jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1915) Lo inconsciente

Lo inconciente. (1915).
«Das Unbewusste»
Nota introductoria

El psicoanálisis nos ha enseñado que la esencia del proceso de la represión no consiste en cancelar, en aniquilar una representación representante de la pulsión, sino en impedirle que devenga conciente. Decimos entonces que se encuentra en el estado de lo «inconciente», y podemos ofrecer buenas pruebas de que aun así es capaz de exteriorizar efectos, incluidos los que finalmente alcanzan la conciencia. Todo lo reprimido tiene que permanecer inconciente, pero queremos dejar sentado desde el comienzo que lo reprimido no recubre todo lo inconciente. Lo inconciente abarca el radio más vasto; lo reprimido es una parte de lo inconciente. ¿De qué modo podemos llegar a conocer lo inconciente? Desde luego, lo conocemos sólo como conciente, después que ha experimentado una trasposición o traducción a lo conciente. El trabajo psicoanalítico nos brinda todos los días la experiencia de que esa traducción es posible. Para ello se requiere que el analizado venza ciertas resistencias, las mismas que en su momento convirtieron a eso en reprimido por rechazo de lo conciente.


Justificación del concepto
de lo inconciente

Desde muchos ángulos se nos impugna el derecho a suponer algo anímico inconciente y a trabajar científicamente con ese supuesto. En contra, podemos aducir que el supuesto de lo inconciente es necesario y es legítimo, y que poseemos numerosas pruebas en favor de la existencia de lo inconciente.

Es necesario, porque los datos de la conciencia son en alto grado lagunosos; en sanos y en enfermos aparecen a menudo actos psíquicos cuya explicación presupone otros actos de los que, empero, la conciencia no es testigo. Tales actos no son sólo las acciones fallidas y los sueños de los sanos, ni aun todo lo que llamamos síntomas psíquicos y fenómenos obsesivos en los enfermos; por nuestra experiencia cotidiana más personal estamos familiarizados con ocurrencias cuyo origen desconocemos y con resultados de pensamiento cuyo trámite se nos oculta. Estos actos concientes quedarían inconexos e incomprensibles si nos empeñásemos en sostener que la conciencia por fuerza ha de enterarse de todo cuanto sucede en nosotros en materia de actos anímicos, y en cambio se insertan dentro de una conexión discernible si interpolamos los actos inconcientes inferidos. Ahora bien, una ganancia de sentido y de coherencia es un motivo que nos autoriza plenamente a ir más allá de la experiencia inmediata. Y si después se demuestra que sobre el supuesto de lo inconciente podemos construir un procedimiento que nos permite influir con éxito sobre el decurso de los procesos concientes para conseguir ciertos fines, ese éxito nos procurará una prueba incontrastable de la existencia de lo así supuesto. Es preciso, entonces, adoptar ese punto de vista: No es más que una presunción insostenible exigir que todo cuanto sucede en el interior de lo anímico tenga que hacerse notorio también para la conciencia.

Podemos avanzar otro poco y aducir, en apoyo de la existencia de un estado psíquico inconciente, que, en cualquier momento dado, la conciencia abarca sólo un contenido exiguo; por tanto, la mayor parte de lo que llamamos conocimiento conciente tiene que encontrarse en cada caso, y por los períodos más prolongados, en un estado de latencia; vale decir: en un estado de inconciencia {Unbewusstheit} psíquica. Atendiendo a todos nuestros recuerdos latentes, sería inconcebible que se pusiese en entredicho lo inconciente. Pero ahora nos sale al paso una objeción: estos recuerdos latentes ya no deberían calificarse más de psíquicos, sino que corresponderían a los restos de procesos somáticos de los cuales lo psíquico puede brotar de nuevo. Es fácil replicar que, al contrario, el recuerdo latente es indudablemente el saldo de un estado psíquico. Pero más importante es dejar en claro que esa objeción descansa en la igualación no explícita, pero establecida de antemano, entre lo conciente y lo anímico. Tal igualación es, o bien una petitio principii que no deja lugar a inquirir si es verdad que todo lo psíquico tiene que ser conciente, o bien un asunto de convención, de nomenclatura. En este último carácter, como convención, es desde luego irrefutable. Sólo queda preguntarse si es a tal punto adecuada que sería forzoso adherir a ella. Hay derecho a responder que la igualación convencional de lo psíquico con lo conciente es enteramente inadecuada. Desgarra las continuidades psíquicas, nos precipita en las insolubles dificultades del paralelismo psicofísico (ver nota), está expuesta al reproche de que sobrestima sin fundamentación visible el papel de la conciencia y nos compele a abandonar antes de tiempo el ámbito de la indagación psicológica, sin ofrecernos resarcimiento en otros campos.

De cualquier modo, resulta claro que esa cuestión, a saber, si han de concebirse como anímicos inconcientes o como físicos esos estados de la vida anímica de innegable carácter latente, amenaza terminar en una disputa terminológica. Por eso es juicioso promover al primer plano lo que sabemos con seguridad acerca de la naturaleza de estos discutibles estados. Ahora bien, en sus caracteres físicos nos resultan por completo inasequibles; ninguna idea fisiológica, ningún proceso químico pueden hacernos vislumbrar su esencia. Por el otro lado, se comprueba que mantienen el más amplio contacto con los procesos anímicos concientes; con un cierto rendimiento de trabajo pueden trasponerse en estos, ser sustituidos por estos; y admiten ser descritos con todas las categorías que aplicamos a los actos anímicos concientes, como representaciones, aspiraciones, decisiones, etc. Y aun de muchos de estos estados latentes tenemos que decir que no se distinguen de los concientes sino, precisamente, porque les falta la conciencia. Por eso no vacilaremos en tratarlos como objetos de investigación psicológica, y en el más íntimo entrelazamiento con los actos anímicos concientes.

La obstinada negativa a admitir el carácter psíquico de los actos anímicos latentes se explica por el hecho de que la mayoría de los fenómenos en cuestión no pasaron a ser objeto de estudio fuera del psicoanálisis. Quien no conoce los hechos patológicos, juzga las acciones fallidas de las personas normales como meras contingencias y se conforma con la vieja sabiduría para la cual los sueños sueños son, no tiene más que soslayar algunos enigmas de la psicología de la conciencia para ahorrarse el supuesto de una actividad anímica inconciente. Por lo demás, los experimentos hipnóticos, en particular la sugestión poshipnótica, pusieron de manifiesto de manera palpable, incluso antes de la época del psicoanálisis, la existencia y el modo de acción de lo inconciente anímico (ver nota).

Ahora bien, el supuesto de lo inconciente es, además, totalmente legítimo, puesto que para establecerlo no nos apartamos un solo paso de nuestro modo habitual de pensamiento, que se tiene por correcto. A cada uno de nosotros, la conciencia nos procura solamente el conocimiento de nuestros propios estados anímicos; que otro hombre posee también conciencia, he ahí un razonamiento que extraemos per analogiam sobre la base de las exteriorizaciones y acciones perceptibles de ese otro, y a fin de hacernos inteligible su conducta. (Psicológicamente más correcta es, empero, esta descripción: sin una reflexión especial, atribuimos a todos cuantos están fuera de nosotros nuestra misma constitución, y por tanto también nuestra conciencia; y esta identificación es en verdad la premisa de nuestra comprensión.) Este razonamiento -o esta identificación- fue extendido antaño por el yo a otros hombres, a animales, a plantas, a seres inanimados y al mundo como un todo, y resultó aplicable toda vez que la semejanza con el yo-individuo era abrumadoramente grande, pero se hacía más dudosa en la medida en que lo otro se distanciaba del yo. Hoy nuestro pensamiento crítico ya vacila en atribuir conciencia a los animales, se la rehusa a las plantas y relega a la mística el supuesto de una conciencia en lo inanimado. Pero aun donde la inclinación originaria a la identificación ha salido airosa del examen crítico, en lo otro humano, lo más próximo a nosotros, el supuesto de que posee conciencia descansa en un razonamiento y no puede compartir la certeza inmediata de nuestra propia conciencia.

El psicoanálisis no nos exige sino que este modo de razonamiento se vuelva también hacia la persona propia, para lo cual no tenemos inclinación constitucional alguna. Si así se hace, deberá decirse que todos los actos y exteriorizaciones que yo noto en mí y no sé enlazar con el resto de mi vida psíquica tienen que juzgarse como si pertenecieran a otra persona y han de esclarecerse atribuyendo a esta una vida anímica. La experiencia muestra también que esos mismos actos a que no concedemos reconocimiento psíquico en la persona propia, muy bien los interpretamos en otros, vale decir, nos arreglamos para insertarlos dentro de la concatenación anímica. Es evidente que nuestra indagación es desviada aquí de la persona propia por un obstáculo particular, que le impide alcanzar un conocimiento más correcto de ella.

Si, a pesar de esa renuencia interior, volvemos hacia la persona propia aquel modo de razonamiento, él no nos lleva a descubrir un inconciente, sino, en rigor, al supuesto de una conciencia otra, una conciencia segunda que en el interior de mi persona está unida con la que me es notoria. Solamente aquí encuentra la crítica, ocasión justificada para objetar algo. En primer lugar, una conciencia de la que su propio portador nada sabe es algo diverso de una conciencia ajena, y en general es dudoso que merezca considerarse siquiera una conciencia así, en que se echa de menos su rasgo más importante. El que se rebeló contra el supuesto de algo psíquico inconciente no puede quedar satisfecho trocándolo por Una conciencia inconciente. En segundo lugar, el análisis apunta que los diversos procesos anímicos latentes que discernimos gozan de un alto grado de independencia recíproca, como si no tuvieran conexión alguna entre sí y nada supieran unos de otros. Debemos estar preparados, por consiguiente, a admitir en nosotros no sólo una conciencia segunda, sino una tercera, una cuarta, y quizás una serie inacabable de estados de conciencia desconocidos para nosotros todos ellos y que se ignoran entre sí. En tercer lugar, entra en la cuenta un argumento más serio: por la investigación analítica llegamos a saber que una parte de estos procesos latentes poseen caracteres y peculiaridades que nos parecen extraños y aun increíbles, y contrarían directamente las propiedades de la conciencia que nos son familiares. Ello nos da fundamento para reformular aquel razonamiento vuelto hacia la persona propia: no nos prueba la existencia en nosotros de una conciencia segunda, sino la de actos psíquicos que carecen de conciencia. Podremos también rechazar la designación de «subconciencia» por incorrecta y descaminada (ver nota). Los casos conocidos de «double conscience» (escisión {Spaltung} de la conciencia) nada prueban en contra de nuestra concepción. Admiten describirse de la manera más certera como casos de escisión de la actividad del alma en dos grupos, siendo entonces una misma conciencia la que se vuelve alternadamente a un campo o al otro.

Dentro del psicoanálisis no nos queda, pues, sino declarar que los procesos anímicos son en sí inconcientes y comparar su percepción por la conciencia con la percepción del mundo exterior por los órganos sensoriales (ver nota). Y aun esperamos extraer de esta comparación una ganancia para nuestro conocimiento. El supuesto psicoanalítico de la actividad anímica inconciente nos aparece, por un lado, como una continuación del animismo primitivo, que dondequiera nos espejaba homólogos de nuestra conciencia, y, por otro, como continuación de la enmienda que Kant introdujo en nuestra manera de concebir la percepción exterior. Así como Kant nos alertó para que no juzgásemos a la percepción como idéntica a lo percibido incognoscible, descuidando el condicionamiento subjetivo de ella, así el psicoanálisis nos advierte que no hemos de sustituir el proceso psíquico inconciente, que es el objeto de la conciencia, por la percepción que esta hace de él. Como lo físico, tampoco lo psíquico es necesariamente en la realidad según se nos aparece. No obstante, nos dispondremos satisfechos a experimentar que la enmienda de la percepción interior no ofrece dificultades tan grandes como la de la percepción exterior, y que el objeto interior es menos incognoscible que el mundo exterior.








