jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1916) Lección XXI Desarrollo de la libido y organizaciones sexuales. En "Lecciones introductorias al psicoanálisis"

Lección XXI. Desarrollo de la libido y organizaciones sexuales


Señoras y señores: Tengo la impresión de no haber conseguido convenceros, como era mi deseo, de la importancia de las perversiones para nuestra concepción de la sexualidad. Voy, pues, a precisar y completar en lo posible lo que sobre este tema hube de exponeros en la lección anterior. Nuestra modificación del concepto de sexualidad, que tan violentas críticas nos ha valido, no reposa única y exclusivamente en los datos adquiridos por medio de la investigación de las perversiones. El examen de la sexualidad infantil ha contribuido aún en mayor medida a imponernos tal modificación, y sobre todo la perfecta concordancia de los resultados de ambos estudios ha sido para nosotros algo definitivo y convincente. Pero las manifestaciones de la sexualidad infantil, evidentes en los niños ya un poco crecidos, parecen, en cambio, perderse al principio en una vaga indeterminación. Aquellos que no quieren tener en cuenta el desarrollo evolutivo y las relaciones analíticas rehusarán a tales manifestaciones todo carácter sexual y las atribuirán más bien un carácter indiferente. No debéis olvidar que por el momento no disponemos de una característica generalmente aceptada que nos permita afirmar la naturaleza sexual de un proceso, pues ya vimos que, so pena de tolerar una exagerada restricción de la sexualidad, no podíamos considerar como tal característica la pertenencia del proceso de que se trate a la función procreadora.

Los criterios biológicos, tales como las periodicidades de veintitrés y veintiocho días establecidos por W. Fliess, son aún muy discutibles, y ciertas particularidades químicas que en los procesos sexuales nos ha hecho sospechar nuestra labor esperan todavía quien las descubra. Por el contrario, las perversiones sexuales de los adultos son algo concreto e inequívoco. Como su misma denominación, generalmente admitida, lo indica, forman parte innegable de la sexualidad, y considerándolas o no como estigmas degenerativos, nadie se ha atrevido todavía a situarlas fuera de la fenomenología de la vida sexual. Su sola existencia nos permite ya afirmar que la sexualidad y la reproducción no coinciden, pues es universalmente conocido que todas las perversiones niegan en absoluto el fin de la procreación.

Podemos establecer a este propósito un interesante paralelo. Mientras que para una inmensa mayoría lo consciente es idéntico a lo psíquico, nos hemos visto nosotros obligados a ampliar este último concepto y a reconocer la existencia de un psiquismo que no es consciente. Pues bien: con la identidad que muchos establecen entre lo sexual y aquello que se relaciona con la procreación o sea lo genital, sucede algo muy análogo, dado que no podemos menos de admitir la existencia de algo sexual que no es genital ni tiene nada que ver con la procreación. Entre estos dos conceptos no existe sino una analogía puramente formal, falta de toda base consistente. Pero si la existencia de las perversiones sexuales aporta a esta discusión un argumento decisivo, no deja de ser un tanto singular que no se haya podido llegar todavía a un acuerdo. Ello se debe indudablemente a que el riguroso anatema que pesa sobre las prácticas perversas se extiende también al terreno teórico y se opone al estudio científico de las mismas. Diríase que la gente ve en las perversiones algo no solamente repugnante, sino también peligroso, y se conduce como si temiera caer en la tentación y abrigara en el fondo una secreta envidia a los perversos, semejante a la que el severo Landgrave confiesa en la célebre parodia del Tannhäuser [de Nestroy]: «¡En Venusberg olvidó el honor y el deber !-¡Ay ! A nosotros no nos suceden esas cosas.» En realidad, los perversos no son más que unos pobres diablos que pagan muy duramente la satisfacción alcanzada a costa de mil penosos esfuerzos y sacrificios.

Aquello que, a pesar de la extrema singularidad de su objeto y de su fin, da a la actividad perversa un carácter incontestablemente sexual es la circunstancia de que el acto de la satisfacción perversa comporta casi siempre un orgasmo completo y una emisión de esperma. Claro que únicamente en las personas adultas, pues en el niño el orgasmo y la emisión de esperma no son todavía posibles y quedan reemplazados por fenómenos a los que no siempre podemos atribuir con seguridad un carácter sexual. Para completar mi exposición demostrativa de la importancia de las perversiones sexuales debo añadir aún lo siguiente: a pesar de todo el desprecio que sobre tales perversiones pesa, y a pesar de la absoluta separación que se quiere establecer entre ellas y la actividad sexual normal, no podemos menos de reconocer que la vida sexual de los individuos más normales aparece casi siempre mezclada con algún rasgo perverso. Ya el beso puede ser calificado de acto perverso, pues consiste en la unión de dos zonas bucales erógenas y no en la de los órganos sexuales opuestos.

