jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1916) La vida sexual humana. Lección XX "Lecciones introductorias al psicoanálisis"

Lección XX. La vida sexual humana


Señoras y señores: A primera vista parece que todo el mundo se halla de acuerdo sobre el sentido de «lo sexual», asimilándolo a lo indecente: esto es, aquello de que no debe hablarse entre personas correctas. Hasta mis oídos ha llegado la curiosa anécdota siguiente: Los alumnos de un célebre psiquíatra, queriendo convencer a su maestro de que los síntomas de los histéricos poseían, con extraordinaria frecuencia, un carácter sexual, le condujeron ante el lecho de una histérica, cuyos accesos simulaban, innegablemente, el parto. Mas el profesor exclamó con aire despectivo: «Está bien; pero el parto no tiene nada de sexual.» En efecto: un parto no es siempre un acto incorrecto y poco decoroso. Extrañaréis, sin duda, que me permita bromear sobre cosas tan serias. Pero he de advertiros que no se trata únicamente de una chanza más o menos ingeniosa, pues, en realidad, resulta muy difícil delimitar con exactitud el contenido del concepto de «lo sexual». Lo más acertado sería decir que entraña todo aquello relacionado con las diferencias que separan los sexos; mas esta definición resultaría tan imprecisa como excesivamente comprensiva. Tomando como punto central el acto sexual en sí mismo, podría calificarse de sexual todo lo referente a la intención de procurarse un goce por medio del cuerpo y, en particular, de los órganos genitales del sexo opuesto, o sea todo aquello que tiende a conseguir la unión de los genitales y la realización del acto sexual.

Sin embargo, esta definición tiene también el defecto de aproximarnos a aquellos que identifican lo sexual con lo indecente y hacernos convenir con ellos en que el parto no tiene nada de sexual. En cambio, considerando la procreación como el nódulo de la sexualidad, se corre el peligro de excluir del concepto definido una gran cantidad de actos, tales como la masturbación o el mismo beso, que, presentando un indudable carácter sexual, no tienen la procreación como fin. Estas dificultades con que tropezamos para establecer el concepto de lo sexual surgen en todo intento de definición y, por tanto, no deben sorprendernos con exceso. Lo que sí sospechamos es que en el desarrollo de la noción de «lo sexual» se ha producido algo cuya consecuencia podemos calificar utilizando un excelente neologismo de H. Silberer, de «error por encubrimiento» (Uberdeckungsfehler).

Sin embargo, tampoco sería justo decir que carecemos de toda orientación sobre lo que los hombres denominan «sexual». Una definición que tenga a la vez en cuenta la oposición de los sexos, la consecución de placer, la función procreadora y el carácter indecente de una serie de actos y de objetos que deben ser silenciados; una tal definición, repetimos, puede bastar para todas las necesidades prácticas de la vida; pero resulta insuficiente desde el punto de vista científico, pues merced a minuciosas investigaciones, que han exigido por parte de los sujetos examinados un generoso desinterés y un gran dominio de sí mismos, hemos podido comprobar la existencia de grupos enteros de individuos cuya vida sexual difiere notablemente de la considerada como «normal». Algunos de estos «perversos» han suprimido, por decirlo así, de su programa la diferencia sexual, y sólo individuos de su mismo sexo pueden llegar a constituirse en objeto de sus deseos sexuales. El sexo opuesto no ejerce sobre ellos atracción sexual ninguna, y en los casos extremos llegan a experimentar por los órganos genitales contrarios una invencible repugnancia.

Estos individuos, que, naturalmente, han renunciado a toda actividad procreadora, reciben el nombre de homosexuales o invertidos y son hombres o mujeres que muchas veces, aunque no siempre, han recibido una esmerada educación, poseen un nivel moral o intelectual muy elevado y no presentan, fuera de esta triste anomalía, ninguna otra tara. Por boca de sus representantes en el mundo científico se dan a sí mismos la categoría de una variedad humana particular, de un «tercer sexo», que puede aspirar a los mismos derechos que los otros dos, pretensión cuyo examen crítico tendremos quizá ocasión de hacer más adelante. Han tratado, también, de hacer creer que constituyen una parte selecta de la Humanidad; pero lo cierto es que la proporción de individuos carentes de todo valor es, entre ellos, idéntica a la que se da en el resto de los grupos humanos de diferentes normas sexuales.