La multivocidad de
lo inconciente,
y el punto de vista tópico



Antes de seguir avanzando queremos establecer el hecho importante, pero también enojoso, de que la condición de inconciente {Unbewusstheit} es sólo una marca de lo psíquico que en modo alguno basta para establecer su característica. Existen actos psíquicos de muy diversa dignidad que, sin embargo, coinciden en cuanto al carácter de ser inconcientes. Lo inconciente abarca, por un lado, actos que son apenas latentes, inconcientes por algún tiempo, pero en lo demás en nada se diferencian de los concientes; y, por otro lado, procesos como los reprimidos, que, si devinieran concientes, contrastarían de la manera más llamativa con los otros procesos concientes. Pondríamos fin a todos los malentendidos si en lo sucesivo, para la descripción de los diversos tipos de actos psíquicos, prescindiésemos por completo de que sean concientes o inconcientes y los clasificáramos y entramáramos tan sólo según su modo de relación con las pulsiones y metas, según su composición y su pertenencia a los sistemas psíquicos supraordinados unos respecto de los otros. Ahora bien, por diversas razones esto es impracticable, y así no podemos escapar a esta ambigüedad: usamos las palabras «conciente» e «inconciente» ora en el sentido descriptivo, ora en el sistemático, en cuyo caso significan pertenencia a sistemas determinados y dotación con ciertas propiedades. También se podría hacer el intento de evitar la confusión designando a los sistemas psíquicos conocidos mediante nombres que se escogiesen al azar y no aludiesen a la condición de conciente {Bewusstheit}; sólo que antes debería especificarse aquello en que se funda la diferenciación entre los sistemas, y al hacerlo no se podría esquivar la condición de conciente, pues ella constituye el punto de partida de todas nuestras indagaciones. Quizá pueda depararnos algún remedio la siguiente propuesta: sustituir, al menos en la escritura, «conciencia» por el símbolo Cc, e «inconciente» por la correspondiente abreviatura Icc, toda vez que usemos esas dos palabras en el sentido sistemático.


Dentro de una exposición positiva enunciamos ahora, como resultado del psicoanálisis: un acto psíquico en general atraviesa por dos fases de estado, entre las cuales opera como selector una suerte de examen (censura). En la primera fase él es inconciente y pertenece al sistema Icc; sí a raíz del examen es rechazado por la censura, se le deniega el paso a la segunda fase; entonces se llama «reprimido» y tiene que permanecer inconciente. Pero si sale airoso de este examen entra en la segunda fase y pasa a pertenecer al segundo sistema, que llamaremos el sistema Cc. Empero, su relación con la conciencia no es determinada todavía unívocamente por esta pertenencia. No es aún conciente, sino susceptible de conciencia (según la expresión de J. Breuer) (ver nota) vale decir, ahora puede ser objeto de ella sin una particular resistencia toda vez que se reúnan ciertas condiciones. En atención a esta susceptibilidad de conciencia llamamos al sistema Cc también el «preconciente». Si se llegara a averiguar que a su vez el devenirconciente de lo preconciente es codeterminado por una cierta censura, deberíamos aislar entre sí con rigor los sistemas Prcc y Cc.. Provisionalmente baste con establecer que el sistema Prcc participa de las propiedades del sistema Cc, y que la censura rigurosa está en funciones en el paso del Icc al Prcc (o Cc).

Con la aceptación de estos dos (o tres) sistemas psíquicos, el psicoanálisis se ha distanciado otro paso de la psicología descriptiva de la conciencia y se ha procurado un nuevo planteamiento y un nuevo contenido. De la psicología que ha imperado hasta ahora se distingue, principalmente, por su concepción dinámica de los procesos anímicos; y a ello se suma que también quiere tomar en cuenta la tópica psíquica e indicar, para un acto psíquico cualquiera, el sistema dentro del cual se consuma o los sistemas entre los cuales se juega. A causa de este empeño ha recibido también el nombre de psicología de lo profundo. Más adelante veremos que el psicoanálisis todavía puede enriquecerse con otro punto de vista.

Sí queremos tomar en serio una tópica de los actos anímicos, tenemos que dirigir nuestro interés a una duda que en este punto asoma. Si un acto psíquico (limitémonos aquí a los que son de la naturaleza de una representación) experimenta la trasposición del sistema Icc al sistema Ce (o Prec), ¿debemos suponer que a ella se liga una fijación {Fixierung} nueva, a la manera de una segunda trascripción de la representación correspondiente, la cual entonces puede contenerse también en una nueva localidad psíquica subsistiendo, además, la trascripción originaria, inconciente? (ver nota) ¿0 más bien debemos creer que la trasposición consiste en un cambio de estado que se cumple en idéntico material y en la misma localidad? Esta pregunta puede parecer abstrusa, pero tenemos que planteárnosla si queremos formarnos una idea más precisa de la tópica psíquica, de la dimensión de lo psíquico profundo. Es difícil porque rebasa lo puramente psicológico y roza las relaciones del aparato psíquico con la anatomía. Sabemos que tales relaciones existen, en lo más grueso. Es un resultado inconmovible de la investigación científica que la actividad del alma se liga con la función del cerebro como no lo hace con ningún otro órgano. Un nuevo paso -no se sabe cuán largo- nos hace avanzar el descubrimiento del desigual valor de las partes del cerebro y su relación especial con determinadas partes del cuerpo y actividades mentales. Pero han fracasado de raíz todos los intentos por colegir desde ahí una localización de los procesos anímicos, todos los esfuerzos por imaginar las representaciones almacenadas en células nerviosas y la circulación de las excitaciones por los haces de nervios (ver nota). El mismo destino correría una doctrina que pretendiera individualizar el lugar anatómico del sistema Cc (la actividad conciente del alma) en la corteza cerebral, por ejemplo, y situar los procesos inconcientes en las zonas subcorticales del cerebro (ver nota). Aquí se nos abre una laguna; por hoy no es posible llenarla, ni es tarea de la psicología. Nuestra tópica psíquica provisionalmente nada tiene que ver con la anatomía; se refiere a regiones del aparato psíquico, dondequiera que estén situadas dentro del cuerpo, y no a localidades anatómicas.

Nuestro trabajo, por tanto, es libre en este aspecto y le está permitido proceder según sus propias necesidades. Esto último será provechoso siempre que tengamos presente que nuestros supuestos no reclaman, en principio, sino el valor de ilustraciones. La primera de las dos posibilidades consideradas, a saber, que la fase Cc de la representación significa una trascripción nueva de ella, situada en otro lugar, es sin duda la más grosera, aunque también la más cómoda. El segundo supuesto, el de un cambio de estado meramente funcional, es el más verosímil de antemano, pero es menos plástico, de manejo más difícil. Con el primer supuesto, el supuesto tópico, se enlaza un divorcio tópico entre los sistemas Icc y Ce y la posibilidad de que una representación esté presente al mismo tiempo en dos lugares del aparato psíquico, y aun de que se traslade regularmente de un lugar a otro sí no está inhibida por la censura, llegado el caso sin perder su primer asentamiento o su primera trascripción. Quizás esto parezca extraño, pero puede apuntalarse en impresiones extraídas de la práctica psicoanalítica.

Si comunicamos a un paciente una representación que él reprimió en su tiempo y hemos logrado colegir, ello al principio en nada modifica su estado psíquico. Sobre todo, no cancela la represión ni, como quizá podría esperarse, hace que sus consecuencias cedan por el hecho de que la representación antes inconciente ahora devenga conciente. Al contrario, primero no se conseguirá más que una nueva desautorización de la representación reprimida. Pero de hecho el paciente tiene ahora la misma representación bajo una doble forma en lugares diferentes de su aparato anímico; primero, posee el recuerdo conciente de la huella auditiva de la representación que le hemos comunicado, y en segundo término, como con certeza sabemos, lleva en su interior (y en la forma que antes tuvo) el recuerdo inconciente de lo vivenciado (ver nota). En realidad, la cancelación de la represión no sobreviene hasta que la representación conciente, tras vencer las resistencias, entra en conexión con la huella mnémica inconciente. Sólo cuando esta última es hecha conciente se consigue el éxito. Por tanto, para una consideración superficial parecería comprobado que representaciones concientes e inconcientes son trascripciones diversas, y separadas en sentido tópico, de un mismo contenido. Pero la más somera reflexión muestra que la identidad entre la comunicación y el recuerdo reprimido del paciente no es sino aparente. El tener oído y el tener-vivenciado son, por su naturaleza psicológica, dos cosas por entero diversas, por más que posean idéntico contenido.

Por consiguiente, en un comienzo no estamos en condiciones de distinguir entre las dos posibilidades. Tal vez más adelante acertemos con factores que puedan inclinar la balanza en favor de una de ellas. Quizá nos aguarde el descubrimiento de que nuestro planteo era insuficiente y la diferencia entre la representación inconciente y la conciente ha de determinarse de un modo radicalmente diverso.









Sentimientos inconcientes



Hemos circunscrito el anterior debate a las representaciones, y ahora podemos plantear un nuevo problema cuya respuesta no podrá menos que contribuir a la aclaración de nuestras opiniones teóricas. Dijimos que había representaciones concientes e inconcientes; ¿existen también mociones pulsionales, sentimientos, sensaciones inconcientes, o esta vez es disparatado formar esos compuestos?

Opino, en verdad, que la oposición entre conciente e inconciente carece de toda pertinencia respecto de la pulsión. Una pulsión nunca puede pasar a ser objeto de la conciencia; sólo puede serlo la representación que es su representante. Ahora bien, tampoco en el interior de lo inconciente puede estar representada si no es por la representación. Si la pulsión no se adhiriera a una representación ni saliera a la luz como un estado afectivo, nada podríamos saber de ella. Entonces, cada vez que pese a eso hablamos de una moción pulsional inconciente o de una moción pulsional reprimida, no es sino por un inofensivo descuido de la expresión. No podemos aludir sino a una moción pulsional cuya agencia representante-representación es inconciente, pues otra cosa no entra en cuenta.

Creeríamos que la respuesta a la pregunta por las sensaciones, los sentimientos, los afectos inconcientes se resolvería con igual facilidad. Es que el hecho de que un sentimiento sea sentido, y, por lo tanto, que la conciencia tenga noticia de él, es inherente a su esencia. La posibilidad de una condición inconciente faltaría entonces por entero a sentimientos, sensaciones, afectos. Pero en la práctica psicoanalítica estamos habituados a hablar de amor, odio, furia, etc., inconcientes, y aun hallamos inevitable la extraña combinación «conciencia inconciente de culpa» o una paradójica «angustia inconciente». ¿Tiene este uso lingüístico mayor significado aquí que en el caso de la «pulsión inconciente»?


