jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1917 )Lección XXVI. La teoría de la libido y el narcisismo

Lección XXVI. La teoría de la libido y el narcisismo


Señoras y señores: Varias veces, la última en ocasión muy reciente, hemos tenido que ocuparnos de la diferenciación entre instintos del yo e instintos sexuales. Ya en un principio nos demostró la represión que tales dos clases de instintos podían entrar en conflicto y que a consecuencia del mismo quedaban derrotadas los sexuales y obligadas a emprender rodeos regresivos para alcanzar una satisfacción compensadora de su derrota. Hemos visto después que ambos grupos de instintos se comportan distintamente ante la necesidad, gran educadora, y siguen, por tanto, distintos caminos en su desarrollo, mostrando asimismo muy distintas relaciones con el principio de la realidad. Por último, creemos observar que los instintos sexuales poseen una más íntima conexión que los del yo con el estado afectivo de angustia, observación que aparece robustecida por la interesantísima circunstancia de que la no satisfacción del hambre y de la sed, los dos más elementales instintos de conservación, no trae jamás consigo la transformación de dichos instintos en angustia, mientras que, como ya sabemos, la transformación en angustia de la libido insatisfecha es uno de los fenómenos más conocidos y frecuentemente observados.

Nuestro derecho a establecer una distinción entre los instintos del yo y los instintos sexuales es en absoluto incontestable, pues nace de la existencia misma del instinto sexual como actividad particular del individuo. La única interrogación que podría planteársenos sería la referente a la importancia que a dicha diferenciación atribuimos, pero a esta interrogación no podemos responder hasta después de haber establecido las diferencias que en sus manifestaciones somáticas y psíquicas muestran los instintos sexuales con respecto a los demás instintos que a ellos oponemos y haber fijado la importancia de los efectos que de dichas diferencias se derivan. Naturalmente, no poseemos base alguna para afirmar que entre ambos grupos de instintos exista una diferencia de naturaleza. Tanto uno como otro designan fuentes de energía del individuo y la cuestión es saber si estos dos grupos no forman en el fondo más que uno -y en este caso, cuándo ha tenido efecto la separación que ahora advertimos- o son, por el contrario, de esencia en absoluto diferente; esta cuestión repetimos, no puede basarse en nociones abstractas, sino en hechos biológicos. Pero sobre este punto concreto poseemos conocimientos aún muy insuficientes, y aunque lográramos ampliarlos, ello no habría de fomentar en gran medida nuestra labor analítica.

Tampoco ganaríamos nada acentuando -como lo hace Jung- la primitiva unidad de todos los instintos y dando el nombre de «libido» a la energía que se manifiesta en cada uno de ellos; pues dada la imposibilidad de eliminar de la vida psíquica la función sexual, nos veríamos obligados a hablar de una libido sexual y de una libido asexual, desnaturalizando así el término «libido», que, como lo hemos hecho hasta ahora, debe ser reservado a las fuerzas instintivas de la vida sexual. Opino, pues, que la cuestión de saber hasta qué punto conviene llevar la separación entre instintos sexuales e instintos derivados del instinto de conservación, no presenta significación ninguna para el psicoanálisis, el cual carece, además, de competencia para resolverla. En cambio, la Biología nos proporciona ciertos datos que permiten atribuir a dicha dualidad una profunda importancia. La sexualidad es, en efecto, la única de las funciones del organismo animado que, traspasando los límites individuales asegura el enlace del individuo con la especie. Es indudable que el ejercicio de esta función no resulta siempre, como el de las restantes, útil y provechoso para el sujeto, sino que, por el contrario, le expone, a cambio del extraordinario placer que puede procurarle, a graves peligros, fatales a veces para su existencia. Además, creemos muy probable que para la transmisión de una parte de la vida individual a individuos posteriores, a título de disposición, sean necesarios especialísimos procesos metabólicos. Por último, el ser individual, para el que lo primero y más importante es su propia persona, y que no ve en su sexualidad sino un medio de satisfacción, como tantos otros, no es, desde el punto de vista biológico, sino un episodio aislado dentro de una serie de generaciones, una efímera excrecencia de un protoplasma virtualmente inmortal y el usufructuario de un fideicomiso destinado a sobrevivirle.

Para la explicación psicoanalítica de las neurosis no tienen, sin embargo, utilidad ninguna estas consideraciones de tan gran alcance. El examen separado de los instintos sexuales y de los instintos del yo nos ha permitido llegar a la comprensión de las neurosis de transferencia, afecciones que hemos podido reducir al conflicto entre los instintos sexuales y los derivados del instinto de conservación, o para expresarnos en términos biológicos, aunque menos precisos, al conflicto entre el yo como ser individual e independiente y el yo considerado como miembro de una serie de generaciones. Es de creer que este desdoblamiento no existe sino en el hombre, siendo éste, por tanto, el único ser que ofrece un terreno abonado a la neurosis. El desarrollo excesivo de su libido y la riqueza y variedad que a consecuencia del mismo presenta su vida psíquica, parecen haber creado las condiciones del conflicto a que nos referimos, condiciones que, evidentemente, son también las que han permitido al hombre elevarse sobre el nivel animal. Resulta, por tanto, que nuestra predisposición a la neurosis no es sino el reverso de nuestros dones puramente humanos. Pero dejemos aquí estas especulaciones, que no pueden sino alejarnos de lo que constituye nuestra labor inmediata.