Estos «perversos» se comportan, por lo menos con respecto a su objeto sexual, aproximadamente del mismo modo que los normales con respecto al suyo; pero existe todavía una amplia serie de anormales cuya actividad sexual se aparta cada vez más de aquello que un hombre de sana razón estima deseable. Por su variedad y singularidad, no podríamos compararlos sino a los monstruos deformes y grotescos que en el cuadro de P. Brueghel acuden a tentar a San Antonio, o a los olvidados dioses y creyentes que Gustavo Flaubert hace desfilar en larga procesión ante su piadoso eremita. Tan abigarrada multitud exige una clasificación, sin la cual nos sería imposible orientarnos. Así, pues, los dividimos en dos grupos: aquellos que, como los homosexuales, se distinguen del hombre normal por el objeto de sus deseos sexuales, y aquellos otros que tienden a un fin sexual distinto del normalmente aceptado. Al primer grupo pertenecen aquellos que han renunciado a la cópula de los órganos genitales opuestos y reemplazan en su acto sexual los genitales de su pareja por otra parte o región del cuerpo de la misma. Poco importa que esta parte o región se preste mal, por su estructura, al acto intentado; los individuos de este grupo prescinden de toda consideración de este género y traspasan los límites de la repugnancia, sustituyendo la vagina por la boca o el ano.

A continuación, y dentro del mismo grupo, hallamos otros sujetos que encuentran la satisfacción de sus deseos en los órganos genitales, mas no a causa de la función sexual de los mismos, sino por otras funciones que por razones anatómicas o de proximidad les son inherentes. Todo el interés sexual de estos individuos queda monopolizado por las funciones de la excreción. Vienen después otros perversos que han renunciado ya por completo a los órganos genitales como objetos de satisfacción sexual y han elevado a esta categoría a otras partes del cuerpo totalmente diferentes, tales como los senos, los pies o los cabellos femeninos. Otros no intentan ya satisfacer su deseo sexual con ayuda de una región cualquiera del cuerpo femenino, sino que se contentan con una parte del vestido, un zapato, una prenda interior, etc., y reciben así el calificativo de «fetichistas». Por último, citaremos aquellos que desean al objeto sexual en su totalidad; pero exigen determinados requisitos, singulares o aterradores, hasta el punto de no ser capaces de gozar sino cuerpos muertos, aberración que los lleva hasta el asesinato. Pero basta de tales horrores.

El otro gran grupo de perversos se compone, en primer lugar, de individuos cuyo fin sexual es algo, normalmente considerado, como un mero acto preparatorio del fin verdadero. Inspeccionan, palpan y tocan a la persona de sexo opuesto, buscan entrever las partes escondidas e íntimas de su cuerpo o descubren sus propias partes pudendas con la secreta esperanza de obtener una reciprocidad. Vienen después los enigmáticos sadistas, que no conocen otro placer que el de infligir a su objeto dolores y sufrimientos de toda clase, desde la simple humillación a las graves lesiones corporales, y paralelamente a éstos, aparecen los masoquistas, cuyo único goce consiste en recibir del objeto amado todas las humillaciones y sufrimientos en forma simbólica o real. Otros, por último, presentan una asociación o entrecruzamiento de varias de estas tendencias anormales. Para terminar, añadiremos que cada uno de los dos grandes grupos de que acabamos de ocuparnos se subdivide en otros dos. La primera de estas subdivisiones comprende a los individuos que buscan la satisfacción sexual de la realidad, y la segunda, a aquellos otros que se contentan simplemente con representarse en su imaginación dicha satisfacción y sustituyen el objeto real por sus fantasías.

Que todos estos horrores o extravagancias representan realmente la actividad sexual de estos individuos es algo que no admite la menor duda, pues no sólo son concebidos por ellos como tal actividad, sino que desempeñan en su vida idéntico papel que la normal satisfacción sexual en la nuestra y su consecución les impulsa a sacrificios iguales y a veces mucho mayores que a los normales la de sus deseos. Examinando estas aberraciones, tanto al detalle como en conjunto, pueden descubrirse los extremos en que las mismas se aproximan al estado normal y aquellos otros en que de él se apartan. Adviértase asimismo que el carácter de indecencia inherente a la actividad sexual llega aquí a su máximo grado. Y ahora, ¿qué actitud deberemos adoptar con respecto a estas formas extraordinarias de la satisfacción sexual? Declarar que nos hallamos indignados, manifestar nuestra aversión personal y asegurar que jamás compartiremos tales vicios son cosas que no significan nada y que, además, nadie nos exige. Trátase, después de todo, de un orden de fenómenos que solicita nuestra atención con los mismos títulos que otro cualquiera.

