jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1900) La intrpretación de los sueños. Numeral E: El procero primario y el secundario. La represión

El proceso primario y el proceso secundario. La represión



Cuando osé penetrar con mayor profundidad en la psicología de los procesos oníricos, emprendí una difícil tarea, para la cual mi arte expositivo no bastaba. Reflejar una trabazón tan complicada, cuyos elementos son simultáneos, en la sucesión a que necesariamente ha de recurrirse para describirla, y a la vez procurar que cada tesis se presente sin presupuestos, por momentos supera mis fuerzas. Además, se toma conmigo su desquite el que yo no pueda, en la exposición de la psicología del sueño, seguir el desarrollo histórico de mis concepciones. Los puntos de vista para la concepción del sueño me fueron procurados por trabajos previos acerca de la psicología de las neurosis a los que aquí no debo referirme y, no obstante, tengo que hacerlo a cada paso mientras avanzo en la dirección inversa y, desde el sueño, me propongo alcanzar el entronque con la psicología de las neurosis. Conozco todos los inconvenientes que ello genera para el lector; pero no sé de medio alguno que permitiera evitarlos.

Insatisfecho con este estado de cosas, me complace demorarme en otro punto de vista que, me parece, realzará mi esfuerzo. Abordé un tema donde reinaban las más ríspidas contradicciones en las opiniones de los autores, como lo ha mostrado el primer capítulo. Tras nuestra elaboración de los problemas del sueño, la mayoría de esas contradicciones han hallado cabida. Sólo debimos refutar terminantemente dos de las opiniones expresadas, a saber, que el sueño es un hecho carente de sentido y un proceso somático; pero a todas las otras, que se contradecían entre ellas, las hemos justificado en algún lugar de la enmarañada trabazón, y pudimos demostrar que habían puesto de relieve algo correcto. Que el sueño prosigue las incitaciones e intereses de la vida de vigilia se corroboró por el descubrimiento de los pensamientos oníricos escondidos, y con total generalidad. En efecto, ellos sólo se ocupan de lo que nos parece importante y nos interesa poderosamente. El sueño no se gasta en pequeñeces. Pero también admitimos lo contrario, a saber, que el sueño recoge los desechos indiferentes del día y no puede apoderarse de un gran interés diurno sino cuando se ha sustraído de algún modo a la actividad de la vigilia. Hallamos que esto era válido para el contenido del sueño, que da a los pensamientos oníricos una expresión alterada por desfiguración {dislocación}. El proceso onírico, dijimos, por razones que dependen de la mecánica de la asociación se apodera con mayor facilidad del material de representaciones fresco o indiferente, todavía no ocupado por la actividad de pensamiento de la vigilia, y por razones que dependen de la censura trasfiere la intensidad psíquica de lo importante, pero también chocante, a lo indiferente. La hipermnesia del sueño y el hecho de que tiene a su disposición el material infantil se han convertido en pilares fundamentales de nuestra doctrina; en nuestra teoría del sueño hemos atribuido al deseo que proviene de lo infantil el papel de motor indispensable para la formación del sueño. No pudo ocurrírsenos, desde luego, dudar de la eficacia, experimentalmente demostrada, de los estímulos sensoriales exteriores que sobrevienen mientras se duerme, pero sostuvimos que este material tiene con el deseo onírico la misma relación que los restos de pensamiento pendientes del trabajo diurno. No nos hizo falta poner en entredicho que el sueño interpreta al estímulo sensorial objetivo al modo de una ilusión pero hemos agregado el motivo de esa interpretación, que los autores habían dejado sin precisar. La interpretación consigue que el objeto percibido no interrumpa el dormir y se vuelva utilizable para el cumplimiento de deseo. Al estado subjetivo de excitación de los órganos sensoriales mientras se duerme, que Trumbull Ladd [1892]; parece haber demostrado, no le concedemos el rango de una fuente onírica particular, sino que sabemos explicarlo por la reanimación regrediente de los recuerdos que operan tras el sueño. También hemos reservado un papel, aunque modesto, en nuestra concepción a las sensaciones orgánicas internas, que fueron tomadas con predilección como punto axial de la explicación del sueño. Ellas, las sensaciones de caer, de flotar, de estar inhibido, constituyen a nuestro juicio un material disponible en todo momento, del cual el trabajo del sueño se sirve para expresar los pensamientos oníricos cada vez que le es necesario.