En realidad, las cosas se presentan en este caso dispuestas de otra manera. Ante todo puede ocurrir que una moción de afecto o de sentimiento sea percibida, pero erradamente. Por la represión de su representante genuino fue compelida a enlazarse con otra representación, y así la conciencia la tiene por exteriorización de esta última. Cuando restauramos la concatenación correcta, llamamos «inconciente» a la moción afectiva originaria, aunque su afecto nunca lo fue, pues sólo su representación debió pagar tributo a la represión. El uso de las expresiones «afecto inconciente» y «sentimiento inconciente» remite en general a los destinos del factor cuantitativo de la moción pulsional, que son consecuencia de la represión. Sabemos que esos destinos pueden ser tres: el afecto persiste -en un todo o en parte- como tal, o es mudado en un monto de afecto cualitativamente diverso (en particular, en angustia), o es sofocado, es decir, se estorba por completo su desarrollo. (Estas posibilidades son quizá más fáciles de estudiar en el trabajo del sueño que en las neurosis.) (ver nota). Sabemos también que la sofocación del desarrollo del afecto es la meta genuina de la represión, y que su trabajo queda inconcluso cuando no la alcanza. En todos los casos en que la represión consigue inhibir el desarrollo del afecto, llamamos «inconcientes» a los afectos que volvemos, a poner en su sitio tras enderezar {Redressement} lo que el trabajo represivo había torcido. Por tanto, no puede negarse consecuencia al uso lingüístico; pero en la comparación con la representación inconciente surge una importante diferencia: tras la represión, aquella sigue existiendo en el interior del sistema Icc como formación real, mientras que ahí mismo al afecto inconciente le corresponde sólo una posibilidad de planteo {de amago} a la que no se le permite desplegarse. En rigor, y aunque el uso lingüístico siga siendo intachable, no hay por tanto afectos inconcientes como hay representaciones inconcientes. Pero dentro del sistema Icc muy bien puede haber formaciones de afecto que, al igual que otras, devengan concientes. Toda la diferencia estriba en que las representaciones son investiduras -en el fondo, de huellas mnémicas-, mientras que los afectos y sentimientos corresponden a procesos de descarga cuyas exteriorizaciones últimas se perciben como sensaciones. En el estado actual de nuestro conocimiento de los afectos y sentimientos no podemos expresar con mayor claridad esta díferencia (ver nota).

Especial interés tiene para nosotros el haber averiguado que la represión puede llegar a inhibir la trasposición de la moción pulsional en una exteriorización de afecto. Esa comprobación nos muestra que el sistema Cc normalmente gobierna la afectividad así como el acceso a la motilidad, y realza el valor de la represión, por cuanto revela que no sólo coarta la conciencia, sino el desarrollo del afecto y la puesta en marcha de la actividad muscular. Con una formulación invertida podríamos decir: Mientras el sistema Cc gobierna la afectividad y la motilidad, llamamos normal al estado psíquico del individuo. Empero, hay una innegable diferencia en la relación del sistema dominante con las dos acciones de descarga próximas entre sí (ver nota). Mientras que el imperio de la G, sobre la motilidad voluntaria es muy firme, y por regla general resiste el asalto de la neurosis y sólo es quebrantado en la psicosis, su gobierno del desarrollo del afecto es menos sólido. Y aun dentro de la vida normal puede discernirse una pugna permanente de los dos sistemas, Cc e Icc, en torno del primado sobre la afectividad; se deslindan entre sí ciertas esferas de influencia y se establecen contaminaciones entre las fuerzas eficaces.

La importancia del sistema Cc (Prcc) para el acceso al desprendimiento de afecto y a la acción nos permite también comprender el papel que toca a la representación sustitutiva en la conformación de la enfermedad. Es posible que el desprendimiento de afecto parta directamente del sistema Icc, en cuyo caso tiene siempre el carácter de la angustia, por la cual son trocados todos los afectos «reprimidos». Pero con frecuencia la moción pulsional tiene que aguardar hasta encontrar una representación sustitutiva en el interior del sistema Cc. Después el desarrollo del afecto se hace posible desde este sustituto conciente, cuya naturaleza determina el carácter cualitativo del afecto. Hemos afirmado que en la represión se produce un divorcio entre el afecto y su representación, a raíz de lo cual ambos van al encuentro de sus destinos separados. Esto es incontrastable desde el punto de vista descriptivo; empero, el proceso real es, por regla general, que un afecto no hace su aparición hasta que no se ha consumado la irrupción en una nueva subrogación {Vertretung} del sistema Cc.








Tópica y dinámica
de la represión




Llegamos entonces a este resultado: la represión es en lo esencial un proceso que se cumple sobre representaciones en la frontera de los sistemas Icc y Prcc (Cc). Ahora podemos hacer un renovado intento por describir más a fondo ese proceso. Ha de tratarse de una sustracción de investidura, pero nos resta averiguar el sistema dentro del cual se realiza esa sustracción y aquel al cual pertenece la investidura sustraída.

La representación reprimida sigue teniendo capacidad de acción dentro del Icc; por tanto, debe de haber conservado su investidura. Lo sustraído ha de ser algo diverso. Consideremos el caso de la represión propiamente dicha (del «esfuerzo de dar caza»), tal como se ejerce sobre la representación preconciente o aun sobre la ya conciente; entonces la represión sólo puede consistir en que a la representación se le sustraiga la investidura (pre)conciente que pertenece al sistema Prcc. La representación queda entonces desinvestida, o recibe investidura del Icc, o conserva la investidura icc que ya tenía. Por tanto, hay sustracción de la investidura preconciente, conservación de la investidura inconciente o sustitución de la investidura preconciente por una inconciente. Notemos, además, que hemos puesto en la base de esta observación, como al descuido, este supuesto: el paso desde el sistema Icc a uno contiguo no acontece mediante una trascripción nueva, sino mediante un cambio de estado, una mudanza en la investidura. El supuesto funcional ha arrojado aquí del campo, con poco esfuerzo, al supuesto tópico.

Empero, este proceso de sustracción de libido no basta para hacer inteligible otro carácter de la represión. No se advierte la razón por la cual la representación que sigue investida o que es provista de investidura desde el Icc no haría intentos renovados por penetrar en el sistema Prec, valida de su investidura. En tal caso la sustracción de libido tendría que repetirse en ella y ese juego idéntico se proseguiría interminablemente, pero el resultado no sería la represión. De igual modo, el aludido mecanismo de sustracción de una investidura preconciente no funcionaría cuando estuviera en juego la figuración de la represión primordial; es que en ese caso está presente una representación inconciente que aún no ha recibido investidura alguna del Prcc y, por tanto, ella no puede serle sustraída.

Aquí necesitamos entonces de otro proceso, que en el primer caso [el del esfuerzo de dar caza] mantenga la represión, y en el segundo [el de la represión primordial] cuide de su producción y de su permanencia, y sólo podemos hallarlo en el supuesto de una contrainvestidura mediante la cual el ;sistema Prcc se protege contra el asedio de la representación inconciente. En ejemplos clínicos veremos el modo en que se exterioriza una contrainvestidura así, que opera en el interior del sistema Prcc. Ella representa {repräsentiert} el gasto permanente [de energía] de una represión primordial, pero es también lo que garantiza su permanencia. La contrainvestidura es el único mecanismo de la represión primordial; en la represión propiamente dicha (el esfuerzo de dar caza) se suma la sustracción de la investidura prcc. Y es muy posible que precisamente la investidura sustraída de la representación se aplique a la contrainvestidura.

Reparamos en que poco a poco hemos ido delineando, en la exposición de ciertos fenómenos psíquicos, un tercer punto de vista además del dinámico y del tópico, a saber, el económico, que aspira a perseguir los destinos de las magnitudes de excitación y a obtener una estimación por lo menos relativa de ellos. No juzgamos inadecuado designar mediante un nombre particular este modo de consideración que es el coronamiento de la investigación psicoanalítica. Propongo que cuando consigamos describir un proceso psíquico en sus aspectos dinámicos, tópicos y económicos eso se llame una exposición metapsicológica. Cabe predecir que, dado el estado actual de nuestros conocimientos, lo conseguiremos sólo en unos pocos lugares.


Hagamos un tímido intento de dar una descripción metapsicológica del proceso de la represión en las tres neurosis de trasferencia conocidas. Nos está permitido sustituir «in vestidura» por «libido», pues, como sabemos, se trata de los destinos de las pulsiones sexuales.

En el caso de la histeria de angustia, una primera fase del proceso suele descuidarse; quizá ni siquiera se la advierte pero es bien notable para una observación más cuidadosa. Consiste en que la angustia surge sin que se perciba ante qué. Cabe suponer que dentro del Icc existió una moción de amor que demandaba trasponerse al sistema Prcc; pero la investidura volcada a ella desde este sistema se le retiró al modo de un intento de huida, y la investidura libidinal inconciente de la representación así rechazada fue descargada como angustia. A raíz de una eventual repetición del proceso, se dio un primer paso para domeñar ese desagradable desarrollo de angustia (ver nota). La investidura [prcc] fugada se volcó a una representación sustitutiva que, a su vez, por una parte se entramó por vía asociativa con la representación rechazada y, por la otra, se sustrajo de la represión por su distanciamiento respecto de aquella (sustituto por desplazamiento) y permitió una racionalización del desarrollo de angustia todavía no inhibible. La representación sustitutiva juega ahora para el sistema Cc (Prcc) el papel de una contrainvestidura; en efecto, lo asegura contra la emergencia en la Cc de la representación reprimida. Por otra parte, es el lugar de donde arranca el desprendimiento de afecto, ahora no inhibible, y en mayor medida; al menos, se comporta como si fuera ese lugar de arranque. La observación clínica muestra, por ejemplo, que un niño afectado de fobia a los animales siente angustia cuando se da una de estas dos condiciones: la primera, cuando la moción de amor {hacia su padre} reprimida experimenta un refuerzo; la segunda, cuando es percibido el animal angustiante. La representación sustitutiva se comporta, en un caso, como el lugar de una trasmisión desde el sistema Icc al interior del sistema Cc y, en el otro, como una fuente autónoma de desprendimiento de angustia. La expansión del imperio del sistema Cc suele exteriorizarse en el hecho de que el primer modo de excitación de la representación sustitutiva retrocede cada vez más frente al segundo. Quizás al final el niño se comporte como si no tuviera ninguna inclinación hacia el padre, como si se hubiera emancipado por completo de él y realmente experimentara angustia frente al animal. Sólo que esa angustia frente al animal, alimentada desde la fuente pulsional inconciente, se muestra refractaria e hipertrófica frente a todas las influencias que parten del sistema Cc, en lo cual deja traslucir que su origen se sitúa en el sistema Icc.

Por tanto, en la segunda fase de la histeria de angustia la contrainvestidura desde el sistema Cc ha llevado a la formación sustitutiva. El mismo mecanismo encuentra pronto un nuevo empleo. Como sabemos, el proceso de la represión no está todavía concluido; tiene un cometido ulterior: inhibir el desarrollo de angustia que parte del sustituto (ver nota). Esto acontece del siguiente modo: todo el entorno asociado de la representación sustitutiva es investido con una intensidad particular, de suerte que puede exhibir una elevada sensibilidad a la excitación. Una excitación en cualquier lugar de este parapeto dará, a consecuencia del enlace con la representación sustitutiva, el envión para un pequeño desarrollo de angustia que ahora es aprovechado como señal a fin de inhibir el ulterior avance de este último mediante una renovada huida de la investidura [prcc] (ver nota). Cuanto más lejos del sustituto temido se dispongan las contrainvestiduras sensibles y alertas, con precisión tanto mayor podrá funcionar este mecanismo destinado a aislar la representación sustitutiva y a coartar nuevas excitaciones de ella. Estas precauciones sólo protegen, desde luego, contra excitaciones que apuntan a la representación sustitutiva desde fuera, por la percepción, pero jamás contra la moción pulsional que alcanza a la percepción sustitutiva desde su conexión con la representación reprimida. Por tanto, sólo empiezan a producir efectos cuando el sustituto ha tomado cabalmente sobre sí la subrogación de lo reprimido, mas nunca pueden ser del todo confiables. A raíz de cada acrecimiento de la moción pulsional, la muralla protectora que rodea a la representación sustitutiva debe ser trasladada un tramo más allá. El conjunto de esa construcción, establecida de manera análoga en las otras neurosis, lleva el nombre de fobia. La expresión de la huida frente a la investidura conciente de la representación sustitutiva son las evitaciones, renuncias y prohibiciones que permiten individualizar a la histeria de angustia.