Escudarse en la afirmación de que se trata de hechos rarísimos y excepcionales es exponerse a un rotundo mentís. Los fenómenos de que nos ocupamos son, por el contrario, muy frecuentes y se hallan harto difundidos. Ahora bien: si se nos alega que no tratándose, en último análisis, sino de desviaciones y perversiones del instinto sexual, no debemos dejarnos inducir por ellas en error por lo que respecta a nuestro modo de concebir la vida sexual en general, nuestra respuesta sería inmediata. Mientras no hayamos comprendido estas formas patológicas de la sexualidad y mientras no hayamos establecido sus relaciones con la vida sexual normal, nos será igualmente imposible llegar a la inteligencia de esta última. Nos hallamos, pues, ante una urgente labor teórica, que consistirá en justificar la posibilidad de las perversiones de que hemos hablado y establecer sus relaciones con la sexualidad llamada normal. En esta labor nos auxiliarán una observación teórica y dos nuevos resultados experimentales: la primera es de Ivan Bloch, que, rectificando la concepción de todas estas perversiones como «estigmas de degeneración», hace observar que tales desviaciones del fin sexual y tales actitudes perversas con respecto al objeto han existido en todas las épocas conocidas y en todos los pueblos, tanto en los más primitivos como en los más civilizados, y han gozado a veces de completa tolerancia y general aceptación. Los dos nuevos resultados a que nos referimos han sido obtenidos en el curso de investigaciones psicoanalíticas de sujetos neuróticos, y son de tal naturaleza, que pueden orientar de una manera decisiva nuestra concepción de las perversiones sexuales.

Los síntomas neuróticos -hemos dicho -son satisfacciones sustitutivas, y ya hube de indicaros que la confirmación de este principio por medio del análisis de los síntomas tropezaría con graves dificultades. En efecto: para poder dar a los síntomas esta categoría tenemos que incluir en el concepto de «satisfacción sexual» la de los deseos sexuales llamados perversos, pues el análisis nos impone con sorprendente frecuencia una tal interpretación. La pretensión de los homosexuales o invertidos a ser considerados como seres excepcionales cae por su base en cuanto descubrimos que no existe un solo neurótico en el cual no podamos probar la existencia de tendencias homosexuales, y que gran número de síntomas neuróticos no son otra cosa que la expresión de esta inversión latente. Aquellos que se dan a sí mismos el nombre de homosexuales no son sino los invertidos conscientes y manifiestos, y su número es insignificante al lado de los homosexuales latentes. De este modo nos encontramos obligados a ver en la homosexualidad una ramificación casi regular de la vida erótica y a concederle una importancia cada vez más considerable, aunque claro es que nada de esto anula las diferencias existentes entre la vida sexual normal y la homosexualidad manifiesta. La importancia de esta última se mantiene intacta, pero, en cambio, disminuye mucho su valor teórico. Con respecto a una cierta afección que no podemos ya incluir entre las neurosis de transferencia -la paranoia -, llegamos incluso a averiguar que es siempre consecuencia de una defensa contra impulsos homosexuales de extrema intensidad. Recordaréis quizá todavía que una de las enfermas cuyo análisis expusimos en lecciones anteriores suplantaba, en su acto obsesivo, a un hombre, a su propio marido, del que vivía separada. Una tal producción de síntomas simulatorios de la actividad masculina es muy frecuente en las enfermas neuróticas, y aunque no podamos incluirla en el cuadro de la homosexualidad, lo cierto es que presenta una estrecha relación con las condiciones de la misma.

Sabido es que la neurosis histérica puede provocar la aparición de síntomas en todos los sistemas orgánicos, perturbando así todas las funciones. Pues bien: el análisis nos revela que tales síntomas no son sino manifestaciones de aquellas tendencias llamadas «perversas», que intentan sustituir los órganos genitales por otros de distinta función, comportándose entonces estos últimos como genitales sustitutivos. La sintomatología de la histeria es precisamente lo que nos ha llevado a la conclusión de que todos los órganos del soma pueden desempeñar una función sexual erógena, a más de su propia función normal, quedando ésta perturbada cuando aquélla alcanza una cierta intensidad. Innumerables sensaciones e inervaciones, que a título de síntomas histéricos se localizan en órganos aparentemente ajenos a la sexualidad, nos revelan de este modo su verdadera naturaleza de satisfacciones de deseos sexuales perversos, satisfacciones en las que los órganos distintos de los genitales han asumido la función sexual. Dentro de un tal estado de cosas comprobamos la extraordinaria frecuencia con que los órganos de absorción de alimentos y los de excreción llegan a constituirse en portadores de excitaciones sexuales. Es éste un hecho que ya hemos observado en las perversiones, con la diferencia de que en ellas se nos muestra con toda claridad y sin error posible, mientras que en la histeria debemos comenzar por la interpretación de los síntomas y relegar después las tendencias sexuales perversas a lo inconsciente, en lugar de atribuirlas a la conciencia del individuo.

