurótico, se separen entre sí tajantemente, ni que unos rasgos neuróticos deban apreciarse como prueba de una inferioridad general. Hoy sabemos que los síntomas neuróticos son formaciones sustitutivas de ciertas operaciones de represión que hemos consumado en el curso de nuestro desarrollo desde el niño hasta el hombre de cultura; que todos producimos esas formaciones sustitutivas, y que sólo su número, su intensidad y su distribución justifican el concepto práctico de la condición de enfermo y la inferencia de una inferioridad constitucional. Siguiendo pequeños indicios, estamos autorizados a situar la personalidad de Leonardo en las cercanías de aquel tipo neurótico que designamos como «obsesivo», a comparar su investigar con la «compulsión cavilosa» de los neuróticos, y sus inhibiciones, con las llamadas «abulias» de estos últimos.

La meta de nuestro trabajo era explicar las inhibiciones en la vida sexual de Leonardo y en su actividad artística. Permítasenos resumir, con ese fin, lo que pudimos colegir acerca de la trayectoria de su desarrollo psíquico.

Nos está denegada la intelección de sus constelaciones hereditarias; en cambio, discernimos que las circunstancias accidentales de su niñez ejercen un profundo efecto perturbador. Su nacimiento ¡legítimo lo sustrae, quizás hasta el quinto año, del influjo del padre, y lo deja librado a la tierna seducción de una madre de quién él es el único consuelo. Elevado a besos por ella hasta la madurez sexual, no pudo menos que ingresar en una fase de quehacer sexual infantil, de la cual sólo poseemos pruebas de una única exteriorización: la intensidad de su investigación sexual infantil. Su pulsión de ver y de saber son excitadas con la máxima intensidad por sus impresiones de la primera infancia; la zona erógena de la boca recibe un realce que ya no resignará. Del hecho de que luego mostrara una conducta contraria, como su hipertrófica compasión por los animales, podemos deducir que en ese período infantil no faltaron potentes rasgos sádicos.

Una enérgica oleada represiva pone fin a esa desmesura infantil y establece las predisposiciones que saldrán a la luz en su pubertad. El extrañamiento de todo quehacer crudamente sensual será el resultado más llamativo de la trasmudación; Leonardo podrá vivir abstinente y dar la impresión de un hombre asexual. Cuando le sobrevino la pleamar de la excitación de la pubertad, ella no lo enfermó constriñéndolo a costosas y dañinas formaciones sustitutivas; es que la mayor parte de las necesidades de la pulsíón sexual podrán sublimarse, merced al temprano privilegio del apetito de saber sexual, en un esfuerzo de saber universal, escapando así de la represión. Una parte mucho menor de la libido permanecerá vuelta hacia metas sexuales y representará {repräsentieren} la atrofiada vida sexual del adulto. A consecuencia de la represión del amor por la madre, esta parte será esforzada hacia una actitud homosexual y se dará a conocer como amor ideal por los muchachos. En lo inconciente se conserva la fijación a la madre y a los recuerdos beatíficos del comercio con ella, aunque provisionalmente persevere en estado inactivo. De tal manera, represión, fijación y sublimación cooperan para distribuirse las contribuciones que la pulsión sexual presta a la vida anímica de Leonardo.

Desde una mocedad que nos resulta oscura, Leonardo emerge ante nosotros como artista, pintor y creador plástico, merced a unas dotes especiales, acaso reforzadas por el temprano despertar de la pulsión de ver en la primera infancia. Desearíamos indicar la manera en que el quehacer artístico se reconduce a las pulsiones anímicas primordiales, pero nuestros medios fallan justo aquí. Nos limitamos a poner de relieve el hecho, apenas discutible, de que el crear del artista también da salida a su anhelar sexual, y respecto de Leonardo señalamos la noticia, trasmitida por Vasari de que entre sus primeros intentos artísticos descollaron cabezas de mujeres sonrientes y hermosos muchachos, es decir, unas figuraciones de sus objetos sexuales. En su florecimiento juvenil, Leonardo parece haber trabajado al comienzo sin inhibiciones. Así como en su tren de vida exterior tomaba como arquetipo al padre, atravesó también por una época de creatividad viril y productividad artística en Milán, donde el favor del destino le hizo hallar en el duque Ludovico el Moro un sustituto del padre. Pero pronto se corrobora en su caso la experiencia de que la sofocación casi total de la vida sexual objetiva no proporciona las condiciones más favorables para el quehacer de las aspiraciones sexuales sublimadas. El carácter arquetípico de la vida sexual se hace valer; la actividad y la aptitud para las decisiones rápidas empiezan a paralizarse, la inclinación a meditar y vacilar se hace notar con su efecto perturbador ya en La última cena, comandando, por su influjo sobre la técnica, el destino de esa obra grandiosa. Ahora bien, lentamente se consuma en él un proceso que sólo puede parangonarse con las regresiones de los neuróticos, El despliegue de su ser que en la pubertad lo convirtió en artista es sobrepujado por su despliegue, condicionado desde la primera infancia, en investigador; la segunda sublimación de sus pulsiones eróticas cede paso a la inicial, preparada por la primera represión. Deviene investigador, primero todavía al servicio de su arte, luego con independencia de este y fuera de él. Con la pérdida del protector que le sustituía al padre, y el creciente ensombrecimiento de su vida, esa sustitución regresiva fue extendiéndose cada vez más, Se vuelve «impacientissimo al pennello» según informa un corresponsal de la archiduquesa Isabella d'Este, que a toda costa quiere poseer un cuadro de su mano. Su pasado infantil ha cobrado poder sobre él. Ahora bien, el investigar que le sustituye a la creación artística parece conllevar algunos de los rasgos que singularizan al quehacer de las pulsiones inconcientes: el carácter insaciable, la inexorable rigidez, la falta de aptitud para adaptarse a las circunstancias objetivas.