Si abarcamos con la mirada todo el proceso, podemos decir que la tercera fase ha repetido el trabajo de la segunda en escala ampliada. El sistema Cc se protege ahora contra la activación de la representación sustitutiva mediante la contra-investidura de su entorno, así como antes se había asegurado contra la emergencia de la representación reprimida mediante la investidura de la representación sustitutiva. De ese modo encuentra su prosecución la formación sustitutiva por desplazamiento. Debe agregarse que el sistema Cc poseía antes sólo un pequeño lugar que servía de puerta de entrada para la invasión de la moción pulsional reprimida, a saber, la representación sustitutiva, pero al final todo el parapeto fóbico es un enclave de la influencia inconciente. Puede destacarse, además, este interesante punto de vista: mediante todo el mecanismo de defensa puesto en acción se ha conseguido proyectar hacia afuera el peligro pulsional. El yo se comporta como si el peligro del desarrollo de angustia no le amenazase desde una moción pulsional, sino desde una percepción, y por eso puede reaccionar contra ese peligro externo con intentos de huida: las evitaciones fóbicas. Algo se logra con este proceso de la represión; de algún modo puede ponerse dique al desprendimiento de angustia, aunque sólo a costa de graves sacrificios en materia de libertad personal. En general, los intentos de huida frente a las exigencias pulsionales son infructuosos, y el resultado de la huida fóbica sigue siendo, a pesar de todo, insatisfactorio.

De las constelaciones que hemos discernido en la histeria de angustia, buena parte vale también para las otras dos neurosis, de suerte que podemos circunscribir si; elucidación a las diferencias y al papel de la contrainvestidura. En la histeria de conversión, la investidura pulsional de la representación reprimida es traspuesta a la inervación del síntoma. En cuanto a la medida y a las circunstancias en que la representación inconciente es drenada mediante esta descarga hacia la inervación, para que pueda desistir de su esfuerzo de asedio {Andrängen} contra el sistema Ce, será mejor reservar esa y parecidas cuestiones para una investigación especial sobre la histeria. El papel de la contrainvestidura que parte del sistema Cc (Prcc) es nítido en la histeria de conversión; sale a la luz en la formación de síntoma. La contrainvestidura es lo que selecciona aquel fragmento de la agencia representante de pulsión sobre el cual se permite concentrarse a toda la investidura de esta última. Ese fragmento escogido como síntoma satisface la condición de expresar tanto la meta desiderativa de la moción pulsional cuanto los afanes defensivos o punitorios del sistema Cc; así es sobreinvestido y apoyado desde ambos lados, como sucede en el caso de la representación sustitutiva en la histeria de angustia. De esta situación podemos inferir sin más que el gasto represivo del sistema Cc no necesita ser tan grande como la energía de investidura del síntoma; en efecto, la fuerza de la represión se mide por la contrainvestidura gastada, y el síntoma no se apoya sólo en esta, sino, además, en la investidura pulsional condensada en él que le viene del sistema Icc.

Con respecto a la neurosis obsesiva, sólo deberíamos agregar a las observaciones contenidas en el ensayo anterior que en este caso la contrainvestidura del sistema Cc sale al primer plano de la manera más palmaria. Organizada como formación reactiva, es ella la que procura la primera represión; y en ella se consuma más tarde la irrupción de la representación reprimida. Podemos aventurar esta conjetura: al predominio de la contrainvestidura y a la falta de una descarga se debe que la obra de la represión aparezca en la histeria de angustia y en la neurosis obsesiva mucho menos lograda que en la histeria de conversión. (Ver nota)






Las propiedades particulares del sistema Icc



Un nuevo significado cobra el distingo entre los dos sistemas psíquicos si atendemos a que los procesos de uno de ellos, el Icc, exhiben propiedades que no se reencuentran en el contiguo más alto.

El núcleo del Icc consiste en agencias representantes de pulsión que quieren descargar su investidura; por tanto, en mociones de deseo. Estas mociones pulsionales están coordinadas entre sí, subsisten unas junto a las otras sin influirse y no se contradicen entre ellas. Cuando son activadas al mismo tiempo dos mociones de deseo cuyas metas no podrían menos que parecernos inconciliables, ellas no se quitan nada ni se cancelan recíprocamente, sino que confluyen en la formación de una meta intermedia, de un compromiso.

Dentro de este sistema no existe negación {Negation}, no existe duda ni grado alguno de certeza. Todo esto es introducido sólo por el trabajo de la censura entre Icc y Prcc. La negación es un sustituto de la represión, de nivel más alto (ver nota). Dentro del Icc no hay sino contenidos investidos con mayor o menor intensidad.

Prevalece [en el Icc] una movilidad mucho mayor de las intensidades de investidura. Por el proceso del desplazamiento, una representación puede entregar a otra todo el monto de su investidura; y por el de la condensación, puede tomar sobre sí la investidura íntegra de muchas otras. He propuesto ver estos dos procesos como indicios del llamado proceso psíquico primario. Dentro del sistema Prcc rige el proceso secundario; toda vez que a un tal proceso primario le es permitido jugar con elementos del sistema Prcc, aparece como «cómico» y mueve a risa (ver nota).

Los procesos del sistema Icc son atemporales, es decir, no están ordenados con arreglo al tiempo, no se modifican por el trascurso de este ni, en general, tienen relación alguna con él. También la relación con el tiempo se sigue del trabajo del sistema Cc.

Tampoco conocen los procesos Icc un miramiento por la realidad. Están sometidos al principio de placer; su destino sólo depende de la fuerza que poseen y de que cumplan los requisitos de la regulación de placer-displacer (ver nota).

Resumamos: ausencia de contradicción, proceso primario (movilidad de las investiduras), carácter atemporal y sustitución de la realidad exterior por la psíquica, he ahí los rasgos cuya presencia estamos autorizados a esperar en procesos pertenecientes al sistema Icc. (Ver nota)


Los procesos inconcientes sólo se vuelven cognoscibles para nosotros bajo las condiciones del soñar y de las neurosis, o sea, cuando procesos del sistema Prcc, más alto, son trasladados hacia atrás, a un estadio anterior, por obra de un rebajamiento (regresión). En sí y por sí ellos no son cognoscibles, y aun son insusceptibles de existencia, porque en época muy temprana al sistema Icc se le superpuso el Prcc, que ha arrastrado hacia sí el acceso a la conciencia y a la motilidad. La descarga del sistema Icc pasa a la inervación corporal para el desarrollo de afecto, pero, como tenemos averiguado, también esa vía de aligeramiento le es disputada por el Prec. Por sí solo, y en condiciones normales, el sistema Icc no podría consumar ninguna acción muscular adaptada al fin, con excepción de aquellas que ya están organizadas como reflejos.

Sólo veríamos a plena luz el significado cabal de los rasgos descritos del sistema Icc si les contrapusiéramos y comparásemos con ellos las propiedades del sistema Prcc. Pero esto nos llevaría demasiado lejos, y yo propongo que, de común acuerdo, lo pospongamos y emprendamos la comparación entre los dos sistemas después que hayamos apreciado el más alto (ver nota). Sólo lo más apremiante debe elucidarse desde ahora.

Los procesos del sistema Prcc exhiben -con independencia de que sean ya concientes o sólo susceptibles de conciencia- una inhibición de la proclividad a la descarga, característica de las representaciones investidas. Cuando el proceso traspasa de una representación a otra, la primera retiene una parte de su investidura y sólo una pequeña proporción experimenta el desplazamiento. Desplazamientos y condensaciones como los del proceso primario están excluidos o son muy limitados. Esta situación movió a J. Breuer a suponer dentro de la vida anímica dos estados diversos de la energía de investidura: uno ligado, tónico, y otro móvil, libre y proclive a la descarga. Yo creo que este distingo sigue siendo hasta hoy nuestra intelección más profunda en la esencia de la energía nerviosa, y no veo cómo podríamos prescindir de él. Sería una urgente necesidad de la exposición metapsicológica -quizá una empresa demasiado osada todavía- continuar la discusión en este punto.

Al sistema Prcc competen, además, el establecimiento de una capacidad de comercio entre los contenidos de las representaciones, de suerte que puedan influirse unas a otras, el ordenamiento temporal de ellas (ver nota), la introducción de una censura o de varias, el examen de realidad y el principio de realidad. También la memoria conciente parece depender por completo del Prcc; ha de separársela de manera tajante de las huellas mnémicas en que se fijan las vivencias del Icc, y probablemente corresponda a una trascripción particular tal como la que quisimos suponer, y después hubimos de desestimar, para el nexo de la representación conciente con la inconciente. En esta concatenación hallaremos también los medios para poner fin a nuestras fluctuaciones en la denominación del sistema más alto, que ahora, de manera aleatoria, llamamos unas veces Prcc y otras Cc.

Es atinado también hacer una advertencia en este lugar: no ha de generalizarse apresuradamente lo que aquí hemos traído a la luz sobre la distribución de las operaciones anímicas en los dos sistemas. Estamos describiendo la situación tal como se presenta en el adulto, en quien el sistema Icc, en sentido estricto, funciona sólo como etapa previa de la organización más alta. El contenido y los vínculos de este sistema durante el desarrollo individual, y el significado que posee en el animal, no deben derivarse de nuestra descripción sino investigarse por separado (ver nota). Además, en el caso del hombre debemos estar preparados para descubrir, por ejemplo, condiciones patológicas bajo las cuales ambos sistemas se alteren en su contenido y en sus caracteres, o aun los truequen entre sí.






El comercio entre
los dos sistemas



Sería erróneo imaginarse que el Icc permanece en reposo mientras todo el trabajo psíquico es efectuado por el Prcc, que el Icc es algo periclitado, un órgano rudimentario, un residuo del desarrollo. O suponer que el comercio de los dos sistemas se limita al acto de la represión, en que el Prcc arrojaría al abismo del Icc todo lo que le pareciese perturbador. El Icc es más bien algo vivo, susceptible de desarrollo, y mantiene con el Prcc toda una serie de relaciones; entre otras, la de la cooperación. A modo de síntesis debe decirse que el Icc se continúa en los llamados retoños, es asequible a las vicisitudes de la vida, influye de continuo sobre el Prcc y a su vez está sometido a influencias de parte de este.

El estudio de los retoños del Icc deparará un radical desengaño a nuestras expectativas de obtener una separación esquemáticamente límpida entre los dos sistemas psíquicos Ello aparejará sin duda insatisfacción con nuestros resultados, y es probable que se lo utilice para poner en duda el valor de nuestro modo de dividir los procesos psíquicos. A esto replicaremos que no nos propusimos sino trasponer los resultados de la observación a una teoría, y no hemos contraído obligación ninguna de alcanzar al primer asalto una teoría tersa, que se recomiende por su simplicidad. Saldremos de fiadores de sus complicaciones mientras ellas se muestren adecuadas a la observación, y no abandonaremos la esperanza de que precisamente ellas habrán de conducirnos, en definitiva, al conocimiento de una relación de las cosas que, simple en sí misma, pueda dar razón de las complicaciones de la realidad.

