miércoles, 21 de julio de 2010

Freud (1905) :La metamorfosis de la pubertad. En: Tres ensayos de una teoría sexual

Freud (1905) :La metamorfosis de la pubertad. En: Tres ensayos de una teoría sexual

Con el advenimiento de la pubertad comienzan las transformaciones que han de llevar la vida sexual infantil hacia su definitiva constitución normal. El instinto sexual, hasta entonces predominantemente autoerótico, encuentra por fin el objeto sexual. Hasta este momento actuaba partiendo de instintos aislados y de zonas erógenas qué, independientemente unas de otras, buscaban como único fin sexual determinado placer. Ahora aparece un nuevo fin sexual, a cuya consecución tienden de consumo todos los instintos parciales, al paso de las zonas erógenas se subordinan a la primacía de la zona genital. Dado que el nuevo fin sexual determina funciones diferentes para cada uno de los dos sexos, las evoluciones sexuales respectivas divergirán considerablemente. La del hombre es la más consecuente y la más asequible a nuestro conocimiento, mientras que en la de la mujer aparece una especie de regresión. La normalidad de la vida sexual se produce por la confluencia de las dos corrientes dirigidas sobre el objeto sexual y el fin sexual, la de ternura y la de sensualidad, la primera de las cuales acoge en sí lo que resta del florecimiento infantil de la sexualidad, constituyendo este proceso algo como la perforación de un túnel comenzada por ambos extremos simultáneamente. El nuevo fin sexual, consistente, en el hombre, en la descarga de los productos sexuales, no es totalmente distinto del antiguo fin que se proponía tan sólo la consecución del placer, pues precisamente a este acto final del proceso sexual se enlaza un máximo placer. El instinto sexual se pone ahora al servicio de la función reproductora; puede decirse que se hace altruista. Para que esta transformación quede perfectamente conseguida tiene que ser facilitada por la disposición original y por todas las peculiaridades del instinto. Como siempre que en el organismo han de establecerse nuevas síntesis y conexiones para formar un complicado mecanismo, aparece también aquí el peligro de perturbaciones morbosas por defectuosa constitución de estos nuevos órdenes. Todas las perturbaciones morbosas de la vida sexual pueden considerarse justificadamente como inhibición del desarrollo.







Primacía de las zonas genitales y placer preliminar


Ante nuestros ojos aparecen claramente el punto inicial y el final del proceso evolutivo descrito; pero las transiciones merced a las cuales va constituyéndose este desarrollo permanecen todavía en la oscuridad y tendremos que dejar sin resolver más de un problema con ellas ligado. Se ha escogido como lo esencial en los procesos de la pubertad lo más singular de los mismos; esto es, el manifiesto crecimiento de los genitales exteriores, que durante el período de latencia de la niñez había quedado interrumpido hasta cierto punto. Simultáneamente, el desarrollo de los genitales internos ha avanzado tanto que pueden ya ser capaces de proporcionar productos sexuales, o, en el sexo femenino, acogerlos para la formación de un nuevo ser. De esta manera queda constituido un complicado aparato que espera su utilización. Este aparato debe ser puesto en actividad por estímulos apropiados, los cuales pueden llegar a él por tres caminos diferentes: partiendo del mundo exterior, por excitación de las zonas erógenas que ya conocemos; del interior orgánico, por caminos que aún han de ser investigados, y de la vida anímica, que constituye un almacén de impresiones exteriores y una estación receptora de estímulos internos. Por todos estos tres caminos puede surgir la misma cosa: un estado que se denomina «excitación sexual» y se manifiesta por signos de dos géneros: anímicos y somáticos. Los signos anímicos consisten en una peculiar sensación de tensión, de un carácter altamente apremiante. Entre los diversos signos físicos aparece, en primer término, una serie de transformaciones de los genitales que tienen un sentido indudable, el de hallarse estos dispuestos al acto sexual; o sea, preparados para su ejecución (erección del miembro viril y lubricación de la vagina).