Que el proceso onírico es rápido, instantáneo, nos parece correcto en cuanto a la percepción por la conciencia del contenido onírico ya preformado; pero en cuanto a los tramos previos del proceso onírico, hallamos probable un trayecto largo, sinuoso. Sobre el enigma que plantean los sueños compuestos en lapso brevísimo, no obstante lo cual su contenido es de extrema riqueza, pudimos aportar esta contribución: se recogen allí productos ya listos de la vida psíquica. Creemos correcto que el sueño es desfigurado y mutilado por el recuerdo, pero no nos pareció un obstáculo; en efecto, este es el último tramo, manifiesto, de un trabajo de desfiguración eficaz desde el comienzo de la formación del sueño. En la acerba querella, en que ninguna reconciliación parece posible, sobre si la vida anímica duerme por la noche o dispone, lo mismo que durante el día, de toda su capacidad de rendimiento, dimos la razón a los dos partidos, pero sin concedérsela entera a ninguno. En los pensamientos oníricos hallamos las pruebas de un rendimiento intelectual en extremo complejo, que trabaja con casi todos los recursos del aparato anímico; pero es indiscutible que estos pensamientos oníricos surgieron durante el día, y es indispensable admitir que la vida del alma conoce un estado del dormir. Así, también liemos admitido la doctrina del dormir parcial; pero para nosotros la característica del estado del dormir no es la disgregación de las trabazones del alma, sino el hecho de que el sistema psíquico que gobierna de día se acomoda al deseo de dormir. El desvío respecto del mundo exterior conservó también su valor para nuestra concepción; contribuye, si bien no como factor único, a posibilitar la regresión propia de la figuración onírica. La renuncia a la guía voluntaria del decurso de las representaciones resulta innegable; mas no por ello queda sin meta la vida psíquica, pues sabemos que cuando se resignan las representaciones-meta voluntarias cobran imperio otras, involuntarias. No sólo admitimos el carácter laxo del enlace asociativo en el sueño, sino que atribuimos a su imperio una extensión mucho mayor de la que pudiera haberse sospechado; pero hallamos que no es más que el obligado sustituto de otro enlace, correcto y pleno de sentido, Por cierto que también nosotros llamamos absurdo al sueño; pero numerosos ejemplos pudieron enseñarnos cuán inteligente es cuando parece absurdo. Ninguna objeción nos separa de los autores en cuanto a las funciones que le han discernido al sueño. Que él aligera al alma como una válvula y que, según la expresión de Robert [1886] toda clase de cosas perjudiciales dejan de serlo por obra de su representación en el sueño, no sólo coincide exactamente con nuestra doctrina acerca del doble cumplimiento de deseo que se alcanza mediante él, sino que, en su literalidad, ello es aún más inteligible en nosotros que en Robert. La libre afirmación del alma en el juego de sus facultades vuelve a encontrarse, en nuestra concepción, en la tolerancia del sueño por parte de la actividad preconciente. El «regreso de la vida anímica en el sueño al punto de vista embrional» y la observación de Havelock Ellis [1899a], «an archaic world of vast emotions and imperfect thoughts», nos parecen felices anticipaciones de nuestras tesis, según las cuales en la formación del sueño participan modalidades de trabajo primitivas, sofocadas durante el día; a la aseveración de Sully [1893], para quien «el sueño vuelve a presentarnos nuestras personalidades anteriores que fueron desarrollándose de manera sucesiva, nuestra vieja manera de ver las cosas, impulsos y modos de reacción que nos gobernaron en un lejano pasado», pudimos hacerla nuestra en todo su alcance; como para Delage [1891], para nosotros es lo «sofocado» el resorte impulsor del soñar.

También aceptamos en todo su alcance el papel que Scherner [1861] adscribe a la fantasía onírica, así como las interpretaciones que él ensaya, pero debimos señalarles otra ubicación dentro del problema, por así decir. La fantasía no forma al sueño, sino que en la formación de los pensamientos oníricos la actividad inconciente de la fantasía tiene la participación mayor. Debemos a Scherner la indicación de la fuente de los pensamientos oníricos; pero casi todo lo que él adscribe al trabajo del sueño ha de imputarse a la actividad del inconciente, alerta durante el día, que proporciona las incitaciones para los sueños no menos que para los síntomas neuróticos. Nosotros debimos separar de esta actividad al trabajo onírico como algo por entero diverso y mucho más circunscrito. Por último, en modo alguno renunciamos al vínculo del sueño con las perturbaciones del alma, sino que lo fundamos con mayor solidez en un nuevo terreno.

Hemos podido entonces ensamblar en nuestro edificio los más variados y contradictorios hallazgos de los autores anteriores merced a lo novedoso de nuestra doctrina sobre el sueño, que, por así decir, los combina en una unidad superior. A muchos de esos hallazgos les dimos otro sesgo, y fueron muy pocos los que debimos desestimar por completo. Pero tampoco nuestra construcción está del todo terminada. Aun prescindiendo de las múltiples oscuridades que nos atrajimos a medida que íbamos penetrando en las tinieblas de la psicología, una nueva contradicción parece que ha de atormentarnos aún, Por una parte, hicimos que los pensamientos oníricos naciesen de un trabajo mental enteramente normal, pero, por otra, descubrimos entre ellos una serie de procesos de pensamiento en un todo anormales que desde ahí alcanzan al contenido del sueño, procesos que después repetimos {retomamos} en la interpretación del sueño. Todo lo que hemos llamado «trabajo del sueño» parece distanciarse muchísimo de los procesos [de pensamiento] que reconocemos como los correctos, a punto tal que deberíamos juzgar atinados los más duros juicios de los autores acerca del ínfimo rendimiento psíquico del soñar.

En este punto, quizá sólo avanzando un poco más podamos procurarnos esclarecimiento y auxilio. Quiero poner de relieve una de las constelaciones que llevan a la formación del sueño.