Sin embargo, no se le ha ocurrido aún a nadie condenarlo como una perversión, y es incluso tolerado en la escena a título de velada expresión del acto sexual, a pesar de que al alcanzar una alta intensidad puede provocar -y provoca realmente en muchas ocasiones- el orgasmo y la emisión de esperma, quedando así transformado en un completo acto perverso. Por otro lado, es del dominio general que para muchos individuos el contemplar y palpar el objeto sexual constituye una condición indispensable del goce sexual, mientras que otros muerden y pellizcan cuando su excitación genésica llega al máximo grado, y sabemos también que para el amante no es siempre de los genitales del objeto amado, sino de otra cualquier región del cuerpo del mismo, de donde emana la máxima excitación. Esta serie de observaciones que podría ampliarse hasta lo infinito, nos muestra lo absurdo que seria excluir de la categoría de los normales y considerar como perversas a aquellas personas que presentan aisladamente tales tendencias. En cambio, vamos viendo cada vez con mayor claridad que el carácter esencial de las perversiones no consiste en sobrepasar el fin sexual o reemplazar los órganos genitales por otros, ni siquiera en el cambio de objeto, sino más bien en su exclusividad, carácter que las hace incompatibles con el acto sexual como función procreadora. Desde el momento en que los actos perversos se subordinan a la realización del acto sexual normal a titulo de preparación o intensificación del mismo, sería injusto seguir calificándolos de perversiones, y claro es que la solución de continuidad que separa a la sexualidad normal de la sexualidad perversa queda muy disminuida merced a los hechos de este género. Deduciremos, pues, sin violencia ninguna, que la sexualidad normal es un producto de algo que existió antes que ella, y a expensas de lo cual hubo de formarse, eliminando como inaprovechables algunos de sus componentes y conservando otros para subordinarlos a un nuevo fin, o sea el de la procreación.

Antes de utilizar los conocimientos que acabamos de adquirir sobre las perversiones para adentrarnos, provistos de nuevos datos y esclarecimientos, en el estudio de la sexualidad infantil, quiero atraer vuestra atención sobre una importante diferencia que existe entre dichas perversiones y esta sexualidad. La sexualidad perversa se halla generalmente centralizada de una manera perfecta. Todas las manifestaciones de su actividad tienden hacia el mismo fin, que con frecuencia es único, pues suele predominar una sola de sus tendencias parciales, excluyendo a todas las demás o subordinándolas a sus propias intenciones. Desde este punto de vista no existe entre la sexualidad normal y la perversa otra diferencia que la de las tendencias parciales respectivamente dominantes, diferencia que trae consigo la de los fines sexuales. Puede decirse que tanto en una como en otra existe una tiranía bien organizada, siendo únicamente distinto el partido que la ejerce. Por el contrario, la sexualidad infantil, considerada en conjunto, no presenta ni centralización ni organización, pues todas las tendencias parciales gozan de iguales derechos y cada una busca el goce por su propia cuenta.

Tanto la falta como la existencia de una centralización se hallan en perfecto acuerdo en el hecho de ser las dos sexualidades, la perversa y la normal, derivaciones de la infantil. Existen, además, casos de sexualidad perversa que presentan una semejanza todavía mayor con la sexualidad infantil en el sentido de que numerosas tendencias parciales persiguen o, mejor dicho, continúan persiguiendo sus fines independientemente unas de otras. Pero en estos casos será más justo hablar de infantilismo sexual que de perversión. Así preparados, podemos abordar la discusión de una propuesta que no dejará de hacérsenos. Seguramente se nos dirá: «¿Por qué os obstináis en dar el nombre de sexualidad a estas manifestaciones de la infancia, indefinibles según vuestra propia confesión, y de las que sólo mucho más tarde surge algo evidentemente sexual ? ¿No sería preferible que, contentándonos con la descripción fisiológica, dijeseis simplemente que en el niño de pecho se observan actividades, tales como el 'chupeteo' y la retención de los excrementos, que demuestran una tendencia a la consecución de placer por mediación de determinados órganos, 'placer de órgano'? Diciendo esto evitaríais herir los sentimientos de vuestros oyentes y lectores con la atribución de una vida sexual a los niños apenas nacidos.» Ciertamente, no tengo objeción alguna que oponer a la posibilidad de la consecución de placer por mediación de un órgano cualquiera, pues sé que el placer más intenso, o sea el que procura el coito, no es sino un placer concomitante de la actividad de los órganos sexuales.

Pero ¿sabríais decirme cuándo reviste este placer local, indiferente al principio, el carácter sexual que presenta luego en las fases evolutivas ulteriores? ¿Poseemos acaso un más completo conocimiento del placer local de los órganos que de la sexualidad? A todo esto me responderéis que el carácter sexual aparece precisamente cuando los órganos genitales comienzan a desempeñar su misión; esto es, cuando lo sexual coincide y se confunde con lo genital, y refutaréis la objeción que yo pudiera deducir de la existencia de las perversiones, diciéndome que, después de todo, el fin de la mayor parte de las mismas consiste en obtener el orgasmo genital, aunque por un medio distinto de la cópula de los órganos genitales. Eliminando así de la característica de lo sexual las relaciones que presentan con la procreación -incompatibles con las perversiones-, mejoráis, en efecto, considerablemente, vuestra posición, pues hacéis pasar la procreación a un segundo término y situáis en el primero la actividad genital pura y simple. Mas entonces las divergencias que nos separan son menores de lo que pensáis. ¿Cómo interpretáis, sin embargo, las numerosas observaciones que muestran que los órganos genitales pueden ser sustituidos por otros en la consecución de placer, como sucede en el beso normal, en las prácticas perversas de los libertinos y en la sintomatología de los histéricos? Sobre todo, en esta última neurosis sucede muy a menudo que diversos fenómenos de excitación, sensaciones e inervaciones, y hasta los procesos de la erección, aparecen desplazados desde los órganos genitales a otras regiones del cuerpo, a veces muy alejadas de ellos; por ejemplo, la cabeza y el rostro.