La posibilidad de distinguir, por sus manifestaciones, los instintos del yo y los sexuales, constituyó el punto de partida de nuestra labor investigadora. En las neurosis de transferencia pudimos llevar a cabo esta diferenciación sin dificultad alguna. Dimos el nombre de «libido» a los revestimientos o catexis de energía que el yo destaca hacia los objetos de sus deseos sexuales y el de «interés» a todos los demás que emanan de los instintos de conservación. Persiguiendo todos los revestimientos libidinosos a través de sus transformaciones, hasta su destino final, pudimos adquirir una primera noción del funcionamiento de las fuerzas psíquicas. Las neurosis de transferencia nos ofrecieron un excelente material de estudio. Pero el mismo yo, con su naturaleza compuesta de diferentes organizaciones, su estructura y su funcionamiento, permaneció oculto a nuestros ojos, quedándonos únicamente la esperanza de que el análisis de otras perturbaciones neuróticas pudiese proporcionarnos algunos datos sobre estas cuestiones. Hace ya largo tiempo que comenzamos a extender nuestras teorías psicoanalíticas a estas otras afecciones neuróticas, distintas de la neurosis de transferencia. Así, formuló K. Abraham, en 1908, y después de un intercambio de ideas conmigo, el principio de que el carácter esencial de la demencia precoz (situada entre las psicosis) consiste en la ausencia de revestimiento libidinoso de los objetos. Suscitada después la cuestión de cuáles podían ser los destinos de la libido de los pacientes con demencia precoz, desviada de todo objeto, la resolvió Abraham afirmando que dicha libido se retraía al yo, siendo este retorno reflejo, la fuente de la megalomanía de la demencia precoz, manía de grandezas que puede compararse a la supervaloración que en la vida erótica recae sobre el objeto. Resulta, pues, que la comparación con la vida erótica normal fue lo que por vez primera nos condujo a la inteligencia de un rasgo de una psicosis.

Estas primeras concepciones de Abraham se han mantenido intactas en el psicoanálisis y han pasado a constituir la base de nuestra actitud con respecto a la psicosis. Poco a poco nos hemos ido familiarizando con la idea de que la libido que hallamos adherida a los objetos, y que es la expresión de un esfuerzo por obtener una satisfacción por medio de los objetos, puede también abandonarlos y reemplazarlos por el yo. La palabra narcisismo, que empleamos para designar este desplazamiento de la libido, la hemos tomado de Paul Näcke, autor que da este nombre a una perversión en la que el individuo muestra para su propio cuerpo la ternura que normalmente reservamos para un objeto exterior. Continuando el desarrollo de esta concepción, nos dijimos que tal capacidad de la libido para fijarse al propio cuerpo y a la propia persona del sujeto en lugar de ligarse a un objeto exterior no puede constituir un suceso excepcional e insignificante, siendo más bien probable que el narcisismo sea el estado general y primitivo del que ulteriormente, y sin que ello implique su desaparición, surge el amor a objetos exteriores. Además, por nuestro conocimiento del desarrollo de la libido objetal, sabemos que muchos instintos sexuales reciben al principio una satisfacción que denominamos autoerótica, esto es, una satisfacción cuya fuente es el cuerpo mismo del sujeto, siendo precisamente esta aptitud para el autoerotismo lo que explica el retraso con que la sexualidad se adapta al principio de la realidad inculcado por la educación. Resulta, pues, que el autoerotismo es la actividad sexual de la fase narcisista de ubicación de la libido.

De este modo llegamos a formarnos, de las relaciones entre la libido del yo y la libido objetal una idea que puedo haceros fácilmente comprensible por medio de una comparación con la Zoología. Como sabéis, existen seres vivos elementales [amebas] que no son sino una esferilla de sustancia protoplásmica apenas diferenciada. Estos seres emiten prolongaciones llamadas seudópodos, en los que irrigan su sustancia vital, pero pueden también retirar estas prolongaciones y volver a ser de nuevo un glóbulo. Ahora bien: nosotros asimilamos la emisión de prolongaciones a la afluencia de la libido a los objetos, mientras que su masa principal permanece en el yo, y admitimos que en circunstancias normales la libido del yo se transforma con facilidad en libido objetal e inversamente.