De los numerosos cuadros sintomáticos que la neurosis obsesiva puede presentar, los más importantes son los provocados por la presión de las tendencias sexuales intensamente sádicas, o sea perversas, con respecto a su fin. De conformidad con la estructura de la neurosis obsesiva, sirven estos síntomas de medios de defensa contra tales deseos y expresan así la lucha entre la voluntad de satisfacción y la voluntad de defensa. Pero la satisfacción misma, en lugar de producirse directamente, halla medio de manifestarse en la conducta de los enfermos por los caminos y medios más alejados y se vuelve preferentemente contra la persona misma del paciente, haciéndole infligirse toda clase de torturas. Otras formas de esta neurosis, aquellas que podemos denominar escrutadoras, corresponden a una sexualización excesiva de actos que en los casos normales no son sino preparatorios de la satisfacción sexual, tales como los de ver, tocar y registrar. La enorme importancia del miedo del tacto y de la obsesión de limpieza encuentran aquí una completa explicación. Una insospechada cantidad de actos obsesivos resulta no ser sino modificación o repetición disfrazada del onanismo, el cual acompaña, como acto único y uniforme, a las formas más variadas del fantasear sexual.

No me sería difícil ampliar la enumeración de los lazos que ligan la perversión a la neurosis; mas para nuestros fines creo suficiente lo expuesto hasta aquí. Debemos, sin embargo, guardarnos, después de esta explicación, del significado de los síntomas, de exagerar la frecuencia y la intensidad de las tendencias perversas en el hombres. Me habéis oído antes decir que la privación de una normal satisfacción sexual puede engendrar una neurosis. Pero en estos casos sucede, además, que la necesidad sexual se desvía hacia los caminos de satisfacción perversa, proceso que más adelante habré de exponeros con mayor detalle. De todos modos, comprenderéis ya sin dificultad que, merced a un tal estancamiento «colateral», muestran las tendencias perversas una mayor intensidad que si a la satisfacción sexual normal no se hubiera opuesto obstáculo alguno en la realidad. Una análoga influencia actúa también sobre las perversiones manifiestas, las cuales son provocadas o favorecidas en ciertos casos por aquellas invencibles dificultades con que a consecuencia de circunstancias pasajeras o de condiciones sociales permanentes se dificulta la satisfacción sexual normal. Claro es que tales tendencias perversas son, en otros casos, independientes de dichas circunstancias susceptibles de favorecerlas y constituyen, para los individuos en que se manifiestan, la forma normal de su vida sexual.

Habréis experimentado quizá la impresión de que, lejos de elucidar las relaciones existentes entre la sexualidad normal y la perversa, no hemos hecho sino complicarlas. Mas a poco que reflexionéis, habréis de convenir en que si es cierto que la restricción o privación efectiva de una satisfacción sexual normal es susceptible de hacer surgir tendencias perversas en personas que jamás las manifestaron, habremos de admitir que dichas personas poseían una predisposición a tales perversiones, o si lo preferís, que las mismas existían en ellas en estado latente. Este hecho nos lleva al segundo de los nuevos resultados a que antes hube de referirme. La investigación psicoanalítica se ha visto obligada a dirigir también su atención sobre la vida sexual infantil, pues los recuerdos y asociaciones que surgen en la imaginación de los enfermos durante el análisis de sus síntomas alcanzan siempre hasta sus primeros años infantiles. Todas las hipótesis que hemos formulado sobre este hecho concreto han sido confirmadas, punto por punto, en la observación directa de sujetos infantiles. Por último, hemos llegada a comprobar que todas las tendencias perversas tienen sus raíces en la infancia y que los niños llevan en sí una general predisposición a las mismas, manifestándolas dentro de la medida compatible con la inmadura fase de la vida en que se hallan; esto es, que la sexualidad perversa no es otra cosa sino la sexualidad infantil ampliada y descompuesta en sus tendencias constitutivas.

Todo lo que antecede habrá transformado, sin duda alguna, vuestra idea sobre las perversiones y no podéis ya negar sus relaciones con la vida sexual del hombre. ¡Mas al precio de cuánta sorpresa y cuánta penosa decepción! Seguramente os inclinaréis al principio a negarlo todo, tanto que los niños posean algo que merezca el nombre de vida sexual como la exactitud de las observaciones psicoanalíticas y mi derecho a hallar en la conducta de los niños una afinidad con aquello que, a título de perversión, condenamos en los adultos. Permitidme, pues, que, en primer lugar, os exponga las razones de vuestra resistencia, y a continuación os daré a conocer la totalidad de mis conclusiones. Pretender que los niños no tienen vida sexual -excitaciones sexuales, necesidades sexuales y una especie de satisfacción sexual- y que esta vida despierta en ellos bruscamente a la edad de doce a catorce años, es, en primer lugar cerrar los ojos ante evidentísimas realidades y, además, algo tan inverosímil y hasta disparatado, desde el punto de vista biológico, como lo sería afirmar que nacemos sin órganos genitales y carecemos de ellos hasta la pubertad. Lo que en los niños despierta en esta edad es la función reproductora, la cual se sirve, para realizar sus fines, del material somático y psíquico ya existente. Pensando de otro modo caéis en el error de confundir sexualidad y reproducción y os cerráis todo acceso a la comprensión de la sexualidad, de las perversiones y de la neurosis.