Convencidos así de que nada os queda que podáis conservar como característico de aquello que llamáis sexual, os hallaréis obligados a seguir mi ejemplo y a extender dicha denominación a aquellas actividades de la primera infancia, encaminadas a la consecución del placer local que determinados órganos pueden procurar. Por último, acabaréis por darme toda la razón si tenéis en cuenta las dos consideraciones siguientes: como ya sabéis, si calificamos de sexuales las dudosas e indefinibles actividades infantiles encaminadas a la consecución de placer, es porque el análisis de los síntomas nos ha conducido hasta ella a través de materiales de naturaleza incontestablemente sexual. Me diréis que de este carácter de los materiales que el análisis nos ha proporcionado no puede deducirse que las actividades infantiles de referencia sean igualmente sexuales. De acuerdo. Pero examinemos, sin embargo, un caso análogo. Imaginad que no tuviéramos ningún medio de observar el desarrollo de dos plantas dicotiledóneas, tales como el peral y el haba, a partir de sus semillas respectivas, pero que en ambos casos pudiéramos perseguir tal desarrollo en sentido inverso; esto es, partiendo del individuo vegetal totalmente formado y terminado en el primer embrión con sólo dos cotiledones. Estos últimos parecen indiferenciados e idénticos en los dos casos. ¿Deberemos por ello concluir que se trata de una identidad real y que la diferencia específica existente entre el peral y el haba no aparece sino más tarde, durante el crecimiento? ¿No será acaso más correcto, desde el punto de vista biológico, admitir que tal diferencia existe ya en los embriones, a pesar de la identidad aparente de los cotiledones? Pues esto y no otra cosa es lo que hacemos al calificar de sexual el placer que al niño de pecho procuran determinadas actividades.

En cuanto a saber si todos los placeres procurados por los órganos deben ser calificados de sexuales, o si existe, al lado del placer sexual, un placer de una naturaleza diferente, es cosa que no podemos discutir aquí. Sabemos aún muy poco sobre el placer procurado por los órganos y sobre sus condiciones, y no es nada sorprendente que nuestro análisis regresivo llegue en último término a factores todavía indefinibles. Una observación más. Bien considerado, vuestra afirmación de la pureza sexual infantil no ganaría en consistencia aunque llegaseis a convencerme de que existen excelentes razones para no considerar como sexuales las actividades del niño de pecho, pues en una época inmediatamente posterior, esto es, a partir de los tres años, la vida sexual del infantil sujeto se nos muestra con absoluta evidencia. Los órganos genitales se hacen susceptibles de erección y se observa, con gran frecuencia, un período de onanismo infantil, o sea de satisfacción sexual. Las manifestaciones psíquicas y sociales de la vida sexual no se prestan ya a equivoco ninguno; la elección de objeto, la preferencia afectiva por determinadas personas, la decisión en favor de un sexo con exclusión del otro y los celos, son hechos que han sido comprobados por observadores imparciales, ajenos al psicoanálisis y anteriores a él, y pueden volver a serlo por todo observador de buena voluntad.

Me diréis que jamás habéis puesto en duda el precoz despertar de la ternura, pero no dudáis de que posea un carácter sexual. Es cierto, pues a la edad de tres a ocho años los niños han aprendido ya a disimular este carácter, pero observando con atención descubriréis numerosos indicios de las intenciones sexuales de esta ternura, y aquello que escape a vuestra observación directa se revelará fácilmente después de una investigación analítica. Los fines sexuales de este período de la vida se enlazan estrechamente a la exploración sexual que preocupa a los niños durante la misma época, y de la cual ya os he citado algunos ejemplos. El carácter perverso de alguno de estos fines se explica, naturalmente, por la falta de madurez constitucional del niño, ignorante aún del fin del acto genésico. Entre los seis y los ocho años sufre el desarrollo sexual una detención o regresión, que en los casos socialmente más favorables merece el nombre de período de latencia. Esta latencia puede también faltar, y no trae consigo ineluctablemente una interrupción completa de la actividad y de los intereses sexuales. La mayor parte de los sucesos y tendencias psíquicas anteriores al período de latencia sucumben entonces a la amnesia infantil y caen en aquel olvido de que ya hemos hablado y que nos oculta toda nuestra primera infancia. La labor de todo psicoanálisis consiste en hacer revivir el recuerdo de este olvidado período infantil, olvido que no podemos menos de sospechar motivado por los comienzos de la vida sexual contenidos en tal período, y que es, por tanto, un efecto de la represión.

