jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1915) Los instintos y sus destinos. Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva, Tomo II

Los instintos y sus destinos - 1915


Hemos oído expresar más de una vez la opinión de que una ciencia debe hallarse edificada sobre conceptos fundamentales, claros y precisamente definidos. En realidad, ninguna ciencia, ni aun la más exacta comienza por tales definiciones. El verdadero principio de la actividad científica consiste más bien en la descripción de fenómenos, que luego son agrupados, ordenados y relacionados entre sí.

Ya en esta descripción se hace inevitable aplicar al material determinadas ideas abstractas extraídas de diversos sectores y, desde luego, no únicamente de la observación del nuevo conjunto de fenómenos descritos. Más imprescindibles aún resultan tales ideas -los ulteriores principios fundamentales de la ciencia- en la subsiguiente elaboración de la materia. Al principio han de presentar cierto grado de indeterminación, y es imposible hablar de una clara delimitación de su contenido. Mientras permanecen en este estado, nos concertamos sobre su significación por medio de repetidas referencias al material del que parecen derivadas, pero que en realidad les es subordinado. Presentan, pues, estrictamente consideradas, el carácter de convenciones, circunstancia en la que todo depende de que no sean elegidas arbitrariamente, sino que se hallen determinadas por importantes relaciones con la materia empírica, relaciones que creemos adivinar antes de hacérsenos asequibles su conocimiento y demostración. Sólo después de una más profunda investigación del campo de fenómenos de que se trate resulta posible precisar más sus conceptos fundamentales científicos y modificarlos progresivamente, de manera a extender en gran medida su esfera de aplicación haciéndolos así irrebatibles. Este podrá ser el momento de concretarlos en definiciones. Pero el progreso del conocimiento no tolera tampoco la inalterabilidad de las definiciones. Como nos lo evidencia el ejemplo de la Física, también los «conceptos fundamentales» fijados en definiciones experimentan una perpetua modificación del contenido.

Un semejante principio básico convencional, todavía algo oscuro, pero del que no podemos prescindir en Psicología, es el del instinto ('Trieb'). Intentaremos establecer su significación, aportándole contenido desde diversos sectores. En primer lugar, desde el campo de la Fisiología. Esta ciencia nos ha dado el concepto del estímulo y el esquema del arco reflejo, concepto según el cual un estímulo aportado desde el exterior al tejido vivo (de la sustancia nerviosa) es derivado hacia el exterior por medio de la acción. Esta acción logra su fin sustrayendo la sustancia estimulada a la influencia del estímulo, alejándola de la esfera de actuación del mismo. ¿Cuál es ahora la relación del «instinto» con el «estímulo»? Nada nos impide subordinar el concepto de instinto al de estímulo. El instinto sería entonces un estímulo para lo psíquico. Mas en seguida advertimos la improcedencia de equiparar el instinto al estímulo psíquico. Para lo psíquico existen, evidentemente, otros estímulos distintos de los instintivos y que se comportan más bien de un modo análogo a los fisiológicos. Así, cuando la retina es herida por una intensa luz, no nos hallamos ante un estímulo instintivo. Sí, en cambio, cuando se hace perceptible la sequedad de las mucosas bucales o la irritación de las del estómago.

Tenemos ya material bastante para distinguir los estímulos instintivos de otros (fisiológicos) que actúan sobre lo anímico. En primer lugar, los estímulos instintivos no proceden del mundo exterior, sino del interior del organismo. Por esta razón actúan diferentemente sobre lo anímico y exigen, para su supresión, distintos actos. Pero, además, para dejar fijadas las características esenciales del estímulo, basta con admitir que actúa como un impulso único, pudiendo ser, por tanto, suprimido mediante un único acto adecuado, cuyo tipo será la fuga motora ante la fuente de la cual emana. Naturalmente, pueden tales impulsos repetirse y sumarse; pero esto no modifica en nada la interpretación del proceso ni las condiciones de la supresión del estímulo. El instinto, en cambio, no actúa nunca como una fuerza de impacto momentánea, sino siempre como una fuerza constante. No procediendo del mundo exterior, sino del interior del cuerpo, la fuga es ineficaz contra él. Al estímulo instintivo lo denominaremos mejor necesidad, y lo que suprime esta necesidad es la satisfacción. Esta puede ser alcanzada únicamente por una transformación adecuada de la fuente de estímulo interna.

Coloquémonos ahora en la situación de un ser viviente, desprovisto casi en absoluto de medios de defensa y no orientado aún en el mundo, que recibe estímulos en su sustancia nerviosa. Este ser llegará muy pronto a realizar una primera diferenciación y a adquirir una primera orientación. Por un lado, percibirá estímulos a los que le es posible sustraerse mediante una acción muscular (fuga), y atribuirá estos estímulos al mundo exterior. Pero también percibirá otros, contra los cuales resulta ineficaz tal acción y que conservan, a pesar de la misma, su carácter constantemente apremiante. Estos últimos constituirán un signo característico del mundo interior y una demostración de la existencia de necesidades instintivas. La sustancia perceptora del ser viviente hallará así, en la eficacia de su actividad muscular, un punto de apoyo para distinguir un «exterior» de un «interior».