Entre los retoños de las mociones pulsionales icc del carácter descrito, los hay que reúnen dentro de sí notas contrapuestas. Por una parte presentan una alta organización, están exentos de contradicción, han aprovechado todas las adquisiciones del sistema Cc y nuestro juicio los distinguiría apenas de las formaciones de este sistema. Por otra parte, son inconcientes e insusceptibles de devenir concientes. Por tanto, cualitativamente pertenecen al sistema Prcc, pero, de hecho, al Icc. Su origen sigue siendo decisivo para su destino. Hay que compararlos con los mestizos entre diversas razas humanas que en líneas generales se han asemejado a los blancos, pero dejan traslucir su ascendencia de color por uno u otro rasgo llamativo, y por eso permanecen excluidos de la sociedad y no gozan de ninguno de los privilegios de aquellos. De esa clase son las formaciones de la fantasía tanto de los normales cuanto de los neuróticos, que hemos individualizado como etapas previas en la formación del sueño y en la del síntoma, y que, a pesar de su alta organización, permanecen reprimidas y como tales no pueden devenir concientes (ver nota). Se aproximan a la conciencia y allí se quedan imperturbadas mientras tienen una investidura poco intensa, pero son rechazadas tan pronto sobrepasan cierto nivel de investidura. Otros tantos retoños del Icc de alta organización son las formaciones sustitutivas, que, no obstante, logran irrumpir en la conciencia merced a una relación favorable, por ejemplo, en virtud de su coincidencia con una contrainvestidura del Prcc.

Cuando, en otro lugar, investiguemos más a fondo las condiciones del devenir-conciente, podremos solucionar una parte de las dificultades que han surgido. Aquí parece ventajoso contraponer a nuestro abordaje anterior, en que nos remontábamos desde el Icc, uno que parta de la conciencia. A esta, toda la suma de los procesos, psíquicos se le presenta como el reino de lo preconciente. Un sector muy grande de esto preconciente proviene de lo inconciente, tiene el carácter de sus retoños y sucumbe a una censura antes que pueda devenir conciente. Otro sector del Prcc es susceptible de conciencia sin censura. Esto nos lleva a contradecir un supuesto anterior. Cuando consideramos la represión nos vimos precisados a situar entre los sistemas Icc y Prcc la censura decisiva para el devenir-conciente. Ahora nos es sugerida una censura entre Prcc y Cc. Pero haremos bien en no ver en esta complicación una dificultad, sino en suponer que una nueva censura corresponde a todo paso de un sistema al que le sigue, más alto; vale decir, a todo progreso hacia una etapa más alta de organización psíquica. Comoquiera que fuese, queda desechado con relación a ello el supuesto de una renovación continuada de las trascripciones.


La raíz de todas estas dificultades ha de buscarse en que la condición de conciente {Bewusstheit}, el único carácter de los procesos psíquicos que nos es dado de manera inmediata, por nada del mundo es idónea para distinguir entre los sistemas. Prescindiendo de que lo conciente no lo es siempre, sino que temporariamente es también latente, la observación nos ha enseñado que mucho de lo que participa de las propiedades del sistema Prcc no deviene conciente; y todavía llegaremos a saber que ciertas orientaciones de la atención de este sistema son restrictivas del devenir-conciente (ver nota). Por tanto, ni con los sistemas ni con la represión mantiene la conciencia un vínculo simple. La verdad es que no sólo lo reprimido psíquicamente permanece ajeno a la conciencia; también, una parte de las mociones que gobiernan nuestro yo, vale decir, del más fuerte opuesto funcional a lo reprimido. En la medida en que queramos avanzar hasta una consideración metapsicológica de la vida anímica, tendremos que aprender a emanciparnos de la significatividad del síntoma «condición de conciente» (ver nota).

Mientras sigamos adheridos a este síntoma veremos infringidas por excepciones nuestras tesis generales. Notarnos que retoños del Icc devienen concientes como formaciones sustitutivas y como síntomas, por lo regular tras grandes desfiguraciones respecto de lo inconciente, aunque suelen conservar muchos caracteres que invitan a la represión. Hallamos que permanecen inconcientes muchas formaciones preconcientes que, por su naturaleza, creeríamos plenamente autorizadas a devenir concientes. Es probable que en ellas se haga valer la atracción más fuerte del Icc. Eso nos lleva a buscar la diferencia más importante, no entre lo conciente y lo preconciente, sino entre lo preconciente y lo inconciente. Lo, Icc es rechazado por la censura en la frontera de lo Prec; sus retoños pueden sortear esa censura, organizarse en un nivel alto, crecer dentro del Prcc hasta una cierta intensidad de investidura, pero después, cuando la han rebasado y quieren imponerse a la conciencia, pueden ser individualizados como retoños del Icc y reprimidos otra vez en la nueva frontera de censura situada entre Prcc y Cc. Así, la primera censura funciona contra el Icc mismo; la segunda, contra los retoños prcc de él. Se diría que la censura fue empujada un tramo hacia adelante en el curso del desarrollo individual.

En la cura psicoanalítica obtenemos la prueba irrecusable de la existencia de la segunda censura, la situada entre los sistemas Prcc y Cc. Exhortamos al enfermo a formar profusión de retoños del Icc y lo comprometemos a vencer las objeciones que la censura haga al devenir-concientes de estas formaciones preconcientes; derrotando esta censura nos facilitamos el camino para cancelar la represión, que es la obra de la censura anterior. Consignemos aquí esta observación: la existencia de la censura entre Prcc y Cc nos advierte que el devenir-conciente no es un mero acto de percepción, sino que probablemente se trate también de una sobreinvestidura, un ulterior progreso de la organización psíquica.

Volvámonos ahora al comercio del Icc con los otros sistemas, no tanto para establecer algo nuevo como para no pasar por alto lo más notable. En las raíces de la actividad pulsional los sistemas se comunican entre sí de la manera más amplia. Una parte de los procesos ahí excitados pasan por el Icc como por una etapa preparatoria, y en la Cc alcanzan la conformación psíquica más alta; otra parte es retenida como Icc. Pero el Icc es alcanzado también por las vivencias que provienen de la percepción exterior. Normalmente, todos los caminos que van desde la percepción hasta el Icc permanecen expeditos, y sólo los que regresan de él son sometidos a bloqueo por la represión.

Cosa muy notable, el Icc de un hombre puede reaccionar, esquivando la Cc, sobre el Icc de otro. El hecho merece una indagación más a fondo, en particular para averiguar si no interviene la actividad preconciente; pero, como descripción, es indiscutible (ver nota).

El contenido del sistema Prec (o Cc) proviene, en una parte, de la vida pulsional (por mediación del Icc) y, en la otra, de la percepción. Cabe dudar sobre la medida en que los procesos de este sistema pueden ejercer una influencia directa sobre el Icc; la investigación de casos patológicos muestra a menudo en el Icc un grado de autonomía y de ininfluenciabilidad apenas creíbles. Un total aislamiento recíproco de las aspiraciones, una desagregación absoluta de los dos sistemas, he ahí en general la característica de la condición patológica. No obstante, la cura psicoanalítica se edifica sobre la influencia del Icc desde la Cc, y en todo caso muestra que, si bien ella es ardua, no es imposible. Los retoños del Icc que hacen de mediadores entre los dos sistemas nos facilitan el camino para este logro, como ya se dijo. Pero todo nos lleva a suponer que una modificación espontánea del Icc por parte de la Cc es un proceso lento y erizado de dificultades.

Una cooperación entre una moción preconciente y una inconciente, aun reprimida con intensidad, puede producirse en esta situación eventual: que la moción inconciente pueda operar en el mismo sentido que una de las aspiraciones dominantes. La represión queda cancelada para este caso y la actividad reprimida se admite como refuerzo de la que está en la intención del yo. Para esta última, lo inconciente pasa a ser una constelación acorde con el yo, sin que en lo demás se modifique para nada su represión, El éxito del Icc en esta cooperación es innegable; las aspiraciones reforzadas, en efecto, se comportan diversamente que las normales, habilitan para un rendimiento particularmente consumado y exhiben frente a las contradicciones una resistencia semejante a la que oponen, por ejemplo, los síntomas obsesivos.

El contenido del Icc puede ser comparado con una población psíquica primitiva. Si hay en el hombre unas formaciones psíquicas heredadas, algo análogo al instinto {Instinkt} de los animales, eso es lo que constituye el núcleo del Icc (ver nota). A ello se suma más tarde lo que se desechó por inutilizable en el curso del desarrollo infantil y que no forzosamente ha de ser, por su naturaleza, diverso de lo heredado. Una división tajante y definitiva del contenido de los dos sistemas no se establece, por regla general, hasta la pubertad.






El discernimiento de
lo inconciente



Lo que hemos reunido en las anteriores elucidaciones es quizá todo lo que puede decirse sobre el Icc si se toma como fuente exclusiva el conocimiento de la vida onírica y de las neurosis de trasferencia. Por cierto no es mucho; aquí y allá impresiona como algo no aclarado y confuso y, sobre todo, se echa de menos la posibilidad de coordinar el Icc a una concatenación ya conocida o de insertarlo dentro de ella. Sólo el análisis de una de las afecciones que llamamos psiconeurosis narcisistas promete brindarnos unas perspectivas que nos acerquen a ese enigmático Icc y, por así decir, nos lo pongan al alcance de la mano.

Desde un trabajo de Abraham (1908), que este escrupuloso autor ha atribuido a una sugerencia mía, procuramos caracterizar la dementia praecox de Kraepelin (la esquizofrenia de Bleuler) por su conducta hacia la oposición entre yo y objeto. En las neurosis de trasferencia (histeria de angustia y de conversión, neurosis obsesiva) nada había que empujase al primer plano esa oposición. Por cierto, se sabía que la denegación {frustración} del objeto generaba el estallido de la neurosis y esta envolvía la renuncia al objeto real, y también que la libido sustraída del objeto real revertía sobre un objeto fantaseado, y desde ahí sobre uno reprimido (introversión) (ver nota). Pero la investidura de objeto misma es retenida en estas neurosis con gran energía, y la indagación más fina del proceso represivo nos forzó a suponer que la investidura de objeto persiste en el interior del sistema Icc a pesar de la represión -más bien, a causa de ella- (ver nota) sin duda, la capacidad para la trasferencia, que en estas afecciones aprovecharnos terapéuticamente, presupone una imperturbada investidura de objeto.

En el caso de la esquizofrenia, en cambio, se nos impuso el supuesto de que tras el proceso de la represión la libido quitada no busca un nuevo objeto, sino se recoge en el yo; por tanto, aquí se resignan las investiduras de objeto y se reproduce un estado de narcisismo primitivo, carente de objeto. La incapacidad de estos pacientes para la trasferencia -al menos hasta donde llega el proceso patológico-, la inaccesibilidad terapéutica que de ahí se sigue, su característica repulsa del mundo exterior, el surgimiento de signos de una sobreinvestidura del yo propio, la apatía total en que desemboca el proceso, todos estos caracteres parecen armonizar perfectamente con el supuesto de una resignación de las investiduras de objeto. En cuanto a los vínculos entre los dos sistemas psíquicos, ningún observador dejó de notar que en la esquizofrenia se exterioriza como conciente mucho, de lo que en las neurosis de trasferencia sólo puede pesquisarse en el Icc por medio del psicoanálisis. Pero al principio no logramos establecer un enlace inteligible entre el vínculo yo-objeto y las relaciones de conciencia.

