jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1915) Los actos fallidos lección IV. En "Lecciones introductorias al psicoanálisis". Obras completas. Madrid. Biblioteca Nueva, 1981

Lección IV. Los actos fallidos


Señoras y señores:

De la labor hasta aquí realizada podemos deducir que los actos fallidos tienen un sentido, conclusión que tomaremos como base de nuestras subsiguientes investigaciones. Haremos resaltar una vez más que no afirmamos, ni para los fines que perseguimos nos es necesario afirmar, que todo acto fallido sea significativo, aunque consideraríamos muy probable esta hipótesis. Pero nos basta con hallar que tal sentido aparece con relativa frecuencia en las diferentes clases de actos fallidos. Además, estas diversas clases ofrecen, por lo que respecta a este punto de vista, grandes diferencias. En las equivocaciones orales, escritas, etc., pueden aparecer casos de motivación puramente fisiológica, cosa, en cambio, poco probable en aquellas otras variantes de la función fallida que se basan en el olvido (olvido de nombres y propósitos, imposibilidad de encontrar objetos que uno mismo ha guardado, etc.). Sin embargo, existe un caso de pérdida en el que parece no intervenir intención alguna. Los errores que cometemos en nuestra vida cotidiana no pueden ser juzgados conforme a estos puntos de vista más que hasta cierto límite. Os ruego conservéis en vuestra memoria estas limitaciones para recordarlas cuando más adelante expliquemos cómo los actos fallidos son actos psíquicos resultantes de la interferencia de dos intenciones.

Es éste el primer resultado del psicoanálisis. La Psicología no ha sospechado jamás, hasta el momento, tales interferencias ni la posibilidad de que las mismas produjeran fenómenos de este género. Así, pues, el psicoanálisis ha extendido considerablemente la amplitud del mundo de los fenómenos psíquicos y ha conquistado para la Psicología dominios que anteriormente no formaban parte de ella. Detengámonos todavía unos instantes en la afirmación de que los actos fallidos son «actos psíquicos» y veamos si la misma expresa algo más de lo que ya anteriormente dijimos, o sea que dichos actos poseen un sentido. A mi juicio, no tenemos necesidad ninguna de ampliar el alcance de tal afirmación, pues ya nos parece de por sí harto indeterminada y susceptible de equivocadas interpretaciones. Todo lo que puede observarse en la vida anímica habrá de designarse eventualmente con el nombre de fenómeno psíquico. Mas para fijar de un modo definitivo esta calificación habremos de investigar si la manifestación psíquica dada es un efecto directo de influencias somáticas orgánicas y materiales, caso en el cual caerá fuera de la investigación psicológica, o si, por el contrario, se deriva directamente de otros procesos anímicos, más allá de los cuales comienza la serie de las influencias orgánicas. A esta última circunstancia es a la que nos atenemos para calificar a un fenómeno de proceso psíquico y, por tanto, es más apropiado dar a nuestro principio la forma siguiente: el fenómeno es significativo y posee un 'sentido', entendiendo por 'sentido', un 'significado', una 'intención', una 'tendencia' y una 'localización en un contexto psíquico continuo'.

Hay otros muchos fenómenos que se aproximan a los actos fallidos, pero a los que no conviene ya esta denominación, y son los que llamamos actos casuales y sintomáticos (Zuffalls-und Symptomhandlungen). También estos actos se muestran, como los fallidos, inmotivados y faltos de trascendencia, apareciendo, además, claramente superfluos. Pero lo que en rigor los distingue de los actos fallidos propiamente dichos es la ausencia de otra intención distinta a aquella con la que tropiezan y que por ellos queda perturbada. Se confunden, por último, con los gestos y movimientos encaminados a la expresión de las emociones. A estos actos casuales pertenecen todos aquellos pequeños actos, en apariencia carentes de objeto, que solemos realizar, tales como andar en nuestros propios vestidos o en determinadas partes del cuerpo, juguetear con los objetos que se hallan al alcance de nuestras manos, tararear o silbar automáticamente una melodía, etc. El psicoanálisis afirma que todos estos actos poseen un sentido y pueden interpretarse del mismo modo que los actos fallidos, esto es, como pequeños indicios reveladores de otros procesos psíquicos más importantes.

Habremos, pues, de concederles la categoría de actos psíquicos completos. A pesar del interés que el examen de esta nueva ampliación del campo de los fenómenos psíquicos no dejaría de presentar, prefiero no detenerme en él y reanudar el análisis de los actos fallidos, los cuales nos plantean con mucha mayor precisión los problemas más importantes del psicoanálisis. Entre las interrogaciones que hemos formulado a propósito de las funciones fallidas, las más interesantes -que, por cierto, no hemos resuelto aún- son las siguientes: hemos dicho que los actos fallidos resultan de la interferencia de dos intenciones diferentes, una de las cuales puede calificarse de perturbada y la otra de perturbadora. Las intenciones perturbadas no plantean ningún problema. En cambio, por lo que respecta a las perturbadoras, quisiéramos saber de qué género son tales intenciones capaces de perturbar otras y cuál es la relación que con estas últimas las enlaza. Permitid que escoja de nuevo la equivocación oral como representativa de toda la especie de los actos fallidos y que responda en primer lugar a la segunda de las interrogaciones planteadas.