Tenemos averiguado que el sueño sustituye a una cantidad de pensamientos que provienen de nuestra vida diurna y poseen una perfecta ensambladura lógica. Por eso no podemos poner en duda que estos se engendran en nuestra vida mental normal. En los pensamientos oníricos reencontramos todas las propiedades que tanto apreciamos en nuestras ilaciones de pensamiento, y que los caracterizan como unas operaciones complejas de un orden superior. Pero no hay necesidad alguna que nos obligue a suponer que ese trabajo de pensamiento se consumó durante el dormir, lo cual confundiría gravemente todo lo que hasta ahora tenemos sabido sobre ese estado psíquico. Más posible es que esos pensamientos se originaran de día, pasaran inadvertidos para nuestra conciencia desde el comienzo, y se continuaran; así estuvieron ya listos en el momento de adormecerse. Sí pretendemos inferir algo de esa relación de las cosas será, a lo sumo, la prueba de que los rendimientos intelectuales más complejos son posibles sin la intervención de la conciencia; pero ya cualquier psicoanálisis de una persona histérica o que sufra neurosis obsesiva nos fuerza a enterarnos de ello. Sin duda, estos pensamientos oníricos no son en sí insusceptibles de conciencia; si durante el día no nos devinieron concientes, ello puede deberse a diversas razones. El devenir-conciente se entrama de manera íntima con la aplicación de una cierta función psíquica, la atención, que, al parecer, sólo es gastada en determinada cantidad; entonces, otras metas quizá la desviaron de la ilación de pensamiento en cuestión. (ver nota) Otro modo en que esa ilación de pensamiento puede ser escatimada a la conciencia es el siguiente: Por nuestra actividad reflexiva conciente sabemos que, poniendo atención en algo, seguimos un determinado camino. Si por este camino llegamos a una representación que no resiste la crítica, lo interrumpimos; dejamos caer la investidura de atención. Ahora bien, parece que la ilación de pensamiento iniciada y abandonada puede seguir devanándose sin que la atención se aplique de nuevo a ella, a menos que en cierto lugar alcance una intensidad particularmente elevada que se imponga a la atención. Una desestimación inicial por el juicio (acaso hecha con conciencia) de algo que se considera incorrecto o inutilizable para el fin actual del acto de pensamiento puede, entonces, ser la causa de que un proceso de pensamiento prosiga inadvertido para la conciencia hasta el adormecimiento.

Resumamos: a una ilación de pensamiento de esa índole la llamamos preconciente, la juzgamos por entero correcta y creemos que puede haber sido meramente descuidada, o bien interrumpida, sofocada. Expongamos con claridad el modo en que nos imaginamos el decurso de las representaciones. Nuestra opinión es que, desde una representación-meta, una cierta magnitud de excitación que llamamos «energía de investidura» se desplaza a lo largo de las vías asociativas seleccionadas por aquella. Una ilación de pensamiento «descuidada» no ha recibido esa investidura; si ella ha sido «sofocada» o «desestimada», es que se le volvió a retirar la investidura; en cualquiera de los dos casos queda librada a su excitación propia. En ciertas condiciones, la ilación de pensamiento investida con una meta {zielbesetu} es capaz de atraer sobre sí la atención de la conciencia, y por intermedio de esta recibe una «sobreinvestidura». Un poco más adelante tendremos que aclarar nuestros supuestos sobre la naturaleza y el funcionamiento de la conciencia.

Una ilación de pensamiento incitada en el preconciente puede extinguirse espontáneamente o conservarse. Al primer desenlace nos lo imaginamos así: su energía se difunde siguiendo todas las direcciones asociativas que parten de ella, toda la cadena de pensamientos es puesta en un estado de excitación que dura un momento, pero después decae en la medida en que la excitación que pugnaba por descargarse se trasmuda en investidura quiescente. Si es este primer desenlace el que sobreviene, el proceso que sigue ya no importa nada para la formación del sueño. Pero dentro de nuestro preconciente acechan otras representaciones-meta que provienen de las fuentes de nuestros deseos inconcientes y siempre alertas. Ellas pueden apropiarse de la excitación dentro del círculo de pensamientos librados a sí mismos; establecen la conexión entre este y el deseo inconciente, le trasfieren la energía que pertenece al deseo inconciente y desde ese instante la ilación de pensamiento descuidada o sofocada está en condiciones de conservarse, aunque c312 refuerzo no le otorgue ningún título para su acceso a la conciencia. Podemos decir que la ilación de pensamiento hasta entonces preconciente ha sido arrastrada al inconciente.

Otras constelaciones para la formación del sueño serían estas: que la ilación de pensamiento preconciente estuviera conectada de antemano con el deseo inconciente y por eso chocara con un rechazo de parte de la investidura-meta dominante; o que un deseo inconciente fuera alertado {puesto en movimiento} por otras razones (somáticas, quizás) y buscara trasferirse sin transacción alguna a los restos psíquicos no investidos por el Prcc. Los tres casos en definitiva coinciden en un mismo resultado, a saber, que dentro del preconciente se lleva a cabo un itinerario de pensamientos que, abandonado por la investidura preconciente, ~a encontrado investidura desde el deseo inconciente.

A partir de ahí el itinerario de pensamientos sufre una serie de trasmudaciones que ya no reconocemos como procesos psíquicos normales y que arrojan un resultado que nos extraña: una formación psicopatológica. Pongamos de relieve esos procesos y sinteticémoslos:

1. Las intensidades de las representaciones singulares se vuelven susceptibles de descargarse en su monto íntegro y traspasan de una representación a la otra, de suerte que se forman representaciones singulares provistas de gran intensidad. Cuando este proceso se repite varias veces, la intensidad de un itinerario íntegro de pensamientos puede reunirse en definitiva en un único elemento de representación. Es el hecho de la compresión o condensación que vimos operar en el trabajo onírico. Ella es la principal responsable de la impresión de extrañeza que provoca el sueño, pues nada análogo conocemos en la vida anímica normal y asequible a la conciencia. También en esta tenemos representaciones que en calidad de puntos nodales o de resultados finales de cadenas íntegras de pensamientos poseen una gran significatividad {Bedeutung} psíquica, pero esta valencia suya no se exterioriza en ningún carácter sensorialmente patente para la percepción interna; lo representado de ninguna manera se vuelve más intenso. En el proceso de la condensación todo nexo psíquico se traspone a la intensidad del contenido de representación. Es el mismo caso que si en un libro hago imprimir espaciada, o en caracteres gruesos, una palabra a la que atribuyo valor sobresaliente para comprender el texto. O si al leerla, la pronunciara con voz más alta y más lentamente, y cargara el acento sobre ella. El primer símil nos lleva directamente a un ejemplo tomado del trabajo onírico (trimetilamina, en el sueño de la inyección de Irma). Los historiadores de la cultura nos hacen notar que las esculturas más antiguas obedecían a un principio parecido, pues expresaban el rango de las personas figuradas mediante el tamaño de las figuras. La figura del rey era dos o tres veces mayor que la de sus súbditos o la del enemigo vencido. Un grupo escultórico de la época romana se servirá para el mismo fin de recursos más finos. La figura del emperador se situará en el medio, se lo mostrará erguido, poniénd9se particular cuidado en el modelado de su rostro; sus enemigos yacerán a sus pies, pero él ya no parecerá un gigante entre enanos. Entretanto, la reverencia del subordinado ante su jefe es, todavía hoy, una resonancia de aquel viejo principio figurativo.

La dirección siguiendo la cual avanzan las condensaciones del sueño es prescrita en parte por las relaciones preconcientes correctas entre los pensamientos oníricos y, en parte, por la atracción que ejercen los recuerdos visuales en el interior del inconciente. Como resultado, el trabajo de condensación alcanza aquellas intensidades que se requieren para irrumpir a través de los sistemas perceptivos.

2. Mediante la libre trasferibilidad de las intensidades y al servicio de la condensación se forman también representaciones intermedias, compromisos, por así decir (véanse los numerosos ejemplos que hemos dado). Es de nuevo algo inaudito en el decurso normal de las representaciones, donde lo que interesa, sobre todo, es la elección y retención del elemento de representación «correcto». En cambio, con extraordinaria frecuencia sobrevienen formaciones mixtas y de compromiso cuando buscamos la expresión lingüística para los pensamientos preconcientes, las que se citan como ejemplos del desliz en el habla {Versprechen}.

3. Las representaciones que se trasfieren sus intensidades unas a otras mantienen entre sí las relaciones más laxas y se enlazan mediante variedades de la asociación que nuestro pensamiento desprecia y cuyo aprovechamiento sólo se admite para producir el efecto del chiste. En particular, a las asociaciones por homofonía y por paronimia se les asigna el mismo valor que a las otras.

4. Pensamientos que se contradicen entre sí no tienden a cancelarse mutuamente, sino que subsisten unos junto a los otros, y a menudo se componen en calidad de productos de condensación como si no mediara contradicción alguna, o forman compromisos que no admitiríamos en nuestro pensar [conciente], pero que muchas veces autorizaríamos en nuestra acción.

Esos serían algunos de los procesos anormales más llamativos a que los pensamientos oníricos, formados hasta ese momento según la ratio, son sometidos en el curso del trabajo del sueño. He aquí el rasgo principal que discernimos en esos procesos: todo el acento se pone en hacer que la energía invistiente se vuelva móvil y susceptible de descarga; el contenido y la significatividad intrínseca de los elementos psíquicos a que adhieren las investiduras pasan a ser cosas accesorias. Podría creerse también, por los casos en que es cuestión de mudar pensamientos en imágenes, que la condensación y la formación de compromiso acontecen sólo al servicio de la regresión. Empero, el análisis -y todavía con mayor claridad la síntesis- de aquellos sueños en los que falta la regresión a imágenes, por ejemplo el sueño «Autodidasker. Conversación con el profesor N.», presentan los mismos procesos de desplazamiento y de condensación que los otros.

No podemos entonces hacer caso omiso de esta intelección: en la formación del sueño participan dos procesos psíquicos de naturaleza diferente; uno crea pensamientos oníricos de perfecta corrección, de igual valor que el pensamiento normal; el otro procede con estos de una manera extraña en grado sumo, incorrecta. Ya en el capítulo VI hemos distinguido a este último como el genuino trabajo del sueño. ¿Qué podemos aportar para la deducción de este proceso psíquico?

No podríamos dar aquí una respuesta si no hubiéramos penetrado un poco en la psicología de las neurosis, en especial de la histeria. Ahora bien, de ella hemos aprendido que estos mismos procesos psíquicos incorrectos -y aun otros, no enumerados aquí- presiden la producción de los síntomas histéricos. También en la histeria hallarnos primero una serie de pensamientos absolutamente correctos, en un todo equiparables a nuestros pensamientos concientes. Pero no podemos averiguar nada de su existencia en esa forma, que reconstruimos sólo con posterioridad. Dondequiera que hayan irrumpido hasta nuestra percepción advertimos, por el análisis del síntoma formado, que esos pensamientos normales han sufrido un tratamiento anormal y han sido trasportados al síntoma por medio de condensación, formación de compromiso, a través de asociaciones superficiales, por encubrimiento de las contradicciones y eventualmente por vía de la regresión. Dada la plena identidad entre las peculiaridades del trabajo del sueño y las de la actividad psíquica que desemboca en los síntomas psiconeuróticos, nos juzgamos autorizados a trasferir al sueño las conclusiones que la histeria nos fuerza a extraer.