Con ayuda de estas representaciones nos es posible explicar, o por lo menos describir en el lenguaje de la teoría de la libido, un gran número de estados psíquicos que deben ser considerados como una parte de la vida normal, estados tales como la conducta psíquica durante el enamoramiento, las enfermedades orgánicas y el reposo nocturno. Con respecto a este último, admitimos que se basaba en un aislamiento con relación al mundo exterior y en la subordinación al deseo de dormir, y descubrimos que todas las actividades psíquicas nocturnas que se manifiestan en el fenómeno onírico se hallan al servicio de dicho deseo y son determinadas y dominadas por móviles egoístas. Situándonos ahora en el punto de vista de la teoría de la libido, deducimos que el dormir es un estado en el que todas las catexias de objetos libidinales como egoístas, se retiran de ellos y vuelven al yo, hipótesis que arroja clara luz sobre el bienestar procurado por el sueño y sobre la naturaleza de la fatiga. El cuadro del feliz aislamiento de la vida intrauterina, cuadro que el durmiente evoca ante nuestros ojos cada noche, se encuentra así completado desde el punto de vista psíquico. En el durmiente aparece reproducido el primitivo estado de distribución de la libido; esto es, el narcisismo absoluto, estado en el que la libido y el interés del yo, unidos e indiferenciables, existen en el mismo yo, que se basta a sí mismo.

Surgen en este punto dos nuevas observaciones. En primer lugar: ¿cómo diferenciar los conceptos «narcisismo» y «egoísmo»? A mi juicio, el primero es el complemento libidinoso del segundo. Al hablar de egoísmo no pensamos sino en lo que es útil para el individuo. En cambio, cuando nos referimos al narcisismo incluimos la satisfacción libidinosa. Prácticamente, esta distinción entre el narcisismo y egoísmo puede llevarse muy lejos. Se puede ser absolutamente egoísta sin dejar por ello de ligar grandes cantidades de energía libidinosa a determinados objetos, en tanto en cuanto la satisfacción libidinosa procurada por los mismos constituye una de las necesidades del yo. El egoísmo cuidará entonces de que la búsqueda de estos objetos no perjudique al yo. Asimismo podemos ser egoístas y presentar simultáneamente un grado muy pronunciado de narcisismo; esto es, una mínima necesidad de objetos, sea desde el punto de vista de la satisfacción sexual directa, o sea en lo que concierne a aquellas aspiraciones máximas derivadas de la necesidad sexual que acostumbramos oponer, en calidad de amor, a la sensualidad pura. En todas estas circunstancias, el egoísmo se nos muestra como el elemento indiscutible y constante y, en cambio, el narcisismo como el elemento variable.

Lo contrario del egoísmo, o sea el altruismo, lejos de coincidir con la subordinación de los objetos a la libido, se distingue por la ausencia total del deseo de satisfacciones sexuales. Solamente en el amor absoluto coincide el altruismo con la concentración de la libido sobre el objeto sexual. Este atrae generalmente así una parte del narcisismo, circunstancia en la que se manifiesta aquello que podemos denominar «supervaloración sexual» del objeto. Si a esto se añade aún la transfusión altruista del egoísmo al objeto sexual, se hace éste extremadamente poderoso y podemos decir que ha absorbido al yo. Creo no equivocarme que os parecerá refrescante alejarse de esta árida disgresión científica si les presento una poética representación de la diferencia económica entre lo que es el narcisismo y el enamoramiento. Cito unos versos del 'Westöstlicher Diwan' de Goethe:


ZULEIKA

Pueblo, siervos y señores
proclaman, a no dudar,
que la dicha más cumplida
de los hijos de la tierra
es la personalidad
Si a sí mismo se conserva
el hombre, todo va bien,
cualquier sino es tolerable,
y todo puede perderse
si sigue siendo quien es.



HATEM

Puede que cierto sea.
Así la gente dice,
mas yo no opino igual,
porque sólo en Zuleika
la dicha puedo hallar.
Cuan bien me mira ella
valor adquiere mi yo,
mas si la espalda me vuelve
dejo de ser lo que soy.
Si no me amara, ya Hatem
de ser quien es dejara,
mas yo entonces, en el cuerpo
de su amado me entraría.



La segunda de las observaciones a que antes hube de referirme constituye un complemento de la teoría del sueño. No podremos explicarnos la génesis del mismo si no admitimos que lo inconsciente reprimido se ha hecho hasta cierto punto independiente del yo, no sometiéndose ya al deseo de dormir y manteniendo sus revestimientos propios aun en aquellos casos en que todos los demás revestimientos de objetos dependientes del yo quedan acaparados en provecho del reposo, en la medida misma en la que se hallan ligados a los objetos. Sólo así nos es posible comprender que este inconsciente pueda aprovechar la supresión o la disminución nocturna de la censura y apoderarse de los restos diurnos para constituir, con los materiales que los mismos le proporcionan, un prohibido deseo onírico. Por otro lado, puede ser que los restos diurnos deban, por lo menos en parte, su poder de resistencia contra la libido acaparada por el reposo a la circunstancia de hallarse ya previamente en relación con lo inconsciente reprimido. Es éste un importante carácter dinámico que habremos de introducir a posteriori en nuestra concepción de la formación de los sueños.