En la equivocación oral puede haber, entre la intención perturbadora y la perturbada, una relación de contenido, y en tal caso la primera contendrá una contradicción, una rectificación o un complemento de la segunda; pero puede también suceder que no exista relación alguna entre los contenidos de ambas tendencias, y entonces el problema se hace más oscuro e interesante. Los casos que ya conocemos y otros análogos nos permiten comprender sin dificultad la primera de estas relaciones. En casi todos los casos en los que la equivocación nos hace decir lo contrario de lo que queríamos, la intención perturbadora es, en efecto, opuesta a la perturbada, y el acto fallido representa el conflicto entre las dos tendencias inconciliables. Así, el sentido de la equivocación del presidente de la Cámara puede traducirse en la frase siguiente: «Declaro abierta la sesión, aunque preferiría suspenderla.» Un diario, acusado de haberse vendido a una fracción política, se defendió en un artículo que terminaba con las palabras que siguen: «Nuestros lectores son testigos de que hemos defendido siempre el bien general de la manera más desinteresada.» Pero el redactor a quien se confió esta defensa escribió: «de la manera más interesada», equivocación que, a mi juicio, revela su verdadero pensamiento: «No tengo más remedio que escribir lo que me han encargado, pero sé que la verdad es muy distinta.» Un diputado que se proponía declarar la necesidad de decir al emperador toda la verdad, sin consideraciones (rückhaltlos), advirtió en su interior una voz que le aconsejaba no llevar tan lejos su audacia y cometió una equivocación en la que el «sin consideraciones» (rückhaltlos) quedó transformado en «sin columna vertebral» (rückgratlos), o sea «doblando el espinazo».

En los casos que ya conocéis y que nos producen la impresión de contracciones y abreviaciones, se trata de rectificaciones, agregaciones o continuaciones con las que una segunda tendencia logra manifestarse al lado de la primera. «Se han producido hechos (zum Vorschein gekommen) que yo calificaría de cochinerías (Schweinereien); resultado: «zum Vorschwein gekommen». «Las personas que comprenden estas cuestiones pueden contarse por los dedos de una mano; pero no, no existe, a decir verdad, más que una sola persona que las comprenda»; resultado: «Las personas que las comprenden pueden ser contadas con un solo dedo.» O también: «Mi marido puede comer y beber lo que él quiera; pero como en él mando yo..., podrá comer y beber lo que yo quiera.» Como se ve, en todos estos casos la equivocación se deriva directamente del contenido mismo de la intención perturbada o se halla en conexión con ella. Otro género de relación que descubrimos entre las dos intenciones interferentes nos parece un tanto extraño. Si la intención perturbadora no tiene nada que ver con el contenido de la perturbada, ¿qué origen habremos de atribuirle y cómo nos explicaremos que surja como perturbación de otra intención determinada? La observación -único medio de hallar respuesta a estas interrogaciones- nos permite darnos cuenta de que la perturbación proviene de una serie de ideas que había preocupado al sujeto poco tiempo antes y que interviene en el discurso de esta manera particular, independientemente de que haya hallado o no expresión en el mismo.

Trátese, pues, de un verdadero eco, pero que no es producido siempre o necesariamente por las palabras anteriormente pronunciadas. Tampoco falta aquí un enlace asociativo entre el elemento perturbado y el perturbador pero en lugar de residir en el contenido es puramente artificial y su constitución resulta a veces muy forzada. Expondré un ejemplo de este género, muy sencillo y observado por mí directamente. Durante una excursión por los Dolomitas encontré a dos señoras que vestían trajes de turismo. Fui acompañándolas un trozo de camino y conversamos de los placeres y molestias de las excursiones a pie. una de las señoras confesó que este ejercicio tenía su lado incómodo. «Es cierto- dijo -que no resulta nada agradable sentir sobre el cuerpo, después de haber estado andando el día entero, la blusa y la camisa empapadas en sudor.» En medio de esta frase tuvo una pequeña vacilación, que venció en el acto. Luego continuó y quiso decir: «Pero cuando se llega a casa y puede uno cambiarse de ropa...», mas en vez de la palabra «Hause» (casa) se equivocó y pronunció la palabra Hose (calzones). La señora había tenido claramente el propósito de hacer una más completa enumeración de las prendas interiores, diciendo blusa, camisa y pantalones, y por razones de conveniencia social había retenido el último nombre. Pero en la frase de contenido independiente que a continuación pronunció se abrió paso, contra su voluntad, la palabra inhibida, surgiendo en forma de desfiguración de la palabra Hause.

Podemos ahora abordar la interrogación principal cuyo examen hemos eludido por tanto tiempo, o sea la de cuáles son las intenciones que se manifiestan, de una manera tan extraordinaria, como perturbaciones de otras. Trátase evidentemente de intenciones muy distintas, pero en las que intentaremos descubrir algunos caracteres comunes. Si examinamos con este propósito una serie de ejemplos, veremos que los mismos pueden dividirse en tres grupos. En el primero reuniremos aquellos casos en los que la tendencia perturbadora es conocida por el sujeto de la equivocación y se le ha revelado además con anterioridad a la misma. Así, en el ejemplo « Vorschwein» confiesa el sujeto no sólo haber pensado que aquellos hechos merecían ser calificados de «cochinerías» (Schweinereien), sino también haber tenido la intención -que después reprimió- de manifestar verbalmente tal juicio peyorativo. El segundo grupo comprenderá aquellos casos en los que la persona que comete la equivocación reconoce en la tendencia perturbadora una tendencia personal, mas ignora que la misma se hallaba ya en actividad en ella antes de la equivocación. Acepta, pues, nuestra interpretación de esta última, pero no se muestra sorprendida por ella. En otros actos fallidos encontraremos ejemplos de esta actitud más fácilmente que en las equivocaciones orales. Por último, el tercer grupo entraña aquellos casos en los que el sujeto protesta con energía contra la interpretación que le sugerimos, y no contento con negar la existencia de la intención perturbadora antes de la equivocación, afirma que tal intención le es ajena en absoluto. Recordad el brindis del joven orador que propone hundir la prosperidad de su jefe y la respuesta un tanto grosera que hube de escuchar cuando revelé al equivocado orador su intención perturbadora.

