lunes, 25 de julio de 2011

Freud, S. (1917) “Lecciones introductorias” Capítulos 2 y 3.

2ª conferencia.
Los actos fallidos

Señoras y señores: No partiremos de premisas, sino de una investigación. Como objeto de ella escogeremos ciertos fenómenos que son muy frecuentes, harto conocidos y muy poco apreciados, y que nada tienen que ver con enfermedades puesto que pueden observarse en cualquier persona sana. Son las llamadas operaciones fallidas del hombre, como cuando alguien quiere decir algo y dice en cambio otra palabra, el desliz verbal {Versprechen = trastrabarse}, o le ocurre lo mismo escribiendo, sea que pueda reparar en ello o no. 0 cuando alguien, en la publicación impresa o en el manuscrito de otro, lee algo diverso de lo que ahí se dice, el desliz en la lectura {Verlesen}; lo mismo si oye falsamente algo que se le dice, el desliz auditivo {Verhoren}, desde luego sin que exista para ello una afección orgánica de su capacidad auditiva. Otra serie de esos fenómenos tiene por base un olvido {Vergessen}, pero no uno permanente, sino sólo temporario; por ejemplo, cuando alguien no puede hallar un nombre que sin embargo conoce y que por regla general reencuentra luego, o cuando olvida ejecutar un designio del que más tarde empero se acuerda, y por tanto sólo lo había olvidado durante cierto lapso. En una tercera serie falta esa condición de lo meramente temporario, por ejemplo, en el extraviar {Verlegen}, cuando alguien guarda un objeto en alguna parte y después ya no atina a encontrarlo, o en el caso totalmente análogo del perder {Vertieren}. Frente a este olvido nos comportamos diversamente que frente a otros; nos asombra o nos enoja, en lugar de hallarlo comprensible. A ello se suman ciertos errores {Irrtümer} en los que de nuevo sale al primer plano la temporariedad, pues durante cierto lapso se cree algo de lo cual antes se supo y más tarde volverá a saberse que no es así, y una cantidad de fenómenos semejantes, a los que se conoce bajo diversos nombres.

Son todos acaecimientos cuyo parentesco estrecho se expresa [en alemán] en que van precedidos de idéntico prefijo, «ver-»; casi todos son de naturaleza nimia, la mayoría de las veces muy efímeros, y sin mayor importancia en la vida del hombre. Sólo de tiempo en tiempo uno de ellos, como la pérdida de objetos, alcanza repercusión práctica. Por eso casi no llaman la atención, excitan apenas débiles afectos, etc.

Para estos fenómenos quiero ahora solicitar la atención de ustedes. Pero, disgustados, me opondrán: «Hay tantos grandiosos enigmas en el ancho mundo, y en el más estrecho de la vida anímica; hay tantos motivos de asombro que piden y merecen explicación en el campo de las perturbaciones del alma, que parece en realidad desatinado malgastar trabajo e interés en tales pequeñeces. Si usted pudiera hacernos comprender cómo es que un hombre sano de vista y de oído puede ver y oír a la luz del día cosas que no existen, por qué otro se cree de pronto perseguido por aquellos seres que le eran hasta entonces los más entrañables o, con los fundamentos más sagaces, sustenta productos de su delirio que hasta a un niño tendrían que parecerle unos dislates, entonces estimaríamos en algo al psicoanálisis; pero si este no puede hacer otra cosa que ocuparnos en las razones por las cuales un orador en un banquete dijo una palabra por otra o un ama de casa extravió sus llaves y tonterías parecidas, entonces sabremos emplear en algo mejor nuestro tiempo y nuestro interés».

Les respondería yo: ¡Paciencia, estimadas señoras y señores! Creo que esa crítica no va por la senda correcta. El psicoanálisis, eso es verdad, no puede gloriarse de no haberse dedicado nunca a pequeñeces. Al contrario, su material de observación lo constituyen por lo común aquellos sucesos inaparentes que las otras ciencias arrojan al costado por demasiado ínfimos, por así decir la escoria del mundo de los fenómenos. Pero, ¿no confunden ustedes en su crítica la grandiosidad de los fenómenos con lo llamativo de sus indicios? ¿Acaso no existen cosas muy importantes que, en ciertas circunstancias y épocas, sólo pueden traslucirse por medio de indicios sumamente débiles? Podría mencionarles sin dificultad varias situaciones de esa índole. ¿No es mediante indicios mínimos como infieren -me dirijo a los hombres jóvenes que hay entre ustedes- que han conquistado la preferencia de una dama? ¿Aguardan para ello una expresa declaración de amor, un abrazo tórrido, o más bien les basta con una mirada inadvertida para otros, con un movimiento fugitivo, la presión de una mano *prolongada un segundo? Y si han participado como detectives en la investigación de un asesinato, ¿esperan realmente encontrarse con que el asesino dejó tras sí, en el lugar del hecho, una fotografía junto con su dirección, o más bien se conforman por fuerza con las huellas más leves e imperceptibles de la persona buscada? No despreciemos, entonces, los pequeños síntomas; quizá a partir de ellos logremos ponernos en la pista de algo más grande. Y además, como ustedes, yo pienso que los grandes problemas del mundo y de la ciencia tienen prioridad en nuestro interés. Pero las más de las veces de muy poco vale el expreso designio de ocuparse ahora en la investigación de este o estotro gran problema. Es que a menudo no sabemos adónde dirigir el paso siguiente. En el trabajo científico es más promisorio el abordaje de lo que se tiene directamente frente a sí y ofrece un camino para su investigación. Si se lo hace bien en profundidad, sin supuestos ni expectativas previos, y si se tiene suerte, es posible, a consecuencia de la concatenación que une todo con todo, también lo pequeño con lo grande, que incluso un trabajo tan falto de pretensiones dé acceso al estudio de los grandes problemas.

Así hablaría yo para retener el interés de ustedes en la consideración de las operaciones fallidas de las personas sanas, fenómenos en apariencia tan nimios. Ahora consultemos a cualquiera que sea ajeno al psicoanálisis y preguntémosle por el modo en que él se explica el acaecimiento de tales cosas.

Sin duda responderá primero: «¡Oh! Eso no merece explicación ninguna; son pequeñas contingencias». ¿Qué entiende nuestro hombre con eso? ¿Quiere decir que hay sucesos tan ínfimos que se salen del encadenamiento del acaecer universal, y que lo mismo podrían no ser como son? Si alguien quebranta de esa suerte en un solo punto el determinismo de la naturaleza, echa por tierra toda la cosmovisión científica. Podríamos hacerle ver cuánto más consecuente consigo misma es la cosmovisión religiosa cuando asegura de manera expresa que ningún gorrión se cae del tejado sin la voluntad expresa de Dios. Creo que nuestro amigo no querrá extraer esa consecuencia de su primera respuesta, se retractará y dirá que si él estudiara estas cosas hallaría de todos modos explicaciones para ellas. Se trata de pequeños deslizamientos de la función, de imprecisiones de la operación del alma, cuyas condiciones pueden indicarse. Un hombre que por lo demás habla correctamente quizá cometa un desliz verbal: 1) si está algo indispuesto y fatigado; 2) si está emocionado, y 3) si es :solicitado en demasía por otras cosas. Es fácil corroborar estas indicaciones. Y en efecto, el trastrabarse emerge con particular frecuencia cuando se está fatigado, se tienen dolores de cabeza o a uno está por atacarle una jaqueca. En esas mismas circunstancias ocurre con facilidad el olvido de nombres propios. Muchas personas suelen anticipar por esas ausencias de nombres propios la jaqueca que está por sobrevenirles (ver nota). También emocionados confundimos a menudo las palabras, y lo mismo las cosas, «trastrocamos las cosas confundidos» {Vergreifen}, y el olvido de designios así como una multitud de otras acciones impremeditadas se hacen notables cuando se está distraído, vale decir, en verdad, cuando se está concentrado en otra cosa. Un ejemplo conocido de semejante distracción es el profesor de la Fliegende BIätter, que olvida recoger su paraguas y se confunde de sombrero porque está pensando en los problemas que ha de tratar en su próximo libro. Cada uno de nosotros conoce por experiencia propia ejemplos de designios que nos hemos forjado, de promesas que hemos hecho y que olvidamos porque entretanto vivenciamos algo que nos solicitó con fuerza.