Una afección orgánica, una irritación dolorosa o una inflamación de un órgano crean un estado, a consecuencia del cual queda la libido desligada de sus objetos; retorna al yo, manifestándose como una catexis reforzada del órgano enfermo. Podemos incluso arriesgar la afirmación de que en estas condiciones, el desligamiento de la libido de sus objetos es aun más evidente que el del interés egoísta con respecto al mundo exterior. Esta circunstancia nos aproxima a la inteligencia de la hipocondría, afección en la que un órgano preocupa igualmente al yo, sin que advirtamos en él enfermedad ninguna. Pero quiero resistir a la tentación de adentrarme más por este camino y analizar otras distintas situaciones, que las hipótesis del retorno de la libido objetal al yo podrían hacernos inteligibles, pues me parece más urgente rebatir dos objeciones que sin duda han surgido en vuestra imaginación. Deseáis saber, en primer término, por qué al hablar de sueño, de la enfermedad y de otras situaciones análogas establezco siempre una distinción entre libido e interés, o sea entre los instintos sexuales y los del yo, cuando para interpretar las observaciones realizadas basta admitir la existencia de una sola y única energía que, pudiendo desplazarse libremente, se enlaza tan pronto al objeto como al yo y entra al servicio de toda clase de instintos. En segundo lugar, extrañáis oírme considerar como fuente de un estado patológico el desligamiento de la libido del objeto, siendo así que estas transformaciones de la libido objetal en libido del yo, o generalizando más, en energía del yo, forman parte de los procesos normales de la dinámica psíquica, procesos que se reproducen cotidiana y nocturnamente.

Vuestra primera objeción posee una apariencia de verdad. El examen de los estados de reposo, de enfermedad y de enamoramiento no nos hubiera conducido nunca por sí sólo a la distinción entre una libido del yo y una libido objetal o entre la libido y el interés. Pero olvidáis las investigaciones que nos sirvieron de punto de partida y a cuya luz consideramos ahora las situaciones psíquicas de que se trata. El examen del conflicto, del que nacen las neurosis de transferencia, es lo que nos ha enseñado a distinguir entre libido e interés y, por consiguiente, entre los instintos sexuales y los instintos de conservación, siéndonos ya imposible renunciar a tal diferenciación. La hipótesis de que la libido objetal puede transformarse en libido del yo, y, por tanto, la necesidad de contar con una libido del yo, nos ha parecido la única explicación verosímil del enigma de las neurosis llamadas narcisistas -por ejemplo, la demencia precoz- y de las semejanzas y diferencias que existen entre estas neurosis, la histeria y las obsesiones. Nuestra labor actual se limita a aplicar a la enfermedad, al dormir y al enamoramiento aquello que en otras investigaciones hemos confirmado de un modo irrefutable. Vamos, pues, a proseguir estas aplicaciones, con el fin de ver hasta dónde puede llevarnos. La única proposición que no se deriva directamente de nuestra experiencia analítica es la de que la libido permanece siempre idéntica a sí misma, se aplique a los objetos o al propio yo del sujeto, no pudiendo jamás transformarse en interés egoísta. Lo mismo puede decirse de este último; pero esta afirmación equivale a la distinción, sometida ya por nosotros a un riguroso examen crítico, entre los instintos sexuales y los instintos del yo, distinción que por razones de heurística nos hemos decidido a mantener hasta que podamos refutarla.

Vuestra segunda objeción es igualmente justa, pero se halla erróneamente orientada. Sin duda, el retorno hacia el yo de la libido desligada de los objetos no es directamente patógeno, pues vemos producirse este fenómeno siempre antes del sueño y seguir una marcha inversa después de despertar. La ameba esconde sus prolongaciones para sacarlas de nuevo en la primera ocasión; pero cuando un determinado proceso, muy enérgico, obliga a la libido a abandonar los objetos, nos hallamos ante un caso muy distinto. La libido, devenida narcisista, no puede ya encontrar de nuevo el camino que conduce a los objetos, y esta disminución de su movilidad es lo que resulta patógeno. Diríase que la acumulación de la libido narcisista no puede ser soportada por el sujeto sino hasta un determinado nivel, y podemos además suponer que si la libido acude a revestir objetos, es porque el yo ve en ello un medio de evitar los efectos patológicos que produciría un estancamiento de la misma. Si en nuestras intenciones entrase la de ocuparnos más en detalle de la demencia precoz, os mostraría que el proceso, a consecuencia del cual la libido, desligada de los objetos, halla obstruido el camino cuando quiere volver a ellos, se aproxima al de represión y puede ser considerado como paralelo al mismo, siendo casi idénticas sus condiciones.