A partir de los tres años, la vida sexual del niño presenta multitud de analogías con la del adulto y no se distingue de ésta sino por la ausencia de una sólida organización bajo la primacía de los órganos genitales, por su carácter innegablemente perverso, y, naturalmente, por la menor intensidad general del instinto. Pero las fases más interesantes, desde el punto de vista teórico, del desarrollo sexual o, mejor dicho, del desarrollo de la libido, son aquellas que preceden a este período. Dicho desarrollo se lleva a cabo con tal rapidez, que la observación directa no hubiera, probablemente, conseguido nunca fijar sus fugitivas imágenes. Solamente merced al estudio psicoanalítico de las neurosis ha sido posible descubrir fases todavía más primitivas del desarrollo de la libido. Sin duda no son éstas sino puras especulaciones, pero el ejercicio práctico del psicoanálisis nos mostrará su necesidad. Pronto comprenderéis por qué la patología puede descubrir aquí hechos que necesariamente pasan inadvertidos en circunstancias normales.

Podemos ahora darnos cuenta del aspecto que reviste la vida sexual del niño antes de la afirmación de la primacía de los órganos genitales, primacía que se prepara durante la primera época infantil anterior al período de latencia y comienza luego a organizarse sólidamente a partir de la pubertad. Existe durante todo este primer período una especie de organización más laxa, a la que daremos el nombre de pregenital, pero en esta fase no son las tendencias genitales parciales, sino las sádicas y anales las que ocupan el primer término. La oposición entre masculino y femenino no desempeña todavía papel alguno, y en su lugar hallamos la oposición entre activo y pasivo, a la que podemos considerar como precursora en las actividades de esta fase, y considerado desde el punto de vista de la fase genital, presenta un carácter masculino, se nos revela como expresión de un instinto de dominio que degenera fácilmente en crueldad.

A la zona erógena del ano, importantísima durante toda esta fase, se enlazan tendencias de fin pasivo, los deseos de ver y saber se afirman imperiosamente y el factor genital no interviene en la vida sexual más que como órgano de excreción de la orina. No son los objetos lo que falta a las tendencias parciales de estas fases, pero estos objetos no se reúnen necesariamente para formar uno solo. La organización sádico-anal constituye la última fase preliminar anterior a aquella en la que se afirma la primacía de los órganos genitales. Un estudio un poco profundo muestra cuántos elementos de esta fase preliminar entran en la constitución del aspecto definitivo ulterior y por qué motivos llegan las tendencias parciales a situarse en la nueva organización genital. Más allá de la fase sádico-anal del desarrollo de la libido advertimos un estado de organización aún más primitivo, en el que desempeña el papel principal la zona erógena bucal. Podéis comprobar que la característica de este estadio es aquella actividad sexual que se manifiesta en el chupeteo y admiraréis la profundidad y el espíritu de observación de los antiguos egipcios, cuyo arte representa a los niños -entre otros a Horus, el dios infantil- con un dedo en la boca. Abraham nos ha revelado recientemente, en un interesantísimo estudio, cuán profundas huellas deja en toda la vida sexual ulterior esta primitiva fase oral.

Temo que todo lo que acabo de decir sobre las organizaciones sexuales os haya fatigado en lugar de instruiros. Es posible que yo haya detallado con exceso; pero tened paciencia; en las aplicaciones que de lo que acabáis de oír haremos ulteriormente tendréis ocasión de daros cuenta de toda su gran importancia. Mientras tanto, dad por seguro que la vida sexual, o como nosotros decimos, la función de la libido, lejos de aparecer de una vez y lejos de desarrollarse permaneciendo semejante a sí misma, atraviesa una serie de fases sucesivas entre las cuales no existe semejanza alguna, presentando, por tanto, un desarrollo que se repite varias veces, análogo al que se extiende desde la crisálida a la mariposa. El punto máximo de este desarrollo se halla constituido por la subordinación de todas las tendencias sexuales parciales bajo la primacía de los órganos genitales; esto es, por la sumisión de la sexualidad a la función procreadora. Al principio, la vida sexual presenta una total incoherencia, hallándose compuesta de un gran número de tendencias parciales que ejercen su actividad independientemente unas de otras en busca del placer local procurado por los órganos. Esta anarquía se halla mitigada por las predisposiciones a las organizaciones pregenitales que desembocan en la fase sádico-anal, pasando antes por la fase oral, que es la más primitiva.

Añadid a esto los diversos procesos, todavía insuficientemente conocidos, que aseguran el paso de una fase de organización a la fase siguiente y superior. Próximamente veremos la importancia que puede tener, desde el punto de vista de la concepción de la neurosis, este largo y gradual desarrollo de la libido. Por hoy vamos a examinar todavía una distinta faceta de este desarrollo, o sea la relación existente entre las tendencias parciales y el objeto; o, mejor dicho, echaremos una ojeada sobre este desarrollo para detenernos más largamente en uno de sus resultados, bastante tardíos. Hemos dicho que algunos de los elementos constitutivos del instinto sexual poseen desde el principio un objeto que mantiene con toda energía. Tal es el caso de la tendencia a dominar (sadismos) y de los deseos de ver y de saber. Otros, que se enlazan más manifiestamente a determinadas zonas erógenas del cuerpo, no tienen un objeto sino al principio, mientras se apoyan todavía en las funciones no sexuales y renuncian a él cuando se desligan de estas funciones. De este modo, el primer objeto del elemento bucal del instinto sexual se halla constituido por el seno materno, que satisface la necesidad de alimento del niño. El elemento erótico, que extraía su satisfacción del seno materno, conquista su independencia con el «chupeteo», acto que le permite desligarse de un objeto extraño y reemplazarlo por un órgano o una región del cuerpo mismo del niño. La tendencia bucal se hace, pues, autoerótica, como lo son desde el principio las tendencias anales y otras tendencias erógenas. El desarrollo ulterior persigue, para expresarnos lo más brevemente posible, dos fines: primero, renunciar al autoerotismo, esto es, reemplazar el objeto que forma parte del cuerpo mismo del individuo por otro que le sea ajeno y exterior; segundo, unificar los diferentes objetos de las distintas tendencias y reemplazarlas por un solo y único objeto. Este resultado no puede ser conseguido más que cuando tal objeto único es completo y semejante al del propio cuerpo, y a condición de que un cierto número de tendencias queden eliminadas como inutilizables.