La tensión sexual.- El carácter de tensión de la excitación sexual plantea un problema, cuya solución se muestra tan difícil como importante sería para la inteligencia de los procesos sexuales. A pesar de la diversidad de opiniones reinante sobre esta cuestión en la Psicología moderna, he de mantener mi aserto de que una sensación de tensión tiene que ser de carácter displaciente. Prueba de ello es que tal sensación trae consigo un impulso a modificar la situación psicológica, cosa totalmente opuesta a la naturaleza del placer. Pero si se cuenta la tensión de la excitación sexual entre las sensaciones displacientes se tropieza en seguida con que dicha tensión es sentida como un placer. La tensión provocada por los procesos sexuales aparece siempre acompañada de placer, e incluso, las modificaciones preparatorias del aparato genital traen consigo una especie de satisfacción. ¿Cómo conciliar, entonces, la tensión displaciente con la sensación de placer? Todo lo que se enlaza al problema del placer y el dolor toca en uno de los puntos más sensibles de la Psicología moderna. Procuraremos extraer del examen del caso particular aquí planteado la mayor suma de datos posibles, sin abarcar el problema en su totalidad. Consideremos primero la forma en que las zonas erógenas se someten al nuevo orden. Como ya sabemos, desempeñan en la iniciación de la excitación sexual un papel muy importante. Los ojos, que forman la zona erógena más alejada del objeto sexual, son también la más frecuentemente estimulada en el proceso de la elección por aquella excitación especial que emana de la belleza del objeto, a cuyas excelencias damos, así, el nombre de «estímulos» o «encantos». Esta excitación origina, al mismo tiempo que un determinado placer, un incremento de la excitación sexual o un llamamiento a la misma. Si a esto se añade la excitación de otra zona erógena, por ejemplo, de la mano que toca, el efecto es el mismo: una sensación de placer, incrementada en seguida por el placer producido por las transformaciones preparatorias, y, simultáneamente, una nueva elevación de la tensión sexual, que se convierte pronto en un displacer claramente perceptible cuando no le es permitido producir nuevo placer. Más transparente es aún otro caso: cuando, por ejemplo, en una persona no excitada sexualmente se estimula una zona erógena por medio de un tocamiento. Este tocamiento hace surgir una sensación de placer; pero al mismo tiempo es más apto que ningún otro proceso para despertar la excitación sexual que demanda una mayoración de placer. El problema está en cómo el placer experimentado hace surgir la necesidad de un placer mayor (es tocar el pecho de una mujer).

Mecanismo del placer preliminar. -Claramente aparece el papel desempeñado en esta cuestión por las zonas erógenas. Lo que era aplicable a una puede aplicarse a las demás. Todas ellas son utilizadas para producir, bajo un estímulo apropiado, determinada aportación de placer, de la cual surge la elevación de la tensión, que por su parte debe hacer surgir la energía motora necesaria para llevar a término el acto sexual. La penúltima fase del mismo es, nuevamente, la apropiada excitación de una zona erógena, de la zona genital misma en el glans penis, por el objeto más apropiado para ello; esto es, la mucosa vaginal; bajo el placer que esta excitación produce se gana ahora, por caminos reflejos, la energía motora necesaria para hacer brotar la materia seminal. Este último placer es el de mayor intensidad y se diferencia de los demás en su mecanismo, siendo producido totalmente por una descarga y constituyendo un placer de satisfacción, con el cual se extingue temporalmente la tensión de la libido. No me parece injustificado fijar por medio de un término especial esta diferencia esencial entre el placer producido por la excitación de las zonas erógenas y el producido por la descarga de la materia sexual. El primero puede ser denominado apropiadamente placer preliminar, en oposición al placer final o placer satisfactorio de la actividad sexual.

El placer preliminar es el mismo que ya hubieron de provocar, aunque en menor escala, los instintos sexuales infantiles. El placer final es nuevo y, por tanto, se halla ligado probablemente a condiciones que no han aparecido hasta la pubertad. La fórmula para la nueva función de las zonas erógenas sería la siguiente: son utilizadas para hacer posible la aparición de mayor placer de satisfacción por medio del placer preliminar que producen y que se iguala al que producían en la vida infantil. Hace poco tiempo he podido explicar otro ejemplo, perteneciente a un sector psíquico totalmente distinto, y en el cual un mayor efecto de placer era conseguido por medio de una sensación menor, que actuaba como cebo. También allí teníamos ocasión de aproximarnos a la esencia del placer.

Peligros del placer preliminar. -La conexión del placer preliminar con la vida sexual infantil queda corroborada por la función patógena que el primero puede ejercer. El mecanismo en que está incluido el placer preliminar entraña un peligro para la consecución del fin sexual normal; peligro que aparece cuando en un momento cualquiera de los procesos sexuales preparatorios resulta el placer preliminar demasiado grande, y su parte de tensión, demasiado pequeña. En este caso desaparece la energía instintiva necesaria para llevar a cabo o continuar el proceso sexual; el camino se acorta, y la acción preparatoria correspondiente se sustituye al fin sexual normal.

La práctica psicoanalítica nos ha revelado que esta sustitución indeseable tiene como premisa un excesivo aprovechamiento anterior de la zona erógena o el instinto parcial correspondiente, para la consecución de placer, durante la infancia. Si a esta premisa infantil se agregan luego otros factores que tiendan a crear una fijación, surgirá fácilmente una coerción de carácter obsesivo, que se opondrá a la inclusión del placer preliminar de que se trate en un nuevo mecanismo. Muchas perversiones no son, en efecto, sino tal detención en los actos preparatorios del proceso sexual. La mejor garantía para este fallo del mecanismo sexual por la acción del placer preliminar estaría en una preformación infantil de la primacía de la zona genital. Esta primacía puede comenzar a indicarse en la segunda infancia (entre los ocho años y la pubertad). Las zonas genitales se conducen ya en esta época casi del mismo modo que en la madurez, apareciendo como substrato de excitaciones y de modificaciones preparatorias al ser experimentado un placer procedente de la satisfacción de otras zonas erógenas, aunque tales efectos carezcan aún de todo fin; eso es, no aporten nada conducente a la continuación del proceso sexual. Así, pues, ya en los años infantiles surge con el placer de satisfacción una cierta tensión sexual, si bien menos constante y más limitada. Se nos hace ahora comprensible cómo al tratar de las fuentes de la sexualidad pudimos afirmar justificadamente que el proceso de que venimos tratando actuaba produciendo una satisfacción sexual y, al mismo tiempo, como excitante sexual. Por último, observamos también qué en un principio exageramos las diferencias entre la vida sexual infantil y la del adulto, debiendo ahora rectificar tales exageraciones. Las manifestaciones infantiles de la sexualidad no determinan tan sólo las desviaciones, sino también la estructura normal de la vida sexual del adulto.