Sobre la manera de concebir este caso no hemos podido ponernos todavía de acuerdo. Por lo que a mí concierne, la protesta del sujeto de la equivocación no me inquieta en absoluto ni me impide mantener mi interpretación; pero vosotros, impresionados por la resistencia del interesado, os preguntáis, sin duda, si no haríamos mejor en renunciar a buscar la interpretación de los casos de este género y considerarlos actos puramente fisiológicos en el sentido prepsicoanalítico. Sospecho qué es lo que os lleva a pensar así. Mi interpretación representa la hipótesis de que la persona que habla puede manifestar intenciones que ella misma ignora, pero que yo puedo descubrir guiándome por determinados indicios, y vaciláis en aceptar esta suposición tan singular y tan preñada de consecuencias. Comprendo vuestras dudas; mas he de indicaros que si queréis permanecer consecuentes con vuestra concepción de los actos fallidos, fundada en tan numerosos ejemplos, no debéis vacilar en aceptar esta última hipótesis, por desconcertante que os parezca. Si esto es imposible, no os queda otro camino que renunciar también a la comprensión, tan penosamente adquirida, de dichos actos.

Detengámonos aún un instante en lo que enlaza a los tres grupos que acabamos de establecer; esto es, en aquello que es común a los tres mecanismos de la equivocación oral. Afortunadamente, nos hallamos en presencia de un hecho irrefutable. En los dos primeros grupos, la tendencia perturbadora es reconocida por el mismo sujeto, y, además, en el primero de ellos, dicha tendencia se revela inmediatamente antes de la equivocación. Pero lo mismo en el primer grupo que en el segundo, la tendencia de que se trata se encuentra rechazada, y como la persona que habla se ha decidido a no dejarla surgir en su discurso, incurre en la equivocación; esto es, la tendencia rechazada se manifiesta a pesar del sujeto, sea modificando la expresión de la intención por él aceptada, sea confundiéndose con ella o tomando su puesto. Tal es el mecanismo de la equivocación oral. Mi punto de vista me permite explicar por el mismo mecanismo los casos del tercer grupo.

Para ello no tendré más que admitir que los tres grupos que hemos establecido se diferencian entre sí por el distinto grado de repulsa de la intención perturbadora. En el primero, esta intención existe y es percibida por el sujeto antes de hablar, siendo entonces cuando se produce la repulsa, de la cual la intención se venga con el lapsus. En el segundo, la repulsa es más adecuada, y la intención resulta ya imperceptible antes de comenzar el discurso, siendo sorprendente que una tal represión, harto profunda, no impida, sin embargo, a la intención intervenir en la producción del lapsus. Pero esta circunstancia nos facilita, en cambio, singularmente, la explicación del proceso que se desarrolla en el tercer grupo y nos da valor para admitir que en el acto fallido pueda manifestarse una tendencia rechazada desde largo tiempo atrás, de manera que el sujeto la ignora totalmente y obra con absoluta sinceridad al negar su existencia. Pero, incluso dejando a un lado el problema relativo al tercer grupo, no podéis menos de aceptar la conclusión que se deduce de la observación de los casos anteriores, o sea la de que la supresión de la intención de decir alguna cosa constituye la condición indispensable de la equivocación oral.

Podemos afirmar ahora que hemos realizado nuevos progresos en la comprensión de las funciones fallidas. Sabemos no sólo que son actos psíquicos poseedores de un sentido y una intención y resultantes de la interferencia de dos intenciones diferentes, sino también que una de estas intenciones tiene que haber sufrido antes del discurso cierta repulsa para poder manifestarse por la perturbación de la otra. Antes de llegar a ser perturbadora, tiene que haber sido a su vez perturbada. Claro es que con esto no logramos todavía una explicación completa de los fenómenos que calificamos de funciones fallidas, pues vemos en el acto surgir otras interrogaciones y presentimos, en general, que cuanto más avanzamos en nuestra comprensión de tales fenómenos, más numerosos serán los problemas que ante nosotros se presentan. Podemos preguntar, por ejemplo, por qué ha de ser tan complicado el proceso de su génesis. Cuando alguien tiene la intención de rechazar determinada tendencia, en lugar de dejarla manifestarse libremente, debíamos encontrarnos en presencia de uno de los dos casos siguientes: o la repulsa queda conseguida, y entonces nada de la tendencia perturbadora podrá surgir al exterior, o, por el contrario, fracasa, y entonces la tendencia de que se trate logrará manifestarse franca y completamente.

Pero las funciones fallidas son resultado de transacciones en las que cada una de las dos intenciones se impone en parte y en parte fracasa, resultando así que la intención amenazada no queda suprimida por completo, pero tampoco logra -salvo en casos aislados- manifestarse sin modificación alguna. Podemos, pues, suponer que la génesis de tales efectos de interferencia o transacción exige determinadas condiciones particulares, pero no tenemos la más pequeña idea de la naturaleza de las mismas, ni creo tampoco que un estudio más penetrante y detenido de los actos fallidos logre dárnosla a conocer. A mi juicio, ha de sernos de mayor utilidad explorar previamente otras oscuras regiones de la vida psíquica, pues en las analogías que esta exploración nos revele hallaremos valor para formular las hipótesis susceptibles de conducirnos a una explicación más completa de los actos fallidos. Pero aún hay otra cosa: el laborar guiándose por pequeños indicios, como aquí lo hacemos, trae consigo determinados peligros. Precisamente existe una enfermedad psíquica, llamada paranoia combinatoria, en la que los pequeños indicios son utilizados de una manera ilimitada, y claro es que no puede afirmarse que las conclusiones basadas en tales fundamentos presenten una garantía de exactitud. De estos peligros no podremos, por tanto, preservarnos, sino dando a nuestras observaciones la más amplia base posible, esto es, comprobando que las impresiones que hemos recibido en el estudio de los actos fallidos se repiten al investigar otros diversos dominios de la vida anímica.