Los procesos que terminan en la elección de un objeto son harto complicados y no han sido aún descritos de un modo satisfactorio. Nos bastará con hacer resaltar el hecho de que cuando el ciclo infantil que precede al período de latencia se encuentra ya próximo a su término, el objeto elegido sigue siendo casi idéntico al del placer bucal del período precedente. Este objeto, si no es ya el seno materno, es, sin embargo, siempre la madre. Decimos, pues, de ésta que es el primer objeto de amor. Hablamos, sobre todo, de amor cuando las tendencias psíquicas del deseo sexual pasan a ocupar el primer plano, mientras que las exigencias corporales o sexuales, que forman la base de este instinto, se hallan reprimidas o momentáneamente olvidadas. En la época en que la madre llega a constituir un objeto de amor, el trabajo psíquico de la represión ha comenzado ya en el niño, trabajo a consecuencia del cual una parte de sus fines sexuales queda sustraída a su conciencia. A esta elección que hace de la madre un objeto de amor se enlaza todo aquello que bajo el nombre de «complejo de Edipo» ha adquirido una tan considerable importancia en la explicación psicoanalítica de las neurosis y ha sido quizá una de las causas determinantes de la resistencia que se ha manifestado contra el psicoanálisis.

Escuchad un pequeño sucedido que se produjo durante la última guerra. Uno de los más ardientes partidarios del psicoanálisis se hallaba movilizado como médico de una región de Polonia y llamó la atención de sus colegas por los inesperados resultados que obtuvo en el tratamiento de un enfermo. Preguntado, declaró que se servía de los métodos psicoanalíticos, y se mostró dispuesto a iniciar en ellos a sus colegas, los cuales convinieron en reunirse todas las noches para que les fuera instruyendo en las misteriosas teorías del análisis. Todo fue bien durante un cierto tiempo, hasta el día en que nuestro psicoanalista llegó a hablar a sus oyentes del complejo de Edipo. Mas entonces se levantó un superior, y manifestando su indignación ante aquellas enormidades que se trataba de hacer creer a honrados padres de familia que se hallaban combatiendo por su patria, prohibió la continuación de las conferencias, viéndose obligado nuestro partidario a pedir su traslado a otro sector.

Desearéis, sin duda, averiguar de una vez en qué consiste ese terrible complejo de Edipo. Su propio nombre os permite ya sospecharlo, pues todos conocéis la leyenda griega del rey Edipo, que, habiendo sido condenado por el Destino a matar a su padre y desposar a su madre, hace todo lo que es posible para escapar a la predicción del oráculo, pero no lo consigue, y se castiga, arrancándose los ojos, cuando averigua que, sin saberlo, ha cometido los dos crímenes que le fueron predichos. Supongo que muchos de vosotros habréis experimentado una intensa emoción en la lectura de la tragedia en que Sófocles ha tratado este argumento. La obra del poeta ático nos expone cómo el crimen cometido por Edipo va revelándose poco a poco en una investigación artificialmente retardada y reanimada sin cesar merced a nuevos indicios, proceso muy semejante al del tratamiento psicoanalítico. En el curso del diálogo sucede que Yocasta, la madre-esposa, cegada por el amor, se opone a la prosecución de la labor investigadora, invocando para justificar su oposición el hecho de que muchos hombres han soñado que cohabitaban con su madre, pero que los sueños no merecen consideración alguna. Nosotros, por nuestra parte, no despreciamos los sueños, sobre todo los típicos, o sea aquellos que son soñados por muchos hombres, y nos hallamos persuadidos de que el relatado por Yocasta se enlaza íntimamente con el contenido de la leyenda.