El problema de la excitación sexual


Hemos dejado sin aclarar el origen y la esencia de la tensión sexual, que surge simultáneamente con el placer en la satisfacción de las zonas erógenas. La hipótesis más próxima, o sea, la de que esta tensión surja del mismo placer no sólo es por sí mismo inverosímil, sino que sucumbe a la observación de que en el máximo placer, o sea, el ligado a la descarga de los productos sexuales, no se produce tensión ninguna, sino que, por el contrario, cesa ésta en absoluto. El placer y la tensión sexuales no pueden, por tanto, estar ligados más que de un modo indirecto.

Función de las materias sexuales. -Además de qué normalmente sólo la descarga de las materias sexuales pone fin a la excitación sexual, existen otros puntos de apoyo para relacionar la tensión sexual con los productos sexuales. En una vida continente acostumbra el aparato sexual descargarse de la materia sexual en períodos variables, pero no totalmente irregulares; descarga que va acompañada de una sensación de placer y tiene lugar durante una alucinación onírica nocturna, cuyo contenido es el acto sexual. En este proceso -la polución nocturna- es difícil negarse a reconocer que la tensión sexual, que sabe hallar como sustitutivo del acto sexual el corto camino alucinatorio, es una función de la acumulación de semen en el continente de los productos sexuales. En el mismo sentido testimonian las experiencias hechas sobre el agotamiento del mecanismo sexual.

Cuando el acopio de semen se agota, no sólo es imposible la ejecución del acto sexual, sino que también falla la excitabilidad de las zonas erógenas, cuyo apropiado estímulo es incapaz entonces de producir placer. De este modo vemos que hasta para la excitabilidad de las zonas erógenas es imprescindible un determinado grado de tensión sexual. Nos vemos, pues, impulsados a aceptar la hipótesis -qué si no me equivoco está muy generalmente difundida- de que la acumulación de las materias sexuales crea y mantiene la tensión sexual quizá por el hecho de que la presión de estos productos sobre las paredes de los continentes actúa como estímulo sobre un centro medular, el cual transmite su excitación a centros superiores, surgiendo entonces en la conciencia la sensación de tensión. Si la excitación de las zonas erógenas eleva la tensión, ello tiene que suceder en razón a que dichas zonas están en una previa conexión anatómica con estos centros, en los que elevan el grado de la excitación, poniendo en marcha el acto sexual cuando la excitación es suficiente o estimulando cuando no lo es la producción de las materias sexuales. El punto débil de esta teoría, aceptada por Krafft-Ebing en su descripción de los procesos sexuales, está en que, habiendo sido construida para explicar la actividad sexual del hombre adulto, dedica escasa atención a tres circunstancias, cuya explicación debería igualmente proporcionar. Son estas circunstancias las que se dan en la mujer, en el niño y en el castrado masculino. En estos tres casos no existe, en el mismo sentido que en el hombre, una acumulación de productos sexuales, lo cual quita valencia general a la teoría. Quizá puedan encontrarse, sin embargo, datos que permitan incluir en ellas estos casos. De todos modos queda indicado que no se debe atribuir al efecto de la acumulación de productos sexuales funciones para las que parece incapaz.

Valoración de los órganos sexuales internos. -De observaciones verificadas en algunos castrados masculinos, en los que excepcionalmente la libido no había experimentado modificación ninguna tras de la castración, parece poder deducirse que la excitación sexual puede ser en un grado importante independiente de la producción de materiales sexuales. Además, es ya muy conocido que enfermedades que han destruido la producción de células sexuales masculinas han dejado intactas la libido y la potencia del individuo, no produciendo en el mismo más efecto que la esterilidad. No es tan maravilloso, como supone C. Rieger, el que la pérdida de las glándulas seminales masculinas en la edad madura pueda tener lugar sin producir influencia ninguna sobre la conducta psíquica del individuo. La castración efectuada en épocas anteriores a la pubertad se acerca, en cambio, en sus resultados, a una desaparición de los caracteres sexuales; más, también en esto pudiera influir, además de la pérdida de las glándulas sexuales, una detención en el desarrollo de otros factores, ligado con la desaparición de aquéllas.