Esto nos suena por completo inteligible y parece exento de contradicción. Quizá no es muy interesante, al menos no tanto como habíamos esperado. Consideremos con mayor atención esas explicaciones de las operaciones fallidas. Las condiciones que se indicaron para la emergencia de esos fenómenos no son todas del mismo tipo. Estar indispuesto o tener trastornos circulatorios dan una fundamentación fisiológica a la falla de la función normal; excitación, fatiga, distracción son factores de otro tipo, que podrían llamarse psicofisiológicos. Estos últimos pueden trasponerse con facilidad a la teoría. Tanto por la fatiga como por la distracción, y quizá también por la excitación general, la atención se distribuye de un modo tal que puede traer por consecuencia que se dirija una atención escasa a la operación de que se trate. Es entonces particularmente fácil que esta se perturbe, se ejecute fallidamente. Un leve estado enfermizo o modificaciones en el aflujo de sangre al órgano nervioso central pueden traer este mismo efecto, ya que influyen de manera similar sobre el factor decisivo, la distribución de la atención. En todos los casos entrarían en juego, pues, los efectos de una perturbación de la atención, sea por causas orgánicas o por causas físicas.

Esto no parece proporcionarnos gran cosa para nuestro interés psicoanalítico. Podríamos sentirnos tentados de desistir del tema. Pero es el caso que, considerando las observaciones más de cerca, no todo se acomoda a esta teoría de las operaciones fallidas basada en la atención, o al menos no se deduce naturalmente de ella. Sabemos por la experiencia que esas acciones fallidas y esos olvidos ocurren también en personas que no están fatigadas, distraídas ni emocionadas, sino que en todo sentido se encuentran en su estado normal, a menos que precisamente a causa de la operación fallida se quiera atribuir con posterioridad a esas personas un estado de emoción que ellas mismas no confiesan. Tampoco puede concederse tan simplemente que una operación esté garantizada si aumenta la atención que se le dispensa, y amenazada si disminuye. Existe gran número de desempeños que se cumplen de manera puramente automática, con muy escasa atención, y no obstante se ejecutan con total seguridad. El paseante que apenas sabe adónde va, mantiene empero el camino correcto y llega a destino sin haberse descaminado [vergangen]. Al menos es lo que ocurre por regla general. El pianista ejercitado acierta en las teclas correctas sin pensar en ello. Desde luego, también puede trastrocarlas confundido alguna vez, pero sí el tocar de manera automática hubiera de acrecentar el peligro de que ello ocurra, precisamente el virtuoso, que por su gran ejercitación ejecuta de manera por entero automática, sería el más expuesto a este peligro. Vemos, por el contrario, que muchas ejecuciones salen especialmente bien cuando no son objeto de una atención muy elevada, y que el percance de la operación fallida puede sobrevenir cuando se otorga particular importancia a la operación correcta, vale decir, en casos en que con seguridad no se desvía la atención requerida. Podría sostenerse que esto es efecto de la «emoción», pero no se entiende por qué motivo la emoción no haría, más bien, que se pusiera mayor atención en algo que se procura con tanto interés. Cuando alguien, en un discurso importante o en un debate oral, comete un desliz y dice lo contrario de aquello que se proponía, ello difícilmente puede explicarse con arreglo a la teoría psicofisiológica o teoría de la atención.

Y entre las operaciones fallidas hay en verdad muchos fenómenos colaterales que no se comprenden ni se nos aclaran por las explicaciones propuestas hasta ahora. Si alguien, por ejemplo, olvida temporariamente un nombre, ello le enfada y a toda costa quiere recordarlo y no puede cejar en el empeño. ¿Por qué el enfadado logra tan raras veces dirigir su atención, como quisiera, a esa palabra que, según dice, «tiene en la punta de la lengua» y que al instante reconoce si la oye mencionar ante él? O bien: hay casos en que las operaciones fallidas se multiplican, se encadenan unas con otras, se sustituyen unas a otras. La primera vez habíamos olvidado una cita; la vez siguiente, en que nos hicimos el designio de no olvidarla, comprobamos que por error habíamos anotado otra hora. Por ciertos rodeos buscamos acordarnos de una palabra olvidada, y entonces se nos escapa un segundo nombre que habría podido servirnos para encontrar el primero. Y si ahora perseguimos ese segundo nombre, se nos sustrae un tercero, etc. Lo mismo, como es sabido, puede suceder en el caso de los errores de imprenta, que pueden concebirse como operaciones fallidas del cajista. Una de esas obstinadas erratas se filtró cierta vez en una hoja socialdemócrata. En la noticia sobre una festividad, se leía: «Entre los presentes se observó también a Su Alteza, el Kornprinz». Al día siguiente se intentó una enmienda. La hoja se disculpó y escribió: «Quiso decirse, desde luego, el "Knorprinz"». En tales casos suele hablarse del diablo de las erratas, del duende de la caja tipográfica y cosas parecidas, expresiones que en todo caso van más allá de una teoría psicofisiológica de los errores de imprenta. [Cf. PVC, págs. 130-1.]

Yo no sé si es de ustedes conocido que el trastrabarse puede ser provocado, inducido por sugestión, por así decir. Una anécdota lo ilustra: cierta vez, a alguien que debutaba en las tablas se le confió el importante papel de anunciar al rey, en Die Jungfrau von Orleans [de Schillerl, que «der Connétable schickt sein Schwert zurück» {el Condestable le devuelve su espada}; uno de los primeros actores se permitió la broma de apuntar al amilanado principiante repetidas veces durante el ensayo este otro texto, a cambio de aquel: «der Komfortabel schíckt sein Pferd zurück» {el cochero le devuelve su caballo}; y logró su propósito (ver nota). En la representación, el desdichado debutó realmente con ese modificado anuncio, por más que iba bastante advertido o quizá precisamente por eso.

Ninguno de estos pequeños rasgos de las operaciones fallidas encuentra explicación en la teoría de la falta de atención. Mas no por eso ha de ser ella necesariamente falsa. Quizá le falte algo, un complemento, para volverse por entero satisfactoria. Pero, a su vez, muchas de las operaciones fallidas pueden ser consideradas todavía desde otro punto de vista.

Tomemos, como la más apta para nuestros propósitos entre las operaciones fallidas, el desliz en el habla. Podríamos escoger a igual título el desliz en la escritura o en la lectura (ver nota). Sobre eso tenemos que advertir que hasta ahora sólo nos hemos preguntado cuándo, en qué condiciones, cometemos tales deslices, y únicamente con relación a eso hemos obtenido una respuesta. Pero también podemos dirigir hacía otro punto nuestro interés y proponernos averiguar la razón por la cual nos trastrabamos precisamente de este modo y no de otro; podemos tomar en cuenta lo que resulta del trastrabarse. Bien advierten ustedes que mientras no se dé respuesta a esa pregunta, mientras no se explique el efecto del trastrabarse, el fenómeno seguirá siendo una contingencia en su aspecto psicológico, por más que haya encontrado una explicación fisiológica. Cada vez que cometo un desliz al hablar, es evidente que podría hacerlo de maneras infinitamente diversas, cambiando la palabra correcta por una entre millares de otros o consumando incontables desfiguraciones de ella. Ahora bien, ¿hay algo que en el caso particular me impone, entre todas las maneras posibles, una manera determinada de trastrabarme, o ello queda librado al azar, al capricho, y nada racional puede aducirse para esta pregunta?

Dos autores, Meringer y Mayer (un filólogo y un psiquiatra), hicieron ya en 1895 el intento de abordar la cuestión del trastrabarse desde este costado. Reunieron ejemplos y los consideraron primero desde puntos de vista puramente descriptivos. Por supuesto, esto no proporciona todavía una explicación, pero puede indicarnos el camino hacia ella. Distinguen las desfiguraciones que el trastrabarse ocasiona en lo que se tenía la intención de decir, como: permutaciones, anticipaciones del sonido {VorkIarg}, posposiciones del sonido {NachkIang}, mezclas (contaminaciones) y recambios (sustituciones). Les daré ejemplos de estos grupos principales propuestos por los dos autores. Es un caso de permutación si alguien dice «La Milo de Venus» en lugar de «La Venus de Milo» (permutación en la secuencia de las palabras); una anticipación de sonido: «Es war mir auf der Schwest ... auf der Brust so schwer»;(ver nota y referencia) una posposición de sonido sería el conocido brindis malogrado: «Ich fordere Sie auf, auf das Wohl unseres Chefs auizustossen» (ver nota y referencia). Estas tres formas de trastrabarse no son muy frecuentes. En mayor número podrán observar ustedes casos en que el trastrabarse se produce por contracción o por mezcla; por ejemplo, si un caballero se dirige a una dama por la calle con estas palabras: «Si usted lo permite, señorita, querría yo acomtrajarla {begleitdigen} ». Es evidente que en la palabra mixta se esconde, junto a «acompañar» {Begleiten}, «ultrajar» {Beleídigen}. (Dicho sea de paso, el joven no habrá tenido mucho éxito con la dama.) Como sustitución, M. y M. citan el caso en que alguien dice: «Ich gebe die Práparate in den Briefkasten», en lugar de «Brütkasten», etc. (ver nota).