Pero, además, se trata de un error tendencioso que tiene un singularísimo origen. Pensáis así, precisamente, por haber pasado por la edad infantil y haber sufrido durante ella la influencia de la educación. En efecto, la sociedad considera como una de sus esenciales misiones educativas la de lograr que el instinto sexual encuentre, al manifestarse en el sujeto como una necesidad de procreación, una voluntad individual obediente a la coerción social que lo refrene, limitándolo y dominándolo. Al mismo tiempo se halla también interesada en que el desarrollo completo de la necesidad sexual quede retardado hasta que el niño haya alcanzado un cierto grado de madurez intelectual, pues con la total aparición del instinto sexual queda puesto un fin a toda influencia educativa. Si la sexualidad se manifestase demasiado precozmente, rompería todos los diques y anularía toda la obra de la civilización, fruto de una penosa y larga labor. La misión de refrenar la necesidad sexual no es jamás fácil, y al realizarla se peca unas veces por exceso y otras por defecto. La base sobre la que la sociedad reposa es en último análisis de naturaleza económica; no poseyendo medios suficientes de subsistencia para permitir a sus miembros vivir sin trabajar, se halla la sociedad obligada a limitar el número de los mismos y a desviar su energía de la actividad sexual hacia el trabajo. Nos hallamos aquí ante la eterna necesidad vital, que, nacida al mismo tiempo que el hombre, persiste hasta nuestros días.

La experiencia ha debido demostrar a los educadores que la misión de someter la voluntad sexual de la nueva generación no es realizable más que cuando, sin esperar la explosión tumultuosa de la pubertad, se comienza a influir sobre los niños desde muy temprano, sometiendo a una rigurosa disciplina, desde los primeros años, su vida sexual, la cual no es sino una preparación a la del adulto, y prohibiéndoles entregarse a ninguna de sus infantiles actividades sexuales. Siendo el fin ideal a que han tendido todos los educadores el de dar a la vida infantil un carácter sexual, se ha llegado a creer realmente, al cabo del tiempo, en una tal a sexualidad, y esta creencia ha pasado a constituirse en teoría científica. Así las cosas, y para evitar ponerse en contradicción con las propias opiniones y propósitos, cierra todo el mundo los ojos ante la actividad sexual infantil o le da -conforme a las teorías científicas -una distinta significación. El niño es considerado, sin excepción alguna, como la más completa representación de la pureza y la inocencia, y todo aquel que se atreve a juzgarlo diferentemente es acusado de sacrilegio y de atentado contra los más tiernos y respetables sentimientos de la Humanidad.

Los niños son los únicos a quienes estas convenciones no logran engañar, pues, a pesar de ellas, hacen valer con toda ingenuidad sus derechos animales, mostrando a cada instante que la pureza es algo de lo que aún no tienen la menor idea. Y resulta harto singular ver cómo sus guardadores, que niegan en redondo la existencia de una sexualidad infantil, no por ello renuncian a la educación, y condenan con la mayor severidad, a título de «malas mañas» del niño, las manifestaciones mismas de aquello que se resisten a admitir. Es, además, extraordinariamente interesante, desde el punto de vista teórico, el hecho de que los cinco o seis primeros años de la vida, esto es, la edad con respecto a la que el juicio de una infancia asexual resulta más equivocada, quedan envueltos luego, para una inmensa mayoría, por una nebulosa amnesia, que sólo la investigación analítica consigue disipar, pero que ya antes se mostró permeable para ciertas formaciones oníricas.

Voy ahora a exponeros aquello que el estudio de la vida sexual del niño nos revela más evidentemente. Para mayor claridad habréis de permitirme introducir en mi exposición el concepto de la libido. Con esta palabra designamos aquella fuerza en que se manifiesta el instinto sexual análogamente a como en el hombre se exterioriza el instinto de absorción de alimentos. Otras nociones, tales como las de excitación y satisfacción sexual, no precisan de esclarecimiento ninguno.Como por lo que sigue habréis de ver -y quizá lo utilicéis como argumento en contra mía-, la interpretación tiene que intervenir muy ampliamente en lo relativo a la actividad sexual del niño de pecho. Estas interpretaciones se consiguen sometiendo, en la investigación analítica, los síntomas del sujeto a un análisis regresivo. Las primeras manifestaciones de la sexualidad aparecen en el niño de pecho enlazadas a otras funciones vitales. El principal interés infantil del sujeto recae sobre la absorción de alimentos, y cuando después de mamar se queda dormido sobre el seno de su madre, presenta una expresión de euforia idéntica a la del adulto después del orgasmo sexual. Claro es que esto no bastaría para justificar conclusión alguna. Pero observamos asimismo que el niño de pecho se halla siempre dispuesto a comenzar de nuevo la absorción de alimentos, y no porque sienta ya el estímulo del hambre, sino por el acto mismo que la absorción trae consigo.