Teoría química. -Los experimentos verificados en animales vertebrados, efectuando la ablación de las glándulas seminales (testículos y ovarios), y el correspondiente injerto de nuevos órganos de este género (Lipschütz, 1919, locus citato, pág. 13) han aclarado, por fin, parcialmente el origen de la excitación sexual, rechazando aún más la importancia de una supuesta acumulación de los productos sexuales celulares. Ha sido posible realizar así el experimento (E. Steinach) de transformar un macho en hembra, y viceversa, experimento en el cual la conducta psicosexual del animal se transforma al mismo tiempo y en igual sentido que sus caracteres sexuales somáticos. Esta influencia determinante sexual no es, sin embargo, atribuible a la glándula seminal, que produce las células específicas sexuales (espermatozoo-óvulo), sino al tejido intersticial de la misma, el cual ha sido denominado «glándula de la pubertad». Es muy posible que investigaciones subsiguientes descubran que la glándula de la pubertad posee normalmente una disposición hermafrodita, con la cual quedaría fundamentada automáticamente la teoría de la bisexualidad de los animales superiores, y ya es, por el momento, muy verosímil que no sea esta glándula el único órgano relacionado con la producción de la excitación sexual y los caracteres sexuales. De todos modos, este nuevo descubrimiento biológico se relaciona con el anteriormente verificado sobre la significación de la glándula tiroides para la sexualidad.

Debemos, pues, creer que en la parte intersticial de las glándulas seminales se producen materias químicas especiales, que son acogidas por la corriente sanguínea, produciendo la carga de tensión sexual de determinadas partes del sistema nervioso central. Nos son ya conocidos varios ejemplos de tal transformación de una excitación tóxica, producida por sustancias tóxicas introducidas en el organismo, en una excitación especial de un órgano. Cómo se origina la excitación sexual por estimulación de las zonas erógenas, dada una previa carga de los aparatos centrales, y qué mezcla de efectos excitantes, puramente tóxicos o fisiológicos, aparecen en estos procesos sexuales, es cosa de la que no podemos tratar ni siquiera hipotéticamente, pues no constituye una labor que pueda emprenderse por ahora. Como esencial para esta concepción de los procesos sexuales nos bastará por el momento la hipótesis de la existencia de materias especiales derivadas del metabolismo sexual. Esta concepción, aparentemente caprichosa, está apoyada por un conocimiento poco tenido en cuenta, pero muy digno de que se le dé mayor importancia: aquellas neurosis que sólo pueden ser referidas a perturbaciones de la vida sexual muestran la mayor analogía clínica con los fenómenos de intoxicación y abstinencia, consecutivos a la ingestión habitual de materias tóxicas productoras de placer (alcaloides).







La teoría de la libido


Estas hipótesis sobre el fundamento químico de la excitación sexual se hallan de perfecto acuerdo con las representaciones auxiliares que hubimos de crear para llegar a la comprensión de las manifestaciones psíquicas de la vida sexual. Hemos fijado el concepto de la libido como una fuerza cuantitativamente variable, que nos permite medir los procesos y las transformaciones de la excitación sexual. Separamos esta libido, por su origen particular, de la energía en que deben basarse los procesos anímicos, y, por tanto, le atribuimos también un carácter cualitativo. En la distinción entre energías psíquicas libidinosas y otras de carácter distinto expresamos la suposición de que los procesos sexuales del organismo se diferencian, por un quimismo particular, de los procesos de la nutrición. El análisis de las perversiones y psiconeurosis nos ha llevado al conocimiento de que esta excitación sexual no es producida únicamente por los órganos llamados sexuales, sino por todos los del cuerpo. Construimos, por tanto, la idea de un libidoquantum, cuya representación psíquica denominamos «libido del yo» (ichlibido), y cuya producción, aumento, disminución, distribución y desplazamiento deben ofrecernos las posibilidades de explicación de los fenómenos psicosexuales observados.

Esta libido del yo no aparece cómodamente asequible al estudio analítico más que cuando ha encontrado su empleo psíquico en el revestimiento de objetos sexuales; esto es, cuando se ha convertido en «libido del objeto». La vemos entonces concentrarse en objetos, fijarse en ellos, o en ocasiones abandonándolos, trasladándose de unos a otros, y dirigiendo desde estas posiciones la actividad sexual del individuo, que conduce a la satisfacción; esto es, a la extensión parcial y temporal de la libido. El psicoanálisis de las llamadas neurosis de transferencia (histeria y neurosis obsesiva) nos permite hallar aquí un fijo y seguro conocimiento. De los destinos de la libido del objeto podemos aún averiguar que es retirada de los objetos, quedando flotante en determinados estados de tensión, hasta recaer de nuevo en el yo, de manera a volver a convertirse en libido del yo. Esta libido del yo la denominamos, en oposición a la del objeto, libido «narcisista». Desde el psicoanálisis miramos como desde una frontera, cuya transgresión no nos está permitida, la actuación de la libido narcisista y nos formamos una idea de su relación con la del objeto. La libido del yo o libido narcisista aparece como una gran represa de la cual parten las corrientes de revestimiento del objeto y a la cual retornan. El revestimiento del yo por la libido narcisista se nos muestra como el estado original, que aparece en la primera infancia y es encubierto por las posteriores emanaciones de la libido, pero que en realidad permanece siempre latente detrás de las mismas.