En ambos procesos parece existir el mismo conflicto entre las mismas fuerzas, y si el resultado es distinto al que, por ejemplo, observamos en la histeria, ello no puede depender sino de una diferencia en la disposición del sujeto. En los enfermos de los que aquí nos ocupamos, el punto débil del desarrollo de la libido corresponde a otra fase; y la fijación decisiva, que, como os indiqué en lecciones anteriores, es condición de la formación de síntomas, queda también desplazada, situándose probablemente en la fase del narcisismo primitivo, al que la demencia precoz retorna en su estadio final. Resulta harto singular que nos veamos obligados a admitir, para la libido de todas las neurosis narcisistas, puntos de fijación correspondientes a fases evolutivas mucho más precoces que en la histeria o en la neurosis obsesiva. Pero ya os expuse que las nociones que hemos adquirido en nuestro estudio de las neurosis de transferencia nos permiten orientarnos también en las neurosis narcisistas, mucho más graves desde el punto de vista práctico. Ambas afecciones poseen numerosos rasgos comunes, hasta el punto de que podemos afirmar que en el fondo se trata de un solo campo de fenómenos. Así, pues, os daréis fácilmente cuenta de las dificultades con que tienen que tropezar aquellos que emprenden la explicación de estas enfermedades, ajenas ya a los dominios de la Psiquiatría, sin llevar a este trabajo un conocimiento analítico de las neurosis de transferencia.

El cuadro sintomático, muy variable, de la demencia precoz no se compone únicamente de los síntomas derivados del desligamiento de la libido de sus objetos y de su acumulación en el yo como libido narcisista. Una gran parte de él se halla constituida por otros fenómenos relativos a los esfuerzos de la libido por retornar a los objetos, y correspondientes, por tanto, a una tentativa de restablecimiento o curación. Estos últimos síntomas son incluso los más evidentes e inoportunos. En ocasiones presentan una incontestable semejanza con los de la histeria, y menos frecuentemente con los de la neurosis obsesiva; pero su naturaleza es diferente a la de unos y otros. En la demencia precoz parece como si en sus esfuerzos por retornar a los objetos, esto es, a las imágenes de los objetos, consiguiese la libido volver a adherirse a ellos; pero en realidad lo único que de ellos logra aprehender es una vana sombra; esto es, las imágenes verbales que les corresponden. No puedo extenderme más sobre esta materia, pero estimo que esta conducta de la libido en sus aspiraciones de retorno al objeto es lo que nos permite darnos cuenta de la verdadera diferencia que existe entre una idea consciente y una idea inconsciente.

Con las consideraciones que preceden os he introducido en el dominio en el que la labor analítica está llamada a realizar sus próximos progresos. Desde que nos hemos familiarizado con el manejo de la noción de «libido del yo», se nos han hecho accesibles las neurosis narcisistas y se nos ha planteado la labor de hallar una explicación dinámica de estas enfermedades, completando al mismo tiempo nuestro conocimiento de la vida psíquica por una más profunda comprensión del yo. La psicología del yo que intentamos edificar no debe basarse sobre los datos de nuestra introspección, sino como la teoría de la libido, sobre el análisis de las perturbaciones y destrozos del yo. De todos modos, es posible cuando hayamos terminado esta labor quede disminuido a nuestros ojos el valor de los conocimientos que sobre los destinos de la libido nos ha proporcionado el estudio de las neurosis de transferencia. A las neurosis narcisistas escasamente podemos aplicar la técnica que tan excelentes resultados nos dio en las de transferencia, y voy a deciros el porqué inmediatamente. Siempre que intentamos adentrarnos en el estudio de ellas vemos alzarse ante nosotros un muro que nos cierra el paso. En las neurosis de transferencia recordaréis que tropezamos también con resistencias, pero pudimos ir dominándolas poco a poco. En cambio, en las neurosis narcisistas la resistencia resulta invencible, y lo más que podemos hacer es echar una mirada por encima del muro que nos detiene y espiar lo que al otro lado del mismo sucede. Nuestros métodos técnicos usuales deben, pues, ser reemplazados por otros, pero ignoramos todavía si nos será posible operar esta sustitución. Cierto es que en lo que a estos enfermos respecta no carecemos de materiales que someter a investigación, pues manifiestan su estado de muy variadas maneras, aunque no sea siempre bajo la forma de respuestas a nuestros interrogatorios, en cuyo caso nos vemos reducidos a interpretar tales manifestaciones con ayuda de los conocimientos que el estudio de los síntomas de las neurosis de transferencia nos ha proporcionado. La analogía entre ambas enfermedades es suficiente para garantizarnos al principio un resultado positivo. Queda por verse cuán lejos nos puede conducir esta técnica.