Vamos, pues, a abandonar aquí el análisis de los actos fallidos. Mas quiero haceros previamente una advertencia. Conservad en vuestra memoria, a título de modelo, el método seguido en el estudio de estos fenómenos, método que habrá ya revelado a vuestros ojos cuáles son las intenciones de nuestra psicología. No queremos limitarnos a describir y clasificar los fenómenos; queremos también concebirlos como indicios de un mecanismo que funciona en nuestra alma y como la manifestación de tendencias que aspiran a un fin definido y laboran unas veces en la misma dirección y otras en direcciones opuestas. Intentamos, pues, formarnos una concepción dinámica de los fenómenos psíquicos, concepción en la cual los fenómenos observados pasan a segundo término, ocupando el primero las tendencias de las que se los supone indicios. No avanzaremos más en el estudio de los actos fallidos; pero podemos emprender aún una rápida excursión por sus dominios, excursión en la cual encontraremos cosas que ya conocemos y descubriremos otras nuevas. Durante ella nos seguiremos ateniendo a la división en tres grupos que hemos establecido al principio de nuestras investigaciones, o sea: 1º., la equivocación oral y sus subgrupos (equivocación en la escritura, en la lectura y falsa audición); 2º., el olvido, con sus subdivisiones correspondientes al objeto olvidado (nombres propios, palabras extranjeras, propósitos e impresiones); 3º., los actos de término erróneo, la imposibilidad de encontrar un objeto que sabemos haber colocado en un lugar determinado y los casos de pérdida definitiva. Los errores no nos interesan más que en tanto en cuanto tienen una conexión con el olvido o con los actos de término erróneo.

A pesar de haber tratado detenidamente de la equivocación oral, aún nos queda algo que añadir sobre ella. Con esta función fallida aparecen enlazados otros pequeños fenómenos afectivos, que no están por completo desprovistos de interés. No se suele reconocer gustosamente haber cometido una equivocación, y a veces sucede que no se da uno cuenta de los propios lapsus, mientras que raramente se nos escapan los de los demás. Obsérvese también que la equivocación oral es hasta cierto punto contagiosa, y que no es fácil hablar de equivocaciones sin comenzar a cometerlas por cuenta propia. Las equivocaciones más insignificantes, precisamente aquellas tras de las cuales no se oculta proceso psíquico ninguno, responden a razones nada difíciles de descubrir. Cuando a consecuencia de cualquier perturbación sobrevenida en el momento de pronunciar una palabra dada emite alguien brevemente una vocal larga, no deja nunca de alargar, en cambio, la vocal breve inmediata, cometiendo así un nuevo lapsus destinado a compensar el primero. Del mismo modo, cuando alguien pronuncia impropia o descuidadamente un diptongo, intentará corregirse pronunciando el siguiente como hubiera debido pronunciar el primero, cometiendo así una nueva equivocación compensadora. Diríase que el orador tiende a mostrar a su oyente que conoce a fondo su lengua materna y no quiere que se le tache de descuidar la pronunciación. La segunda deformación, compensadora, tiene precisamente por objeto atraer la atención del oyente sobre la primera y mostrarle que el sujeto se ha dado cuenta del error cometido. Las equivocaciones más simples, frecuentes e insignificantes, consisten en contracciones y anticipaciones que se manifiestan en partes poco aparentes del discurso.

Así, en una frase poco larga suele cometerse la equivocación de pronunciar anticipadamente la última palabra de las que se pensaban decir, error que da la impresión de cierta impaciencia por acabar la frase y testimonia, en general, cierta repugnancia del sujeto a comunicar el contenido de su pensamiento o simplemente a hablar. Llegamos de este modo a los casos límites, en los que desaparecen las diferencias entre la concepción psicoanalítica de la equivocación oral y su concepción fisiológica ordinaria. En estos casos existe, a nuestro juicio, una tendencia que perturba la intención que ha de ser expuesta en el discurso, pero que se limita a dar fe de su existencia sin revelar sus particulares intenciones. La perturbación que provoca sigue entonces determinadas influencias tonales o afinidades asociativas y podemos suponerla encaminada a desviar la atención de aquello que realmente quiere el sujeto decir. Pero ni esta perturbación de la atención ni estas afinidades asociativas bastan para caracterizar la naturaleza del proceso, aunque sí testimonian de la existencia de una intención perturbadora. Lo que no podemos lograr en estos casos es formarnos una idea de la naturaleza de dicha intención observando sus efectos, como lo conseguimos en otras formas más acentuadas de la equivocación oral.

Los errores en la escritura que ahora abordamos presentan tal analogía con las equivocaciones orales, que no pueden proporcionarnos nuevos puntos de vista. Sin embargo, quizá nos sea provechoso espigar un poco en este campo. Las pequeñas equivocaciones, tan frecuentes en la escritura, las contracciones y anticipaciones testimonian manifiestamente nuestra poca gana de escribir y nuestra impaciencia por terminar. Otros efectos más pronunciados permiten ya reconocer la naturaleza y la intención de la tendencia perturbadora. En general, cuando en una carta hallamos un lapsus calami podemos deducir que la persona que la ha escrito no se hallaba por completo en su estado normal; pero no siempre nos es dado establecer qué es lo que le sucedía. Análogamente a las equivocaciones orales, las cometidas en la escritura son rara vez advertidas por el sujeto. A este respecto resulta muy interesante observar los siguientes hechos: hay personas que tienen la costumbre de releer antes de expedirlas las cartas que han escrito. Otras no tienen esta costumbre; pero cuando alguna vez lo hacen por casualidad hallan siempre alguna grave equivocación que corregir. ¿Cómo explicar este hecho? Diríase que estas personas obran como si supieran que han cometido alguna equivocación al escribir. ¿Deberemos creerlo así realmente?

A la importancia práctica de las equivocaciones en la escritura aparece ligado un interesante problema. Recordáis, sin duda, el caso de aquel asesino que, haciéndose pasar por bacteriólogo, se procuraba en los Institutos científicos cultivos de microbios patógenos grandemente peligrosos y utilizaba tales cultivos para suprimir por este método ultramoderno a aquellas personas cuya desaparición le interesaba. Un día, este criminal envió a la Dirección de uno de dichos Institutos una carta, en la cual se quejaba de la ineficiencia de los cultivos que le habían sido enviados; pero cometió un lapsus calami, y en lugar de las palabras «en mis ensayos con ratones y conejos de Indias», escribió «en mis ensayos sobre personas humanas». Este error extrañó a los médicos del Instituto de referencia pero no supieron deducir de él, que yo sepa, consecuencia alguna. Ahora bien. ¿no creéis que los médicos hubieran obrado acertadamente considerando este error como una confesión e iniciando una investigación que habría evitado a tiempo los criminales designios del asesino? ¿No encontráis que en este caso la ignorancia de nuestra concepción de las funciones fallidas ha motivado una omisión infinitamente lamentable?