En la cúspide de su vida, durante los primeros años después de cumplidos los cincuenta, en una época en que los caracteres sexuales ya han involucionado en la mujer, no es raro que en el hombre la libido aventure todavía un enérgico empuje. Es el momento en que sobreviene a Leonardo una nueva mudanza. Estratos todavía más profundos de su contenido anímico se vuelven otra vez activos; pero esta ulterior regresión favorece a su arte, que se atrofiaba. Se topa con la mujer que le despierta el recuerdo del sonreír dichoso y sensualmente arrobado de su madre, y bajo el influjo de este despertar cobra de nuevo la impulsión que lo había guiado al comienzo de sus ensayos artísticos, cuando plasmaba mujeres sonrientes. Pinta a Monna Lisa, Santa Ana, la Virgen y el Niño, y la serie de misteriosas imágenes singularizadas por aquella enigmática sonrisa. Con el auxilio de sus mociones eróticas más antiguas consagra el triunfo de superar de nuevo la inhibición en su arte. Este último desarrollo se difumina para nosotros en la oscuridad de la vejez que se aproxima. Antes de eso, su intelecto ya se había remontado hasta los supremos logros de una cosmovisión que dejaba muy atrás a su época.

En los capítulos precedentes he aducido todo aquello que puede justificar esta presentación del desarrollo de Leonardo, esta articulación de su vida y el esclarecimiento de su oscilación entre el arte y la ciencia. Si con estas puntualizaciones he de provocar, aun entre los amigos y conocedores del psicoanálisis, el juicio de que he escrito meramente una novela psicoanalítica, responderé que no taso muy alto el grado de certeza de estos resultados. He sucumbido, como otros, a la atracción que irradia de este grande y enigmático hombre, en cuyo ser uno cree percibir unas poderosas pasiones de índole pulsional a las que, empero, sólo se les permite una exteriorización curiosamente asordinada.

Pero cualquiera que fuese la verdad sobre la vida de Leonardo, no podemos cerrar este ensayo de sondearla psicoanalíticamente antes de solucionar otra tarea. Tenemos que fijar en términos universales los límites impuestos a la productividad del psicoanálisis en la biografía, y ello a fin de que no se nos reproche como un fracaso cada explicación que omitimos dar. La indagación psicoanalítica dispone, como material, de los datos de la biografía; por una parte, las contingencias de episodios y de influencias del medio, y por la otra, los informes sobre las reacciones del individuo. Ahora bien, basado en su conocimiento de los mecanismos psíquicos, procura sondear dinámicamente la naturaleza del individuo a partir de sus reacciones, poner en descubierto sus fuerzas pulsionales anímicas originarias, así como sus ulteriores trasmudaciones y desarrollos. Cuando lo consigue, la conducta de esa personalidad en su vida queda esclarecida por la acción conjugada de constitución y destino, fuerzas internas y poderes externos. Y cuando esa empresa no obtiene resultados ciertos, como quizás ha sucedido en el caso de Leonardo, la culpa no es de unas fallas o insuficiencias en la metodología del psicoanálisis, sino del carácter incierto y lagunoso del material que la tradición nos ofrece respecto de esta persona, Por tanto, el fracaso sólo es imputable al autor que constriñe al psicoanálisis a pronunciar una pericia sobre la base de material tan escaso.