Nuestra labor de investigación tropieza aún con otras dificultades. Las afecciones narcisistas y las psicosis con ellas ligadas no manifestarán su secreto sino a observadores entrenados en el estudio analítico de las neurosis de transferencia; pero nuestros psiquíatras no son estudiantes de psicoanálisis, y nosotros, psicoanalistas, no examinamos sino muy pocos casos psiquiátricos. Tenemos necesidad de una generación de psiquíatras que haya estudiado el psicoanálisis a título de ciencia preparatoria. Actualmente vemos surgir en América un movimiento de este género, pues eminentes psiquíatras americanos inician a sus alumnos en las teorías psicoanalíticas, y los directores de sanatorios y manicomios, tanto privados como públicos, se esfuerzan en observar a sus enfermos a la luz de estas teorías. De todos modos, también nosotros hemos conseguido echar una mirada por encima de la muralla narcisista, y hemos visto algo que voy a exponeros seguidamente.

La enfermedad conocida como paranoia, esto es, la locura sistemática crónica, ocupa en los intentos de clasificación de la Psiquiatría moderna un lugar incierto. Sin embargo, resulta indudable su parentesco con la demencia precoz, hasta el punto de que en una ocasión he creído poder reunir la paranoia y la demencia precoz bajo la denominación común de parafrenia. Atendiendo a sus diversas formas, se ha dividido la paranoia en megalomanía, manía persecutoria, erotomanía, delirio de celos, etc.; pero la Psiquiatría no nos proporciona el menor esclarecimiento sobre ninguna de ellas. Por mi parte, quiero exponeros una tentativa, aunque insuficiente, de lograr un tal esclarecimiento, deduciendo un síntoma de otro por un proceso intelectual. El enfermo que en virtud de una disposición primaria se cree perseguido, deduce de esta persecución la conclusión de que es un personaje importante, deducción que da origen a su manía de grandezas. Para nuestra concepción analítica la manía de grandezas es la consecución inmediata de la ampliación del yo por toda la cantidad de energía libidinosa retirada de los objetos, y constituye un narcisismo secundario sobrevenido como consecuencia del despertar del narcisismo primitivo, que es el de la primera infancia. Pero una observación que hube de realizar en los casos de manía persecutoria me orientó en un nuevo rumbo. Pude comprobar, en efecto, que en la gran mayoría de los casos el supuesto perseguidor pertenecía al mismo sexo que el perseguido y era precisamente la persona a la que el enfermo mostraba antes mayor afecto, siendo también posible la sustitución de esta persona por otra que con ella presentase determinadas afinidades conocidas. Así, el padre podía ser sustituido por el maestro o por un superior cualquiera.

De estas observaciones, cuyo número fue aumentando, deduje la conclusión de que la paranoia persecutoria es una forma patológica en la que el individuo se defiende contra una tendencia homosexual que se ha hecho excesivamente enérgica. La transformación de la ternura en odio, transformación que, como sabemos puede constituir una grave amenaza contra la vida del objeto a la vez amado y odiado, corresponde en estos casos a la transformación de la tendencia libidinosa en angustia, que constituye una consecución regular del proceso de represión. Voy a exponeros uno de los últimos casos de este género por mi examinados. Un joven médico fue condenado a la pena de destierro por haber amenazado de muerte a un hijo de un catedrático que hasta entonces había sido su mejor amigo. Nuestro enfermo atribuía a este su antiguo amigo intenciones verdaderamente diabólicas y un poder demoníaco y le acusaba de todas las desgracias que durante los últimos años habían caído sobre su familia y de todos sus reveses personales. No contentos con esto, el perverso amigo y su padre habían provocado la guerra y facilitado la invasión de los rusos. Nuestro enfermo hubiera arriesgado su vida mil veces para lograr la desaparición de aquel malhechor, pues se halla persuadido de que su muerte pondría fin a todas sus desgracias; mas, sin embargo el cariño que profesa a su antiguo amigo es todavía tan intenso, que paralizó su mano un día en que hubiera podido matarle de un disparo de revolver. En las breves conversaciones que tuve con el enfermo averigüé que sus relaciones de amistad con el supuesto perseguidor databan de sus primeros años de colegio y habían traspasado, por lo menos una vez, los límites de la amistad, pues una noche que durmieron juntos llegaron a realizar un completo acto sexual.

Nuestro paciente no ha experimentado jamás hacia las mujeres los sentimientos correspondientes a su edad. Mantuvo relaciones con una bella y distinguida muchacha; pero notando ésta la frialdad de su prometido, rompió con él al poco tiempo. Bastantes años después se inició su perturbación psíquica repentinamente, en ocasión de haber logrado por vez primera satisfacer por completo a una mujer. En el momento en que ésta le abrazaba con reconocimiento y abandono, experimentó nuestro enfermo un súbito e intenso dolor, como si le seccionasen el cráneo de una cuchillada. Más tarde nos explicó él mismo este dolor, diciendo que no podía compararlo sino al que experimentaríamos si se nos saltase la tapa de los sesos para dejar al descubierto el cerebro, como suele hacerse en las autopsias o en algunas trepanaciones de gran extensión. Como su amigo se había especializado en la anatomía patológica, dedujo el enfermo que aquella mujer había sido una enviada suya, y a partir de este día comprendió claramente que todas las demás persecuciones de que se le hacía víctima eran provocadas por su antiguo amigo.