Por mi parte estoy seguro de que tal equivocación me hubiera parecido harto sospechosa; pero su aprovechamiento en calidad de confesión tropieza con obstáculos de extrema importancia. La cosa no es tan sencilla como parece. La equivocación en la escritura constituye un indicio incontestable, mas no basta por sí sola para justificar la iniciación de un proceso criminal. Cierto es que este lapsus testimonia de que el sujeto abrigaba la idea de infectar a sus semejantes, pero no nos permite decidir si se trata de un proyecto malvado o de una fantasía sin ningún alcance práctico. Es incluso posible que el hombre que ha cometido tal equivocación al escribir encuentre los mejores argumentos subjetivos para negar semejante fantasía y rechazarla como totalmente ajena a él. Más adelante comprenderéis mejor las posibilidades de este género, cuando tratemos de la diferencia que existe entre la realidad psíquica y la realidad material. Mas todo esto no obsta para que se trate, en este caso, de un acto fallido que ulteriormente adquirió insospechadamente importancia.

En los errores de lectura nos encontramos en presencia de una situación psíquica totalmente diferente a la de las equivocaciones orales o escritas. Una de las dos tendencias concurrentes queda reemplazada en este caso por una excitación sensorial, circunstancia que la hace, quizá, menos resistente. Aquello que tenemos que leer no es una emanación de nuestra vida psíquica, como lo son las cosas que nos proponemos escribir. Por esta razón, los errores en la lectura consisten casi siempre en una sustitución completa. La palabra que habríamos de leer queda reemplazada por otra, sin que exista necesariamente una relación de contenido entre el texto y el efecto del error, pues la sustitución se verifica generalmente en virtud de una simple semejanza entre las dos palabras. El ejemplo de Lichtenberg de leer Agamenón en lugar de engenommen (aceptado) es el mejor de todo este grupo. Si se quiere descubrir la tendencia perturbadora causa del error, debe dejarse por completo a un lado el texto falsamente leído e iniciar el examen analítico con las dos interrogaciones siguientes: 1.º ¿Cuál es la primera idea que acude al espíritu del sujeto y que se aproxima más al error cometido? 2.º ¿En qué circunstancias ha sido cometido tal error? A veces, el conocimiento de la situación basta para explicar el error. Ejemplo: un individuo que experimentó cierta necesidad natural hallándose paseando por las calles de una ciudad extranjera, vio en un primer piso de una casa una gran muestra con la inscripción Closethaus (W. C.) y tuvo tiempo de asombrarse de que la muestra estuviese en un primer piso, antes de observar que lo que en ella debía leerse no era lo que él había leído, sino Corsethaus (Corsetería). En otros casos, la equivocación en la lectura, precisa, por ser independiente del contenido del texto, de un penetrante análisis, que no podrá llevarse a cabo acertadamente más que hallándose muy ejercitado en la técnica psicoanalítica y teniendo completa confianza en ella. Pero la mayoría de las veces es más fácil obtener la explicación de un error en la lectura.

Como en el ejemplo antes citado de Lichtenberg, la palabra sustituida revela sin dificultad el círculo de ideas que constituye la fuente de la perturbación. En estos tiempos de guerra, por ejemplo, solemos leer con frecuencia aquellos nombres de ciudades y de generales o aquellas expresiones militares que oímos constantemente cada vez que nos encontramos ante palabras que con éstas tienen determinada semejanza. Lo que nos interesa y preocupa nuestro pensamiento sustituye así en la lectura a lo que nos es indiferente, y los reflejos de nuestras ideas perturban nuestras nuevas percepciones. Las equivocaciones en la lectura nos ofrecen también abundantes ejemplos, en los que la tendencia perturbadora es despertada por el mismo texto de nuestra lectura, el cual queda entonces transformado, la mayor parte de las veces, por dicha tendencia en su contrario. Trátase casi siempre en estos casos de textos cuyo contenido nos causa displacer, y el análisis nos revela que debemos hacer responsable de nuestra equivocación en su lectura al intenso deseo de rechazar lo que en ellos se afirma. En las falsas lecturas que mencionamos en primer lugar, y que son las más frecuentes, no desempeñan sino un papel muy secundario aquellos dos factores a los que en el mecanismo de las funciones fallidas tuvimos que atribuir máxima importancia. Nos referimos al conflicto entre dos tendencias y a la repulsa de una de ellas, repulsa de la que la misma se resarce por el efecto del acto fallido. No es que las equivocaciones en la lectura presenten caracteres opuestos a los de estos factores; pero la influencia del contenido ideológico que conduce al error de lectura es mucho más patente que la represión que dicho contenido hubo de sufrir anteriormente.

En las diversas modalidades del acto fallido provocado por el olvido es donde estos dos factores aparecen con mayor precisión. El olvido de propósitos es un fenómeno cuya interpretación no presenta dificultad ninguna, hasta el punto de que, como ya hemos visto, no es rechazada siquiera por los profanos. La tendencia que perturba un propósito consiste siempre en una intención contraria al mismo; esto es, en una volición opuesta, cuya única singularidad es la de escoger este medio disimulado de manifestarse en lugar de surgir francamente. Pero la existencia de esta volición contraria es incontestable, y algunas veces conseguimos también descubrir parte de las razones que la obligan a disimularse, medio por el cual alcanza siempre, con el acto fallido, el fin hacia el que tendía, mientras que, presentándose como una franca contradicción, hubiera sido seguramente rechazada. Cuando en el intervalo que separa la concepción de un propósito de su ejecución se produce un cambio importante de la situación psíquica, que hace imposible dicha ejecución, no podremos calificar ya de acto fallido el olvido del propósito de que se trate. Este olvido no nos admira ya, pues nos damos cuenta de que hubiera sido superfluo recordar el propósito, dado que la nueva situación psíquica ha hecho imposible su realización. El olvido de un proyecto no puede ser considerado como un acto fallido más que en los casos en que no podemos creer en un cambio de dicha situación.