Encontramos, pues, la esencia del instinto primeramente en sus caracteres principales, su origen de fuentes de estímulo situadas en el interior del organismo y su aparición como fuerza constante, y derivamos de ella otra de sus cualidades: la ineficacia de la fuga para su supresión. Pero durante estas reflexiones hubimos de descubrir algo que nos fuerza a una nueva confesión. No sólo aplicamos a nuestro material determinadas convenciones como conceptos fundamentales, sino que nos servimos, además, de algunos complicados postulados para guiarnos en la elaboración del mundo de los fenómenos psicológicos. Ya hemos delineado antes en términos generales lo más importante de este postulado; quédanos tan sólo hacerlo resaltar expresamente. Es de naturaleza biológico, labora con el concepto de la intención (eventualmente con el de la conveniencia) y su contenido es como sigue: el sistema nervioso es un aparato al que compete la función de suprimir los estímulos que hasta él llegan, a reducirlos a su mínimo nivel, y que, si ello fuera posible, quisiera mantenerse libre de todo estímulo. Admitiendo interinamente esta idea, sin parar mientes en su determinación, atribuiremos, en general, al sistema nervioso la labor del control de los estímulos. Vemos entonces cuánto complica el sencillo esquema fisiológico de reflejos la introducción de los instintos.

Los estímulos exteriores no plantean más problemas que el de sustraerse a ellos, cosa que sucede por medio de movimientos musculares, uno de los cuales acaba por alcanzar tal fin y se convierte entonces, como el más adecuado, en disposición hereditaria. En cambio, los estímulos instintivos nacidos en el interior del cuerpo no pueden ser suprimidos por medio de este mecanismo. Plantean, pues, exigencias mucho más elevadas al sistema nervioso, le inducen a complicadísimas actividades, íntimamente relacionadas entre sí, que modifican ampliamente el mundo exterior hasta hacerle ofrecer la satisfacción de la fuente de estímulo interna, y manteniendo una inevitable aportación continua de estímulos, le fuerzan a renunciar a su propósito ideal de conservarse alejado de ellos. Podemos, pues, concluir que los instintos y no los estímulos externos son los verdaderos motores de los progresos que han llevado a su actual desarrollo al sistema nervioso, tan inagotablemente capaz de rendimiento. Nada se opone a la suposición de que los instintos mismos son, por lo menos en parte, residuos de efectos por estímulos externos que en el curso de la filogénesis actuaron modificativamente sobre la sustancia viva.

Cuando después hallamos que toda actividad, incluso la del aparato anímico más desarrollado, se encuentra sometida al principio del placer, o sea que es regulada automáticamente por sensaciones de la serie «placer-displacer», nos resulta ya difícil rechazar la hipótesis inmediata de que estas sensaciones reproducen la forma en la que se desarrolla el control de los estímulos, y seguramente en el sentido de que la sensación de displacer se halla relacionada con un incremento del estímulo y la de placer con una disminución del mismo. Mantendremos la amplia indeterminación de esta hipótesis hasta que consigamos adivinar la naturaleza de la relación entre la serie «placer-displacer» y las oscilaciones de las magnitudes de estímulo que actúan sobre la vida anímica. Desde luego han de ser posibles muy diversas y complicadas relaciones de este género. Si consideramos la vida anímica desde el punto de vista biológico, se nos muestra el «instinto» como un concepto límite entre lo anímico y lo somático, como un representante psíquico de los estímulos procedentes del interior del cuerpo, que arriban al alma, y como una magnitud de la exigencia de trabajo impuesta a lo anímico a consecuencia de su conexión con lo somático.

Podemos discutir ahora algunos términos empleados en relación con el concepto del instinto, tales como perentoriedad, fin, objeto y fuente del instinto. Por perentoriedad ('Drang') de un instinto se entiende su factor motor, esto es, la suma de fuerza o la cantidad de exigencia de trabajo que representa. Este carácter perentorio es una cualidad general de los instintos e incluso constituye la esencia de los mismos. Cada instinto es una magnitud de actividad, y al hablar negligentemente de instintos pasivos se alude tan sólo a instintos de fin pasivo.

El fin ('Ziel') de un instinto es siempre la satisfacción, que sólo puede ser alcanzada por la supresión del estado de estimulación de la fuente del instinto. Pero aun cuando el fin último de todo instinto es invariable, puede haber diversos caminos que conduzcan a él, de manera que para cada instinto pueden existir diferentes fines próximos susceptibles de ser combinados o sustituidos entre sí. La experiencia nos permite hablar también de instintos coartados en su fin, esto es, de procesos a los que se permite avanzar cierto espacio hacia la satisfacción del instinto, pero que experimentan luego una inhibición o una desviación. Hemos de admitir que también con tales procesos se halla enlazada una satisfacción parcial.