De la doctrina de la histeria tomamos este enunciado: Esa elaboración psíquica anormal de un itinerario normal de pensamientos sólo ocurre cuando este último ha devenido la trasferencia de un deseo inconciente que proviene de lo infantil y se encuentra en la represión. Con arreglo a este enunciado, construimos la teoría del sueño sobre el supuesto de que el deseo onírico pulsionante proviene en todos los casos del inconciente; esto, como nosotros mismos hemos confesado, no puede demostrarse en general, aunque tampoco es posible refutarlo. Pero para que podamos decir lo que es la «represión», con cuyo nombre hemos jugado ya muchas veces, tenemos que avanzar otro poco en la construcción de nuestro andamiaje psicológico.

Habíamos profundizado en la ficción de un aparato psíquico primitivo, cuyo trabajo era regulado por el afán de evitar la acumulación de excitación y de mantenerse en lo posible carente de excitación. Por eso lo construirnos siguiendo el esquema de un aparato reflejo; la motilidad, al comienzo como camino a la alteración interna del cuerpo, era la vía de descarga que se le ofrecía. Elucidamos después las consecuencias psíquicas de una vivencia de satisfacción, y entonces ya pudimos introducir un segundo supuesto, a saber, que la acumulación de la excitación -según ciertas modalidades de que no nos ocupamos- es percibida como displacer, y pone en actividad al aparato a fin de producir de nuevo el resultado de la satisfacción; en esta, el aminoramiento de la excitación es sentido como placer. A una corriente (Strömung} de esa índole producida dentro del aparato, que arranca del displacer y apunta al placer, la llamamos deseo; hemos dicho que sólo un deseo, y ninguna otra cosa, es capaz de poner en movimiento al aparato, y que el decurso de la excitación dentro de este es regulado automáticamente por las percepciones de placer y de displacer. El primer desear pudo haber consistido en investir alucinatoriamente el recuerdo de la satisfacción. Pero esta alucinación, cuando no podía ser mantenida hasta el agotamiento, hubo de resultar inapropiada para producir el cese de la necesidad y, por tanto, el placer ligado con la satisfacción.

Así se hizo necesaria una segunda actividad -en nuestra terminología, la actividad de un segundo sistema-, que no permitiese que la investidura mnémica avanzara hasta la percepción y desde allí ligara las fuerzas psíquicas, sino que condujese a la excitación que partía del estímulo de la necesidad por un rodeo que finalmente, por vía de la motilidad voluntaria, modificara el mundo exterior de modo tal que pudiera sobrevenir la percepción real del objeto de satisfacción. Hasta aquí habíamos desarrollado el esquema del aparato psíquico; los dos sistemas son el germen de lo que insertamos como Icc y Prcc en el aparato plenamente constituido.

Para poder trasformar con arreglo a fines el mundo exterior mediante la motilidad, se requiere la acumulación de una gran suma de experiencias dentro de los sistemas mnémicos y una múltiple fijación {Fixierung} de las referencias que diversas representaciones-meta pueden evocar en este material mnémico. Ahora proseguimos con nuestros supuestos. La actividad del segundo sistema, que procede por múltiples ensayos, que envía investiduras y vuelve a recogerlas, por una parte necesita disponer libremente de todo el material mnémico; por la otra, sería un gasto superfluo si enviara por cada una de las vías de pensamiento grandes cantidades de investidura que después se dispersarían sin finalidad, reduciendo así la cantidad necesaria para la trasformación del mundo exterior. Por tanto, teniendo en cuenta {el principio de} la adecuación a fines, postulo que al segundo sistema le es dado conservar en estado quiescente {in Ruhe} la mayoría de las investiduras energéticas y emplear en el desplazamiento tan sólo una pequeña parte. La mecánica de estos procesos me es por entero desconocida; el que quisiera tomar en serio estas ideas debería investigar las analogías fisicistas y abrirse camino hacia la ilustración del proceso de movimiento en el caso de la excitación neuronal. Yo me atengo con exclusividad a esta idea: La actividad del primer sistema y está dirigida al libre desagote {Abströmen} de las cantidades de excitación, y el segundo sistema produce, por las investiduras que de él parten, una inhibición de este desagote, su mudanza en investidura quiescente, mediando sin duda una elevación del nivel. (ver nota) Supongo entonces que bajo el imperio del segundo sistema el decurso de la excitación se anuda a condiciones mecánicas por entero diversas que bajo el imperio del primero. Una vez que el segundo sistema ha acabado su actividad tentativa de pensamiento, cancela también la inhibición y la estasis de las excitaciones y permite que ellas se drenen {abIliessen} hacia la motilidad