Eso que buscamos parece conseguirse por el siguiente, insospechado camino. En la esquizofrenia se observa, sobre todo en sus estadios iniciales, tan instructivos, una serie de alteraciones del lenguaje, algunas de las cuales merecen ser consideradas desde un punto de vista determinado. El modo de expresarse es a menudo objeto de un cuidado particular, es «rebuscado», «amanerado». Las frases sufren una peculiar desorganización sintáctica que las vuelve incomprensibles para nosotros, de suerte que juzgamos disparatadas las proferencias de los enfermos. En el contenido de esas proferencias muchas veces pasa al primer plano una referencia a órganos o a inervaciones del cuerpo. A esto puede sumarse que en tales síntomas de la esquizofrenia, semejantes a las formaciones sustitutivas de la histeria o de la neurosis obsesiva, la relación entre el sustituto y lo reprimido exhibe peculiaridades que nos resultarían sorprendentes en los casos de esas dos neurosis mencionadas.

El doctor Víctor Tausk (Viena) ha puesto a mi disposición algunas de sus observaciones sobre esquizofrenias incipientes; presentan la ventaja de que la enferma misma quiso dar el esclarecimiento de sus dichos (ver nota). A propósito de dos de sus ejemplos mostraré la concepción que me propongo defender, aunque creo indudable que a cualquier observador le sería fácil producir en abundancia este tipo de material.

Una de las enfermas de Tausk, una muchacha que fue llevada a la clínica después de una querella con su amado, se queja: Los ojos no están derechos, están torcidos {verdrehen} .


Ella misma lo aclara, exponiendo en un lenguaje ordenado una serie de reproches contra el amado. «Ella no puede entender que a él se lo vea distinto cada vez; es un hipócrita, un torcedor de ojos {Augenverdreher, simulador}, él le ha torcido los ojos, ahora ella tiene los ojos torcidos, esos ya no son más sus ojos, ella ve el mundo ahora con otros ojos».

Las proferencias de la enferma acerca de su dicho incomprensible tienen el valor de un análisis, pues contienen el equivalente de ese dicho en giros expresivos comprensibles para todos; al mismo tiempo, echan luz sobre el significado y sobre la génesis de la formación léxica esquizofrénica. En acuerdo con Tausk destaco yo, en este ejemplo, que la relación con el órgano (con el ojo) se ha constituido en la subrogación de todo el contenido [de sus pensamientos]. El dicho esquizofrénico tiene aquí un sesgo hipocondríaco, ha devenido lenguaje de órgano (ver nota).

Una segunda comunicación de la misma enferma: «Ella está en la iglesia, de repente le da un sacudón, tiene que ponerse de otro modo {sich anders stellen}, como si alguien la pusiera, como si fuera puesta». Y ofrece luego el análisis de eso mediante una nueva serie de reproches contra el amado, «que es ordinario, y que a ella, que por su cuna era fina, la hizo también ordinaria. La hizo parecida a él mismo, porque le hizo creer que él era superior a ella; ahora ella se convirtió en lo que él es, porque creía que sería mejor si se le igualaba. El ha falseado su propia posición {verstellen}, ella es ahora como él (¡identificación!), él le ha falseado la posición».

El movimiento del ponerse-de-otro-modo, observa Tausk, es una figuración del giro «falsear la posición» y de la identificación con el amado. De nuevo destaco la prevalencia, en toda la ilación de pensamiento, de aquel elemento que tiene por contenido una inervación corporal (más bien, la sensación de esta). Por lo demás, una histérica en el primer caso habría torcido convulsivamente los ojos, y en el segundo habría ejecutado en la realidad el sacudón en lugar de sentir el impulso a hacerlo o de tener la sensación de él, y en ninguno de los dos casos habría poseído un pensamiento conciente sobre eso ni habría sido capaz de exteriorizarlo siquiera con posterioridad.

Hasta ahí, entonces, esas dos observaciones dan testimonio de lo que hemos llamado lenguaje hipocondríaco o lenguaje de órgano. Pero también -y esto nos parece más importante- nos señalan otra relación de las cosas, que puede registrarse cuantas veces se quiera (pongamos por caso, en los ejemplos reunidos en la monografía de Bleuler [1911]) y verterse en una fórmula determinada. En la esquizofrenia las palabras son sometidas al mismo proceso que desde los pensamientos oníricos latentes crea las imágenes del sueño, y que hemos llamado el proceso psíquico primario. Son condensadas, y por desplazamiento se trasfieren unas a otras sus investiduras completamente; el proceso puede avanzar hasta el punto en que una sola palabra, idónea para ello por múltiples referencias, tome sobre sí la subrogación de una cadena íntegra de pensamientos (ver nota). Los trabajos de Bleuler, Jung y sus discípulos han aportado un rico material precisamente en favor de este aserto (ver nota).

Antes de extraer conclusión alguna de estas impresiones, queremos considerar todavía las diferencias finas -pero que sin duda provocan un extraño efecto- entre la formación sustitutiva de la esquizofrenia, por un lado, y de la histeria y la neurosis obsesiva, por el otro. Un paciente a quien hoy tengo bajo observación resignó todos los intereses de la vida a causa del deterioro de la piel de su rostro. Afirma que tiene comedones y profundos hoyos en la cara, que todo el mundo nota. El análisis pesquisa que él juega en su piel su complejo de castración. Primero se ocupaba de sus comedones sin hacerse reproches, y el apretárselos le deparaba gran satisfacción, porque de ahí, como él decía, saltaba algo. Después dio en creer que dondequiera que él había eliminado un comedón le aparecería un profundo hoyo, y se hizo los más amargos reproches por haberse estropeado la piel para siempre con su «continuo toquetear con la mano». Es evidente que apretarse el contenido del comedón es para él un sustituto del onanismo. Los hoyos que por su culpa le aparecerían son los genitales femeninos, vale decir, el cumplimiento de la amenaza de castración (o de su fantasía subrogante) provocada por el onanismo. A pesar de su carácter hipocondríaco, esta formación sustitutiva presenta mucha semejanza con una conversión histérica, y no obstante se tiene la sensación de que algo ha debido de ocurrir diversamente, de que una histeria no sería capaz de una formación sustitutiva así, y ello aun antes de que pueda señalarse en qué estriba la diferencia. Un hoyito diminuto, como un poro de la piel, difícilmente será tomado por un histérico como símbolo de la vagina, que en cambio él comparará con todos los objetos posibles que encierran un hueco. Creemos también que el carácter múltiple de los hoyitos le haría abstenerse de usarlos como sustituto de los genitales femeninos. Lo mismo se aplica a un paciente joven sobre quien Tausk informó hace unos años en la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Se comportaba en todo como un neurótico obsesivo, se pasaba las horas haciéndose su toilette, etc. Pero era llamativo que pudiese comunicar sin resistencia alguna el significado de sus inhibiciones. Cuando se ponía las medias le perturbaba, por ejemplo, la idea de tener que estirar los puntos del tejido, vale decir, los agujeros, y todo agujero era para él un símbolo de la abertura genital femenina. Tampoco de esto sería capaz un neurótico obsesivo; según observó R. Reitler, uno de estos pacientes, que actuaba con la misma morosidad en el acto de ponerse las medias, después de vencer las resistencias halló esta explicación: el pie era un símbolo del pene, y el cubrirlo con la media, un acto onanista; y se veía forzado a ponerse y sacarse una y otra vez las medias, en parte para perfeccionar la imagen del onanismo y en parte para anularlo.

Si nos preguntamos qué es lo que confiere a la formación sustitutiva y al síntoma de la esquizofrenia su carácter extraño, caemos finalmente en la cuenta de que es el predominio de la referencia a la palabra sobre la referencia a la cosa. Entre el apretarse un comedón y una eyaculación del pene hay escasísima semejanza en la cosa misma, y ella es todavía menor entre los innumerables y apenas marcados poros de la piel y la vagina; pero, en el primer caso, las dos veces salta algo, y para el segundo vale al pie de la letra la frase cínica: «Un agujero es un agujero». El sustituto fue prescrito por la semejanza de la expresión lingüística, no por el parecido de la cosa designada. Toda vez que ambas -palabra y cosa- no coinciden, la formación sustitutiva de la esquizofrenia diverge de la que se presenta en el caso de las neurosis de trasferencia.

Reunamos esta intelección con el supuesto según el cual en la esquizofrenia son resignadas las investiduras de objeto. Tendríamos que modificarlo ahora: la investidura de las representaciones-palabra de los objetos se mantiene. Lo que pudimos llamar la representación-objeto {Objektvor-stellung} conciente se nos descompone ahora en la representación-palabra {Wortvorstellung} y en la representación-cosa {Sachvorstellung} que consiste en la investidura, si no de la imagen mnémica directa de la cosa, al menos de huellas mnémicas más distanciadas, derivadas de ella. De golpe creemos saber ahora dónde reside la diferencia entre una representación conciente y una inconciente. Ellas no son, como creíamos, diversas trascripciones del mismo contenido en Iugares psíquicos diferentes, ni diversos estados funcionales de investidura en el mismo lugar, sino que la representación conciente abarca la representación-cosa más la correspondiente representación-palabra, y la inconciente es la representación-cosa sola. El sistema Icc contiene las investiduras de cosa de los objetos, que son las investiduras de objeto primeras y genuinas; el sistema Prcc nace cuando esa representación-cosa es sobreinvestida por el enlace con las representaciones-palabra que le corresponden. Tales sobreinvestiduras, podemos conjeturar, son las que producen una organización psíquica más alta y posibilitan el relevo del proceso primario por el proceso secundario que gobierna en el interior del Prcc. Ahora podemos formular de manera precisa eso que la represión, en las neurosis de trasferencia, rehusa a la representación rechazada: la traducción en palabras, que debieran permanecer enlazadas con el objeto. La representación no aprehendida en palabras, o el acto psíquico no sobreinvestido, se quedan entonces atrás, en el interior del Icc, como algo reprimido.

Me es lícito hacer notar cuán temprano poseímos ya la intelección que hoy nos permite comprender uno de los caracteres más llamativos de la esquizofrenia. En las últimas líneas de La interpretación de los sueños, publicada en 1900, se expone que los procesos de pensamiento, vale decir, los actos de investidura más distanciados de las percepciones, son en sí carentes de cualidad e inconcientes, y sólo cobran su capacidad de devenir concientes por el enlace con los restos de percepciones de palabra (ver nota). Las representaciones-palabra provienen, por su parte, de la percepción sensorial de igual manera que las representaciones-cosa, de suerte que podría plantearse esta pregunta: ¿Por qué las representaciones-objeto no pueden devenir concientes por medio de sus propios restos de percepción? Es que probablemente el pensar se desenvuelve dentro de sistemas tan distanciados de los restos de percepción originarios que ya nada han conservado de sus cualidades, y para devenir concientes necesitan de un refuerzo de cualidades nuevas. Además, mediante el enlace con palabras pueden ser provistas de cualidad aun aquellas investiduras que no pudieron llevarse cualidad ninguna de las percepciones porque correspondían a meras relaciones entre las representaciones-objeto. Y tales relaciones, que sólo por medio de palabras se han vuelto aprehensibles, constituyen un componente principal de nuestros procesos de pensamiento. Bien comprendemos que el enlace con representaciones-palabra todavía no coincide con el devenir-conciente, sino que meramente brinda la posibilidad de ello; por tanto, no caracteriza a otro sistema sino al del Prcc (ver nota). Ahora reparamos en que con estas elucidaciones nos apartamos de nuestro tema genuino y nos situamos en medio de los problemas de lo preconciente y lo conciente, que hemos reservado para un trabajo independiente, donde los trataremos de manera expresa.