El objeto ('Objekt') del instinto es la cosa en la cual o por medio de la cual puede el instinto alcanzar su satisfacción. Es lo más variable del instinto; no se halla enlazado a él originariamente, sino subordinado a él a consecuencia de su adecuación al logro de la satisfacción. No es necesariamente algo exterior al sujeto, sino que puede ser una parte cualquiera de su propio cuerpo y es susceptible de ser sustituido indefinidamente por otro en el curso de los destinos de la vida del instinto. Este desplazamiento del instinto desempeña importantísimas funciones. Puede presentarse el caso de que el mismo objeto sirva simultáneamente a la satisfacción de varios instintos (el caso de la confluencia de los instintos, según Alfredo Adler). Cuando un instinto aparece ligado de un modo especialmente íntimo y estrecho al objeto, hablamos de una fijación de dicho instinto. Esta fijación tiene efecto con gran frecuencia en períodos muy tempranos del desarrollo de los instintos y pone fin a la movilidad del instinto de que se trate, oponiéndose intensamente a su separación del objeto. Por fuente ('Quelle') del instinto se entiende aquel proceso somático que se desarrolla en un órgano o una parte del cuerpo, y es representado en la vida anímica por el instinto. Se ignora si este proceso es regularmente de naturaleza química o puede corresponder también al desarrollo de otras fuerzas; por ejemplo, de fuerzas mecánicas. El estudio de las fuentes del instinto no corresponde ya a la Psicología. Aunque el hecho de nacer de fuentes somáticas sea en realidad lo decisivo para el instinto, éste no se nos da a conocer en la vida anímica sino por sus fines. Para la investigación psicológica no es absolutamente indispensable más preciso conocimiento de las fuentes del instinto, y muchas veces pueden ser deducidas éstas del examen de los fines del instinto.

¿Habremos de suponer que los diversos instintos procedentes de lo somático y que actúan sobre lo psíquico se hallan también caracterizados por cualidades diferentes y actúan por esta causa de un modo cualitativamente distinto de la vida anímica? A nuestro juicio, no. Bastará más bien admitir simplemente que todos los instintos son cualitativamente iguales y que su efecto no depende sino de las magnitudes de excitación que llevan consigo y quizá de ciertas funciones de esta cantidad. Las diferencias que presentan las funciones psíquicas de los diversos instintos pueden atribuirse a la diversidad de las fuentes de estos últimos. Más adelante, y en una distinta relación, llegaremos, de todos modos, a aclarar lo que el problema de la cualidad de los instintos significa. ¿Cuántos y cuáles instintos habremos de contar? Queda abierto aquí un amplio margen a la arbitrariedad, pues nada podemos objetar a aquellos que hacen uso de los conceptos de instinto de juego, de destrucción o de sociabilidad cuando la materia lo demanda y lo permite la limitación del análisis psicológico. Sin embargo, no deberá perderse de vista la posibilidad de que estas motivaciones instintivas, tan especializadas, sean susceptibles de una mayor descomposición en lo que a las fuentes del instinto se refiere, resultando así que sólo los instintos primitivos, aquellos no posibles de disecar más allá, podrían aspirar a una significación.

Por nuestra parte, hemos propuesto distinguir dos grupos de estos instintos primitivos: el de los instintos del yo o instintos de conservación y el de los instintos sexuales. Esta división no constituye una hipótesis necesaria, como la que antes hubimos de establecer sobre la intención biológica del aparato anímico. No es sino una construcción auxiliar, que sólo mantendremos mientras nos sea útil y cuya sustitución por otra no puede modificar sino muy poco los resultados de nuestra labor descriptiva y ordenadora. La ocasión de establecerla ha surgido en el curso evolutivo del psicoanálisis, cuyo primer objeto fueron las psiconeurosis o, más precisamente, aquel grupo de psiconeurosis a las que damos el nombre de «neurosis de transferencia» (la histeria y la neurosis obsesiva), estudio que nos llevó al conocimiento de que en la raíz de cada una de tales afecciones existía un conflicto entre las aspiraciones de la sexualidad y las del yo. Es muy posible que un más penetrante análisis de las restantes afecciones neuróticas (y ante todo de las psiconeurosis narcisistas, o sea de las esquizofrenias) nos impongan una modificación de esta fórmula y con ella una distinta agrupación de los instintos primitivos. Mas por ahora no conocemos tal nueva fórmula ni hemos hallado ningún argumento desfavorable a la oposición de instintos del yo e instintos sexuales.

Dudo mucho de que la elaboración del material psicológico pueda proporcionarnos datos decisivos para la diferenciación y clasificación de los instintos. A los fines de esta elaboración parece más bien necesario aplicar al material determinadas hipótesis sobre la vida instintiva, y sería deseable que tales hipótesis pudieran ser tomadas de un sector diferente y transferidas luego al de la Psicología. Aquello que en esta cuestión nos suministra la Biología no se opone, ciertamente, a la diferenciación de instintos del yo e instintos sexuales. La Biología enseña que la sexualidad no puede equipararse a las demás funciones del individuo, dado que sus propósitos van más allá del mismo y aspiran a la producción de nuevos individuos, o sea a la conservación de la especie. Nos muestra además, como igualmente justificadas, dos distintas concepciones de la relación entre el yo y la sexualidad; una, para la cual es el individuo lo principal, la sexualidad una de sus actividades y la satisfacción sexual una de sus necesidades, y otra, que considera al individuo como un accesorio temporal y pasajero del plasma germinativo casi inmortal, que le fue confiado por el proceso de generación. La hipótesis de que la función sexual se distingue de las demás por un quimismo especial aparece también integrada, según creo, en la investigación biológica de Ehrlich.