La misión de una teoría de las perturbaciones neuróticas y psicóticas, fundada en el concepto de la libido, debe ser expresar todos los fenómenos y procesos observados en los términos de la economía de la misma. Es fácil adivinar que los destinos de la libido del yo alcanzarán en tal teoría la máxima importancia, especialmente en aquellos casos en que se trate de la explicación de las más profundas perturbaciones psicóticas. La dificultad aparece en el hecho de que el instrumento de nuestras investigaciones -el psicoanálisis- no nos proporciona, por lo pronto, datos seguros más que sobre las transformaciones de la libido del objeto, pero no es capaz de separar la libido del yo de las otras energías actuantes en el mismo. Una continuación de la teoría de la libido es en consecuencia sólo posible, por lo pronto, en un camino especulativo; pero sería renunciar a todo lo ganado por medio de la observación psicoanalítica si, conforme a lo expuesto por C. G. Jung, se huyese del concepto mismo de la libido, haciéndola coincidir con la fuerza instintiva psíquica. La separación de las emociones instintivas sexuales de las demás y, por tanto, la limitación de las primeras del concepto de la libido, encuentra fuerte apoyo en la hipótesis antes discutida de un quimismo especial de la función sexual.








Diferenciación de los sexos


Sabido es que hasta la pubertad no aparece una definida diferenciación entre el carácter masculino y el femenino, antítesis que influye más decisivamente que ninguna otra sobre el curso de la vida humana. Sin embargo, las disposiciones masculina y femenina resultan ya claramente reconocibles en la infancia. El desarrollo de los diques sexuales (pudor, repugnancia, compasión, etc.) aparece en las niñas más tempranamente y encontrando una resistencia menor que en los niños. Asimismo, es en las niñas mucho mayor la inclinación a la represión sexual, y cuando surgen en ellas instintos parciales de la sexualidad escogen con preferencia la forma pasiva. La actividad autoerótica de las zonas erógenas es en ambos sexos la misma, y por esta coincidencia falta en los años infantiles una diferenciación sexual tal y como aparece después de la pubertad. Con referencia a las manifestaciones sexuales autoeróticas y masturbaciones pudiera decirse que la sexualidad de las niñas tiene un absoluto carácter masculino, y si fuera posible atribuir un contenido más preciso a los conceptos «masculino» y «femenino», se podría también sentar la afirmación de que la libido es regularmente de naturaleza masculina, aparezca en el hombre o en la mujer e independientemente de su objeto, sea éste el hombre o la mujer.

Desde que llegamos al conocimiento de la teoría de la bisexualidad consideramos este factor como el que aquí ha de darnos la pauta, y opinamos qué sin tener en cuenta la bisexualidad no podrá llegarse a la inteligencia de las manifestaciones sexuales observables en el hombre y en la mujer.

Zonas directivas en el hombre y en la mujer. -Sentado esto, sólo añadiremos las siguientes observaciones: en la niña, la zona erógena directiva es el clítoris, localización homóloga a la de la zona erógena directiva masculina en el glande. Todo lo que he podido investigar sobre la masturbación en las niñas se refería exclusivamente al clítoris y no a las otras partes de los genitales exteriores, importante para las funciones sexuales posteriores. Dudo que la niña, bajo la influencia de la seducción o de la corrupción, llegue a otra cosa que a la masturbación clitoridiana, y si esto sucede alguna vez, ello constituye una rara excepción. Las descargas espontáneas de la excitación sexual, tan frecuentes en las niñas, se manifiestan en contracciones del clítoris, y las frecuentes erecciones del mismo hacen posible a la niña el juzgar acertadamente y sin indicación alguna exterior las manifestaciones sexuales del sexo contrario, transfiriendo simplemente al sexo masculino las sensaciones de sus propios procesos sexuales.

Si se quiere comprender la evolución que convierte a la niña en mujer tiene que seguirse el camino recorrido por esta excitabilidad del clítoris. La pubertad, que produce en el niño aquel grave avance de la libido de que ya tratamos, se caracteriza en la niña por una nueva ola de represión que recae precisamente sobre la sexualidad clitoridiana. Lo que sucumbe a la represión es un trozo de vida sexual masculina. La fortificación de los obstáculos sexuales creada por esta represión de la pubertad en la mujer constituye después un estímulo más para la libido del hombre y obliga a la misma a elevar sus rendimientos. Con el grado de la libido se eleva entonces también la sobrevaloración sexual, que recae con toda su fuerza en la mujer que se niega al hombre y rechaza su propia sexualidad. El clítoris conserva entonces el papel de cuando es excitado en el por fin consentido acto sexual, transmitir esta excitación a los órganos femeninos vecinos, así como una astilla de pino es utilizada para transmitir el fuego a la demás leña, más difícil de prender. Con frecuencia es necesario determinado tiempo para que llegue a verificarse por completo esta transferencia, y durante esta época la joven permanece totalmente anestésica. Esta anestesia puede ser duradera cuando la zona clitoridiana se niega a transmitir su excitabilidad, cosa que sucede cuando durante los años infantiles ha sido excesiva su actividad erógena.