Con respecto a la esquizofrenia, que por cierto tocamos aquí sólo hasta donde nos parece indispensable para el conocimiento general del Icc, debe presentársenos una duda, a saber, si el proceso que en este caso hemos llamado represión tiene todavía algo en común con la represión de las neurosis de trasferencia. La fórmula según la cual la represión es un proceso que ocurre entre los sistemas Icc y Prcc (o Cc), con el resultado de que algo es mantenido lejos de la conciencia (ver nota), sin duda tiene que ser modificada para incluir el caso de la dementia praecox y de otras afecciones narcisistas. Pero el intento de huida emprendido por el yo, que se exterioriza en el quite de la investidura conciente, sigue siendo de cualquier modo lo común {a ambas clases de enfermedad}. Y la reflexión más superficial nos muestra que ese intento de huida, esa huida de parte del yo, se pone en obra en las neurosis narcisistas de manera mucho más radical y profunda.

Si en la esquizofrenia esta huida consiste en el recogimiento de la investidura pulsional de los lugares que representan {reprásentieren} a la representación-objeto inconciente, cabe extrañarse de que la parte de esa misma representación-objeto que pertenece al sistema Prcc -las representaciones-palabra que le corresponden- esté destinada a experimentar más bien una investidura más intensa. Esperaríamos que la representación-palabra, en cuanto es la porción preconciente, resistiese el primer asalto de la represión y se volviese por completo no investible después que la represión avanzó hasta las representaciones inconcientes- cosa. Sin duda es esta una dificultad para la comprensión. Aquí viene en nuestra ayuda la reflexión de que la investidura de la representación-palabra no es parte del acto de represión, sino que constituye el primero de los intentos de restablecimiento o de curación que tan llamativamente presiden el cuadro clínico de la esquizofrenia (ver nota). Estos empeños pretenden reconquistar el objeto perdido, y muy bien puede suceder que con este propósito emprendan el camino hacia el objeto pasando por su componente de palabra, debiendo no obstante conformarse después con las palabras en lugar de las cosas. Es que, en sentido muy general, nuestra actividad anímica se mueve siguiendo dos circuitos contrapuestos: o bien avanza desde las pulsiones, a través del sistema Icc, hasta el trabajo del pensamiento conciente, o bien una incitación de afuera le hace atravesar el sistema de la Cc y del Prcc hasta alcanzar las investiduras icc del yo y de los objetos. A pesar de la represión sobrevenida, este segundo camino debe de permanecer transitable, y en un tramo queda expedito para los esfuerzos que hace la neurosis por reconquistar sus objetos. Cuando pensamos en abstracto nos exponemos al peligro de descuidar los vínculos de las palabras con las representaciones-cosa inconcientes, y es innegable que entonces nuestro filosofar cobra una indeseada semejanza, en su expresión y en su contenido, con la modalidad de trabajo de los esquizofrénicos (ver nota). Por otro lado, puede ensayarse esta caracterización del modo de pensamiento de los esquizofrénicos: ellos tratan cosas concretas como si fueran abstractas.

Si realmente hemos discernido al Icc y si hemos definido con corrección la diferencia entre una representación inconciente y una preconciente, entonces nuestras investigaciones deberán reconducirnos desde muchos otros lugares a esta misma intelección.











Apéndice A.
Freud y Ewald Hering



[Entre los maestros que tuvo Freud en Viena se contó el fisiólogo Ewald Hering (1834-1918), quien, según nos relata Jones (1953), en 1884 le ofreció al joven Freud un puesto como ayudante de él en Praga. Un episodio acontecido unos cuarenta años después parece sugerir, como señala Ernst Kris (1956), que Hering pudo haber influido en las concepciones de Freud sobre lo inconciente (Cf. mi «Nota introductoria» a «Lo inconciente» (1915e)) En 1880, Samuel Butler publicó su libro Unconscious Memory, el cual incluía la traducción de una conferencia pronunciada por Hering en 1870, «Über das Gedáchtnis als cine allgemeine Funktion der organisierten Materie» {Sobre la memoria como función universal de la materia organizada}; Butler declaraba coincidir, en general, con Hering. Un libro de Israel Levine con el título The Unconscious fue publicado en Inglaterra en 1923, y su traducción al alemán, hecha por Anna Freud, apareció en 1926, aunque una de sus secciones (parte 1, sección 13) fue traducida por el propio Freud; en ella, Levine mencionaba la conferencia de Hering, pero se ocupaba más de Butler que de este último. En tal sentido, Freud agregó, en la página 34 de la versión alemana, la siguiente nota al pie:]


«El lector alemán, familiarizado con la citada conferencia de Hering, a la que considera una pieza maestra, en modo alguno se inclinará, desde luego, a conceder prioridad a las elucidaciones que en ella basa Butler. En Hering, por lo demás, hallamos certeras observaciones que confieren a la psicología el derecho a suponer una actividad anímica inconciente: "¿Quién podría confiar en que desentrañará la trama de nuestra vida interior, formada por millares de hilos, si quiere perseguirlos sólo hasta donde discurren dentro de la conciencia? ( ... ) Cadenas como estas de procesos nerviosos materiales inconcientes, que culminan en un eslabón acompañado de percepción conciente, han sido designadas como series de representaciones inconcientes y razonamientos inconcientes, y esto puede justificarse también desde el punto de vista de la psicología. En efecto, a la psicología con mucha frecuencia se le escurriría el alma de las manos si pretendiera no considerar sus estados inconcientes"». [Hering, 1870, págs. 11. y 13.]







Apéndice B.
El paralelismo psicofísico



[Como señalé en mi «Nota introductoria» a «Lo inconciente» (1915e), las primeras concepciones de Freud sobre la relación entre la psique y el sistema nervioso fueron muy influidas por Hughlings-Jackson. Es muy revelador al respecto el siguiente pasaje extraído de su trabajo sobre las afasias (1891b). Resulta particularmente instructivo comparar las últimas frases, sobre el tema de los recuerdos latentes, con la posición posterior de Freud. ]


Tras esta digresión, volvemos a la concepción de la afasia y recordamos que sobre el terreno de las doctrinas de Meynert creció la hipótesis de que el aparato del lenguaje consistiría en distintos centros corticales en cuyas células se contienen las representaciones-palabra; estos centros están separados por una región cortical exenta de funciones y se enlazan mediante fibras blancas (haces asociativos). He aquí lo primero que puede preguntarse: ¿Es en general admisible y correcto un supuesto de este tipo, que aloja representaciones en células? Yo creo que no.

Respecto de la tendencia de épocas anteriores de la medicina a localizar íntegras facultades anímicas, tal como las deslinda la terminología psicológica, en determinadas regiones del cerebro, no pudo menos que presentarse como un gran progreso la afirmación de Wernicke en el sentido de que sólo era lícito localizar los elementos psíquicos más simples, las representaciones sensoriales singulares, y ello sin duda en la terminación central del nervio periférico que recibió la impresión. ¿Pero en el fondo no se comete el mismo error de principio, ya se intente localizar un concepto complejo, una actividad anímica íntegra, o sólo un elemento psíquico? ¿Es lícito tomar una fibra nerviosa, que en todo su recorrido era meramente un producto fisiológico sometido a modificaciones fisiológicas, sumergir su extremo en lo psíquico y proveer a este extremo de una representación o una imagen mnémica? Si ya se ha reconocido que «voluntad», «inteligencia», etc., son términos creados por la psicología a los cuales corresponden en el mundo fisiológico estados de cosas muy complejos, ¿acaso respecto de la «representación sensorial simple» se sabe con mayor certeza que no es una palabra creada como aquellas?

La cadena de los procesos fisiológicos dentro del sistema nervioso probablemente no mantiene un nexo de causalidad con los procesos psíquicos. Los procesos fisiológicos no cesan en el momento en que comienzan los psíquicos; más bien, la cadena fisiológica continúa, sólo que cada eslabón de ella (o algunos eslabones) empieza a corresponder, a partir de cierto momento, a un fenómeno psíquico. Lo psíquico es, por tanto, un proceso paralelo a lo fisiológico («a dependent concomitant»). (Ver nota).

Bien sé que no puedo imputar a los hombres cuyas opiniones pongo aquí en entredicho haber hecho irreflexivamente este salto y este cambio de vía del abordaje científico [del fisiológico al psicológico]. Es evidente, sólo quisieron decir que la modificación -perteneciente a la fisiología- de la fibra nerviosa a raíz de la excitación sensorial produce otra modificación en la célula nerviosa central, que pasa a ser el correlato fisiológico de la « representación ». Y puesto que saben decir mucho más acerca de la representación que acerca de aquellas modificaciones desconocidas, no caracterizadas todavía en términos fisiológicos, se sirven de esta expresión elíptica: en la célula nerviosa se localiza una representación. Empero, esta subrogación lleva enseguida a confundir las dos cosas, que no necesariamente han de tener semejanza alguna entre sí. En la psicología, la representación simple es para nosotros algo elemental, que podemos distinguir tajantemente de sus conexiones con otras representaciones. Así llegamos a la hipótesis de que también su correlato fisiológico, la modificación que parte de la fibra nerviosa excitada con su terminación central, es algo simple que puede localizarse en un punto. Una trasferencia así es, desde luego, totalmente ilícita; las propiedades de esta modificación tienen que determinarse por sí y con independencia de su contraparte psicológica. (Ver nota)


Ahora bien, ¿cuál es el correlato fisiológico de la representación simple o de la representación que retorna en lugar de ella? Manifiestamente, no es algo quieto, sino algo de la naturaleza de un proceso. Este último es compatible con la localización; parte de un lugar particular de la corteza y desde él se difunde por toda ella o a lo largo de vías particulares. Una vez trascurrido, este proceso deja, en la corteza afectada por él, una modificación: la posibilidad de] recuerdo. Es sumamente dudoso que a esta modificación corresponda también algo psíquico; nuestra conciencia nada sabe de algo semejante, algo que justifique el nombre de «imagen mnémica latente» desde el lado psíquico. Pero tan pronto vuelve a ser incitado el mismo estado de la corteza, lo psíquico surge de nuevo como imagen mnémica. [ ... ]









Apéndice C.
Palabra y cosa



[La sección final del artículo de Freud sobre «Lo inconciente» parece tener raíces en su temprana monografía sobre las afasias (1891b). Tal vez sea de interés, entonces, reproducir aquí un pasaje de ese trabajo (correspondiente a las págs. 74-81 de la edición alemana original) que, si bien no es en sí mismo fácil de entender, echa luz sobre los supuestos en que se basaron algunas concepciones posteriores de Freud. Otro interés incidental de este pasaje radica en que Freud emplea en él, como, no era habitual que lo hiciera, el lenguaje técnico de la psicología «académica» de fines del siglo XIX.

Este fragmento continúa una serie de argumentos anatómicos y fisiológicos, de orden tanto negativo cuanto confirmatorio, que llevaron a Freud a plantear un esquema hipotético de funcionamiento neurológico que él denomina «el aparato del lenguaje». Debe señalarse que hay entre la terminología que utiliza aquí y la de «Lo inconciente» una importante diferencia, que puede dar origen a confusiones. Lo que aquí llama «representación-objeto» {Obiektvorstellung} es lo que en «Lo inconciente» denominaría «representación-cosa» {Sachvorstellung}, mientras que lo que allí designaría «representación-objeto» denota una combinación de la «representación-cosa» y la «representación-palabra», a la cual no le da ningún nombre específico en este pasaje.]