Es singular que la tragedia de Sófocles no provoque en el lector la menor indignación y que, en cambio, las inofensivas teorías psicoanalíticas sean objeto de tan enérgicas repulsas. El Edipo es, en el fondo, una obra inmoral, pues suprime la responsabilidad del hombre, atribuye a las potencias divinas la iniciativa del crimen y demuestra que las tendencias morales del individuo carecen de poder para resistir a las tendencias criminales. Entre las manos de un poeta como Eurípides, enemigo de los dioses, la tragedia de Edipo hubiera sido un arma poderosa contra la divinidad y contra el destino, pero el creyente Sófocles evita esta posible interpretación de su obra por medio de una piadosa sutileza, proclamando que la suprema moral exige la obediencia a la voluntad de los dioses aun cuando éstos ordenen el crimen. A mi juicio, es esta conclusión uno de los puntos más débiles de la tragedia, aunque no influya en el efecto total de la misma, pues el lector no reacciona a esta moral, sino al oculto sentido de la leyenda, y reacciona como si encontrase en sí mismo, por autoanálisis, el complejo de Edipo, como si reconociese en la voluntad de los dioses y en el oráculo representaciones simbólicas de su propio inconsciente y como si recordase con horror haber experimentado alguna vez el deseo de alejar a su padre y desposar a su madre. La voz del poeta parece decirle: «En vano te resistes contra tu responsabilidad y en vano invocas todo lo que has hecho para reprimir estas intenciones criminales. Tu falta no se borra con ello, pues tales impulsos perduran aún en tu inconsciente, sin que hayas podido destruirlos.» Contienen estas palabras una indudable verdad psicológica. Aun cuando el individuo que ha conseguido reprimir estas tendencias en lo inconsciente cree poder decir que no es responsable de las mismas, no por ello deja de experimentar esta responsabilidad como un sentimiento de culpa, cuyos motivos ignora.

En este complejo de Edipo debemos ver también, desde luego, una de las principales fuentes del sentimiento de remordimiento que atormenta con tanta frecuencia a los neuróticos. Pero aún hay más: en un estudio sobre los comienzos de la religión y la moral humanas, publicado por mí en 1913, con el título de Totem y tabú, formulé la hipótesis de que es el complejo de Edipo el que ha sugerido a la Humanidad, en los albores de su historia, la conciencia de su culpabilidad última fuente de la religión y de la moral. Podría deciros muchas cosas sobre esta cuestión, pero prefiero no tocarla por ahora, pues una vez iniciada resulta muy difícil de abandonar y nos apartaría con exceso del camino de nuestra exposición. ¿Qué es lo que del complejo de Edipo puede revelarnos la observación directa del niño en la época de la elección de objeto anterior al período de latencia? Vemos fácilmente que el pequeño hombrecito quiere tener a la madre para sí solo, que la presencia del padre le contraría, que se enfurruña cuando el mismo da a la madre muestras de ternura y que no esconde su satisfacción cuando su progenitor se halla ausente o parte de viaje. A veces, llega incluso a expresar de viva voz sus sentimientos y promete a la madre casarse con ella. Me diréis, quizá, que todo esto resulta insignificante comparado con las hazañas de Edipo; pero, a mi juicio, se trata de hechos totalmente equivalentes, aunque sólo en germen.

Con frecuencia nos desorienta la circunstancia de que el mismo niño da pruebas, en otras ocasiones, de una gran ternura para con el padre; pero estas actitudes sentimentales opuestas, o más bien ambivalentes, que en el adulto entrarían fatalmente en conflicto, se concilian muy bien y durante largo tiempo en el niño, del mismo modo que en épocas posteriores continúan perdurando lado a lado en lo inconsciente. Diríamos, quizá, que la actitud del niño se explica por motivos egoístas y no autoriza, en ningún modo, la hipótesis de un complejo erótico, dado que siendo la madre quien vela y satisface todas las necesidades del niño, ha de tener éste un máximo interés en que ninguna otra persona se ocupe de él. Esto es, ciertamente, verdadero; pero advertimos enseguida que en esta situación, como en muchas otras análogas, el interés egoísta no constituye sino un punto de apoyo de la actividad erótica. Cuando el niño manifiesta, con respecto a la madre, una curiosidad sexual nada disimulada; cuando insiste para dormir durante la noche a su lado, quiere asistir a su tocado e incluso pone en práctica medios de seducción que no escapan a la madre, la cual los comenta entre risas, la naturaleza erótica de la adherencia a la madre parece fuera de duda. No hay que olvidar que la madre rodea de iguales cuidados a sus hijas, sin provocar el mismo efecto, y que el padre rivaliza con frecuencia con ella en atenciones para con el niño, sin lograr nunca adquirir a los ojos de éste igual importancia. En concreto, no hay argumento crítico con la ayuda del cual pueda eliminarse de la situación la preferencia sexual. Desde el punto de vista del interés egoísta, no sería ni siquiera inteligente, por parte del niño, el no adherirse sino a una sola persona, esto es, a la madre, cuando podría tener fácilmente a su devoción dos en vez de una sola, o sea el padre y la madre.

Observaréis que no he expuesto aquí más que la actitud del niño con respecto al padre y a la madre. La de la niña es, excepción hecha de las modificaciones necesarias, por completo idéntica. La tierna afección por el padre, la necesidad de apartar a la madre, cuya presencia es considerada como molesta y una coquetería que dispone ya de todas las sutilezas femeninas, forman en la niña un cuadro encantador que nos hace olvidar la gravedad y las peligrosas consecuencias posibles de esta situación infantil. Añadamos, desde luego, que los mismos padres ejercen con frecuencia un influjo decisivo sobre la adquisición, por sus hijos, del complejo de Edipo, cediendo, por su parte, a la atracción sexual, circunstancia a la que se debe que en las familias de varios hijos prefiera el padre manifiestamente a las hijas, mientras que la madre dedica toda su ternura a los varones. A pesar de su importancia, no constituye, sin embargo, este factor un argumento contra la naturaleza espontánea del complejo de Edipo en el niño.