El intento de explicación que ambos autores fundan en su colección de ejemplos es particularmente insuficiente. Opinan que los sonidos y sílabas de una palabra tienen valencias diversas, y que la inervación del elemento de mayor valor puede influir perturbadoramente sobre la del de menor valor. Es evidente que para ello se basan en las anticipaciones y posposiciones del sonido, en sí mismas no tan frecuentes; en el caso de otros resultados del trastrabarse, esas preferencias del sonido, si es que en general existen, no cuentan. En efecto; la mayor parte de las veces nos trastrabamos diciendo en lugar de una palabra otra muy semejante a la primera, y esta semejanza satisface a muchos como explicación del trastrabarse. Valga el ejemplo de un profesor en su discurso inaugural: «No estoy geneigt {inclinado} (por geeignet {calificado}) para apreciar los méritos de mi estimado predecesor». Y otro: «En el caso de los genitales femeninos, a pesar de muchas Versuchungen {tentaciones} ... Perdón: Versuche {experimentos} ... ». [Cf. PVC, págs. 72 y 81.]

El tipo más habitual y también el más llamativo de trastrabarse es, empero, aquel en que se dice exactamente lo contrario de lo que se tenía la intención de decir. Esto, desde luego, nos lleva muy lejos de las relaciones entre los sonidos y de los efectos de semejanza, y en cambio puede sostenerse que los opuestos poseen entre sí un fuerte parentesco conceptual y se sitúan en una particular proximidad dentro de la asociación psicológica. Hay ejemplos históricos de este tipo: Un presidente de nuestra Cámara de Diputados abrió una vez la sesión con estas palabras: «Compruebo la presencia en el recinto de un número suficiente de señores diputados, y por tanto declaro cerrada la sesión» (ver nota).

Cualquier otra asociación corriente, que en ciertas circunstancias puede emerger de manera harto embarazosa, provoca parecida proclividad al desliz que el vínculo de oposición. Así, se cuenta que en una fiesta en honor del matrimonio de un vástago de H. HeImholtz con un vástago del conocido inventor y gran industrial W. Siemens, el famoso fisiólogo Dubois-Reymond hubo de pronunciar el brindis. Fue su discurso sin duda brillante, y lo cerró con estas palabras: «Larga vida entonces para la nueva firma: ¡Siemens y... HaIske!». Era, naturalmente, el nombre de la vieja firma. Para un berlinés, la conjunción de los dos nombres debía de ser tan usual como «Riedel y Beutel» lo sería para un vienés.

Por tanto, a las relaciones entre los sonidos y a la semejanza entre las palabras debemos agregar todavía la influencia de las asociaciones de palabras. Pero no basta con ello. En una serie de casos parece que la explicación del trastrabarse observado no se alcanza hasta que no se toma en cuenta una frase anterior, pronunciada o aun sólo pensada. Estamos de nuevo, pues, ante un caso de posposición del sonido, como aquellos destacados por Meringer, sólo que de proveniencia más distante. ¡Debo confesar que, en general, tengo la impresión de que ahora estamos más lejos que antes de comprender esa operación fallida que es el trastrabarse!

De todas maneras, creo no andar errado si declaro que, en el curso de la indagación emprendida, todos nosotros hemos recibido una impresión nueva que nos han dejado los ejemplos de deslices en el habla, y en la que tal vez valga la pena demorarse. Primero habíamos estudiado las condiciones bajo las cuales se produce en general un desliz de esa índole, y después abordamos las influencias que determinan el modo de la desfiguración provocada por él. Pero no hemos considerado todavía al efecto del trastrabarse por sí solo, sin mirar a su génesis. Si ahora nos decidimos a hacerlo, tendríamos que hallar por fin la osadía para decir: En algunos de los ejemplos, eso que el trastrabarse produjo tiene sin duda un sentido. ¿Qué significa que tiene un sentido? Solamente que el efecto del trastrabarse puede quizás exigir que se lo considere como un acto psíquico de pleno derecho que también persigue su meta propia, como una exteriorización de contenido y de significado. Hasta aquí hemos hablado siempre de acciones fallidas, pero ahora parece como si muchas veces la acción fallida misma fuese una acción cabal que no ha hecho sino remplazar a la otra, a la esperada o intentada.

Y este sentido propio de la acción fallida parece palpable e innegable en ciertos casos singulares. Cuando el presidente, con sus primeras palabras, cierra la sesión de la Cámara de Diputados en lugar de abrirla, nosotros nos inclinamos, conociendo las circunstancias en las cuales ocurrió el desliz, a discernir un sentido en esa acción fallida: él no esperaba nada bueno de la sesión, y le haría feliz poder interrumpirla de nuevo enseguida. Sin dificultad alguna revelamos ese sentido, vale decir, interpretamos este trastrabarse. O si una dama pregunta a otra, con tono en apariencia aprobatorio: «¿A ese sombrero nuevo, tan encantador, usted misma lo ha aulgepatzt [vocablo no existente, por aufgeputzt {arreglado}]? », ninguna cientificidad del mundo nos impedirá entender que ese trastrabarse quiere decir: «Ese sombrero es una Patzerei {chapucería}». O si una dama, conocida por lo enérgica, cuenta: «Mi marido preguntó al doctor por la dieta que debía observar; pero el doctor le dijo que no le hace falta ninguna dieta, puede comer y beber lo que yo quiera», ese trastrabarse no es otra cosa que la expresión indisimulable de un consecuente programa (ver nota).

Si entonces resulta, señoras y señores, que no sólo poseen sentido unos pocos casos de deslices en el habla y de operaciones fallidas en general, sino gran número de ellos, inevitablemente este sentido de las operaciones fallidas, del que hasta ahora nada se nos ha dicho, se convertirá para nosotros en lo más interesante y relegará con justicia todos los otros puntos de vista a un segundo plano. Podemos hacer a un lado, por consiguiente, todos los factores fisiológicos o psicofisiológicos, y nos está permitido consagrarnos a indagaciones de carácter puramente psicológico acerca del sentido, vale decir, el significado, el propósito de la operación fallida. Para ello no descuidaremos examinar con esa expectativa un material de observación más vasto.

Pero antes de llevar adelante este designio, los invito a que me sigan ustedes por otra pista. Hartas veces ha ocurrido que un escritor se sirviera del trastrabarse o de alguna otra operación fallida como recurso de figuración literaria. Este hecho por sí solo nos demuestra que a su juicio la operación fallida, el trastrabarse por ejemplo, posee un sentido, puesto que lo produce intencionadamente. No es que el autor se haya equivocado por casualidad al escribir, y después dejó que ese desliz en la escritura quedase como un desliz en el hablar de su personaje. Mediante el trastrabarse quiere darnos a entender algo. Por cierto, podemos examinar qué puede ser eso: si, por ejemplo, quiere indicarnos que su personaje está distraído o fatigado o ha de sobrevenirle una jaqueca. Desde luego, no hemos de sobrestimar que el autor emplee el trastrabarse como provisto de sentido. En la vida real podría carecer de sentido, podría ser una contingencia psíquica o poseer sentido sólo en rarísimos casos, y el autor reservarse el derecho de infundirle un sentido, mediante la presentación tipográfica, para sus propios fines. Pero no nos asombraría que el poeta nos enseñara sobre el trastrabarse más que el filólogo y el psiquiatra.

Un ejemplo de esta índole se encuentra en Wallenstein [de Schiller] (Piccolomini, acto I, escena 5). En la escena precedente, Max Piccolomini ha abrazado con la pasión más ardiente el partido del duque [de Wallenstein], y ha echado a volar la imaginación sobre las bendiciones de la paz que se le revelaron en su viaje, mientras acompañaba al campo a la hija de Wallenstein. Deja a su padre [Octavio] y al enviado de la corte, Questeriberg, sumidos en la consternación. Y ahora prosigue la quinta escena:



«Questenberg: ¡Ay de nosotros! ¿Así son las cosas? ¿Lo dejaremos, amigo mío, en ese delirio? ¿No lo llamamos ya mismo para abrirle los ojos?

Octavio (recobrándose después de una ensimismada meditación): El me los ha abierto ahora, y mi mirada penetra más lejos de lo que quisiera.

Questenberg: ¿De qué habla?

Octavio: ¡Maldito sea ese viaje!

Questenberg: ¿Pero por qué? ¿Qué ocurre?

Octavio: Venga usted. Debo seguir al punto la desdichada pista, verlo con mis propios ojos. Venga usted. (Quiere llevarlo consigo.)

Questenberg: ¿Por qué? ¿Adónde?

Octavio (urgido): Hacia ella.

Questenberg: Hacia...

Octavio (corrigiéndose): Hacia el duque, varnos».



Octavio quiso decir «hacía él» {zu ihm}, hacía el duque, pero se trastraba y al decir «hacia ella» {zu ihr} nos deja traslucir al menos que ha reconocido muy bien la influencia que hizo soñar con la paz al joven guerrero (ver nota).