Los casos de olvido de propósitos son, en general, tan uniformes y transparentes, que no presentan ningún interés para nuestra investigación. Sin embargo, el estudio de este acto fallido puede enseñarnos algo nuevo con relación a dos importantes cuestiones. Hemos dicho que el olvido, y, por tanto, la no ejecución de un propósito, testimonia de una volición contraria hostil al mismo. Esto es cierto; pero, según nuestras investigaciones, tal volición contraria puede ser directa o indirecta. Para mostrar qué es lo que entendemos al hablar de voluntad contraria indirecta expondremos unos cuantos ejemplos. Cuando una persona olvida recomendar un protegido suyo a una tercera persona, su olvido puede depender de que su protegido le tiene en realidad sin cuidado y que, por tanto, no tiene deseo ninguno de hacer la recomendación que le ha de favorecer. Esta será, por lo menos, la interpretación que el demandante dará al olvido de su protector. Pero la situación puede ser más complicada. La repugnancia a realizar su propósito puede provenir en el protector de una causa distinta, relacionada no con el demandante, sino con aquella persona a la que se ha de hacer la recomendación. Vemos, pues, que también en estos casos tropieza con graves obstáculos el aprovechamiento práctico de nuestras interpretaciones. A pesar de acertar en su interpretación del olvido, corre el protegido el peligro de caer en una exagerada desconfianza y mostrarse injusto para con su protector.

Análogamente, cuando alguien olvida una cita a la que prometió y se propuso acudir, el fundamento más frecuente de tal olvido debe buscarse en la escasa simpatía que el sujeto siente por la persona con la que ha quedado citado. Pero en estos casos puede también demostrar el análisis que la tendencia perturbadora no se refiere a dicha persona, sino al lugar en el que la cita debía realizarse, lugar que quisiéramos evitar a causa de un penoso recuerdo a él ligado. Otro ejemplo. Cuando olvidamos expedir una carta, la tendencia perturbadora puede tener su origen en el contenido de la misma; pero puede también suceder que dicho contenido sea por completo inocente y provenga el olvido de algo que en la carta recuerde a otra anterior que ofreció realmente motivos suficientes y directos para la aparición de la tendencia perturbadora. Podremos decir entonces que la volición contraria se ha transferido desde la carta anterior, en la cual se hallaba justificada, a la carta actual, en la que no tiene justificación alguna. Vemos así que debemos proceder con gran precaución y prudencia hasta en las interpretaciones aparentemente más exactas, pues aquello que desde el punto de vista psicológico presenta un solo significado, puede mostrarse susceptible de varias interpretaciones desde el punto de vista práctico.

Fenómenos como estos que acabamos de describir han de pareceros harto extraordinarios, y quizá os preguntéis si la voluntad contraria indirecta no imprime al proceso un carácter patológico. Por el contrario, puedo aseguraros que este proceso aparece igualmente en plena y normal salud. Mas entendámonos: no quisiera que, interpretando mal mis palabras, las creyerais una confesión de la insuficiencia de nuestras interpretaciones analíticas. La indicada posibilidad de múltiples interpretaciones del olvido de propósitos subsiste solamente en tanto que no hemos emprendido el análisis del caso y mientras nuestras interpretaciones no se basen sino en hipótesis de orden general. Una vez realizado el análisis con el auxilio del sujeto, vemos siempre, con certeza más que suficiente, si se trata de una voluntad contraria directa y cuál es la procedencia de la misma. Abordemos ahora otra cuestión diferente: Cuando en un gran número de casos hemos comprobado que el olvido de un propósito obedece a una voluntad contraria, nos sentimos alentados para extender igual solución a otra serie de casos en los que la persona analizada, en lugar de confirmar la voluntad contraria por nosotros deducida, la niega rotundamente. Pensad en los numerosos casos en los que se olvida devolver los libros prestados y pagar facturas o préstamos. En estas circunstancias habremos de atrevernos a afirmar al olvidadizo que su intención latente es la de conservar tales libros o no satisfacer sus deudas. Claro es que lo negará indignado; pero seguramente no podrá darnos otra distinta explicación de su olvido.

Diremos entonces que el sujeto tiene realmente las intenciones que le atribuimos, pero que no se da cuenta de ellas, siendo el olvido lo que a nosotros nos las ha revelado. Observaréis que llegamos aquí a una situación en la cual nos hemos encontrado ya una vez. Si queremos dar todo su desarrollo lógico a nuestras interpretaciones de los actos fallidos, cuya exactitud hemos comprobado en tantos casos, habremos de admitir obligadamente que existen en el hombre tendencias susceptibles de actuar sin que él se dé cuenta. Pero formulando este principio, nos situamos enfrente de todas las concepciones actualmente en vigor, tanto en la vida práctica como en la ciencia psicológica.

El olvido de nombres propios y palabras extranjeras puede explicarse igualmente por una intención contraria, orientada directa o indirectamente contra el nombre o la palabra de referencia. Ya en páginas anteriores os he citado varios ejemplos de repugnancia directa a ciertos nombres y palabras. Pero en este género de olvidos la causación indirecta es la más frecuente y no puede ser establecida, la mayor parte de las veces, sino después de un minucioso análisis. Así, en la actual época de guerra, durante la cual nos estamos viendo obligados a renunciar a tantas de nuestras inclinaciones afectivas, ha sufrido una gran disminución, a causa de las más singulares asociaciones, nuestra facultad de recordar nombres propios. Recientemente me ha sucedido no poder reproducir el nombre de la inofensiva ciudad morava de Bisenz, y el análisis me demostró que no se trataba en absoluto de una hostilidad mía contra dicha ciudad y que el olvido era motivado por la semejanza de su nombre con el del palacio Bisenzi, de Orvieto, en el que repetidas veces había yo pasado días agradabilísimos.