La existencia de casos en los que el perseguidor no pertenece al mismo sexo que el perseguido parece contradecir nuestra explicación por la defensa contra una libido homosexual. Pero en un examen clínico muy reciente hemos tenido ocasión de deducir de esta aparente contradicción una confirmación de nuestro punto de vista. La paciente, que se decía perseguida por un hombre al que había concedido dos amorosas citas, había, en realidad, comenzado por dirigir su manía contra una mujer que en su pensamiento había sustituido a su madre. Solamente después de la segunda cita fue cuando consiguió desligar su manía de la mujer para hacerla recaer sobre el hombre. Resulta, pues, que también en este caso, como en el primero de que os he hablado, se halló primitivamente realizada la condición de igualdad de sexos. En la queja que formuló ante su abogado y ante su médico no mencionó la enferma esta fase preliminar de su locura, circunstancia que proporcionaba un aparente mentís a nuestra concepción de la paranoia. La elección homosexual de objeto se halla originariamente mas próxima al narcisismo que la elección heterosexual, circunstancia que facilita en gran manera el retorno al narcisismo cuando el sujeto se ve en el caso de rechazar una violenta tendencia homosexual indeseada. Hasta el momento no se me ha presentado ocasión de hablaros de los fundamentos de la vida amorosa tal y como nosotros, psicoanalistas, los concebimos, y tampoco puedo ahora dedicarme a cegar por completo tal laguna. Todo lo que puedo deciros es que la elección de objeto y la continuación del desarrollo de la libido después de la fase narcisista pueden efectuarse según dos tipos diferentes. Según el tipo narcisista, quedando reemplazado el yo del sujeto por otro yo que se le asemeja lo más posible, según el tipo ligazón o apoyo, siendo elegidas como objetos de la libido aquellas personas que se han hecho indispensables para el sujeto por haberse venido procurando la satisfacción de las restantes necesidades vitales. Una fuerte fijación de la libido a la elección narcisista de objeto debe considerarse como parte integrante de la predisposición a la homosexualidad manifiesta.

Recordaréis que en la primera lección de este año académico [Lección XVI] les relaté el caso de una mujer enferma con delirios de celos. Tendréis, sin duda, curiosidad por saber cómo explicamos los delirios desde el punto de vista psicoanalítico. Desgraciadamente, es muy poco lo que sobre este tema puedo deciros. La inaccesibilidad de los delirios a la acción de los argumentos lógicos y de la experiencia real se explica, del mismo modo que en las obsesiones, por su relación con los elementos inconscientes representados y mantenidos por el delirio o por la obsesión. Las dos enfermedades difieren entre sí desde los puntos de vista tópico y dinámico. Como en la paranoia, hemos hallado también en la melancolía, en la que incidentalmente se han descrito varias formas clínicas, un aspectos que nos permite echar una ojeada a su estructura interna, y hemos comprobado que los implacables reproches con que los melancólicos se abruman a sí mismos van dirigidos en realidad contra otra persona; esto es, contra el objeto sexual, que el enfermo ha perdido o ha dejado ya de estimar por sus propias culpas. De esta circunstancia deducimos que si bien ha retirado el melancólico su libido del objeto, se ha verificado, en cambio, un proceso -la «identificación narcisista» -, a resultas del cual ha quedado dicho objeto incorporado al yo, o sea proyectado sobre él. De este proceso no puedo daros aquí una descripción tópico-dinámica en toda regla y sí tan sólo una sintética representación. El propio yo del sujeto recibe en estos casos el tratamiento que correspondería al objeto abandonado y sufre todas aquellas agresiones y venganzas que el sujeto reserva para aquél. Las tendencias de los melancólicos al suicidio queda de este modo explicada, pues mediante él suprime el enfermo, simultáneamente, su propio yo y el objeto a la vez amado y odiado. Tanto en la melancolía como en las demás afecciones narcisistas se manifiesta de un modo muy pronunciado un rasgo de la vida afectiva, al que damos, desde Bleuler, el nombre de ambivalencia, y que no es sino la existencia, en una misma persona, de sentimientos opuestos, amistosos y hostiles, con relación a otra.

Desgraciadamente, no he tenido ocasión en el curso de estas lecciones de hablaros más detalladamente de esta ambivalencia de los sentimientos. Al lado de la identificación narcisista existe una identificación histérica que conocemos desde mucho antes. Por medio de algunos ejemplos quisiera poderos mostrar las diferencias existentes entre ambas, pero no disponemos de tiempo para ello. En cambio, puedo exponeros sobre las formas periódicas y cíclicas de la melancolía algo que seguramente os interesará. En condiciones favorables, que yo he visto en dos ocasiones, resulta posible impedir, merced al tratamiento analítico aplicado en los intervalos libres de toda crisis, el retorno del estado melancólico, tanto en la misma tonalidad afectiva como en la tonalidad opuesta, circunstancia demostrativa de que en la melancolía y en la manía se trata de una forma especial de solución de un conflicto cuyos elementos son exactamente los mismos que en las demás neurosis. Vemos, pues, que el psicoanálisis está llamado a recoger en estos dominios un importantísimo acervo de nuevos datos.