Un ejemplo todavía más notable ha sido descubierto por O. Rank [1910c] en Shakespeare. Se encuentra en El mercader de Venecia, en la famosa escena en que el pretendiente preferido debe elegir entre los tres cofrecillos, y quizá no puedo hacer nada mejor que leerles aquí la breve exposición de Rank:

«En El mercader de Venecia de Shakespeare (acto III, escena 2) encontramos un desliz en el habla motivado con extrema fineza dramática, brillante como recurso técnico, que nos deja ver, como el que Freud señaló en el Wallenstein, que los poetas conocen muy bien el mecanismo y el sentido de esta operación fallida, y presuponen que también los lectores habrán de comprenderlos. Porcia, compelida por la voluntad de su padre a elegir un esposo echándolo a suertes, por obra del azar se ha librado hasta ahora de todos los pretendientes que le desagradaban. Por fin, en Basanio ha encontrado al candidato por quien se siente atraída, y no puede menos que temer que también a él la suerte le sea esquiva. En su corazón querría decirle que puede estar seguro de su amor aun si ello sucede, pero su voto se lo impide. En este conflicto interior, el poeta le hace decirle al festejante bienvenido:

"No os apresuréis, os lo suplico; esperad un día o dos antes de consultar la suerte, ya que si escogéis mal vuestra compañía perderé; aguardad, pues, un poco: algo me dice (¡pero no es el amor!) que perderos no quisiera. [ ... ]

...Podría enseñaros el medio de escoger bien, pero sería perjura, y no lo seré jamás; podéis perderme, entonces, y si eso ocurre, me haréis desear pecar convirtiéndome en perjura. ¡Mal haya vuestros ojos!, me han embrujado y partido en dos mitades; Una mitad es vuestra, la otra es vuestra... , mía, quiero decir; pero si mía, es vuestra, y así soy toda vuestra".

»Justamente eso que ella quería insinuarle apenas, porque en verdad a toda costa debía callarlo -que aun antes de la elección era toda de él y lo amaba-, es lo que el dramaturgo, con una sutil y asombrosa penetración psicológica, deja traslucir en el trastrabarse; mediante ese artificio sabe calmar la insoportable incertidumbre del amante, así como la tensión que el espectador, compenetrado con él, siente frente al resultado de la elección».

Noten ustedes, además, la finura con que Porcia concilia al final las dos expresiones contenidas en su trastrabarse, el modo en que resuelve la contradicción contenida en ellas y, sin embargo, da en definitiva la razón al desliz:



« ... pero si mía, es vuestra,
y así soy toda vuestra».



Un pensador alejado de la medicina ha descubierto también de pasada, con una observación, el sentido de una operación fallida, ahorrándonos por anticipado el trabajo de explicarla. Todos ustedes conocen al autor satírico Lichtenberg (1742-1799), dotado de un espíritu sagaz, de quien Goethe ha dicho: «Donde él hace una broma es que hay un problema oculto». Y aun a veces a través de la broma añora también la solución del problema. En sus Witzige und satirische Einfälle {Ocurrencias satíricas y chistosas} [1853], Lichtenberg registra esta frase: «Tanto había leído a Homero que donde decía "angenommen" {supuesto} él veía siempre "Agamemnon"». Es realmente la teoría del desliz en la lectura (ver nota).

La próxima vez examinaremos si podemos seguir a los creadores literarios en su concepción de las operaciones fallidas.







3ª conferencia.
Los actos fallidos.
(Continuación)




Señoras y señores: En la conferencia anterior se nos ocurrió que la operación fallida no había de considerarse en relación con la operación intentada que ella perturbó, sino en sí y por sí. Tuvimos la impresión de que en casos singulares parece dejar traslucir su sentido propio, y nos dijimos que si se corroborara en un ámbito más vasto que la operación fallida tiene un sentido, entonces este último se tornaría para nosotros más interesante que la investigación de las circunstancias en que aquella se produce.

Pongámonos de acuerdo otra vez sobre lo que entendemos por el «sentido» de un proceso psíquico. No es otra cosa que el propósito a que sirve, y su ubicación dentro de una serie psíquica. Para la mayor parte de nuestras investigaciones podemos sustituir «sentido» también por «propósito», «tendencia». ¿No incurrimos entonces en una ilusión engañosa o en una exaltación poética de la operación fallida cuando creímos reconocer en ella un propósito?

Atengámonos a los ejemplos del trastrabarse y abarquemos con la mirada un número mayor de tales observaciones. Hallaremos entonces categorías enteras de casos en que el propósito, el sentido del trastrabarse aparece con claridad. Sobre todo aquellos en que se dice lo contrario de lo que se tenía el propósito de expresar. Dice el presidente en el discurso de apertura [pág. 301: «Declaro cerrada la sesión». Y bien, eso es unívoco. Sentido y propósito de su dicho fallido {Fehlrede} es que él quiere cerrar la sesión. Nos gustaría recordar la cita «El mismo lo está diciendo»: no necesitamos más que tomarle la palabra. Y no me vengan ustedes con la objeción de que eso no es posible, porque bien sabemos que no quería cerrar la sesión sino abrirla, y él mismo, a quien acabamos de reconocer como la instancia decisoria, puede corroborarnos que quería abrirla. Con ello olvidarían que tenemos convenido considerar la operación fallida en sí y por sí; sobre su vínculo con la intención por ella perturbada deberemos hablar después. De lo contrario incurrirían ustedes en una falacia lógica, escamoteando lisa y llanamente el problema que ha de tratarse, lo que en inglés se llama begging the question {petición de principio}.

En otros casos en que uno no se ha trastrabado con lo contrario, es posible, no obstante, que a través del trastrabarse se exprese un sentido opuesto. «No estoy geneigt {inclinado} (por geeignet {calificado}) para apreciar los méritos de mi predecesor». Inclinado no es lo contrario de calificado, pero es una confesión paladina en nítida oposición a la situación en que el orador se propone hablar.

En otros casos todavía, el trastrabarse añade simplemente otro sentido al intentado. La frase suena como una síntesis, una abreviación, una condensación de varias frases. Así la dama enérgica: «El puede comer y beber lo que yo quiera». Es como si hubiera dicho: «El puede comer y beber lo que quiera; pero, ¿qué va a querer él? En su lugar quiero yo». El trastrabarse deja a menudo la impresión de una abreviación de esta índole. Por ejemplo, si un profesor de anatomía, después de su exposición sobre las cavidades nasales, pregunta a sus oyentes si entendieron, y frente a la unánime respuesta afirmativa replica: «Apenas puedo creerlo, pues las personas que entienden sobre las cavidades nasales pueden contarse, en una ciudad de millones de habitantes, con un dedo ... perdón, con los dedos de una mano». El dicho abreviado tiene también su sentido: dice que hay un solo hombre que entiende sobre eso (ver nota).

A estos grupos de casos en que la propia operación fallida exhibe como en un escaparate su sentido, se contraponen otros en que el trastrabarse no ha ofrecido nada en sí provisto de sentido, y que por tanto contradicen enérgicamente nuestras expectativas. Si alguien, por un desliz, trabuca un nombre propio o reúne una serie insólita de sonidos, ya este solo hecho, harto habitual, parece decidir por la negativa nuestro interrogante, a saber, si todas las acciones fallidas rinden algo provisto de sentido. Sólo que una consideración más atenta de tales ejemplos revela que es posible llegar a comprender esas desfiguraciones, y aun que no es muy grande la diferencia entre estos casos más oscuros y los anteriores, más claros.

Un señor a quien preguntaron por el estado de su caballo respondió: «Y... draut [palabra inexistente] ... dauert {durará} quizás un mes». Al indagársele qué quiso decir verdaderamente, manifestó que había pensado que era esa una historia «traurige» {triste}; el choque de «dauert» y «traurige» dio por resultado aquel «draut» (ver nota)

Otro contaba acerca de algunos asuntos que él desaprobaba, y prosiguió: «Pero entonces ciertos hechos salieron a Vorschtvein [palabra inexistente, en lugar de Vorschein {a la luz}] ... ». Preguntado, confirmó que había querido calificar de «Schweinereien» {porquerías} a esos asuntos. «Vorschein» y «Schweinerei», conjugados, engendraron ese extraño «Vorschwein» (ver nota). Recuerden ustedes el caso del joven que quiso begleitdigen a la dama desconocida. Nos habíamos tomado la libertad de descomponer esta formación léxica en begleiten {acompañar} y beleidigen {ultrajar}, y nos sentimos seguros de esa interpretación, sin pedir corroboración para ella. Por estos ejemplos ven ustedes que también estos casos más oscuros del trastrabarse admiten ser explicados por el encuentro, la interferencia, de dos propósitos diversos en el decir; las diferencias sólo surgen por el hecho de que en un caso un propósito sustituye enteramente a otro, como en el trastrabarse con lo contrario, mientras que otras veces debe conformarse con desfigurarlo o modificarlo, de suerte que se engendran formaciones mixtas que en sí resultan provistas de mayor o menor sentido.