Pero aun si se dispusiera del más amplio material histórico y se tuviera el más seguro manejo de los mecanismos psíquicos, una indagación psicoanalítica sería incapaz, en dos puntos sustantivos, de dar razón de la necesidad por la cual el individuo sólo pudo devenir de un modo y no de otro. En el caso de Leonardo, debimos sustentar la opinión de que la contingencia de su nacimiento ¡legítimo y la hiperternura de su madre ejercieron la más decisiva influencia sobre la formación de su carácter y su ulterior destino, pues la represión de lo sexual sobrevenida tras esa fase infantil lo movió a sublimar la libido en esfuerzo de saber y estableció para el resto de su vida su inactividad sexual. Pero esta represión tras las primeras manifestaciones eróticas de la infancia no necesariamente debió producirse; acaso no habría sobrevenido en otro individuo, o se habría producido de una manera mucho menos vasta. Aquí tenemos que admitir un grado de libertad que no puede resolverse mediante el psicoanálisis. De igual modo, tampoco es lícito suponer que el desenlace de esta oleada represiva sea el único posible. Es probable que otra persona no hubiera tenido la suerte de sustraer de la represión lo principal de su libido por vía de su sublimación en apetito de saber; bajo las mismas influencias que Leonardo, habría sufrido un deterioro permanente de su trabajo de pensamiento o recibido una predisposición, no dominable, a la neurosis obsesiva. Entonces, estas dos peculiaridades de Leonardo restan como algo no explicable mediante el empeño psicoanalítico: su particularísima inclinación a represiones de lo pulsional y su extraordinaria aptitud para la sublimación de las pulsiones primitivas.

Las pulsiones y sus trasmudaciones son el término último de lo que el psicoanálisis puede discernir. De ahí en adelante, deja el sitio a la investigación biológica. Nos vemos precisados a reconducir tanto la inclinación a reprimir como la aptitud para sublimar a las bases orgánicas del carácter, que son precisamente aquellas sobre las cuales se levanta el edificio anímico. Y puesto que las dotes y la productividad artísticas se entraman íntimamente con la sublimación, debemos confesar que también la esencia de la operación artística nos resulta inasequible mediante el psicoanálisis. La investigación biológica de nuestra época se inclina a explicar los rasgos principales de la constitución orgánica de un ser humano mediante la mezcla de disposiciones masculinas y femeninas en el sentido de las sustancias materiales [químicas]; tanto la belleza física como la zurdera de Leonardo ofrecerían muchos apuntalamientos para esto. (ver nota) Empero, no abandonaremos el terreno de la investigación psicológica pura. Nuestra meta sigue siendo demostrar el nexo entre vivencias externas y reacciones de la persona a lo largo del camino del quehacer pulsional. Si bien es cierto que el psicoanálisis no esclarece la condición de Leonardo como artista, nos vuelve comprensibles sus exteriorizaciones y limitaciones. Parece, en efecto, que sólo un hombre con las vivencias infantiles de Leonardo hubiera podido pintar a Monna Lisa y a «Santa Ana con otros dos», deparar a sus obras aquel triste destino y emprender ese inaudito vuelo como investigador de la naturaleza, cual si la clave de todos sus logros y de su fracaso se escondiera en aquella fantasía infantil sobre el buitre.

Ahora bien, ¿no cabe escandalizarse por los resultados de una indagación que concede a las contingencias de la constelación parental tan decisivo influjo sobre el destino de un hombre; que en el caso de Leonardo, por ejemplo, lo hace depender de su nacimiento, ilegítimo y la infecundidad de su primera madrastra, Donna Albiera? Creo que no hay ningún derecho al escándalo; cuando se considera al azar indigno de decidir sobre nuestro destino, ello no es más que una recaída en la cosmovisión piadosa cuya superación el propio Leonardo preparó al escribir que el Sol no se mueve. Naturalmente, nos afrenta que un Dios justo y una Providencia bondadosa no nos protejan mejor de tales contingencias en el período más indefenso de nuestra vida. Así, de buena gana olvidamos que en verdad todo es en nuestra vida azar, desde nuestra génesis por la unión de espermatozoide y óvulo, azar que como tal tiene su parte en la legalidad y necesidad de la naturaleza, sólo que no posee vínculo alguno con nuestros deseos e ilusiones. La partición de nuestro determinismo vital entre las «necesidades» de nuestra constitución y las «contingencias» de nuestra niñez puede que resulte incierta en sus detalles; pero en el conjunto no cabe ninguna duda sobre la significatividad, justamente, de nuestra primera infancia. Todos nosotros mostramos aún muy poco respeto hacia esa naturaleza que, según las oscuras palabras de Leonardo (que nos traen a la memoria el dicho de Hamlet), «está llena de infinitas causas {ragioni} que nunca estuvieron en la experiencia». (ver nota) Cada uno de nosotros, criaturas humanas, corresponde a uno de los incontables experimentos en que esas ragioni de la naturaleza penetran en la experiencia.