Cuando la familia crece por el nacimiento de otros niños, se convierte este complejo, ampliándose, en el complejo familiar. Los hijos mayores ven en el nacimiento de nuevos hermanos una amenaza a sus derechos adquiridos, y, por tanto, acogen a los nuevos hermanos o hermanas con escasa benevolencia y el formal deseo de verlos desaparecer, sentimientos de odio que llegan a ser expresados verbalmente por los niños con mucha mayor frecuencia que los inspirados por el complejo paternal. Cuando el mal deseo del niño se realiza y la muerte hace desaparecer rápidamente a aquellos que habían sido considerados como intrusos, puede comprobarse, con ayuda de un análisis posterior, la importancia que este suceso tiene para el niño, a pesar de que a veces puede no conservar el más pequeño recuerdo de él. Relegado al segundo plano por el nacimiento de un hermano o una hermana, y casi abandonado en los primeros días, el niño olvida difícilmente este abandono, que puede hacer surgir en él importantes modificaciones de carácter y constituir el punto de partida de una disminución de su cariño hacia su madre. Hemos dicho ya que las investigaciones sobre la sexualidad, con todas sus consecuencias, se enlazan precisamente a esta dolorosa aventura infantil. A medida que los hermanos y las hermanas van siendo mayores, cambia para con ellos la actitud del niño, el cual llega incluso a trasladar a la hermana el amor que antes experimentaba hacia la madre, cuya infidelidad le ha herido tan profundamente. Ya en la nursery puede verse nacer entre varios hermanos que rodean a una hermana más pequeña estas situaciones de hostil rivalidad que en la vida ulterior desempeñan un tan importante papel. La niña, en cambio, sustituye al padre, que ya no testimonia hacia ella la misma ternura que antes por el hermano mayor, o reemplaza con su hermana pequeña el niño que había deseado tener de su padre.

Tales son los hechos que la observación directa de niños y la interpretación imparcial de sus recuerdos espontáneos nos han revelado con absoluta evidencia. Resulta, pues, que el lugar que cada hijo ocupa en una familia numerosa constituye un importantísimo factor para la conformación de su vida ulterior y una circunstancia que debe tenerse en cuenta en toda biografía. Pero -cosa mucho más importante-, ante estas explicaciones que obtenemos sin esfuerzo ninguno, no podréis por menos de recordar con risa todos los esfuerzos que la ciencia ha hecho para explicar la prohibición del incesto, llegando hasta decirnos que la vida en común durante la infancia anula la atracción sexual que sobre el niña pudieran ejercer los miembros de su familia de sexo distinto, y también que la tendencia biológica a evitar los cruces consanguíneos halla su complemento psíquico en el innato horror al incesto. Al decir esto, se olvida que si la tentación incestuosa hallase realmente en la naturaleza obstáculos infranqueables, no hubiera nunca habido necesidad de prohibirla, tanto por leyes implacables como por las costumbres. La verdad es totalmente opuesta. El primer objeto sobre el que se concentra el deseo sexual del hombre es siempre de naturaleza incestuosa -la madre o la hermana-, y solamente a fuerza de severísimas prohibiciones es como se consigue reprimir esta inclinación infantil. En los primitivos todavía existentes, esto es, en los pueblos salvajes, las prohibiciones del incesto son aún mas severas que entre nosotros, y Th. Reik ha mostrado recientemente, en un brillante estudio que los ritos de la pubertad que existen entre los salvajes y representan una resurrección tienen por objeto romper el lazo incestuoso que liga al niño con su madre y efectuar su reconciliación con el padre.

La Mitología nos muestra que los hombres no vacilan en atribuir a los dioses el incesto, y la historia antigua nos enseña que el matrimonio incestuoso con la hermana era entre los antiguos faraones y entre los incas peruanos un mandamiento sagrado, siendo considerado como un privilegio prohibido al común de los mortales. Observamos también que los dos grandes crímenes de Edipo -el asesinato de su padre y el incesto materno- aparecen ya condenados por la primera institución religiosa y social de los hombres, o sea el totemismo. Pasemos ahora de la observación directa del niño al examen analítico del adulto neurótico y veamos cuáles son los datos que el análisis puede proporcionarnos para llegar a un más profundo conocimiento del complejo de Edipo. El análisis nos presenta este complejo tal y como la leyenda nos lo expone, mostrándonos que cada neurótico ha sido por sí mismo una especie de Edipo, cosa que viene a ser igual, que se ha convertido por reacción, en un Hamlet. La representación analítica del complejo de Edipo es, naturalmente, una ampliación del esquema infantil antes expuesto. El odio hacia el padre y el deseo de verle morir quedan abiertamente evidenciados, y el cariño hacia la madre confiesa su fin de poseerla por esposa.