Ahora creemos tener asido el secreto de un gran número de deslices del habla. Si nos afirmamos en esta intelección podremos comprender otros grupos, hasta ahora enigmáticos. En la desfiguración de nombres no podemos suponer, por ejemplo, que en todos los casos esté en juego la competencia entre dos nombres parecidos y no obstante diferentes; no es difícil, empero, colegir el segundo propósito. Es harto usual que se desfigure un nombre sin que medie desliz alguno; así, se procura hacerlo malsonante o que suene a algo despreciable, y esta clase de insulto es una conocida costumbre, o mala costumbre; a los hombres educados, muy temprano se les enseña a renunciar a ella, pero lo hacen de mala gana. Y aun siguen permitiéndosela como «chiste», de muy baja estofa, por lo demás. Para dar sólo un llamativo e irrespetuoso ejemplo de esa desfiguración de nombres: al de Poincaré, el presidente de la República Francesa, se lo han convertido en estos tiempos [los de la Primera Guerra Mundial] en «Schweinskarré». Esto nos lleva a suponer también en el trastrabarse un parecido propósito de insultar que se abre paso en la desfiguración del nombre. Esclarecimientos de tipo semejante se nos imponen cuando atendemos a ciertos casos de trastrabarse con un efecto cómico o absurdo. «Ich Jordere Sie auf, auf das Wobl unseres Cbefs aufzustossen». Aquí un humor festivo es perturbado inesperadamente por la irrupción de una palabra que despierta una representación chocante y, tomando como paradigma ciertos dichos insultantes u ofensivos, no podemos sino conjeturar que ahí pugna por expresarse una tendencia que contradice enérgicamente al homenaje que la ha suplantado; ella querría decir: «No se crea en eso, no lo digo en serio, ese tipo me importa un bledo», y cosas parecidas. Lo mismo es válido para aquellos deslices que trasforman unas palabras inofensivas en otras indecorosas y obscenas, como «Apopos» por á propos o «Eiscbeissweibcben» por Eiweissscbeibchen (ver nota).

Conocemos muchos hombres con esta tendencia a desfigurar intencionadamente palabras inocentes haciéndolas obscenas a fin de obtener una cierta ganancia de placer; se las tiene por chistosas, y en realidad, cuando las oímos de alguien, tenemos que averiguar primero si las dijo intencionadamente como chiste o se le deslizaron como percance.

¡Y bien, habríamos resuelto entonces, y con un esfuerzo relativamente escaso, el enigma de las operaciones fallidas! No son contingencias sino actos anímicos serios; tienen su sentido y surgen por la acción conjugada -quizá mejor: la acción encontrada- de dos propósitos diversos. Pero ahora me está pareciendo que ustedes quieren bombardearme con un sinnúmero de dudas y de preguntas que deben ser respondidas y satisfechas antes de que podamos regocijarnos con este primer resultado de nuestro trabajo. Desde luego, no quiero urgirlos a que tomen decisiones apresuradas. Avengámonos a considerarlo todo en su secuencia, una cosa después de otra, sopesándolas fríamente.

¿Qué quieren ustedes decirme? ¿Si yo opino que este esclarecimiento vale para todos los casos de deslices en el habla, o sólo para cierto número de ellos? ¿Si es lícito extender la misma concepción también a las otras muchas variedades de operaciones fallidas, al desliz en la lectura, al desliz en la escritura, al olvido, al trastrocar las cosas confundido, al extravío, etc.? ¿Qué importancia siguen teniendo los factores de la fatiga, la excitación, la distracción, la perturbación de la atención, en vista de la naturaleza psíquica de las operaciones fallidas? Además, bien se ve que de las dos tendencias concurrentes de la operación fallida una es siempre manifiesta, la otra no siempre. ¿Cómo hacemos para discernir esta última y cuándo creemos haberla discernido? ¿Cómo demostramos que no es meramente probable, sino que es la única correcta? ¿Tienen ustedes todavía algo más que preguntar? Si no lo tienen, proseguiré. Les recuerdo que en verdad no nos importan mucho las operaciones fallidas, y que con su estudio sólo hemos querido aprender algo valioso para el psicoanálisis. Por eso formulo esta pregunta: ¿Qué clase de propósitos o tendencias son los que de ese modo pueden perturbar a los otros propósitos o tendencias, y qué relaciones existen entre las tendencias perturbadoras y las perturbadas? Así, tras la solución del problema, nuestro trabajo empieza de nuevo.

Comencemos, entonces. ¿Este esclarecimiento vale para todos los casos de deslices en el habla? Me siento muy inclinado a creerlo, puesto que cuantas veces se investiga un caso de trastrabarse se puede hallar una solución de esa índole. Pero es imposible demostrar que sin ese mecanismo no puede producirse el desliz. Tal vez pueda; para nosotros es teóricamente indiferente, pues las claves que queremos deducir para la introducción al psicoanálisis quedan en pie con que sólo una minoría de casos -lo cual por cierto no es así- de deslices responda a nuestra concepción. En cuanto a la pregunta que sigue, a saber, si nos es lícito extender a las, otras variedades de operaciones fallidas lo que hemos aprendido respecto del trastrabarse, anticipadamente quiero responderla en forma afirmativa. Ustedes mismos se convencerán de ello cuando pasemos a considerar ejemplos de deslices en la escritura, de trastrocar las cosas confundido, etc. Pero por razones técnicas les propongo que pospongamos este trabajo hasta que hayamos tratado con mayor profundidad al trastrabarse mismo.

En cuanto a la importancia que pueda caber todavía a los factores privilegiados por los autores (la perturbación circulatoria, la fatiga, la excitación, la distracción, la teoría de la perturbación de la atención), si aceptamos el ya descrito mecanismo psíquico del trastrabarse, merece una respuesta más circunstanciada. Reparen bien en que no ponemos en entredicho esos factores. En general no es frecuente que el psicoanálisis ponga en entredicho algo que desde otros sectores se ha afirmado; como regla, se limita a agregar algo nuevo, y ocasionalmente sin duda da en el blanco, pues eso que hasta entonces se descuidó y que se agrega es lo esencial. Es preciso admitir sin más en la producción del trastrabarse la influencia de las disposiciones fisiológicas constituidas por un ligero malestar físico, perturbaciones circulatorias o estados de agotamiento; la experiencia diaria y personal de ustedes los convencerá de ello. Pero, ¡cuán poco queda explicado así! Sobre todo, no son condiciones necesarias de la operación fallida. El trastrabarse es posible igualmente en alguien que goza de plena salud y se encuentra en un estado normal. Por tanto, esos factores corporales no tienen otro valor que el de facilitar y favorecer el peculiar mecanismo anímico del trastrabarse. En una oportunidad anterior utilicé un símil a fin de ejemplificar esa relación (ver nota), y ahora lo repetiré porque no se me ocurre otro mejor. Supongan ustedes que una noche oscura yo caminaba por un lugar solitario y fui asaltado por un ladrón que me arrebató reloj y cartera, y entonces, no habiendo visto con claridad el rostro del ladrón, presenté mi queja en la comisaría más próxima con estas palabras: «La soledad y la oscuridad me acaban de robar mis objetos de valor». El comisario puede decirme sobre eso: «Usted parece rendir tributo, equivocadamente, a una concepción demasiado mecanicista. Diga mejor: "Amparado por la oscuridad, favorecido por la soledad, un ladrón desconocido le arrebató sus objetos de valor". La tarea esencial en su caso es, me parece, que nosotros descubramos al ladrón. Quizá podamos después restituirle lo robado».

Los factores psicofisiológicos, como la emoción, la distracción, la atención perturbada, evidentemente nos sirven muy poco a los fines de la explicación. No son más que unos giros verbales, unos biombos tras los cuales no debemos abstenernos de atisbar. Más bien corresponde indagar aquello que en este caso ha sido el producto de la excitación, de la desviación particular de la atención. De nuevo hemos de admitir la importancia de las influencias acústicas, las semejanzas entre las palabras y las asociaciones (Assoziation} usuales que parten de estas. Ellas facilitan el trastrabarse mostrándole los caminos por los que puede transitar. Pero cuando yo tengo frente a mí un camino, ¿eso decide también, como si fuera obvio, que habré de avanzar por él? Hace falta todavía un motivo para que me decida a hacerlo, y además una fuerza que me empuje hacia adelante por ese camino. Estas relaciones acústicas y léxicas, lo mismo que las disposiciones corporales, no hacen sino favorecer el desliz y no pueden proporcionar su genuino esclarecimiento. Piensen ustedes que en una enorme mayoría de casos mi decir no es perturbado por la circunstancia de que las palabras que uso recuerden a otras por semejanza de sonido, ni por el hecho de que se conecten íntimamente con sus contrarias o de ellas partan asociaciones usuales. Quizá podría orientarnos lo que sostiene el filósofo Wundt, a saber, que el desliz en el habla se produce cuando a consecuencia de un estado de agotamiento físico las inclinaciones a asociar prevalecen sobre la intención que se tenía de decir algo. Esto sería muy atendible sí la experiencia no lo contradijera; según su testimonio, en efecto, en una serie de casos de deslices en el habla no existen factores corporales que los favorezcan y, en otra, no existen los que podrían favorecerlos por asociación.