Como motivo de esta tendencia opuesta al recuerdo de un nombre hallamos aquí, por vez primera, un principio que más tarde nos revelará toda su enorme importancia para la causación de síntomas neuróticos. Trátase de la repugnancia de la memoria a evocar recuerdos que se hallan asociados con sensaciones displacientes y cuya evocación habría de renovar tales sensaciones. En esta tendencia a evitar el displacer que pueden causar los recuerdos u otros actos psíquicos, en esta fuga psíquica ante el displacer, hemos de ver el último motivo eficaz, no solamente del olvido de nombres, sino también en muchas otras funciones fallidas, tales como las torpezas o actos de término erróneo, los errores, etc. El olvido de nombres parece quedar particularmente facilitado por factores psicofisiológicos y surge, por tanto, aun en aquellos casos en los que no interviene ningún motivo de displacer. En aquellos sujetos especialmente inclinados a olvidar los nombres, la investigación analítica nos revela siempre que si determinados nombres escapan a la memoria de los mismos, no es tan sólo porque les sean desagradables o les recuerden sucesos displacientes, sino también porque pertenecen, en su psiquismo, a otros ciclos de asociaciones con los cuales se hallan en relación más estrecha. Diríase que tales nombres son retenidos por estos ciclos y se niegan a obedecer a otras asociaciones circunstanciales. Recordando los artificios de que se sirve la mnemotecnia, observaréis, no sin alguna sorpresa, que ciertos nombres quedan olvidados a consecuencia de las mismas asociaciones que se establecen intencionadamente para preservarlos del olvido.

El olvido de nombres propios, los cuales poseen, naturalmente, un distinto valor psíquico para cada sujeto, constituye el caso más típico de este género. Tomad, por ejemplo, el nombre de Teodoro. Para muchos de vosotros no presentará ningún significado particular. En cambio, para otros será el nombre de su padre, de un hermano, de un amigo o hasta el suyo propio. La experiencia analítica os demostrará que los primeros no corren riesgo alguno de olvidar que cierta persona extraña a ellos se llama así, mientras que los segundos mostrarán siempre una tendencia a rehusar a un extraño un nombre que les parece reservado a sus relaciones íntimas. Teniendo, además, en cuenta que a este obstáculo asociativo puede añadirse la acción del principio del displacer y la de un mecanismo indirecto, podréis haceros una idea exacta del grado de complicación que presenta la causación del olvido temporal de un nombre. Mas, sin embargo, un detenido análisis puede siempre desembrollar todos los hilos de esta complicada trama.

El olvido de impresiones y de sucesos vividos muestra con más claridad, y de una manera más exclusiva que el olvido de los nombres, la acción de la tendencia que intenta alejar del recuerdo todo aquello que puede sernos desagradable. Claro es que este olvido no puede ser incluido entre las funciones fallidas más que en aquellos casos en los que, observando a la luz de nuestra experiencia cotidiana, nos parece sorprendente e injustificado; por ejemplo, cuando recae sobre impresiones demasiado recientes o importantes o sobre aquellas otras cuya ausencia determinaría una laguna en un conjunto del cual guardamos un recuerdo perfecto. Las causas del olvido, en general, y especialmente del de aquellos sucesos que, como los que vivimos en nuestros primeros años infantiles, han tenido que dejar en nosotros una profundísima impresión, constituyen un problema de orden totalmente distinto, en el que la defensa contra las sensaciones de displacer desempeña, desde luego, cierto papel, pero no resulta suficiente para explicar el fenómeno en su totalidad. Lo que, desde luego, constituye un hecho incontestable es que las impresiones displacientes son olvidadas con facilidad. Este fenómeno, comprobado por numerosos psicólogos, causó al gran Darwin una impresión tan profunda, que se impuso la regla de anotar con particular cuidado las observaciones que parecían desfavorables a su teoría de que, como tuvo ocasión de confirmarlo repetidas veces, se resistían a imprimirse en su memoria.

Aquellos que oyen hablar por primera vez del olvido como medio de defensa contra los recuerdos displacientes, raramente dejan de formular la objeción de que, conforme a su propia experiencia, son más bien los recuerdos desagradables (por ejemplo, los de ofensas o humillaciones) los que más difícilmente se borran, tornando sin cesar contra el imperio de nuestra voluntad y torturándonos de continuo. El hecho es exacto, pero no así la objeción en él fundada. Debemos acostumbrarnos a tener siempre en cuenta, pues es algo de capital importancia, el hecho de que la vida psíquica es un campo de batalla en el que luchan tendencias opuestas, o para emplear un lenguaje menos dinámico, un compuesto de contradicciones y de pares antinómicos. De este modo, la existencia de una tendencia determinada no excluye la de su contraria. En nuestro psiquismo hay lugar para ambas, y de lo que se trata únicamente es de conocer las relaciones que se establecen entre tales tendencias opuestas y los efectos que emanan de cada una de ellas.

La pérdida de objetos y la imposibilidad de encontrar aquellos que sabemos haber colocado en algún lugar nos interesan particularmente a causa de las múltiples interpretaciones de que son susceptibles como funciones fallidas y de la variedad de tendencias a las cuales obedecen. Lo que es común a todos estos casos es la voluntad de perder, diferenciándose unos de otros en la razón y el objeto de la pérdida. Perdemos un objeto cuando el mismo se ha estropeado por el mucho uso, cuando pensamos reemplazarlo por otro mejor, cuando ha cesado de agradarnos, cuando procede de una persona con la cual nos hemos disgustado o cuando ha llegado a nuestras manos en circunstancias desagradables que no queremos recordar. Idénticos fines pueden atribuirse a los hechos de romper, deteriorar o dejar caer un objeto.