Conocido es que la anestesia en la mujer es, con frecuencia, sólo aparente y local. Son anestésicas en la entrada de la vagina, pero en ningún modo inexcitables en el clítoris y hasta en otras zonas. A estas causas erógenas de la anestesia se juntan después las psíquicas, igualmente determinadas por represión. Cuando la transferencia de la excitabilidad erógena desde el clítoris a la entrada de la vagina queda establecida, ha cambiado la mujer la zona directiva de su posterior actividad sexual, mientras que el hombre conserva la suya sin cambio alguno desde la niñez. En este cambio de las zonas erógenas directivas, así como en el avance represivo de la pubertad qué, echa a un lado la virilidad infantil, yacen las condiciones principales para la facilidad de adquisición de la neurosis por la mujer, especialmente de la histeria. Estas condiciones están ligadas, por tanto, íntimamente con la esencia de la femineidad.







El hallazgo de objeto


Mientras qué por los procesos de la pubertad queda fijada la primacía de las zonas erógenas, y la erección del miembro viril indica apremiantemente al sujeto el nuevo fin sexual, esto es, la penetración en una cavidad excitadora de la zona genital, tiene lugar en los dominios psíquicos el hallazgo de objeto, momento que se ha venido preparando desde la más temprana niñez. Cuando la primitiva satisfacción sexual estaba aún ligada con la absorción de alimentos, el instinto sexual tenía en el pecho materno un objeto sexual exterior al cuerpo del niño. Este objeto sexual desaparece después, y quizá precisamente en la época en que fue posible para el niño construir la representación total de la persona a la cual pertenecía el órgano productor de satisfacción. El instinto sexual se hace en este momento autoerótico, hasta que, terminado el período de latencia, vuelve a formarse la relación primitiva. No sin gran fundamento ha llegado a ser la succión del niño del pecho de la madre modelo de toda relación erótica. El hallazgo de objeto no es realmente más que un retorno al pasado.

Objeto sexual de la época de lactancia. -De estas primeras y más importantes relaciones sexuales queda gran parte como resto, después de separada la actividad sexual, de la alimentación. Este resto prepara la elección del objeto; esto es, ayuda a volver a constituir la felicidad perdida. Durante todo el período de latencia aprende el niño a amar a las personas que satisfacen sus necesidades y le auxilian en su carencia de adaptación a la vida. Y aprende a amarlas conforme al modelo y como una continuación de sus relaciones de lactancia con la madre o la nodriza. Quizá no se quiera aceptar el hecho de que el tierno sentimiento y la estimación del niño hacia las personas que le cuidan haya de indentificarse con el amor sexual; pero, en mi opinión, una investigación psicológica cuidadosa fijará siempre y sin dejar lugar a dudas esta identidad. La relación del niño con dichas personas es para él una inagotable fuente de excitación sexual y de satisfacción de las zonas erógenas. La madre, sobre todo, atiende al niño con sentimiento procedente de su propia vida sexual, y le acaricia, besa y mece tomándole claramente como sustitutivo de un completo objeto sexual.

La madre se horrorizaría probablemente al conocer esta explicación y ver que con su ternura despierta el instinto sexual de su hijo y prepara su posterior intensidad. Considera sus actos como manifestaciones de «puro» amor asexual, puesto que evita con todo cuidado excitar los genitales del niño más de los imprescindiblemente necesario al proceder a la higiene de su cuerpo. Pero el instinto sexual no es tan sólo despertado por excitaciones de la zona genital. Lo que llamamos ternura exteriorizará notablemente un día el efecto ejercido sobre las zonas erógenas. Si la madre comprendiera mejor la alta significación del instinto para la total vida psíquica y para todas las funciones éticas y anímicas, no se haría ningún reproche aun cuando admitiera totalmente nuestra concepción. Enseñando a amar a su hijo, no hace más que cumplir uno de sus deberes. El niño tiene que llegar a ser un hombre completo, con necesidades sexuales enérgicas, y llevar a cabo durante su vida todo aquello a lo que el instinto impulsa al hombre. Un exceso de ternura materna quizá sea perjudicial para el niño por acelerar su madurez sexual, acostumbrarle mal y hacerle incapaz, en posteriores épocas de su vida, de renunciar temporalmente al amor o contentarse con una pequeña parte de él. Los niños que demuestran ser insaciables en su demanda de ternura materna presentan con ello uno de los más claros síntomas de futura nerviosidad. Por otra parte, los padres neurópatas son, en general, los más inclinados a una ternura sin medida, despertando así en sus hijos, antes que nadie y por sus caricias, la disposición a posteriores enfermedades neuróticas. Vemos, pues, que los padres neuróticos disponen de un camino distinto de la herencia para legar a sus hijos su enfermedad.