Ahora bien, reviste particular interés para mí la pregunta siguiente de ustedes, referida al modo en que pueden discernirse las dos tendencias que se interfieren entre sí. Quizá no sospechan ustedes toda la importancia de esta cuestión. Una de ellas, la tendencia perturbada, es siempre inequívoca, ¿no es verdad? La persona que comete la operación fallida la conoce y la declara. Sólo la otra, la perturbadora, puede dar ocasión a dudas y a cavilaciones, Pues bien, ya tenemos dicho, y con seguridad ustedes no lo han olvidado, que en una serie de casos esta otra tendencia es igualmente nítida. El efecto mismo del trastrabarse la indica, con que sólo osemos considerar ese efecto por sí mismo. El presidente que se trastraba en lo contrario ... es claro, él quería abrir la sesión, pero también es claro que le gustaría cerrarla. Eso es tan nítido que no nos queda nada por interpretar. Pero en los otros casos, en que la tendencia perturbadora no hace más que desfigurar a la originaria sin expresarse para nada ella misma ... ¿cómo averiguarla a partir de la desfiguración?

En toda una primera serie de casos, de manera muy simple y segura, a saber: de la misma manera en que se discierne la tendencia perturbada. Esta puede ser comunicada inmediatamente por el hablante; después del desliz, él restaura enseguida el texto originariamente intentado. «Y ... draut, no; ... dauert {durará} quizás un mes». Ahora bien, la tendencia desfiguradora puede ser igualmente declarada por él. Le preguntan: «¿Por qué dijo usted primero "draut"?», y responde: «Quise decir "Es una traurige {triste} historia"». Y en el otro caso, en el del que se trastrabó con «Vorschwein», él les corroboró también que primero quiso decir «Eso es una Schweinerei {porquería}», pero después se moderó y viró hacia otra frase. Por tanto, la tendencia desfiguradora se discierne aquí con igual seguridad que la desfigurada. No sin intención les he traído ejemplos cuya comunicación y resolución no provienen de mí ni de alguno de mis partidarios. Y no obstante, en los dos casos fue necesaria una cierta intervención para resolverlos. Fue preciso preguntar al hablante por qué se había equivocado así, qué atinaba él a decir sobre su desliz. De lo contrario, quizás habría seguido de largo después de trastrabarse, sin querer esclarecerlo. Preguntado, empero, dio la explicación con la primera ocurrencia {Einfall} que le vino. Y ahora vean ustedes: esa pequeña intervención y su éxito, eso es ya un psicoanálisis y el paradigma de toda indagación psicoanalítica que habremos de emprender en lo que sigue.

¿Soy acaso demasiado desconfiado si conjeturo que en el mismo momento en que emerge frente a ustedes el psicoanálisis también asoma su cabeza la resistencia contra él? ¿No sienten ganas de objetarme que el informe de la persona preguntada, la que produjo el desliz, no es enteramente probatorio? Tiene desde luego el empeño, opinan ustedes, de obedecer a la exhortación de que explique su desliz, y entonces dice justamente lo primero que por azar se le ocurre, con tal que le parezca apropiado como explicación. Con ello no se ha probado que el trastrabarse realmente se produjo así. Podría ser así, pero también de otro modo. Podría habérsele ocurrido otra cosa que se adecuase igualmente bien o quizá mejor.

¡Es asombroso el poco respeto que en el fondo tienen ustedes por un hecho psíquico! Supongan que alguien ha emprendido el análisis químico de una cierta sustancia y para un componente de ella ha hallado un cierto peso, de tantos miligramos. De la cuantía de este peso pueden extraerse determinadas conclusiones. ¿Acaso creen que a un químico alguna vez se le hubiera ocurrido criticar esas conclusiones con el motivo de que la sustancia aislada habría podido tener también otro peso? Todo el mundo se inclina ante el hecho de que era precisamente ese peso y no otro, y sobre él construye, confiado, sus inferencias subsiguientes. En cambio, ¡cuando se presenta el hecho psíquico de que al preguntado le viene una determinada ocurrencia, ustedes no lo admiten y dicen que también habría podido ocurrírsele otra cosa! Es que abrigan en su interior la ilusión de una libertad psíquica y no quieren renunciar a ella. Lamento encontrarme en este punto en la más tajante oposición con ustedes.

Ahora cederán ustedes, pero sólo para reanudar la resistencia en otro lugar. Prosiguen: «Entendemos que la técnica particular del psicoanálisis consiste en hacerle decir al analizado mismo la solución de su problema. Tomemos otro ejemplo, el del orador del banquete, quien, al proponer el brindis, exhorta a la concurrencia a "eructar" por la salud de su jefe. Dijo usted que la intención perturbadora es en este caso el insulto: es ella la que contradice a la expresión del homenaje. Pero esto es mera interpretación de parte suya, apoyada en observaciones exteriores al desliz. Si en este caso usted inquiriera al que lo produjo, no corroboraría que se propusiera insultar; más bien lo pondría enérgicamente en entredicho. ¿Por qué no resigna usted su indemostrable interpretación, en vista de esta tajante negativa?».

Sí; esta vez han sacado a relucir algo fuerte. Me imagino al desconocido orador de ese banquete; es con probabilidad un asistente del jefe de departamento festejado, quizá ya profesor auxiliar, un hombre joven con excelentes posibilidades en su vida. Yo quiero apremiarlo para que me diga si no sintió algo que pudo contradecir a su brindis de honor ... ¡así me va! El se pone impaciente y de pronto me espeta: «A ver usted, termine de una buena vez con sus preguntitas; de lo contrario me enfadaré. Usted me arruina toda mi carrera con sus sospechas. He dicho "aufslossen{eructar} en lugar de "anstossen" {brindar} simplemente porque en la misma frase ya por dos veces había proferido un "auf". Es lo que Meringer llama posposición del sonido, y ahí no caben sutilezas. ¿Me entiende usted? ¡Basta!». ¡Hum! Es una sorprendente reacción, una desautorización realmente enérgica. Veo que nada puede conseguirse con este joven, pero pienso entre mí que deja traslucir un fuerte interés personal en que su operación fallida no tenga sentido. Quizá también ustedes piensen que no tiene razón en enojarse tanto a causa de una indagación puramente teórica, pero en definitiva opinarán que él debe saber con exactitud lo que quiso decir y lo que no.

¿Debe saberlo? Quizá sea esa la cuestión.

Ahora creen ustedes tenerme atrapado. «Conque esa es su técnica», les oigo decir. «Cuando la persona que ha producido un desliz dice sobre él algo que a usted le conviene, entonces lo declara autoridad inapelable. "El mismo lo está diciendo". Pero cuando lo que él dice no le viene bien, asevera usted que eso no vale nada, que no hay que creerle» (ver nota).

De acuerdo. Pero puedo presentarles un caso parecido en que se procede de manera igualmente monstruosa. Cuando un acusado confiesa su delito ante el juez, este cree en la confesión; pero cuando niega, el juez no le cree. De otro modo no habría ninguna administración de justicia, y, a pesar de ocasionales errores, tienen ustedes que admitir ese sistema.

«¡Oh! ¿Es usted entonces el juez, y el que cometió el desliz, un acusado ante usted? ¿Conque trastrabarse es un delito?» (ver nota).

Quizá ni siquiera necesitemos rechazar esta comparación. Pero vean cuán profundas son las diferencias que han surgido entre nosotros tras ahondar apenas en los problemas, en apariencia tan inofensivos, de las operaciones fallidas. Y diferencias que por el momento no atinamos a zanjar. Les ofrezco un compromiso provisional sobre la babe del símil del juez y del acusado. Deben concederme que el sentido de una operación fallida no deja lugar a dudas cuando es el mismo analizado quien lo confiesa. Y a cambio de ello yo les admitiré que no puede obtenerse una prueba directa del sentido conjeturado cuando aquel rehusa comunicarlo, y desde luego tampoco cuando no está a mano para darnos ese informe. Aquí, como en el caso de la administración de justicia, nos vemos remitidos a indicios que nos permiten adoptar una decisión con mayor o menor grado de probabilidad. En un tribunal, por razones prácticas, es preciso pronunciar la culpabilidad aun por pruebas indiciarias. Nosotros no nos vemos compelidos a ello; pero tampoco estamos obligados a renunciar al empleo de tales indicios. Sería un error creer que una ciencia consta íntegramente de doctrinas probadas con rigor, y sería injusto exigirlo. Una exigencia así sólo puede plantearla alguien ansioso de autoridad, alguien que necesite sustituir su catecismo religioso por otro, aunque sea científico. La ciencia tiene en su catecismo sólo muy pocos artículos apodícticos; el resto son aseveraciones que ella ha llevado hasta cierto grado de probabilidad. Es justamente signo de que se tiene un modo de pensar científico el darse por contento con esas aproximaciones a la certeza, y poder continuar el trabajo constructivo a pesar de la ausencia de confirmaciones últimas.