Dado que el estudio de la vida instintiva desde la mira consciente presenta dificultades casi insuperables, continúa siendo la investigación psicoanalítica de las perturbaciones anímicas la fuente principal de nuestro conocimiento. Pero correlativamente al curso de su desarrollo, no nos ha suministrado hasta ahora el psicoanálisis datos satisfactorios más que sobre los instintos sexuales, por ser éste el único grupo de instintos que le ha sido posible aislar y considerar por separado en las psiconeurosis. Con la extensión del psicoanálisis a las demás afecciones neuróticas quedará también cimentado seguramente nuestro conocimiento de los instintos del yo, aunque parece imprudente esperar hallar en este campo de investigación condiciones análogamente favorables a la labor observadora.

De los instintos sexuales podemos decir, en general, lo siguiente: son muy numerosos, proceden de múltiples y diversas fuentes orgánicas, actúan al principio independientemente unos de otros y sólo ulteriormente quedan reunidos en una síntesis más o menos perfecta. El fin al que cada uno de ellos tiende es la consecución del placer del órgano, y sólo después de su síntesis entran al servicio de la procreación, con lo cual se evidencian entonces, generalmente, como instintos sexuales. En su primera aparición se apoyan ante todo en los instintos de conservación, de los cuales no se separan luego sino muy poco a poco, siguiendo también en la elección de objeto los caminos que los instintos del yo les marcan. Parte de ellos permanece asociada a través de toda la vida a los instintos del yo, aportándoles componentes libidinosos que pasan fácilmente inadvertidos durante la función normal y sólo se hacen claramente perceptibles en el comienzo de una enfermedad. Se caracterizan por la facilidad con la que se reemplazan unos a otros y por su capacidad de cambiar indefinidamente de objeto. Estas últimas cualidades les hacen aptos para funciones muy alejadas de sus primitivos actos finales (es decir, capaces de sublimación).

Siendo los instintos sexuales aquellos en cuyo conocimiento hemos avanzado más hasta el día, limitaremos a ellos nuestra investigación de los destinos por los cuales pasan los instintos en el curso del desarrollo y de la vida. De estos destinos nos ha dado a conocer la observación los siguientes:



La transformación en lo contrario.
La orientación hacia la propia persona.
La represión.
La sublimación.



No proponiéndonos tratar aquí de la sublimación, y exigiendo la represión capítulo aparte, quédannos tan sólo la descripción y discusión de los dos primeros puntos. Por fuerzas motivacionales que actúan en contra de llevar a buen término un instinto en forma no modificada, podemos representarnos también sus destinos como modalidades de la defensa contra los instintos. La transformación en lo contrario se descompone, al someterla a un detenido examen, en dos distintos procesos, el cambio de un instinto desde la actividad a la pasividad y la inversión de contenido. Estos dos procesos, de esencia totalmente distinta, habrán de ser considerados separadamente.

Ejemplos del primer proceso son los pares antitéticos «sadismo-masoquismo» y «placer visual (escopofilia), exhibición». La transformación en lo contrario alcanza sólo a los fines del instinto. El fin activo -atormentar, ver- es sustituido por el pasivo -ser atormentado, ser visto-. La inversión de contenido se nos muestra en un solo ejemplo: la transformación del amor en odio. La orientación hacia la propia persona queda aclarada en cuanto reflexionamos que el masoquismo no es sino un sadismo dirigido contra el propio yo y que la exhibición entraña la contemplación del propio cuerpo. La observación analítica demuestra de un modo indubitable que el masoquista comparte el goce activo de la agresión a su propia persona y el exhibicionista el resultante de la desnudez de su propio cuerpo. Así, pues, lo esencial del proceso es el cambio de objeto, con permanencia del mismo fin. No puede ocultársenos que en estos ejemplos coinciden la orientación hacia la propia persona y la transformación desde la actividad a la pasividad.


Por tanto, para hacer resaltar claramente las relaciones resulta precisa una más profunda investigación. En el par antitético «sadismo-masoquismo» puede representarse el proceso en la forma siguiente:

a) El sadismo consiste en la violencia ejercida contra una persona distinta como objeto.

b) Este objeto es abandonado y sustituido por el propio sujeto. Con la orientación hacia la propia persona queda realizada también la transformación del fin activo del instinto en un fin pasivo.

c) Es buscada nuevamente como objeto una persona diferente, que a consecuencia de la transformación del fin tiene que encargarse del papel de 'sujeto'.


El caso c) es el de lo que vulgarmente se conoce con el nombre de masoquismo. También en él es alcanzada la satisfacción por el camino del sadismo primitivo, transfiriéndose en fantasía el pasivo yo a su lugar anterior, abandonado ahora al sujeto extraño. Es muy dudoso que exista una satisfacción masoquista más directa. No parece existir un masoquismo primitivo no nacido del sadismo en la forma descrita. La conducta del instinto sádico en la neurosis obsesiva demuestra que la hipótesis de la fase b) no es nada superflua. En la neurosis obsesiva hallamos la orientación hacia la propia persona sin la pasividad con respecto a otra.