Decimos entonces que «chupetea», y el hecho de que ejecutando este acto se duerma de nuevo con expresión bienaventurada nos muestra que la acción de chupetear le ha procurado por sí misma una satisfacción. Por último, acaba generalmente por no poder ya conciliar el sueño sin haber antes chupado algo. El primero que afirmó la naturaleza sexual de este acto fue un pediatra de Budapest, el doctor Lindner, y aquellas personas que teniendo niños a su cuidado no intenta adoptar actitud teórica ninguna, parecen ser de igual opinión, pues se dan perfecta cuenta de que este acto no sirve sino para procurarse un placer, ven en él una mala costumbre, y cuando el niño no quiere renunciar espontáneamente a ella intentan quitársela por medio de la asociación de impresiones desagradables. Averiguamos así que el niño de pecho realiza actos que no sirven sino para procurarle un placer y creemos que ha comenzado a experimentar este placer con ocasión de la absorción de alimentos, pero que después ha aprendido a separarlo de dicha condición.

Esta sensación de placer la localizamos con la zona bucolabial, y designamos esta zona con el nombre de zona erógena, considerando el placer procurado por el acto de chupar como un placer sexual. Más adelante tendremos ocasión de discutir la legitimidad de estas calificaciones. Si el niño de pecho fuera capaz de comunicar sus sensaciones, declararía, desde luego, que el acto de mamar del seno materno constituye el más importante de su vida. Diciendo esto no se equivocaría grandemente, pues por medio de él satisface a un tiempo dos grandes necesidades de su vida. No sin cierta sorpresa averiguamos, por medio del psicoanálisis, cuán profunda es la importancia psíquica de este acto, cuyas huellas persisten luego durante toda la vida. Constituye, en efecto, el punto de partida de toda la vida sexual y el ideal jamás alcanzado, de toda satisfacción sexual ulterior, ideal al que la imaginación aspira en momentos de gran necesidad y privación. De este modo forma el pecho materno el primer objeto del instinto sexual y posee, como tal, una enorme importancia, que actúa sobre toda ulterior elección de objetos y ejerce en todas sus transformaciones y sustituciones una considerable influencia, incluso sobre los dominios más remotos de nuestra vida psíquica. Pero al principio no tarda el niño en abandonar el seno materno y reemplazarle por una parte de su propio cuerpo, dedicándose a chupar su dedo pulgar o su misma lengua. De este modo se procura placer sin tener necesidad del consentimiento del mundo exterior, y al recurrir a una segunda zona de su cuerpo intensifica, además, el estímulo de la excitación. Todas las zonas erógenas no son igualmente eficaces, y, por tanto, resulta un acontecimiento de gran importancia en la vida del niño, como lo informa Lindner, el hecho de tropezar, a fuerza de explorar su propio cuerpo, con una región particularmente excitable del mismo; esto es, con los órganos genitales, encontrando así el camino que acabará por conducirle al onanismo.

Dando al chupeteo toda su importancia y significación, descubrimos dos esenciales caracteres de sexualidad infantil. Enlázase ésta especialmente a la satisfacción de las grandes necesidades orgánicas y se comporta, además, de un modo autoerótico; esto es, halla sus objetos en el propio cuerpo del sujeto. Aquello que se nos ha revelado con máxima claridad en la absorción de alimentos se reproduce parcialmente en excreciones. Deduciremos, pues, que el niño experimenta una sensación de placer al realizar la eliminación de la orina y de los excrementos y que, por tanto, tratará de organizar estos actos de manera que la excitación de las zonas erógenas a ellos correspondientes le procuren el mayor placer posible. Al llegar a este punto, toma para el niño el mundo exterior - según la sutil observación de Lou Andreas-Salomé -un carácter hostil a su rebusca de placer y le hace presentir, en lo futuro, luchas exteriores e interiores. En efecto, para obtener su renuncia a estas fuentes de goce se inculca al infantil sujeto la convicción de que todo lo relacionado con tales funciones es indecente y debe permanecer secreto, obligándole de este modo a renunciar al placer en nombre de la dignidad social. El niño no experimenta al principio repugnancia alguna por sus excrementos, a los que considera como una parte de su propio cuerpo, se separa de ellos contra su voluntad y los utiliza como primer «regalo», con el que distingue a aquellas personas a las que aprecia particularmente. E incluso después que la educación ha conseguido desembarazarle de estas inclinaciones, transporta sobre los conceptos «regalo» y «dinero» el valor que antes concedió a los excrementos, mostrándose, en cambio, particularmente orgulloso de aquellos éxitos que enlaza al acto de orinar.