Pero, ¿de dónde tomamos los puntos de apoyo para nuestras interpretaciones, los indicios para nuestra prueba, cuando lo dicho por el analizado no esclarece por sí el sentido de la operación fallida? De diversas partes. En primer lugar, de la analogía con fenómenos externos a las operaciones fallidas; por ejemplo, cuando sostenemos que el desfigurar nombres por trastrabarse tiene el mismo sentido insultante que el deformarlos intencionadamente. Además, de la situación psíquica en que acontece la operación fallida, de nuestro conocimiento sobre el carácter de la persona que la comete y de las impresiones que la han afectado antes, y frente a las cuales posiblemente reacciona de ese modo. Como regla, la interpretación de la operación fallida se realiza siguiendo ciertos principios generales; primero no es sino una conjetura, un esbozo de interpretación, y después el estudio de la situación psíquica nos permite corroborarla. Y aun muchas veces debemos esperar acontecimientos venideros, que se anunciaron, por así decir, a través de la operación fallida, para confirmar nuestra conjetura.

No me resulta fácil ofrecerles las ilustraciones de esto si es que debo circunscribirme al ámbito del trastrabarse aunque también aquí se obtienen algunos buenos ejemplos. El joven que quería begleitdigen a una dama es sin duda un tímido; la dama cuyo marido puede comer y beber lo que ella quiera me es conocida como una de esas mujeres enérgicas que llevan los pantalones en su casa. 0 tomen ustedes el siguiente caso: En una asamblea general de la «Concordia» (ver nota), un joven afiliado pronunció un Vigoroso discurso de oposición en el curso del cual se dirigió a la presidencia de la asamblea como los señores «Vorsebussmitglieder» {miembros del préstamo}, que parece compuesto de Vorstand y Ausschuss {presidencia y consejo}. Conjeturaremos que en él se despertó una tendencia perturbadora contra su oposición, que pudo apoyarse en algo que tenía que ver con un préstamo. Y de hecho nuestro informante nos dice que el orador sufría continuas penurias de dinero y en ese momento acababa de presentar una solicitud de crédito. Como intención perturbadora podemos entonces sustituir realmente este pensamiento: «Modérate en tu oposición; son las mismas personas que deben aprobarte el préstamo».

Ahora bien, cuando pase al ámbito de las otras operaciones fallidas, podré presentarles un rico florilegio de tales pruebas indiciarias.

Si alguien olvida un nombre propio que no obstante le es familiar, o, a pesar de sus esfuerzos, sólo con dificultad puede retenerlo, sospechamos que tiene algo contra el que lleva ese nombre, de suerte que prefiere no pensar en él; consideren ustedes las revelaciones acerca de la situación psíquica en que sobrevino la operación fallida en los siguientes casos.

«Un señor Y se enamora de una dama pero no tiene éxito con esta, la que poco después se casó con un señor X. Ahora bien, a pesar de que el señor Y conoce al señor X desde hace ya mucho tiempo, y hasta mantiene con él relaciones de negocios, olvida una y otra vez el nombre de este último, de modo tal que en varias ocasiones debió preguntarlo a otras personas cuando quiso comunicarse por carta con él». Es evidente que el señor Y no quiere saber nada de su dichoso rival, «En él no deberá ni pensarse».

O: Una dama pregunta a su médico por una conocida de ambos, pero la menciona por su nombre de soltera. Es que ha olvidado su nombre de casada. Confiesa que le disgustó mucho ese casamiento y no podía soportar al marido de su amiga (ver nota).

Acerca del olvido de nombres tendremos todavía mucho que decir en otros contextos; ahora nos interesa fundamentalmente la situación psíquica en que el olvido acontece.

El olvido de designios puede reconducirse en general a una corriente opositora que no quiere ejecutar el designio. Pero no lo creemos así sólo en el psicoanálisis, sino que es la concepción general de los hombres, que refrendan en la vida todo aquello que desmienten únicamente en la teoría. El protector que se disculpa ante su protegido por haber olvidado una petición que este le hiciera, en modo alguno se justifica a sus ojos. El protegido piensa enseguida: «A él no le importa nada; sin duda que prometió, pero en realidad no quiere hacer nada». [Cf. págs. 64-5.1 Por eso también en la vida está prohibido olvidarse en ciertas situaciones, y parece borrada la diferencia entre la concepción popular y la psicoanalítica de esta operación fallida. Imagínense ustedes a un ama de casa que recibe al huésped con estas palabras: «¡Qué! ¿Hoy viene usted? Había olvidado por completo que lo invité para hoy». 0 el joven que debe confesar a su amada que había olvidado concurrir a la última cita convenida; seguro que no lo confesará; más bien inventará improvisando los más inverosímiles obstáculos que en ese momento le impidieron acudir y después dar aviso de ello. Que en asuntos militares de nada vale y no salva del castigo la disculpa de haber olvidado algo, es cosa que todos sabemos y tenemos que hallarla justificada. Aquí hay acuerdo unánime acerca de que una determinada operación fallida posee sentido, y aun acerca del sentido que tiene. ¿Por qué no se es lo bastante consecuente para extender esta intelección a las otras operaciones fallidas y para confesarla cabalmente respecto de ellas? Desde luego, también para esto hay una respuesta.

Si el sentido de este olvido de designios es tan poco dudoso incluso para los legos, tanto menos sorprenderá a ustedes hallar que los creadores literarios emplean esta operación fallida en idéntico sentido. Aquel de vosotros que haya visto o leído César y Cleopatra, de Bernard Shaw, recordará que en la última escena, César, que se va de Egipto, es asediado por la idea de que se había propuesto hacer algo que no obstante ahora se le olvida. Al fin se acuerda: era despedirse de Cleopatra. Este pequeño artificio del autor quiere atribuir al gran César una superioridad que él no poseyó y a la que no aspiraba. Pueden enterarse ustedes, por las fuentes históricas, de que César hizo que Cleopatra lo siguiera a Roma, y de que ella vivía allí con su pequeño Cesarión cuando César fue asesinado, tras lo cual huyó de la ciudad (ver nota).

Los casos de olvido de designios son en general tan claros que nos resultan poco útiles para nuestro propósito, que es derivar de la situación psíquica indicios sobre el sentido de la operación fallida. Volvámonos por eso a una acción fallida particularmente multívoca e impenetrable, el perder y extraviar. Que en el caso del perder, una contingencia que a menudo se siente como tan dolorosa, participemos nosotros mismos con un propósito, he ahí algo que ustedes sin duda no hallarán creíble. Pero existen abundantes observaciones como esta: Un joven pierde su lápiz de mina, que le había sido muy querido. El día anterior había recibido una carta de su cuñado, que terminaba con estas palabras: «Por ahora no tengo ganas ni tiempo de solventar tu frivolidad y tu pereza». Ahora bien, el lápiz de mina era precisamente un obsequio de este cuñado. Sin esta coincidencia no podríamos haber afirmado desde luego, que en esa pérdida participó el propósito de desprenderse de la cosa (ver nota). Casos parecidos son muy frecuentes. Perdemos objetos cuando nos hemos enemistado con el dador y no queremos acordarnos más de él, o también cuando han dejado de gustarnos y queremos crearnos un pretexto para sustituirlos por otros mejores. A ese mismo propósito en relación con un objeto sirven también, por supuesto, el dejar caer, el romper, el destrozar. ¿Puede juzgarse contingente que un escolar, inmediatamente antes de su cumpleaños, pierda, arruine, rompa los objetos que usa, por ejemplo su portafolios o su reloj?