La transformación no llega más que hasta la fase b). El deseo de atormentar se convierte en autotormento y autocastigo, no en masoquismo. El verbo activo no se convierte en pasivo, sino en un verbo reflexivo intermedio. Para la concepción del sadismo hemos de tener en cuenta que este instinto parece perseguir, a más de su fin general (o quizá mejor, dentro del mismo), un especialísimo acto final. Además de la humillación y el dominio, el causar dolor. Ahora bien, el psicoanálisis parece demostrar que el causar dolor no se halla integrado entre los actos finales primitivos del instinto. El niño sádico no tiende a causar dolor ni se lo propone expresamente. Pero una vez llevada a efecto la transformación en masoquismo, resulta el dolor muy apropiado para suministrar un fin pasivo masoquista, pues todo nos lleva a admitir que también las sensaciones dolorosas, como en general todas las displacientes, se extienden a la excitación sexual y originan un estado placiente que lleva al sujeto a aceptar de buen grado el displacer del dolor. Una vez que el experimentar dolor ha llegado a ser un fin masoquista, puede surgir también regresivamente el fin sádico de causar dolor, y de este dolor goza también aquel que lo inflige a otros, identificándose, de un modo masoquista, con el objeto que sufre el dolor. Naturalmente aquello que se goza en ambos casos no es el dolor mismo, sino la excitación sexual concomitante, cosa especialmente cómoda para el sádico. El goce del dolor sería, pues, un fin originariamente masoquista; pero que sólo se convierte en fin instintivo en alguien primitivamente sádico.

Para completar nuestra exposición añadiremos que la compasión no puede ser descrita como un resultado de la transformación de los instintos en el sadismo, sino que se requiere del concepto formación reactiva contra el instinto. Más adelante examinaremos esta distinción.

La investigación de otro par antitético de los instintos, cuyo fin es la contemplación y la exhibición (escopofilia y exhibicionismo en el lenguaje de las perversiones) nos proporciona resultados distintos y más sencillos. También aquí podemos establecer las mismas fases que en el caso anterior:

a) La contemplación como actividad orientada hacia un objeto ajeno.

b) El abandono del objeto, la orientación del instinto de contemplación hacia una parte del cuerpo de la propia persona, y con ello la transformación en pasividad y el establecimiento del nuevo fin: el de ser contemplado.

c) El establecimiento de un nuevo sujeto al que la persona se muestra para ser por él contemplado. Es casi indudable que el fin activo aparece antes que el pasivo, precediendo la contemplación a la exhibición. Pero surge aquí una importante diferencia con el caso del sadismo, diferencia consistente en que en el instinto de escopofilia hallamos aún una fase anterior a la señalada con la letra a). El instinto de escopofilia es, en efecto, autoerótico al principio de su actividad; posee un objeto, pero lo encuentra en el propio cuerpo. Sólo más tarde es llevado (por el camino de la comparación) a cambiar este objeto por una parte análoga del cuerpo ajeno (fase a). Esta fase preliminar es interesante por surgir de ella las dos situaciones del par antitético resultante, según el cambio tenga efecto en un lugar o en otro.

El esquema del instinto de escopofilia podría establecerse como sigue:

a) Uno contempla un órgano sexual = Un órgano sexual es contemplado por uno mismo.

b) Uno contempla un objeto ajeno (escopofilia activa).

c) Un objeto que puede ser uno mismo o parte de uno es contemplado por una persona ajena (exhibicionismo).

Tal fase preliminar no se presenta en el sadismo, el cual se orienta desde un principio hacia un objeto ajeno. De todos modos no sería absurdo deducirla de los esfuerzos del niño que quiere tomar el control de sus propios miembros. A los dos ejemplos de instintos que aquí venimos considerando puede serles aplicada la observación de que la transformación de los instintos por cambio de actividad en pasividad y por orientación hacia la propia persona nunca se realiza en la totalidad del contingente instintivo. El primitivo sentido activo del instinto continúa subsistiendo en cierto grado junto al sentido pasivo ulterior, incluso en aquellos casos en los que el proceso de transformación del instinto ha sido muy amplio. La única afirmación exacta sobre el instinto de escopofilia sería la de que todas las fases evolutivas del instinto, tanto la fase preliminar autoerótica como la estructura final activa o pasiva, continúan existiendo conjuntamente, y esta afirmación se hace indiscutible cuando en lugar de los actos a que llevan los instintos tomamos como base de nuestro juicio el mecanismo de la satisfacción. Quizá resulte aún justificada otra distinta concepción y descripción. La vida de cada instinto puede considerarse dividida en diversas series de ondas, temporalmente separadas e iguales, dentro de la unidad de tiempo (arbitraria), semejantes a sucesivas erupciones de lava.

Podemos así representarnos que la primera y primitiva erupción del instinto continúa sin experimentar transformación ni desarrollo ningunos. El impulso siguiente experimentaría, en cambio, desde su principio una modificación, quizá la transición de actividad a la pasividad, y se sumaría con este nuevo carácter a la onda anterior, y así sucesivamente. Si consideramos entonces los movimientos instintivos, desde su principio hasta un punto determinado, la descrita sucesión de las ondas tiene que ofrecernos el cuadro de un desarrollo determinado del instinto. El hecho de que en tal época ulterior del desarrollo de un impulso instintivo se observa, junto a cada movimiento instintivo, su contrario (pasivo), merece ser expresamente acentuado con el nombre de ambivalencia, acertadamente introducido por Bleuler. La subsistencia de las fases intermedias y la historia de la evolución del instinto nos han aproximado a la inteligencia de esta evolución. La amplitud de la ambivalencia varía mucho, según hemos podido comprobar, en los distintos individuos, grupos humanos o razas. Los casos de amplia ambivalencia en individuos contemporáneos pueden ser interpretados como casos de herencia arcaica, pues todo nos lleva a suponer que la participación en la vida instintiva de impulsos activos en forma no modificada fue en épocas primitivas mucho mayor que hoy.