Examinemos ahora las hipótesis que nos hacen falta para explicar las perturbaciones del lenguaje sobre la base de un aparato del lenguaje construido de ese modo; dicho en otros términos: lo que el estudio de las perturbaciones del lenguaje nos enseña respecto de la función de este aparato. Al hacerlo distinguiremos en lo posible entre el lado psicológico y el anatómico de la cuestión.

Para la psicología, la unidad de la función del lenguaje es la «palabra»: una representación compleja que se demuestra compuesta por elementos acústicos, visuales y kinestésicos. El conocimiento de esta composición lo debemos a la patología, que nos enseña que en caso de lesiones orgánicas en el aparato del lenguaje sobreviene una fragmentación del habla siguiendo esta composición. De tal modo, nuestra expectativa es que la ausencia de uno de estos elementos de la representación-palabra habrá de resultar la marca más esencial que nos permitirá inferir la localización del proceso patológico. Suelen citarse cuatro ingredientes de la representación-palabra: la «imagen sonora», la «imagen visual de letras», la «imagen motriz del lenguaje» y la «imagen motriz de la escritura». Pero esta composición se muestra más compleja cuando se entra a considerar el probable proceso asociativo que sobreviene a raíz de cada operación lingüística:


1. Aprendemos a hablar en cuanto asociamos una «imagen sonora de palabra» con un «sentimiento de inervación de palabra» (ver nota). Una vez que hemos hablado, entramos en posesión de una «representación motriz de lenguaje» (sensaciones centrípetas de los órganos del lenguaje), de modo que la «palabra», desde el punto de vista motor, queda doblemente comandada para nosotros. De los dos elementos de comando, el primero, la representación de inervación de palabra, parece el de menor valor psicológico, y aun puede ponerse en entredicho, en general, su intervención como factor psíquico. Además, recibimos, después de hablar, una «imagen sonora» de la palabra pronunciada. En tanto no hayamos desarrollado más nuestro lenguaje, esta segunda imagen sonora sólo debe estar asociada a la primera, no precisa ser idéntica a ella (ver nota). En este estadio (del desarrollo del lenguaje en el niño) nos servimos de un lenguaje autocreado; nos comportamos como afásicos motores asociando diferentes sonidos de palabra ajenos con un sonido único producido por nosotros.


2. Aprendemos el lenguaje de los otros en cuanto nos empeñamos en hacer que la imagen sonora producida por nosotros mismos se parezca en todo lo posible a lo que dio ocasión a la inervación lingüística. Así aprendemos a «pos-hablar» {repetir lo dicho por otro}. Después, en el «hablar sintáctico» {zusammenhángenden Sprechen}, ilamos las palabras entre sí en cuanto para la inervación de la palabra que sigue aguardamos hasta que nos haya llegado la imagen sonora o la representación motriz de lenguaje (o ambas) de la palabra anterior. La seguridad de nuestro hablar muestra ser de comando múltiple [überbestimmt] y soporta bien la ausencia de uno u otro de los factores de comando. Pero esta ausencia de la corrección ejercida por la segunda imagen sonora y por la imagen motriz de lenguaje explica muchas peculiaridades de la parafasia -fisiológica y patológica-.


3. Aprendemos a deletrear en cuanto enlazamos las imágenes visuales de las letras con nuevas imágenes sonoras que no pueden menos que hacernos recordar los sonidos de palabra ya conocidos. Enseguida repetimos {pos-hablamos} la imagen sonora que caracteriza a la letra, de modo que esta última se nos aparece también comandada por dos imágenes sonoras que coinciden y por dos representaciones motrices que se corresponden la una a la otra.


4. Aprendemos a leer en cuanto enlazamos, según ciertas reglas, la sucesión de las representaciones de inervación de palabra y motriz de palabra que recibimos a raíz de la pronunciación de las letras aisladas, y ello de tal suerte que se engendran nuevas representaciones motrices de palabra. Tan pronto pronunciamos estas últimas, descubrimos, por la imagen sonora de estas nuevas representaciones de palabra, que las dos imágenes, la motriz de palabra y la sonora de palabra, que así hemos recibido nos son familiares desde hace tiempo e idénticas con las usadas en el habla. Ahora asociamos con estas dos imágenes lingüísticas obtenidas por deletreo el significado que corresponde a los sonidos de palabra primarios. Ahora leemos entendiendo. Si primariamente no hemos hablado una lengua escrita sino un dialecto, tenemos que superasociar las imágenes motrices de palabra y las imágenes sonoras adquiridas por deletreo con las antiguas; así nos es preciso aprender una lengua nueva, lo cual es facilitado por la semejanza entre dialecto y lengua escrita.

La anterior exposición permite advertir que el aprendizaje de la lectura es un proceso muy complejo, en el que la vía asociativa cambia repetidamente de curso. Cabe esperar, entonces, que las perturbaciones de la lectura en la afasia se presenten de maneras muy diversas. Lo único decisivo para indicar una lesión del elemento visual en la lectura es la perturbación en el deletreo. La combinación de las letras en una palabra se produce trasfiriéndose a la vía del lenguaje; por tanto, queda suprimida en la afasia motriz. La comprensión de lo leído se obtiene sólo por medio de las imágenes sonoras producidas por las palabras pronunciadas, o por medio de las imágenes motrices de palabra surgidas en el proceso del habla. Se presenta así como una función que no sólo desaparece a raíz de una lesión motriz, sino también de una lesión acústica; además, como una función independiente de la ejecución de la lectura. La autoobservación nos muestra que existen varias clases de lectura, de las cuales una u otra renuncia a la comprensión de lo leído. Cuando leo pruebas de imprenta, para lo cual procedo a prestar particular atención a las imágenes visuales de las letras y otros signos de la escritura, se me escapa el sentido de lo leído, tanto que para un mejoramiento estilístico de las pruebas se necesita de una relectura especial. Si leo un libro que me interesa, por ejemplo una novela, paso por alto todos los errores de imprenta, y puede ocurrir que del nombre de los personajes actuantes no recuerde más que una impresión confusa, y, tal vez, que son largos o breves y contienen una letra llamativa, una «x» o una «z». Cuando debo leer en voz alta, para lo cual tengo que prestar particular atención a las imágenes sonoras de mis palabras y a sus intervalos, corro también el peligro de cuidarme demasiado poco del sentido; y tan pronto me fatigo, leo de tal modo que los otros todavía pueden entenderme, pero yo mismo ya no sé lo que he leído. Todos estos son fenómenos de una atención dividida, y surgen aquí precisamente porque la comprensión de lo leído !se produce siguiendo tan amplios rodeos. La analogía con nuestra conducta en el curso del aprendizaje de la lectura aclara que no puede hablarse de esa comprensión cuando el proceso mismo de la lectura tropieza con dificultades, y nos guardaremos muy bien de considerar la ausencia de comprensión como signo de interrupción de una vía. La lectura en voz alta no puede considerarse un proceso diverso de la lectura para sí, salvo el hecho de que contribuye a apartar la atención de la parte sensorial del proceso de lectura.


5. Aprendemos a escribir en cuanto reproducimos las imágenes visuales de las letras mediante imágenes de inervación de la mano, hasta dar origen a imágenes visuales iguales o semejantes. Por lo general, las imágenes de escritura son sólo semejantes a las imágenes de lectura y están superasociadas a ellas, pues leemos en letras de imprenta y aprendemos a escribir en letra manuscrita. La escritura se presenta como un proceso relativamente más simple y no tan fácil de perturbar como la lectura.


6. Puede suponerse que también más tarde ejercitamos las funciones singulares del lenguaje por las mismas vías asociativas que seguimos al aprenderlas. Aquí pueden sobrevenir abreviaciones y subrogaciones, pero no siempre es fácil indicar su naturaleza. La significación de estas disminuye, además, por la observación de que en casos de lesión orgánica el aparato del lenguaje probablemente se verá dañado en alguna medida como un todo y forzado a retroceder a los modos de asociación primarios, bien establecidos y más minuciosos. En cuanto a la lectura, es indudable que en el caso de las personas ejercitadas se hace valer el influjo de la «imagen de palabra visual», de suerte que palabras individuales (nombres propios) pueden leerse aun prescindiendo del deletreo.


La palabra es, pues, una representación compleja, que consta de las imágenes que hemos consignado; expresado de otro modo: corresponde a la palabra un complicado pro.. ceso asociativo, en el que confluyen los elementos de origen visual, acústico y kinestésico enumerados antes.

Ahora bien, la palabra cobra su significado por su enlace con la «representación-objeto», al menos si consideramos solamente los sustantivos. A su vez, la representación-objeto es un complejo asociativo de las más diversas representaciones visuales, acústicas, táctiles, kinestésicas y otras. Por la filosofía sabemos que la representación-objeto no contiene nada más que esto, y que la apariencia de ser una «cosa» {Ding}, en favor de cuyas diversas «propiedades» aboga cada impresión sensorial, surge sólo por el hecho de que a raíz del recuento de las impresiones sensoriales que hemos recibido de un objeto del mundo {Gegenstand} admitimos todavía la posibilidad de una serie mayor de nuevas ímpresiones dentro de la misma cadena asociatíva (J. S. Mill). La representación-objeto nos aparece entonces como algo no cerrado y que difícilmente podría serlo, mientras que la representación-palabra nos aparece como algo cerrado, aunque susceptible de ampliación.



Esquema psicológico de la representación-palabra.








La representación-palabra aparece como un complejo cerrado de representación; en cambio, la representación-objeto aparece como un complejo abierto. La representación-palabra no se enlaza con la representación-objeto desde todos sus componentes, sino sólo desde la imagen sonora. Entre las asociaciones de objeto, son las visuales las que subrogan al objeto, del mismo modo como la imagen sonora subroga a la palabra. No se indican en la figura las conexiones de la imagen sonora de la palabra con otras asociaciones de objeto que no sean las visuales.


He aquí la tesis que, sobre la base de la patología de los trastornos del lenguaje, no podemos menos que formular: La representación-palabra se anuda por su extremo sensible (por medio de las imágenes de sonido) con la representación-objeto. Así llegamos a suponer la existencia de dos clases de trastornos lingüísticos: 1 ) una afasia de primer orden, afasia verbal, en la que solamente están perturbadas las asociaciones entre los elementos singulares de la representación-palabra, y 2) una afasia de segundo orden, afasia asimbólica, en la que está perturbada la asociación entre representación-palabra y representación-objeto.

Uso el término «asimbolia» en otro sentido que el corriente desde FinkeInburg (ver nota), porque la relación que media entre representación-palabra y representación-objeto me parece más merecedora del nombre «simbólica» que la que media entre objeto y representación-objeto. Propongo llamar «agnosia» a las perturbaciones en el conocimiento de objetos del mundo que FinkeInburg resume bajo el término «asimbolia». Ahora bien, sería posible que trastornos agnósticos (que sólo pueden producirse en caso de lesiones bilaterales y extensas de la corteza) conllevaran también una perturbación del lenguaje; en efecto, todas las incitaciones para el habla espontánea provienen del campo de las asociaciones de objeto. A estas perturbaciones del lenguaje las llamaría yo afasias de tercer orden o afasias agnósticas. Y, de hecho, la clínica nos ha permitido conocer algunos casos que reclaman esta concepción. [ ... ]

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