Quien haya vivido suficientemente el suplicio de no poder encontrar algo que él mismo guardó, tampoco querrá creer en la existencia de un propósito en el extraviar. Y no obstante, no son raros los ejemplos en que las circunstancias concomitantes del extraviar indican una tendencia a desechar el objeto temporaria o permanentemente. Quizás el ejemplo más bello de este tipo es el siguiente. Un hombre joven me cuenta: «Hace algunos años había desinteligencias en mi matrimonio; yo encontraba a mi mujer demasiado fría y, aunque admitía de buen grado sus sobresalientes cualidades, vivíamos sin ternura uno junto al otro. Cierto día, al volver de un paseo, ella me trajo un libro que había comprado porque podría interesarme. Le agradecí esa muestra de "atención", prometí leer el libro, lo guardé con ese fin y nunca más lo encontré. Así pasaron meses en que de tiempo en tiempo me acordaba de ese libro trasconejado, y era en vano querer hallarlo. Como medio año después enfermó mi querida madre, que vivía en otra casa. Mi mujer abandonó la nuestra para cuidar a su suegra. El estado de la enferma empeoró y dio a mi mujer ocasión de mostrar sus mejores cualidades. Al atardecer de cierto día vuelvo a casa entusiasmado por la devoción de mí mujer y rebosante de agradecimiento hacia ella. Me encamino a mi escritorio, abro un determinado cajón sin propósito deliberado, pero con la seguridad de un sonámbulo, y ahí, encima de todo, encuentro el libro que por tanto tiempo había echado de menos, el libro extraviado (ver nota). Al desaparecer el motivo tocó a su fin también el extravío del objeto.

Señoras y señores: Podría multiplicar al infinito esta colección de ejemplos. Pero no quiero hacerlo aquí. En mi Psicopatología de la vida cotidiana (la primera edición es de 1901) encontrarán ustedes, en todo caso, una rica casuística para el estudio de las operaciones fallidas (ver nota). Todos esos ejemplos producen siempre el mismo resultado: tornan verosímil que las operaciones fallidas tienen un sentido, y muestran el modo en que ese sentido se averigua o se corrobora a partir de circunstancias concomitantes. Hoy abrevio porque nos hemos ceñido al propósito de extraer algún beneficio del estudio de estos fenómenos para una preparación al psicoanálisis. Sólo dos grupos de observaciones tengo que considerar todavía aquí, las operaciones fallidas acumuladas y combinadas, y la corroboración de nuestras interpretaciones mediante acontecimientos que sobrevienen después.

Las operaciones fallidas acumuladas y combinadas son por cierto las flores más preciadas de su género. Si aquí sólo nos interesara demostrar que las operaciones fallidas tienen un sentido, desde el comienzo nos habríamos circunscrito a ellas, pues su sentido es inequívoco aun para una inteligencia obtusa y sabe salir airoso del juicio crítico más exigente. La acumulación de manifestaciones trasluce una obstinación que casi nunca se debe al mero azar, sino que concuerda bien con un designio. Por último, la permutación recíproca de las diversas variedades de operación fallida nos muestra lo importante, lo esencial en esta última: no la forma ni los medios de que se vale, sino el propósito a que sirve y que debe ser alcanzado por los caminos más diferentes. Quiero presentarles, entonces, un caso de olvido repetido: Ernest Jones [1911b, pág. 483] cuenta que en una ocasión, por motivos que él ignoraba, había dejado estar una carta varios días sobre su escritorio. Al fin se decidió a enviarla, pero le fue devuelta por la «Dead Letter Office» pues había olvidado ponerle la dirección. Hizo esto último, la llevó al correo, pero esta vez sin sello postal. Y entonces tuvo que confesarse por fin su aversión a despachar la carta.

En otro caso se combinan un trastrocar las cosas confundido y un extravío. Una dama viaja con su cuñado, un artista famoso, a Roma. El visitante es muy agasajado por los alemanes que viven en Roma, quienes le obsequian, entre otras cosas, una medalla de oro antigua. A la dama le mortifica que su cuñado no sepa apreciar suficientemente esa bella pieza. Llegada a su casa tras ser relevada por su hermana, al desempacar descubre que se ha traído consigo -no sabe cómo- la medalla. Enseguida se lo comunica por carta a su cuñado y le anuncia que al día siguiente reexpedirá a Roma lo sustraído. Pero al día siguiente la medalla se ha extraviado tan habilidosamente que no se la puede encontrar ni enviar, y entonces se le trasluce a la dama el significado de su «distracción», a saber, que quería quedarse con la pieza (ver nota).

Ya les mencioné un ejemplo de combinación entre un olvido y un error: alguien olvida la primera vez una cita y la segunda vez, con el firme propósito de no olvidarla, se aparece a una hora diversa de la convenida. Un caso enteramente análogo es el que me ha contado un amigo, vivido por él mismo; este amigo, además de intereses científicos, los tiene literarios. Dice: «Hace algunos años acepté ser elegido para integrar el comité directivo de una sociedad literaria porque suponía que esto podría ayudarme a conseguir que se representara mi pieza dramática, y participé regularmente, aunque sin mucho interés, en las sesiones que se realizaban todos los viernes. Ahora bien, hace algunos meses recibí seguridades de que mi pieza se representaría en el teatro de F., y desde entonces me ocurrió olvidar habitualmente las reuniones de esa sociedad. Cuando leí el libro de usted sobre estas cosas, me avergoncé de mi olvido, y me reproché que era una bajeza faltar ahora, cuando ya no podía servirme de esa gente; y tomé la resolución de no olvidar por nada del mundo la reunión del viernes siguiente. Mantuve continuamente en la memoria este designio hasta que lo cumplí y me encontré ante la puerta de la sala de sesiones. Para mi asombro, estaba cerrada. La reunión ya se había realizado; yo había errado el día: ¡Ya era sábado!».

Sería bastante atractivo reunir observaciones parecidas, pero sigo adelante; quiero que ustedes entrevean los casos en que nuestra interpretación tiene que aguardar a que el futuro la corrobore.

La condición principal de estos casos es, según se comprende, que ignoremos la situación psíquica presente o no podamos averiguarla. Entonces nuestra interpretación sólo tiene el valor de una conjetura a la que nosotros mismos no queremos atribuirle demasiado peso. Pero más tarde acontece algo que nos muestra cuán justificada era ya entonces esa interpretación nuestra. Una vez era yo huésped en casa de una pareja de recién casados, y escuché a la joven señora contar riendo su última vivencia: el día siguiente a su regreso del viaje de bodas fue a visitar a su hermana soltera a fin de salir de compras con ella, como en los viejos tiempos, mientras el marido acudía a sus ocupaciones. De pronto advirtió la presencia de un señor en el otro extremo de la calle y exclamó, codeando a su hermana: «¡Mira, ahí va el señor L.!». Había olvidado que ese señor desde hacía algunas semanas era su marido. Me quedé helado con ese relato pero no me atreví a extraer la inferencia. Esta pequeña historia sólo fue revivida por mí años más tarde, después que ese matrimonio tuvo el desenlace más desdichado (ver nota).

A. Maeder cuenta de una dama que el día anterior a su boda había olvidado probarse el vestido de novia y, para desesperación de la modista, sólo se acordó de hacerlo casi al anochecer. Y a propósito de este olvido Maeder dice quepoco después se divorció de su marido. Conozco a una dama, hoy divorciada, que en los actos de administración de sus bienes a menudo firmaba documentos con su nombre de soltera, muchos años antes de que recuperase este. Sé de otras señoras que durante el viaje de bodas perdieron su anillo matrimonial, y sé también que el curso del matrimonio otorgó sentido a esta contingencia. Agregaré un brillante ejemplo que tuvo mejor desenlace. De un famoso químico alemán se cuenta que su matrimonio no se produjo porque él había olvidado la hora de la boda y en lugar de presentarse en la iglesia se había ido al laboratorio. Fue lo bastante prudente para conformarse con su intento, y murió soltero a edad avanzada.

Quizá se les haya ocurrido a ustedes que en estos ejemplos las acciones fallidas hacen las veces de los augurios o presagios de los antiguos. Y en verdad, una parte de los augurios no eran otra cosa que las operaciones fallidas, por ejemplo, cuando alguien tropezaba o caía. Otra parte, es cierto, presentaba los caracteres del acaecer objetivo, no del obrar subjetivo. Pero ustedes no imaginan cuán difícil es muchas veces, con ocasión de un suceso determinado, decidir si pertenece a uno u otro de esos dos grupos. El obrar se las arregla con harta frecuencia para enmascararse como un vivenciar pasivo.

Aquel de nosotros que tenga tras de sí una experiencia más larga de la vida y pueda reflexionar sobre ella se dirá, probablemente, que se habría ahorrado muchos desengaños y muchas sorpresas dolorosas si hubiera reunido el coraje y la decisión para interpretar como presagios las pequeñas acciones fallidas que sobrevienen en el trato de los hombres, y para valorarlas como indicios de sus intenciones todavía secretas. La mayoría de las veces no nos atrevemos a hacerlo; podría parecer que por el rodeo de la ciencia nos estamos volviendo de nuevo supersticiosos. Pero no todos los presagios aciertan, y ustedes comprenderán, por nuestras teorías, que no hace falta que todos acierten.