Siento que hacéis un esfuerzo sobre vosotros mismos para no interrumpirme y gritar: «¡Basta de horrores! ¡Pretender que la defecación es una fuente de satisfacción sexual utilizada ya por el niño de pecho y que los excrementos son una sustancia preciosa y el ano una especie de órgano sexual! No podremos creerlo jamás y comprendemos por qué los pediatras y los pedagogos no quieren saber nada del psicoanálisis ni de sus resultados.» Calmaos. Habéis olvidado que si os he hablado de hechos de la vida sexual infantil, ha sido con ocasión de las perversiones sexuales. ¿Acaso no sabéis que en las relaciones sexuales de numerosos adultos, tanto homosexuales como heterosexuales, reemplaza realmente el ano a la vagina? ¿Y no sabéis también que existen individuos para los cuales la defecación constituye durante toda su vida una fuente de voluptuosidad, a su juicio nada despreciable? En cuanto al interés que suscita el acto de la defecación y al placer que se puede experimentar asistiendo a la realización de este acto por segunda persona, no tenéis para informaros más que dirigiros a los niños mismos cuando en una edad más avanzada puedan ya comunicar sus impresiones y sentimientos.

Claro es que no debéis comenzar por intimidarlos, pues comprenderéis que haciéndolo así no obtendréis de ellos el menor dato. Con respecto a las demás cosas aquí expuestas y a las que os resistís a prestar fe, puedo remitiros a los resultados del análisis y de la observación directa de los niños, pero me he de permitir indicaros que es necesaria muy mala voluntad para no ver los hechos de que acabo de hablaros o darles una distinta explicación. No extraño en modo alguno que encontréis sorprendente la afinidad que afirmamos existe entre la actividad sexual infantil y las perversiones, mas habéis de tener en cuenta que tal afinidad es naturalísima. Si el niño posee una vida sexual, ha de ser sinceramente de naturaleza perversa, puesto que, salvo algunos vagos indicios, carece de todo aquello que hace de la sexualidad una función procreadora, siendo precisamente este desconocimiento del fin esencial de la sexualidad -la procreación -lo que caracteriza a las perversiones. Calificamos, en efecto, de perversa toda actividad sexual que, habiendo renunciado a procreación, busca el placer como un fin independiente de la misma. De este modo la parte más delicada y peligrosa del desarrollo de la vida sexual es la referente a su subordinación a los fines de la procreación. Todo aquello que se produce antes de este momento, se sustrae a dicho fin o sirve únicamente para procurar placer, recibe la denominación peyorativa de perverso, y es, a título de tal, condenado.

Dejadme, en consecuencia, proseguir mi rápida exposición de la sexualidad infantil. Aquello que antes os he expuesto con referencia a los órganos de absorción de alimentos y a los de excreción podría ser completo por el examen de las demás zonas erógenas del soma. La vida sexual de un niño comporta una serie de tendencias parciales que actúan independientemente unas de otras y utilizan para conseguir placer tanto el cuerpo mismo del sujeto como objetos exteriores. Entre los órganos sobre los cuales se ejerce la actividad sexual no tardan en ocupar el primer lugar los genitales, y existen hombres que desde la masturbación infantil hasta la inevitable masturbación de la pubertad no han conocido jamás otra fuente de goce que sus propios órganos genitales, situación que a veces persiste bastante más allá de los años púberes. Este tema de la masturbación no es, por cierto, fácilmente agotable, pues se presta a múltiples y variadas consideraciones. A pesar de mi deseo de abreviar lo más posible mi exposición, me hallo obligado a deciros aún algunas palabras sobre la curiosidad o investigación sexual de los niños, muy característica de la sexualidad infantil y extraordinariamente importante desde el punto de vista de la sintomatología de las neurosis. La curiosidad sexual infantil comienza en hora muy temprana, a veces antes de los tres años, y no tiene como punto de partida las diferencias que separan los sexos, diferencias que no existen para el niño, el cual atribuye a ambos idénticos órganos genitales masculinos. Cuando un niño descubre en su hermana o en otra niña cualquiera la existencia de la vagina, comienza por negar el testimonio de sus sentidos, pues no puede figurarse que un ser humano se halle desprovisto de un órgano al que él mismo atribuye un tan importante valor.