Ahora obtenemos una argumentación interesante atendiendo a los vínculos entre esta inhibición del drenaje por parte del segundo sistema y la regulación ejercida por el principio de displacer. (ver nota) Investiguemos la contraparte de la vivencia primaria de satisfacción, la vivencia de terror frente a algo exterior. Supongamos que sobre el aparato primitivo actúa un estímulo perceptivo que es la fuente de una excitación dolorosa. Entonces sobrevendrán prolongadas y desordenadas exteriorizaciones motrices hasta que por una de ellas el aparato se sustraiga de la percepción y, al mismo tiempo, del dolor; y cada vez que reaparezca la percepción, ese movimiento se repetirá enseguida (algo así como un movimiento de huida), hasta que la percepción vuelva a desaparecer. Pero en este caso no quedará inclinación alguna a reinvestir por vía alucinatoria o de otra manera la percepción de la fuente de dolor. Más bien subsistirá en el aparato primario la inclinación a abandonar de nuevo la imagen mnémica penosa tan pronto como se evoque de algún modo, y ello porque el desborde de su excitación hacia la percepción provocaría displacer (más precisamente: empezaría a provocarlo). El extrañamiento respecto del recuerdo, que no hace sino repetir {Wiederholung} el primitivo intento de huida frente a la percepción, es facilitado también por el hecho de que el recuerdo, a diferencia de la percepción, no posee cualidad suficiente para excitar a la conciencia y atraer de ese modo sobre sí una investidura nueva. Este extrañamiento que el aparato psíquico realiza fácilmente y de manera regular respecto del recuerdo de lo que una vez fue penoso nos proporciona el modelo y el primer ejemplo de la represión psíquica {esfuerzo de desalojo psíquico}. Es de todos conocido cuánto de ese extrañamiento respecto de lo penoso, de la táctica del avestruz, puede rastrearse todavía en la vida anímica normal del adulto.

A consecuencia del principio de displacer, entonces, el primer sistema y es incapaz de incluir algo desagradable en el interior de la trama de pensamiento. El sistema no puede hacer otra cosa que desear. Si todo quedara tal cual, se vería impedido el trabajo de pensamiento del segundo sistema, al que le hace falta disponer de todos los recuerdos decantados en la experiencia. Así, se abren dos caminos: o bien el trabajo del segundo sistema se independiza por completo del principio de displacer y sigue su camino sin hacer caso del displacer del recuerdo, o bien se las arregla para investir de tal suerte ese recuerdo displacentero que se evite el desprendimiento de displacer. Podemos desechar la primera posibilidad, pues el principio de displacer se muestra también como regulador para el discurrir de la. excitación del segundo sistema; nos vemos remitidos a la otra posibilidad: que ese sistema inviste un recuerdo de tal modo que inhibe el drenaje desde él, y por tanto también el drenaje hacia el desarrollo de displacer, comparable este último a una inervación motriz. A esta hipótesis que la investidura por el segundo sistema constituye al mismo tiempo una inhibición al drenaje de la excitación nos vemos llevados entonces desde dos puntos de abordaje: por referencia al principio de displacer y [como se expuso dos párrafos antes] por el principio del gasto mínimo de inervación. Retengamos, pues (y es la clave de la doctrina de la represión), que el segundo sistema sólo puede investir una representación si está en condiciones de inhibir el desarrollo de displacer que parta de ella. Lo que se sustrajera de esta inhibición permanecería inasequible también para el segundo sistema; a consecuencia del principio de displacer, se lo abandonaría enseguida. Empero, la inhibición del displacer no tiene que ser completa; un comienzo de este debe admitirse, pues índica al segundo sistema la naturaleza del recuerdo y, llegado el caso, su falta de aptitud para el fin que el pensar busca.

Al proceso psíquico que conviene exclusivamente al primer sistema lo llamaré ahora proceso primario, y proceso secundario al que resulta de la inhibición impuesta por el segundo. (ver nota) Puedo mostrar, todavía en otro aspecto, los fines para los cuales el segundo sistema tiene que corregir al proceso primario. Este último aspira a la descarga de la excitación a fin de producir, con la magnitud de excitación así reunida, una identidad perceptiva [con la vivencia de satisfacción; el proceso secundario ha abandonado ese propósito y en su lugar adoptó este otro: el de apuntar a una identidad de pensamiento [con esa experiencia]. El pensar como un todo no es más que un rodeo desde el recuerdo de satisfacción, que se toma como representación-meta, hasta la investidura idéntica de ese mismo recuerdo, que debe ser alcanzada de nuevo por la vía de las experiencias motrices. El pensar tiene que interesarse entonces por las vías que conectan entre sí a las representaciones, sin dejarse extraviar por las intensidades de estas. Pero es claro que las condensaciones de representaciones, las formaciones intermedias y de compromiso, son impedimentos para alcanzar esa meta de la identidad; en la medida en que remplazan a una representación por otra, desvían del camino que habría podido conducir hacia adelante desde la primera. Por -eso tales procesos se -evitan cuidadosamente en el pensar secundario. Tampoco es difícil advertir que el principio de displacer, que en otros terrenos ofrece al proceso de pensamiento los más importantes puntos de apoyo, le depara aquí también dificultades en la persecución de la identidad de pensamiento. El pensar tiene que tender, pues, a emanciparse cada vez más de su regulación exclusiva por el principio de displacer, y a restringir el desarrollo del afecto por el trabajo de pensamiento a un mínimo que aún sea utilizable como señal. (ver nota) El agregado de una sobreinvestidura, que es procurada por la conciencia, está destinado a lograr ese refinamiento de operación. Pero sabemos que aun en la vida anímica normal esto rara vez se alcanza por completo, y que nuestro pensar siempre está expuesto a falsearse debido a la injerencia del principio de displacer.