Nos hemos acostumbrado a denominar narcisismo la temprana fase del yo, durante la cual se satisfacen autoeróticamente los instintos sexuales del mismo, sin entrar de momento a discutir la relación entre autoerotismo y narcisismo. De este modo diremos que la fase preliminar del instinto de escopofilia, en la cual el placer visual tiene como objeto el propio cuerpo, pertenece al narcisismo y es una formación narcisista. De ella se desarrolla el instinto de escopofilia activo, abandonando el narcisismo; en cambio, el instinto de escopofilia pasivo conservaría el objeto narcisista. Igualmente, la transformación del sadismo en masoquismo significa un retorno al objeto narcisista, mientras que en ambos casos es sustituido el sujeto narcisista por identificación con otro yo ajeno. Teniendo en cuenta la fase preliminar narcisista del sadismo antes establecida, nos acercamos así al conocimiento más general de que la orientación de los instintos hacia el propio yo y la inversión de la actividad a la pasividad dependen de la organización narcisista del yo y llevan impreso el sello de esta fase. Corresponden quizá a las tentativas de defensa, realizadas con otros medios en fases superiores del desarrollo del yo.

Recordemos aquí que hasta ahora sólo hemos traído a discusión los dos pares antitéticos «sadismo-masoquismo» y «escopofilia-exhibición». Son éstos los instintos sexuales ambivalentes mejor conocidos. Los demás componentes de la función sexual ulterior no son aún suficientemente asequibles al análisis para que podamos discutirlos de un modo análogo. Podemos decir de ellos, en general, que actúan autoeróticamente, esto es, que su objeto es pasado por alto ante el órgano que constituye su fuente y coincide casi siempre con él. Aunque el objeto del instinto de escopofilia es también al principio una parte del propio cuerpo, no es, sin embargo, el ojo mismo; y en el sadismo, la fuente orgánica, probablemente la musculatura capaz de acción, señala inequívocamente otro objeto distinto, aunque también en el propio cuerpo. En los instintos autoeróticos es tan decisivo el papel de la fuente orgánica, que, según una hipótesis de P. Federn (1913) y L. Jekels (1913), la forma y la función del órgano deciden la actividad o pasividad del fin del instinto. El cambio de contenido de un instinto en su contrario no se observa sino en un único caso; en la conversión del amor en odio. Estos dos sentimientos aparecen también muchas veces orientados conjuntamente hacia un solo y mismo objeto, ofreciéndonos así el más importante ejemplo de ambivalencia de sentimientos.

Este caso del amor y el odio adquiere un especial interés, por la circunstancia de no encajar en nuestro esquema de los instintos. No puede dudarse de la íntima relación entre estos dos contrarios sentimentales y la vida sexual, pero hemos de resistirnos a considerar el amor como un particular instinto parcial de la sexualidad, de la misma manera de los otros que hemos estado discutiendo. Preferiríamos ver en el amor la expresión de la tendencia sexual total, pero tampoco acaba esto de satisfacernos, y no sabemos cómo representarnos el contenido opuesto de esta tendencia. El amor es susceptible de tres antítesis y no de una sola. Aparte de la antítesis «amar-odiar», existe la de «amar-ser amado», y, además el amor y el odio, tomados conjuntamente, se oponen a la indiferencia. De estas tres antítesis, la segunda -«amar-ser amado»- corresponde a la transformación de la actividad a la pasividad, y puede ser referida, como el instinto de escopofilia, a una situación fundamental, la de amarse a sí mismo, situación que es para nosotros la característica del narcisismo. Según que el objeto o el sujeto sean cambiados por otros ajenos, resulta la finalidad activa de amar o la pasiva de ser amado, próxima al narcisismo.

Quizá nos aproximemos más a la comprensión de las múltiples antítesis del amor reflexionando que la vida anímica es dominada en general por tres polarizaciones; esto es, por las tres antítesis siguientes:


Sujeto (yo) - Objeto (mundo exterior).
Placer-Displacer.
Actividad-Pasividad.


La antítesis yo-no yo (lo exterior) (sujeto-objeto) es impuesta al individuo muy tempranamente, como ya indicamos, por la experiencia de que puede hacer cesar, mediante una acción muscular, los estímulos exteriores, careciendo, en cambio, de toda defensa contra los estímulos instintivos. Ante todo esta antítesis conserva una absoluta soberanía en lo referente a la función intelectual y crea para la investigación la situación fundamental, que no puede ser ya modificada por ningún esfuerzo. La polarización «placer-displacer» acompaña a una serie de sensaciones, cuya insuperada importancia para la decisión de nuestros actos (voluntad) hemos acentuado ya. La antítesis «actividad-pasividad» no debe confundirse con la de «yo-sujeto exterior-objeto». El yo se conduce pasivamente con respecto al mundo exterior en tanto en cuanto recibe de él estímulos, y activamente cuando a dichos estímulos reacciona. Sus instintos le imponen una especialísima actividad con respecto al mundo exterior, de manera que, acentuando lo esencial, podríamos decir lo siguiente: el yo-sujeto es pasivo con respecto a los estímulos exteriores, pero activo a través de sus propios instintos. La antítesis «activo-pasivo» se funde luego con la de «masculino-femenino», que antes de esta fusión carecía de significación psicológica. La unión de la actividad con la masculinidad y de la pasividad con la femineidad nos sale al encuentro como un hecho biológico, pero no es en ningún modo tan regularmente total y exclusiva como se está inclinado a suponer.