Angustia infantil. -Los mismos niños se conducen desde sus años más tempranos como si su dependencia hacia las personas que los cuidan fuera de la naturaleza del amor sexual. La angustia de los niños no es, en un principio, más que una manifestación de que echan de menos la presencia de la persona querida. Así, experimentan miedo ante personas desconocidas y se asustan de la oscuridad porque en ella no ven a la persona amada, tranquilizándose cuando ésta les coge de la mano. Se exagera el efecto de los relatos terroríficos de las niñeras cuando se culpa a éstas de originar el miedo en los niños que tienen a su cuidado. Aquellos niños inclinados a terrores infantiles son precisamente los que pueden ser influidos por tales relatos, que no ejercen, en cambio, acción alguna sobre aquellos otros no predispuestos. Y precisamente al miedo no se inclinan más que los niños que poseen un instinto sexual exagerado, desarrollado prematuramente o devenido exigente por un exceso de mimo. El niño se conduce aquí como el adulto, transformando en angustia su libido cuando no logra satisfacerla, así como el adulto se conducirá completamente igual que el niño cuando por insatisfacción de su libido haya llegado a contraer la neurosis, pues comenzará a angustiarse en cuanto esté solo, esto es, sin una persona de cuyo amor se crea seguro, e intentará hacer desaparecer este miedo por los procedimientos más infantiles.

Diques contra el incesto. -Cuando la ternura de los padres hacia el niño ha evitado felizmente desarrollar de una manera prematura el instinto sexual del mismo; esto es, despertarlo antes de alcanzadas las condiciones físicas de la pubertad, y despertarlo de tal manera, que la excitación anímica se abra paso hasta el sistema genital, puede acabar de cumplir su misión, dirigiendo a este niño en la edad de la madurez en la elección del objeto sexual. Lo más fácil para el niño será elegir, como objeto sexual, a aquellas mismas personas a las que ha amado y ama desde su niñez con una libido que podríamos calificar de mitigada . Más por la avanzada época en que tiene lugar la maduración sexual se ha llegado al momento en que es necesario alzar; al lado de otros diques sexuales, los que han de oponerse a la tendencia al incesto; esto es, inculcar al niño aquellos preceptos morales que excluyen de la elección de objeto a las personas queridas durante la niñez y a los parientes consanguíneos. El respeto de estos límites es, ante todo, una exigencia civilizadora de la sociedad, que tiene que defenderse de la concentración, en la familia, de intereses que le son necesarios para la constitución de unidades sociales más elevadas, y actúa, por tanto, en todos, y especialmente en el adolescente, para desatar o aflojar los lazos contraídos en la niñez con la familia.

La elección de objeto es llevada a cabo al principio tan sólo imaginativamente, pues la vida sexual de la juventud en maduración tiene apenas otro campo de acción que el de las fantasías; esto es, el de las representaciones no destinadas a convertirse en actos. En estas fantasías resurgen en todos los hombres las tendencias infantiles, fortificadas ahora por la energía somática, y entre ellas, con frecuencia, y en primer lugar, la impulsión sexual del niño hacia sus padres, diferenciada, en la mayoría de los casos, por la atracción de los sexos; esto es, del hijo por la madre y de la hija por el padre. Simultáneamente al vencimiento y repulsa de estas fantasías claramente incestuosas tiene lugar una de las reacciones psíquicas más importantes y también más dolorosas de la pubertad: la liberación del individuo de la autoridad de sus padres, por medio de la cual queda creada la contradicción de la nueva generación con respecto a la antigua, tan importante para el progreso de la civilización. En todas las estaciones del proceso evolutivo por las que el sujeto debe pasar quedan fijos algunos individuos, y así hay personas que no han vencido nunca la autoridad de los padres y no han conseguido retirar de ellos por completo o en absoluto su ternura. Estos casos están constituidos en su mayoría por muchachas que para alegría de sus padres conservan después de la pubertad todo su amor infantil hacia ellos. Y es muy instructivo comprobar que tales muchachas repugnan en su ulterior vida matrimonial conceder a sus maridos lo que les es debido. Llegan a ser esposas frías y permanecen sexualmente anestésicas. Esto nos muestra que el amor hacia los padres, aparentemente asexual, y el amor sexual proceden de las mismas fuentes; esto es, que el primero no corresponde más que a una fijación infantil de la libido.