¿Tenemos acaso el derecho de atribuir a la tierna infancia estos crudos y extremos sentimientos, o es el análisis mismo lo que nos induce en error? Esto último pudiera ser cierto, pues siempre que una persona habla del pasado, aunque se trate de un historiador, debemos tener en cuenta todo aquello que del presente o de un más próximo pretérito intercala involuntariamente en el período de que se ocupa, cuya descripción queda de este modo falseada. En los enfermos neuróticos no parece esta confusión entre el pasado y el presente ser por completo intencionada, y más adelante habremos de ver los motivos a que obedece e investigar el proceso de tal «fantasear retrospectivo». Descubrimos también, sin esfuerzo, que el odio hacia el padre queda intensificado por numerosos motivos correspondientes a épocas y circunstancias posteriores, y que los deseos sexuales que tienen a la madre por objeto revisten formas que debían ser todavía desconocidas y ajenas al niño. Pero sería un vano esfuerzo querer explicar el complejo de Edipo, en su totalidad, por dicho «fantasear retrospectivo» y referirlo así a épocas posteriores, pues el análisis nos muestra siempre la existencia del nódulo infantil, tal y como los hallamos en la observación directa del niño y acompañado de un número más o menos considerable de elementos accesorios.

El hecho clínico que se nos revela detrás de la forma analíticamente establecida del complejo de Edipo presenta una gran importancia práctica. Averiguamos que en la época de la pubertad, cuando el instinto sexual se afirma con toda su energía, reaparece la antigua elección incestuosa de objeto, revistiendo de nuevo un carácter libidinoso. La elección infantil de objeto no fue más que un tímido preludio de la que luego se realiza en la pubertad; pero, no obstante, marcó a esta última su orientación de un modo decisivo. Durante esta fase se desarrollan procesos afectivos de una gran intensidad, correspondientes al complejo de Edipo o a una reacción contra él; pero las premisas de estos procesos quedan sustraídas, en su mayor parte, a la conciencia, por su carácter inconfesable. Más tarde, a partir de esta época, el individuo humano se halla ante la gran labor de desligarse de sus padres, y solamente después de haber llevado a cabo esta labor podrá cesar de ser un niño y convertirse en miembro de la comunidad social. La labor del hijo consiste en desligar de su madre sus deseos libidinosos, haciéndolos recaer sobre un objeto real no incestuoso, reconciliarse con el padre, si ha conservado contra él alguna hostilidad, o emanciparse de su tiranía cuando por reacción contra su infantil rebelión se ha convertido en un sumiso esclavo del mismo. Es ésta una labor que se impone a todos y cada uno de los hombres, pero que sólo en muy raros casos consigue alcanzar un término ideal; esto es, desarrollarse de un modo perfecto, tanto psicológica como socialmente. Los neuróticos fracasan por completo en ella, permanecen sometidos toda su vida a la autoridad paterna y son incapaces de trasladar su libido a un objeto sexual no incestuoso. En este sentido es como el complejo de Edipo puede ser considerado como el nódulo de las neurosis.

Adivináis, sin duda, que prescindo aquí de un gran número de importantes detalles, tanto prácticos como teóricos, relativos al complejo de Edipo. No insistiré más sobre sus variantes y su posible inversión. Sólo os diré, por lo que respecta a sus relaciones más lejanas, que ha constituido una abundante fuente de producción poética. Otto Rank ha mostrado en un libro meritorio que los dramaturgos de todos los tiempos han extraído sus materiales poéticos principalmente del complejo de Edipo y del complejo de incesto, en todas sus variantes, más o menos veladas. Por último, os advertiré que los dos deseos criminales que forman parte de este complejo han sido reconocidos, largo tiempo antes del psicoanálisis, como los deseos representativos de la vida instintiva sin freno. En el diálogo del célebre enciclopedista Diderot, titulado El sobrino de Rameau, hallaréis las interesantísimas frases siguientes: Si le petit sauvage était abandonné à lui même qu'il conservƒt toute son imbécillité et qu'il réunît au peu de raison de l'enfant au berceau la violence des passions de l'homme de trente ans, il tordrait le cou à son pre et coucherait avec sa mère.

Existe aún algo que no debemos omitir. No en vano nos ha hecho pensar en los sueños la esposa-madre de Edipo. Recordaréis, sin duda, que nuestros análisis oníricos nos revelaron que los deseos de los que los sueños surgen eran con frecuencia de naturaleza perversa o incestuosa, o revelaban una insospechada hostilidad hacia personas muy próximas y amadas. Pero entonces no llegamos a explicarnos el origen de tales malignas tendencias, origen que ahora se nos muestra con absoluta evidencia. Trátase de productos de la libido y de revestimiento de objeto que, datando de la primera infancia y habiendo desaparecido ha largo tiempo de la conciencia, revelan todavía su existencia durante la noche y se muestran aún capaces de una determinada actuación. Ahora bien: dado que estos sueños perversos, incestuosos y crueles son comunes a todos los hombres y no constituyen, por tanto, un monopolio de los neuróticos, podremos concluir que el hombre normal ha pasado también, en su desarrollo, a través de las perversiones y revestimientos de objetos característicos del complejo de Edipo, constituyendo éste el camino evolutivo normal y no presentando los neuróticos sino una ampliación de aquello que el análisis de los sueños nos revela igualmente en los hombres de completa salud. A esta razón se debe, en gran parte, el que hayamos hecho preceder en estas lecciones el estudio de los sueños al de las neurosis.

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