Las tres polarizaciones anímicas establecen entre sí importantes conexiones. Existe una situación primitiva psíquica en la cual coinciden dos de ellas. El yo se encuentra originariamente al principio de la vida anímica, revestido (catectizado) de instintos, y es en parte capaz de satisfacer sus instintos en sí mismo. A este estado le damos el nombre de «narcisismo», y calificamos de autoerótica a la posibilidad de satisfacción correspondiente. El mundo exterior no atrae a sí en esta época interés (catexias) ninguno (en términos generales) y es indiferente a la satisfacción. Así, pues, durante ella coincide el yo-sujeto con lo placiente y el mundo exterior con lo indiferente (o displaciente a veces, como fuente de estímulos). Si definimos, por lo pronto, el amor como la relación del yo con sus fuentes de placer, la situación en la que el yo se ama a sí mismo con exclusión de todo otro objeto y se muestra indiferente al mundo exterior, nos aclarará la primera de las relaciones antitéticas en las que hemos hallado al «amor». El yo no precisa del mundo exterior en tanto en cuanto es autoerótico; pero recibe de él objetos a consecuencia de los procesos de los instintos de conservación y no puede por menos de sentir como displacientes, durante algún tiempo, los estímulos instintivos interiores. Bajo el dominio del principio del placer se realiza luego en él un desarrollo ulterior. Acoge en su yo los objetos que le son ofrecidos en tanto en cuanto constituyen fuentes de placer y se los introyecta (según la expresión de Ferenczi), alejando, por otra parte, de sí aquello que en su propio interior constituye motivo de displacer. (Véase más adelante el mecanismo de la proyección.)

Pasamos así desde el primitivo yo de realidad, que ha diferenciado el interior del exterior conforme a exactos signos objetivos, a un yo de placer, que antepone a todos los signos el carácter placiente. El mundo exterior se divide para él en una parte placiente, que se incorpora, y un resto, extraño a él. Ha separado del propio yo una parte que proyecta al mundo exterior y percibe como hostil a él. Después de esta nueva ordenación queda nuevamente establecida la coincidencia de las dos polarizaciones, o sea la del yo-sujeto con placer y la del mundo exterior con el displacer (antes indiferencia).

Con la entrada del objeto en la fase del narcisismo primario alcanza también su desarrollo la segunda antítesis del amor: el odio. El objeto es aportado primeramente al yo, como ya hemos visto, por los instintos de conservación, que lo toman del mundo exterior, y no puede negarse que también el primitivo sentido del odio es el de la relación contra el mundo exterior, ajeno al yo y aportador de estímulos. La indiferencia le cede el lugar al odio o a la aversión, después de haber surgido primeramente como precursora del mismo. El mundo externo, el objeto y lo odiado habrían sido al principio idénticos. Cuando luego demuestra el objeto ser una fuente de placer es amado, pero también incorporado al yo, de manera que para el yo de placer purificado coincide de nuevo el objeto con lo ajeno y lo odiado.

Observamos también ahora que así como el par antitético «amor-indiferencia» refleja la polarización «yo-mundo exterior», la segunda antítesis «amor-odio» reproduce la polarización «placer-displacer» enlazada con la primera. Después de la sustitución de la etapa puramente narcisista por la objetal, el placer y el displacer significan relaciones del yo con el objeto. Cuando el objeto llega a ser fuente de sensaciones de placer, surge una tendencia motora que aspira a acercarlo e incorporarlo al yo. Hablamos entonces de la «atracción» ejercida por el objeto productor de placer y decimos que lo «amamos». Inversamente, cuando el objeto es fuente de displacer, nace una tendencia que aspira a aumentar su distancia del yo, repitiendo con él la primitiva tentativa de fuga ante el mundo exterior emisor de estímulos. Sentimos la «repulsa» del objeto y lo odiamos; odio que puede intensificarse hasta la tendencia a la agresión contra el objeto y el propósito de destruirlo.