Asimismo parece ser que en la vida social se ha demostrado que los hijos ilegítimos y aquellos que el padre se ve obligado a reconocer son mucho más delicados y sujetos a enfermedades que los legítimos, resultado que no hay necesidad de atribuir a la grosera táctica de los «fabricantes de ángeles», pues se explica perfectamente por cierta negligencia en su cuidado y custodia. La conservación de los objetos podría muy bien tener igual explicación que, en este caso, la de los hijos. También en otras muchas ocasiones se pierden objetos que conservan todo su valor, con la sola intención de sacrificar algo a la suerte y evitar de esta manera otra pérdida que se teme. El análisis demuestra que esta manera de conjurar la suerte es aún muy común entre nosotros y que, por tanto, nuestras pérdidas constituyen a veces un sacrificio voluntario. En otros casos pueden asimismo ser expresión de un desafío o una penitencia. Vemos, pues, que la tendencia a desembarazarnos de un objeto, perdiéndolo, puede obedecer a numerosísimas y muy lejanas motivaciones. Análogamente a los demás errores utilizamos también, a veces, los actos de término erróneo o torpezas (Vergreifen) para realizar deseos que debíamos rechazar.

En estos casos se disfraza la intención bajo la forma de una feliz casualidad. Citaremos como ejemplo el caso de uno de nuestros amigos que, debiendo hacer una visita desagradable en los alrededores de la ciudad, se equivocó al cambiar de tren en una estación intermedia y subió en uno que le reintegró al punto de partida. Suele también ocurrir que cuando, durante el curso de un viaje, deseamos hacer una parada incompatible con nuestras obligaciones, en un punto intermedio, perdemos un tren como por casualidad o equivocamos un transbordo, error que nos impone la detención que deseábamos. Puedo relataros asimismo el caso de uno de mis enfermos al cual tenía yo prohibido que hablara a su querida por teléfono, y que cada vez que me telefoneaba pedía «por error» un número equivocado, y precisamente el de su querida. Otro caso interesante y que, revelándonos los preliminares del deterioro de un objeto, muestra palpablemente una importancia práctica, es la siguiente observación de un ingeniero: «Hace algún tiempo trabajaba yo con varios colegas de la Escuela Superior en una serie de complicados experimentos sobre la elasticidad, labor de la que nos habíamos encargado voluntariamente, pero que empezaba a ocuparnos más tiempo de lo que hubiésemos deseado. Yendo un día hacia el laboratorio en compañía de mi colega F., expresó éste lo desagradable que era para él, aquel día, verse obligado a perder tanto tiempo, teniendo mucho trabajo en su casa. Yo asentía a sus palabras y añadí en broma, haciendo alusión a un accidente sucedido la semana anterior: 'Por fortuna es de esperar que la máquina falle otra vez y tengamos que interrumpir el experimento.

Así podremos marcharnos pronto.' En la distribución del trabajo tocó a F. regular la válvula de la prensa esto es, ir abriéndola con prudencia para dejar pasar poco a poco el líquido presionador desde los acumuladores al cilindro de la prensa hidráulica. El director del experimento se hallaba observando el manómetro, y cuando éste marcó la presión deseada, gritó: '¡Alto !' Al oír esta voz de mando, cogió F. la válvula y le dio vuelta con toda su fuerza hacia la izquierda (todas las válvulas, sin excepción, se cierran hacia la derecha). Esta falsa maniobra hizo que la presión del acumulador actuara de golpe sobre la prensa, cosa para lo cual no estaba preparada la tubería, e hiciera estallar una unión de ésta, accidente nada grave para la máquina, pero que nos obligó a abandonar el trabajo por aquel día y regresar a nuestras casas. Resulta, además, muy característico el hecho de que algún tiempo después, hablando de este incidente, no pudo F. recordar las palabras que le dije al dirigirnos juntos al laboratorio, palabras que yo recordaba con toda seguridad.» Casos como éste nos sugieren la sospecha de que si las manos de nuestros criados se transforman tantas veces en instrumentos destructores de los objetos que poseemos en nuestra casa, ello no obedece siempre a una inocente casualidad.

De igual manera podemos también preguntarnos si es por puro azar por lo que nos hacemos daño a nosotros mismos y ponemos en peligro nuestra personal integridad. El análisis de observaciones de este género habrá de darnos la solución de estas interrogaciones. Con lo que hasta aquí hemos dicho sobre las funciones fallidas no queda, desde luego, agotado el tema, pues aún habríamos de investigar y discutir numerosos puntos. Mas me consideraría satisfecho si con lo expuesto hubiera conseguido haceros renunciar a vuestras antiguas ideas sobre esta materia y disponeros a aceptar las nuevas. Por lo demás, no siento ningún escrúpulo en abandonar aquí el estudio de las funciones fallidas sin haber llegado a un completo esclarecimiento de las mismas, pues dicho estudio no habría de proporcionarnos la demostración de todos nuestros principios y nada hay que nos obligue a limitar nuestras investigaciones haciéndolas recaer únicamente sobre los materiales que las funciones fallidas nos proporcionan.

El gran valor que los actos fallidos presentan para la consecución de nuestros fines consiste en que, siendo grandemente frecuentes y no teniendo por condición estado patológico ninguno, todos podemos observarlos con facilidad en nosotros mismos. Para terminar quiero únicamente recordaros una de vuestras interrogaciones, que he dejado hasta ahora sin respuesta: Dado que, como en numerosos ejemplos hemos podido comprobar, la concepción vulgar de las funciones fallidas se aproxima a veces considerablemente a la que en estas lecciones hemos expuesto, conduciéndose los hombres en muchas ocasiones como si adivinaran el sentido de las mismas, ¿por qué se considera tan generalmente a estos fenómenos como accidentales y faltos de todo sentido, rechazando con la mayor energía su concepción psicoanalítica? Tenéis razón: es éste un hecho harto singular y necesitado de explicación. Mas en lugar de dárosla, desde luego, prefiero iros exponiendo aquellos datos cuyo encadenamiento os llevará a deducir dicha explicación por vosotros mismos y sin que preciséis para nada de mi ayuda.

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