En ocasión anterior hube de indicaros que por medio del análisis de las afecciones narcisistas esperábamos llegar al conocimiento de la composición de nuestro yo y al de las instancias que lo constituyen, conocimiento en el que realmente hemos comenzado a iniciarnos. Del análisis del delirio de observación hemos creído poder concluir la existencia en el yo de una instancia que observa, critica y compara infatigablemente, oponiéndose así a la otra parte del yo. Por esta razón estimamos que el enfermo nos revela una verdad, a la que no ha dado hasta ahora toda la importancia que merece, cuando se lamenta de que cada uno de sus pasos es espiado, y denunciado y criticado cada uno de sus pensamientos. Su único error consiste en considerar esta desagradable intervención como algo ajeno y exterior a su persona. El sujeto advierte en sí la actuación de una instancia que compara su yo actual y cada una de sus manifestaciones con un yo ideal forjado por él mismo en el curso de su desarrollo. A mi juicio, la creación de este yo ideal obedece al propósito de restablecer aquella autosatisfacción que era inherente al narcisismo primario infantil y que tantas perturbaciones y contrariedades ha experimentado después. La instancia autoobservadora nos es ya conocida. Es el censor del yo, o sea la conciencia, y la misma que ejerce durante la noche la censura onírica y de la que parten las represiones de deseos inadmisibles. Disociándose en el delirio de observación, nos revela sus orígenes en las influencias ejercidas por los padres, los educadores y el ambiente social y en la identificación con alguna de las personas que el sujeto ha tomado en su vida como modelo.

Tales serían algunos de los resultados obtenidos merced a la aplicación del psicoanálisis a las enfermedades narcisistas. Reconozco que no son muy numerosos y que carecen de aquella precisión que sólo cuando llegamos a familiarizarnos con un nuevo objeto de estudio podemos obtener. Todos ellos los debemos a la utilización del concepto de libido del yo o libido narcisista, que nos ha permitido extender a las neurosis narcisistas los datos que nos había proporcionado el estudio de las de transferencia. Preguntaréis, sin duda, si no sería posible llegar a subordinar a la teoría de la libido todas las perturbaciones de las afecciones narcisistas y de las psicosis, y si, en fin de cuentas, no es el factor libidinoso de la vida psíquica el único reponsable de la enfermedad, sin que podamos invocar una alteración en el funcionamiento de los instintos de conservación. Pero no me parece urgente encontrar respuesta a esta interrogación, y, sobre todo, creo que debemos esperar a que los progresos de la investigación científica nos permitan intentar resolverla con mayores garantías de éxito. No me extrañaría nada descubrir que el poder patógeno constituye efectivamente un privilegio de las tendencias libidinosas y que la teoría de la libido triunfa en toda la línea desde las neurosis actuales más simples hasta la enajenación psicótica más grave de la personalidad. ¿No sabemos acaso que lo que caracteriza a la libido es su negativa a someterse a la realidad cósmica a Ananke? Desde luego, me parece muy verosímil que los instintos del yo, arrastrados por los impulsos patógenos de la libido, experimenten a su vez perturbaciones funcionales, y si algún día se descubre que en las psicosis graves puede también presentar los instintos del yo perturbaciones primarias, no veré en este hecho una desviación de la dirección general de nuestras investigaciones. Pero, por lo menos para vosotros, es ésta una cuestión que el porvenir aclarará.

Permitidme solamente volver un momento a la angustia para disipar una última oscuridad que sobre ella hemos dejado. Dijimos que, dadas las relaciones que existen entre la angustia y la libido, no nos parecía admisible que la angustia real ante un peligro sea la manifestación de los instintos de conservación. ¿No pudiera ser igualmente que el estado afectivo caracterizado por la angustia tomase sus elementos no de los instintos egoístas del yo, sino de la libido del mismo ? Sucede que el estado de angustia es, en el fondo, irracional, y esta su irracionalidad se hace patente en cuanto alcanza un nivel un poco elevado. En estos casos, la angustia llega a perturbar la acción, sea de la fuga o de la defensa, que es la única racional y susceptible de asegurar la conservación. De este modo, atribuyendo la parte afectiva de la angustia real a la libido del yo, y la acción que se manifiesta en esta ocasión al instinto conservador del yo, alejamos todas las dificultades teóricas. Supongo que no creeréis seriamente que huimos porque sentimos angustia. Nada de eso. Experimentamos angustia y huimos por un mismo motivo, derivado de la percepción del peligro. Hombres que han corrido grandes peligros cuentan que no han experimentado la menor angustia, sino que han obrado simplemente y con toda serenidad en defensa de su vida. He aquí ciertamente una reacción por completo racional.

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