Cuanto más se acerca uno a las hondas perturbaciones del desarrollo psicosexual, más innegable aparece la importancia de la elección de objeto incestuoso. En los psiconeuróticos queda relegada a lo inconsciente, a consecuencia de la repulsa sexual, una gran parte o la totalidad de las actividades psicosexuales de la elección de objeto. Para las muchachas de una exagerada necesidad de ternura y un horror igualmente exagerado ante las exigencias reales de la vida sexual, llega a ser una tentación irresistible asegurarse, por una parte, la idea del amor asexual en su vida y esconder, por otra, su libido detrás de una ternura que puedan exteriorizar sin autorreproches, conservando así, durante toda la vida, su inclinación infantil hacia los padres o hermanos, que volvió a surgir en ellas al llegar a la pubertad. El psicoanálisis puede demostrar sin trabajo alguno a estas personas que están enamoradas, en el sentido corriente de la palabra, de sus parientes consanguíneos, investigando sus pensamientos inconscientes y atrayéndolos a su conciencia con la ayuda de los síntomas y de otras manifestaciones de la enfermedad. También en los casos en que una persona, primitivamente sana, ha enfermado después de una desgraciada experiencia erótica, puede verse claramente que el mecanismo de tal aparición de la enfermedad es el retorno de su libido a las personas que prefirió durante su infancia.

Influencia duradera de la elección infantil de objeto. -Tampoco aquellos que han evitado la fijación incestuosa de su libido puede decirse que han escapado por completo a la influencia de la misma. Un claro eco de esta fase evolutiva está constituido por el hecho de qué, como suele ser muy frecuente, el primer amor del adolescente recaiga en una mujer ya madura, así como el de la muchacha en un hombre entrado en años y revestido de autoridad, o sea, en uno y otro sexo, personas que para el sujeto presentan analogía con la madre o el padre, respectivamente. La elección de objeto se verifica siempre más o menos libremente conforme a este patrón. Ante todo, busca el hombre, en su objeto sexual, la semejanza con aquella imagen de su madre que, en su más temprana edad, quedó impresa en su memoria. Aquellos casos en los que la madre, viva aún, ve con hostilidad la elección de objeto realizada por su hijo, constituyen una afirmación de nuestra hipótesis. Dada esta importancia de las relaciones infantiles con los padres para la posterior elección del objeto sexual, es fácil comprender que cada perturbación de estas relaciones infantiles origine después los más graves resultados para la vida sexual posterior a la pubertad. Los celos del amante no carecen tampoco nunca de una raíz infantil o, por lo menos, de algo infantil que eleva su intensidad. Las diferencias entre los mismos padres, los matrimonios desgraciados, producen en los hijos la más grave predisposición a un desarrollo sexual perturbado o a la adquisición de enfermedades neuróticas. La inclinación infantil hacia los padres es quizá el más importante, pero no el único de los sentimientos, qué, renovados en la pubertad, marcan después el camino a la elección de objeto. Otros factores del mismo origen permiten al hombre, siempre en relación con su infancia, desarrollar más de una única serie sexual y exigir muy diferentes condiciones para la elección de objeto.

Prevención de la inversión. -Uno de los requisitos de la elección normal de objeto es el de recaer precisamente en el sexo contrario. Como hemos visto, no llega a efectuarse así sin alguna vacilación. Los primeros sentimientos subsiguientes a la pubertad aparecen -sin que ello constituya una falta duradera- como totalmente erróneos. Dessoir ha llamado muy justificadamente la atención sobre la exagerada inclinación que aparece regularmente entre los adolescentes por sus compañeros del mismo sexo. El poder más importante entre los que se oponen a una inversión duradera del objeto sexual es, ciertamente, la atracción que manifiestan los caracteres sexuales opuestos, unos por otros. La explicación de este fenómeno no encuentra lugar apropiado dentro de nuestro estudio ; pero sí haremos constar que tal atracción no alcanza por sí sola a excluir totalmente la inversión, siendo necesario que aparezcan otros factores auxiliares. Ante todo, el obstáculo autoritario de la sociedad. En aquellos países en que la inversión no es considerada como un delito, puede verse que corresponde por completo a la inclinación sexual de un considerable número de individuos. Además, debe aceptarse, con respecto al hombre, el hecho de que los recuerdos infantiles de las ternuras de la madre y de otras personas femeninas ayudan enérgicamente a dirigir su elección hacia la mujer y por otro lado, la restricción de las actividades sexuales tempranamente experimentada por parte del padre y la posición de competividad con respecto a él desvían al sujeto de las personas de su mismo sexo.

Ambos factores son valederos también con respecto a la muchacha, cuya actividad sexual se halla bajo la guarda especial de la madre. De esta manera se constituye una relación hostil con respecto al propio sexo, que influye decisivamente en la elección de objeto, orientándola hacia lo normal. La educación del niño por personas masculinas (en la antigüedad los esclavos) parece favorecer la homosexualidad. En la aristocracia contemporánea, la frecuencia de la inversión se hace comprensible por el empleo de servidumbre masculina y por la escasez de cuidados personales de que la madre hace objeto a sus hijos. En algunos histéricos ha podido demostrarse que la temprana desaparición de uno de los padres, por muerte o divorcio, motivando la acumulación de todo el amor del niño en la persona restante, fue la condición para el sexo de la persona elegida después como objeto sexual, haciendo posible así la inversión duradera.