En último término, podríamos decir que el instinto «ama» al objeto al que tiende para lograr su satisfacción. En cambio, nos parece extraño e impropio oír que un instinto «odia» a un objeto, y de este modo caemos en la cuenta de que los conceptos de «amor» y «odio» no son aplicables a las relaciones de los instintos con sus objetos, debiendo ser reservados para la relación del yo total con los objetos. Pero la observación de los usos del lenguaje, tan significativos siempre, nos muestra una nueva limitación de la significación del amor y el odio. De los objetos que sirven a la conservación del yo no decimos que los amamos sino acentuamos que necesitamos de ellos, añadiendo quizá una relación distinta por medio de palabras expresivas de un amor muy disminuido, tales como las de 'agradar', 'gustar', 'interesar'. Así, pues, la palabra «amar» se inscribe cada vez más en la esfera de la pura relación de placer del yo con el objeto y se fija, por último, a los objetos estrictamente sexuales y a aquellos otros que satisfacen las necesidades de los instintos sexuales sublimados. La separación entre instintos del yo e instintos sexuales que hemos impuesto a nuestra psicología demuestra así hallarse en armonía con el espíritu de nuestro idioma. El hecho de que no acostumbramos decir que un instinto sexual ama a su objeto y veamos el más adecuado empleo de la palabra «amar» en la relación del yo con un objeto sexual, nos enseña que su empleo en tal relación comienza únicamente con la síntesis de todos los instintos parciales de la sexualidad, bajo la primacía de los genitales y al servicio de la reproducción.

Es de observar que en el uso de la palabra «odiar» no aparece esa relación tan íntima con el placer sexual y la función sexual; por el contrario, la relación de displacer parece ser aquí la única decisiva. El yo odia, aborrece y persigue con propósitos destructores a todos los objetos que llega a suponerlos una fuente de sensaciones de displacer, constituyendo una privación de la satisfacción sexual o de la satisfacción de necesidades de conservación. Puede incluso afirmarse que el verdadero prototipo de la relación de odio no procede de la vida sexual, sino de la lucha del yo por su conservación y mantención. La relación entre el odio y el amor, que se nos presentan como completas antítesis de contenidos, no es, pues, nada sencilla. El odio y el amor no han surgido de la disociación de un todo original, sino que tienen diverso origen y han pasado por un desarrollo distinto y particular cada uno, antes de constituirse en antítesis bajo la influencia de la relación «placer-displacer». Se nos plantea aquí la labor de reunir todo lo que sobre la génesis del amor y el odio sabemos.

El amor procede de la capacidad del yo de satisfacer autoeróticamente, por la adquisición de placer orgánico, algunos de sus impulsos instintivos. Originariamente narcisista, pasa luego a los objetos que han sido incorporados al yo ampliado y expresa la tendencia motora del yo hacia estos objetos, considerados como fuentes de placer. Se enlaza íntimamente con la actividad de los instintos sexuales ulteriores y, una vez realizada la síntesis de estos instintos, coincide con la totalidad de la tendencia sexual. Mientras los instintos sexuales pasan por su complicado desarrollo, aparecen etapas preliminares del amor en calidad de fines sexuales provisorios. La primera de estas etapas es de incorporación o devorar, modalidad del amor que resulta compatible con la supresión de la existencia separada del objeto y puede, por tanto, ser calificada de ambivalente. En la fase superior de la organización pregenital sádicoanal surge la aspiración al objeto en la forma de impulso al dominio, impulso para el cual es indiferente el daño o la destrucción del objeto. Esta forma y fase preliminar del amor apenas se diferencia del odio en su conducta para con el objeto. Hasta el establecimiento de la organización genital no se constituye el amor en antítesis del odio.

El odio es, como relación con el objeto, más antiguo que el amor. Nace de la repulsa primitiva del mundo exterior emisor de estímulos por parte del yo narcisista primitivo. Como expresión de la reacción de displacer provocada por los objetos, permanece siempre en íntima relación con los instintos de conservación, en forma tal que los instintos del yo y los sexuales entran fácilmente en una antítesis que reproduce la del amor y el odio. Cuando los instintos del yo dominan la función sexual, como sucede en la fase de la organización sádico-anal, prestan al fin del instinto los caracteres del odio. La historia de la génesis y de las relaciones del amor nos hace comprensible su frecuentísima ambivalencia, o sea la circunstancia de aparecer acompañado de sentimientos de odio orientados hacia el mismo objeto. El odio mezclado al amor procede en parte de las fases preliminares del amor, no superadas aún por completo, y en parte de reacciones de repulsa de los instintos del yo, los cuales pueden alegar motivos reales y actuales en los frecuentes conflictos entre los intereses del yo y los del amor. Así, pues, en ambos casos, el odio mezclado tiene su fuente en los instintos de conservación del yo. Cuando la relación amorosa con un objeto determinado queda rota, no es extraño ver surgir el odio en su lugar, circunstancia que nos da la impresión de una transformación del odio en amor. Más allá de esta descripción nos lleva ya la teoría de que en tal caso el odio realmente motivado es reforzado por la regresión del amor a la fase preliminar sádica, de manera que el odio recibe un carácter erótico, asegurándose la continuidad de una relación amorosa.

La tercera antítesis del amor, o sea la transformación de amar en ser amado, corresponde a la influencia de la polarización de actividad y pasividad y queda subordinada al mismo juicio que los casos del instinto de escopofilia y del sadismo. Sintetizando, podemos decir que los destinos de los instintos consisten esencialmente en que los impulsos instintivos son sometidos a la influencia de las tres grandes polarizaciones que dominan la vida anímica. De estas tres polarizaciones podríamos decir que la de «actividad-pasividad» es la biológica; la de «yo-mundo exterior», la de realidad, y la de «placer-displacer», la polaridad económica. Otro de los destinos de los instintos -la represión- forma parte de la investigación que sigue.

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