Pero no es esta la laguna en la eficacia funcional de nuestro aparato anímico por la cual se posibilitaría que pensamientos que se constituyen como resultado del trabajo de pensamiento secundario caigan bajo el proceso psíquico primario, fórmula esta con la que ahora podemos describir el trabajo que lleva a los sueños y a los síntomas histéricos. La tacha de insuficiencia es producto de la conjunción de dos factores que proceden de nuestra historia evolutiva, de los que uno es imputable por entero al aparato anímico y ha ejercido una influencia decisiva sobre el vínculo entre los dos sistemas, y el otro rige en dimensión variable e introduce en la vida anímica fuerzas pulsionales de origen orgánico. Ambos provienen de la vida infantil y son un sedimento de la alteración que nuestro organismo anímico y somático ha experimentado desde las épocas infantiles.

Cuando llamé primario a uno de los procesos psíquicos que ocurren en el aparato anímico, no lo hice sólo por referencia a su posición en un ordenamiento jerárquico ni a su capacidad de operación, sino que al darle ese nombre me refería también a lo cronológico. Un aparato psíquico que posea únicamente el proceso primario no existe, que nosotros sepamos, y en esa medida es una ficción teórica; pero esto es un hecho: los procesos primarios están dados en aquel desde el comienzo, mientras que los secundarios sólo se constituyen poco a poco en el curso de la vida, inhiben a los primarios, se les superponen, y quizás únicamente en la plena madurez logran someterlos a su total imperio. A consecuencia de este advenimiento tardío de los procesos secundarios, el núcleo de nuestro ser, que consiste en mociones de deseos inconcientes, permanece inaprehensible y no inhibible para el preconciente, cuyo papel quedó limitado de una vez y para siempre a señalarles a las mociones de deseo que provienen del inconciente los caminos más adecuados al fin. Estos deseos inconcientes constituyen para todos los afanes posteriores del alma una compulsión a la que tienen que adecuarse, y a la que tal vez pueden empeñarse en desviar y dirigir hacia metas más elevadas. Un gran ámbito del material mnémico permanece también inasequible a la investidura preconciente a raíz de esa demora (Verspätung}.

Ahora bien, entre estas mociones de deseo indestructibles y no inhibibles que provienen de lo infantil se encuentran también aquellas cuyo cumplimiento ha entrado en una relación de contradicción con las representaciones-meta del proceso secundario. El cumplimiento de tales deseos ya no provocaría un afecto placentero, sino uno de displacer, y justamente esta mudanza del afecto constituye la esencia de lo que designamos «represión». Averiguar los caminos y las fuerzas pulsionantes en virtud de los cuales puede operarse esa mudanza, en eso radica el problema de la represión, que aquí bastará con tocar tangencialmente. (ver nota) Será suficiente establecer que una mudanza así del afecto ocurre en el curso del desarrollo (piénsese en el advenimiento del asco, que inicialmente faltaba en la vida infantil) y que se anuda con la actividad del sistema secundario. Los recuerdos desde los cuales el deseo inconciente provoca el desprendimiento del afecto nunca fueron accesibles al Prcc; por eso no fue posible inhibir su desprendimiento de afecto. Y precisamente a causa de este desarrollo del afecto tales representaciones tampoco ahora son asequibles desde los pensamientos preconcientes sobre los cuales han trasferido su fuerza de deseo. Más bien entra en funciones el principio de displacer y hace que el Prce se extrañe de tales pensamientos de trasferencia. Estos son librados a sí mismos, son «reprimidos» {desalojados}, y de esa suerte la existencia de un tesoro de recuerdos infantiles sustraídos desde el comienzo al Prcc pasa a ser la condición previa de la represión.

En el caso más favorable, se pone término al desarrollo de displacer sustrayendo su investidura a los pensamientos de trasferencia situados en el Prcc, y este éxito caracteriza la intervención del principio de displacer como acorde a fines. Pero otra cosa sucede cuando el deseo inconciente reprimido experimenta un refuerzo orgánico que él puede prestar a sus pensamientos de trasferencia, en cuyo caso los pone en condiciones de hacer el ensayo de irrumpir con su excitación, por más que hayan sido abandonados por la investidura del Prcc. Sobreviene entonces la lucha defensiva, pues el Prcc a su vez refuerza la oposición a los pensamientos reprimidos (contrainvestidura), y ello trae como efecto ulterior la irrupción de los pensamientos de trasferencia, que son portadores del deseo inconciente, en algún tipo de compromiso mediante una formación de síntoma. Ahora bien, desde el momento en que los pensamientos reprimidos son investidos con fuerza por la moción inconciente de deseo, pero son en cambio abandonados por la investidura preconciente, ellos quedan a merced del proceso psíquico primario, sólo apuntan a la descarga motriz o, cuando el camino está expedito, a la reanimación alucinatoria de la deseada identidad perceptiva. Ya antes hemos descubierto empíricamente que los procesos incorrectos descritos sólo se desarrollan con pensamientos que se encuentran bajo la represión. Ahora aprehendemos un nuevo tramo de esa concatenación. Tales procesos incorrectos son los primarios en el aparato psíquico; sobrevienen dondequiera que algunas representaciones son abandonadas por la investidura preconciente, son libradas a sí mismas y pueden ser llenadas con la energía no inhibida del inconciente, que aspira a drenarse. Algunas otras observaciones vienen a apoyar la concepción según la cual estos procesos llamados incorrectos no son en realidad falseamientos de los procesos normales, errores de pensamiento, sino los modos de trabajo del aparato psíquico que han sido liberados de una inhibición. Así, vemos que la conducción de la excitación preconciente a la motilidad acontece siguiendo esos mismos procesos, y que el enlace de las representaciones preconcientes con palabras fácilmente muestra desplazamientos y contaminaciones idénticos a los que se atribuyen a la falta de atención. Por último, una prueba del incremento de trabajo que se vuelve necesario en el caso de la inhibición de esos modos primarios de funcionamiento resulta del siguiente hecho: conseguimos un efecto cómico, un sobrante [de energía] que ha de descargarse por la risa cuando dejamos penetrar en la conciencia estos modos de funcionamiento del pensar. (ver nota)