Más tarde rechaza asustado la posibilidad que se le revela, comienza a experimentar los efectos de determinadas amenazas que le fueron dirigidas anteriormente, con ocasión de la excesiva atención que consagraba a su pequeño miembro viril, y cae de esta manera bajo el dominio de aquello que nosotros llamamos complejo de castración, cuya constitución influirá sobre su carácter si continúa poseyendo una salud normal, sobre sus neurosis si las contrae y sobre sus resistencias cuando es sometido a un tratamiento psicoanalítico. Por lo que respecta a las niñas, sabemos que consideran como un signo de inferioridad la ausencia de un pene largo y visible, que envidian a los niños la posesión de este órgano, envidia de la cual nace en ellas el deseo de ser hombres, y que este deseo forma después parte de la neurosis provocada por los fracasos que puedan llegar a sufrir en el cumplimiento de su misión femenina. El clítoris desempeña, además, en la niña pequeña el papel de pene, siendo la sede de una excitabilidad particular y el órgano dispensador de la satisfacción autoerótica. La transformación de la niña en mujer se caracteriza ante todo por el desplazamiento total de esta sensibilidad desde el clítoris a la entrada de la vagina. En los casos de anestesia llamada sexual de las mujeres conserva el clítoris intacta su sensibilidad.

El interés sexual infantil se dirige más bien, en primer término, sobre el problema de saber de dónde vienen los niños; esto es, sobre el problema que constituye el fondo de la interrogación planteada por la esfinge tebana, y este interés es despertado la mayoría de las veces por el temor egoísta que suscita el posible nacimiento de un hermanito. La respuesta habitual de los adultos, esto es, la de que quien trae a los niños es la cigüeña, suele ser acogida, más frecuentemente de lo que se cree, con una gran incredulidad, aun por los niños más pequeños. La impresión de ser engañado por los adultos contribuye mucho al aislamiento del niño y al desarrollo de su independencia. Pero el infantil sujeto no puede resolver este problema por sus propios medios. Su constitución sexual, insuficientemente desarrollada todavía, opone límites a su facultad de conocer. Admite al principio que los niños nacen a consecuencia de la absorción con los alimentos de determinadas sustancias especiales e ignora todavía que únicamente las mujeres pueden tener niños. Sólo más tarde averigua este hecho, y entonces relega al dominio de las fábulas la explicación que hace depender la venida de los niños de la absorción de un determinado alimento. En años posteriores, pero inmediatos, el niño se da ya cuenta de que el padre desempeña un determinado papel en la aparición de los hermanitos, pero no le es posible todavía definir en qué consiste esta intervención. Si por azar llega a sorprender un acto sexual, ve en él una tentativa de violencia, un brutal cuerpo a cuerpo, que le hace formar una falsa concepción sádica del coito. Sin embargo, no establece inmediatamente una relación entre este acto y la llegada de nuevos niños y aunque advierte huellas de sangre en el lecho y en la ropa interior de su madre, no ve en ellas más que una prueba de las violencias que su padre le ha hecho sufrir. Más tarde comienza a sospechar que el órgano genital del hombre desempeña un papel esencial en la cuestión que tanto le preocupa, pero sigue sin poder asignar a este órgano otra función que la de evacuar la orina.

Los niños creen desde el principio unánimemente que el parto se produce por el ano, y sólo cuando su interés se desvía de este órgano es cuando abandonan la teoría y la reemplazan por otra, según la cual nace el niño por el ombligo materno, que se abre para dejar paso al nuevo ser. Por último, sitúan en la región del esternón, entre ambos senos, el sitio por donde el recién nacido hace su aparición. De este modo es como el niño va aproximándose al conocimiento de los hechos sexuales o, extraviado por su ignorancia, pasa a su lado sin advertirlos, hasta que, en los años inmediatamente anteriores a la pubertad, recibe de ellos una explicación incompleta y deprimente, que actúa muchas veces sobre él como un intenso traumatismo. Habréis oído decir que para mantener sus afirmaciones sobre la causalidad sexual de las neurosis y sobre la importancia sexual de los síntomas da el psicoanálisis a la noción de lo sexual una extensión exagerada. Pero, a mi juicio, os encontráis ya en situación de juzgar si esta extensión resulta realmente injustificada. No hemos ampliado la noción de la sexualidad más que lo imprescindiblemente necesario para incluir en ella la vida sexual de los perversos y de los niños, o dicho de otra manera, no hemos hecho otra cosa que restituir a dicho concepto su verdadera amplitud. Aquello que fuera del psicoanálisis se entiende por sexualidad es una sexualidad extraordinariamente restringida y puesta al servicio de la procreación; esto es, tan sólo aquello que se conoce con el nombre de vida sexual normal.

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