La teoría de las psiconeurosis asevera con certeza excluyente que no pueden ser sino mociones de deseo sexuales procedentes de lo infantil las que experimentaron la represión (la mudanza del afecto) en los períodos de desarrollo de la infancia, y que en períodos posteriores del desarrollo son capaces de una renovación, ya sea a consecuencia de la constitución sexual que se configura desde la bisexualidad originaria, ya sea a consecuencia de influencias desfavorables sobre la vida sexual; y así ellas proporcionan las fuerzas pulsionantes de toda formación de síntoma psiconeurótica. Sólo mediante la introducción de estas fuerzas sexuales pueden salvarse las lagunas todavía registrables en la teoría de la represión. Quiero dejar en suspenso el averiguar si tenemos derecho a invocar lo sexual y lo infantil también para la teoría del sueño; dejo aquí incompleta esta teoría porque ya con el supuesto de que el deseo onírico proviene en todos los casos del inconciente me he internado un paso más allá de lo comprobable. (ver nota) Tampoco quiero indagar más sobre la índole de la diferencia, en lo que atañe al juego de las fuerzas psíquicas, entre la formación del sueño y la de los síntomas histéricos; es que para ello nos falta un conocimiento más preciso de uno de los términos que han de ponerse en comparación. Pero es otro el punto en que yo me afirmo, y anticipo esta confesión: a causa de este solo punto he incluido aquí todas las elucidaciones sobre los dos sistemas psíquicos, sobre sus modos de trabajo y sobre la represión. En efecto, no interesa que yo haya concebido de manera aproximadamente correcta las constelaciones psicológicas en cuestión, o bien, como es muy posible en materias tan difíciles, lo haya hecho torcida y deficientemente. Comoquiera que después se altere la interpretación de la censura psíquica, de la elaboración correcta y anormal del contenido del sueño, sigue siendo válido que tales procesos intervienen en la formación del sueño y que en lo esencial muestran la más grande analogía con los procesos reconocidos en la formación de los síntomas histéricos. Ahora bien, el sueño no es un fenómeno patológico; no tiene por premisa ninguna perturbación del equilibrio psíquico; no deja como secuela debilitamiento alguno de la capacidad de rendimiento. La objeción según la cual mis sueños y los de mis pacientes neuróticos no permiten extraer inferencias sobre los sueños de personas sanas podría desecharse sin considerarla siquiera. Por tanto, cuando desde los fenómenos inferimos sus fuerzas pulsionantes, reconocemos que el mecanismo psíquico de que se sirve la neurosis no es creado primero por una perturbación patológica que atacara a la vida anímica, sino que ya se encuentra dispuesto dentro del edificio normal del aparato anímico. Los dos sistemas psíquicos, la censura del pasaje entre ellos, la inhibición y la superposición de una actividad por la otra, las relaciones de ambos con la conciencia -o lo que una interpretación más correcta de las condiciones fácticas pueda poner en su lugar-, todo eso pertenece al edificio normal. de nuestro instrumento anímico, y el sueño nos indica uno de los caminos que llevan al conocimiento de su estructura. Si queremos contentarnos con un aumento mínimo, pero plenamente certificado, de nuestro saber, diremos que el sueño nos prueba que lo sofocado persiste también en los hombres normales y sigue siendo capaz de operaciones psíquicas. El sueño mismo es una de las exteriorizaciones de eso sofocado; según la teoría lo es en todos los casos, y según la experiencia palpable lo es al menos en una gran cantidad de ellos, que exhiben precisamente de la manera más nítida los caracteres llamativos de la vida onírica. Eso sofocado que hay en el alma, cuya expresión es impedida en la vida de vigilia por la {recíproca y} opuesta tramitación de las contradicciones y que fue cortado de la percepción interna, encuentra en la vida nocturna y bajo el imperio de las formaciones de compromiso los medios y caminos para abrirse paso hasta la conciencia.


«Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo». (ver nota)


Pero la interpretación del sueño es la vía regia hacia el conocimiento de lo inconciente dentro de la vida anímica.

Sí perseguimos el análisis del sueño avanzaremos un poco en la intelección de la composición de ese instrumento, de todos el más maravilloso y el más lleno de secretos. Será muy poco, sin duda, pero al mismo tiempo habremos dado el primer paso para progresar después, desde otras formaciones (que han de llamarse patológicas), en su descomposición. Es que la enfermedad -al menos la que, con acierto, se llama «funcional»- no tiene por premisa la destrucción de este aparato o la producción de escisiones nuevas en su interior; ha de explicarse dinámicamente por el fortalecimiento y el debilitamiento de los componentes del juego de fuerzas del que tantos efectos permanecen ocultos durante la función normal. En otro lugar podría mostrarse todavía el modo en que la composición del apa1ato por las dos instancias mencionadas permite un refinamiento incluso de su función normal, imposible con una sola de ellas. (ver nota)

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