jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1900) La intrpretación de los sueños. Numeral F: Lo inconciente y la conciencia.

Lo inconciente y la conciencia.
La realidad



Si las consideramos con mayor atención, las elucidaciones psicológicas de la sección anterior no nos sugieren el supuesto de la existencia de dos sistemas cerca del extremo motor del aparato, sino de dos procesos o de dos modos en el decurso de la excitación. Nos da lo mismo; siempre debemos estar dispuestos a abandonar nuestras representaciones auxiliares cuando nos creemos en condiciones de remplazarlas por alguna otra cosa que se aproxime mejor a la realidad desconocida. Intentemos ahora rectificar algunas intuiciones que pudieron nacer por un malentendido mientras teníamos en vista los dos sistemas, en el sentido más inmediato y grosero, como dos localidades situadas en el interior del aparato anímico; esas intuiciones han dejado su impronta en las expresiones «reprimir» {«verdrängen», «desalojar»} e «irrumpir» {«durchdringen»}. Cuando decimos, pues, que un pensamiento inconciente aspira a traducirse en el preconciente a fin de irrumpir desde allí en la conciencia, no queremos significar que se forme un pensamiento segundo, situado en un lugar nuevo, por así decir una trascripción junto a la cual subsistiría el original; y también respecto del irrumpir en la conciencia queremos aventar toda idea de un cambio de lugar. Cuando decimos que un pensamiento preconciente es reprimido (desalojado} y entonces el inconciente lo recibe, esta imagen, tomada del círculo de representaciones de la lucha por un terreno, podría inducirnos a suponer que realmente cierto ordenamiento es disuelto dentro de una localidad psíquica y sustituido por otro que se sitúa en una localidad diferente. Ahora remplazamos este símil por lo que parece responder mejor al estado real de cosas, a saber, que una investidura energética es impuesta a un determinado ordenamiento o retirada de él, de suerte que el producto psíquico en cuestión cae bajo el imperio de una instancia o se sustrae de él. De nuevo sustituimos aquí, un modo de representación tópico por uno dinámico; no es el producto psíquico el que nos aparece como lo movible, sino su inervación. (ver nota)

A pesar de ello, juzgo conveniente y justificado seguir utilizando la representación intuitiva de los dos sistemas. Evitaremos cualquier abuso de este modo de figuración si recordamos que representaciones, pensamientos y, en general, productos psíquicos no pueden ser localizados dentro de elementos orgánicos del sistema nervioso, sino, por así decir, entre ellos, donde resistencias y facilitaciones constituyen su correlato. Todo lo que puede ser objeto de nuestra percepción interior es virtual, como la imagen dada en el telescopio por la propagación de los rayos de luz. Pero a los sistemas, que a su vez no son nada psíquico y nunca pueden ser asequibles a nuestra percepción psíquica, estamos justificados en suponerlos semejantes a las lentes del telescopio, que proyectan la imagen. Prosiguiendo este símil, la censura situada entre dos sistemas correspondería a la refracción de los rayos en el pasaje a un medio nuevo.

Hasta aquí hemos cultivado una psicología de nuestra propia cosecha; es tiempo de que pasemos a examinar las opiniones doctrinales que gobiernan la psicología de hoy, atendiendo a su vínculo con nuestras propuestas. La cuestión del inconciente en la psicología es, según la autorizada palabra de Lipps (1897), menos una cuestión psicológica que la cuestión de la psicología. Mientras la psicología la despache mediante la mera declaración verbal de que lo «psíquico» es precisamente lo «conciente» y unos «procesos psíquicos inconcientes» :serían un palpable contrasentido, queda excluida una apreciación psicológica de las observaciones que un médico pudo haber conseguido en estados psíquicos anormales. El médico y el filósofo sólo :se ponen de acuerdo si ambos reconocen que «procesos psíquicos inconcientes» son «la expresión adecuada y plenamente justificada de un hecho efectivo». Frente a la aseveración de que «la conciencia es el carácter infaltable de lo psíquico», el médico no puede replicar de otro modo que encogiéndose de hombros y tal vez, en caso de que su respeto por las manifestaciones de los filósofos sea todavía lo bastante grande, suponiendo que ellos no tratan el mismo objeto ni cultivan la misma ciencia. Es que basta una sola observación inteligente de la vida anímica de un neurótico, un único análisis de sueños, para imponerle la inconmovible convicción de que los procesos de pensamiento más complejos y correctos, a los que no puede rehusarse el nombre de procesos psíquicos, pueden ocurrir sin excitar la conciencia de la persona. (ver nota) Es cierto que el médico no tiene noticia de estos procesos inconcientes antes que ellos hayan ejercido sobre la conciencia un efecto susceptible de comunicación o de observación. Pero este efecto de conciencia puede mostrar un carácter psíquico por entero divergente del proceso inconciente, de suerte que la percepción interna no discierna en uno el sustituto del otro. El médico tiene que reservarse el derecho de avanzar, mediante un proceso de inferencia, desde el efecto conciente hasta el proceso psíquico inconciente; por este camino se entera de que el efecto conciente no es sino una repercusión psíquica remota del proceso inconciente, que, como tal, no ha devenido conciente; sabrá, no obstante, que ha existido y ha operado, aunque sin traslucirse de ningún modo para la conciencia.

Es preciso revertir la sobrestimación por la propiedad «conciencia»; es este un requisito indispensable para cualquier intelección correcta del origen de lo psíquico. Lo inconciente, según la expresión de Lipps [1897, págs. 146-7], tiene que suponerse como una base universal de la vida psíquica. Lo inconciente es el círculo más vasto, que incluye en sí al círculo más pequeño de lo conciente; todo lo conciente tiene una etapa previa inconciente, mientras que lo inconciente puede persistir en esa etapa y, no obstante, reclamar para sí el valor íntegro de una operación psíquica. Lo inconciente es lo psíquico verdaderamente real, nos es tan desconocido en su naturaleza interna como lo real del mundo exterior, y nos es dado por los datos de la conciencia de manera tan incompleta como lo es el mundo exterior por las indicaciones de nuestros órganos sensoriales.

Ahora que la vieja oposición entre vida conciente y vida onírica quedó desvalorizada con la intercalación de lo psíquico inconciente en el lugar que le corresponde, se eliminan una serie de problemas del sueño que hubieron de ocupar todavía en profundidad a autores anteriores. Así, muchas operaciones de cuyo cumplimiento en el sueño cabía admirarse ya no son más imputables al sueño, sino al pensamiento inconciente que también trabaja durante el día. Si, según Scherner [1861, págs. 114-51], el sueño parece jugar con una figuración simbolizante del cuerpo, ahora sabemos que esta es la operación de fantasías inconcientes que probablemente responden a mociones sexuales y que no se expresan sólo en el sueño, sino también en las fobias histéricas y en otros síntomas. Cuando el sueño prosigue y finiquita los trabajos del día y aun trae a la luz ocurrencias valiosas, no tenemos más que quitarle la vestidura onírica que es el producto del trabajo del sueño y la marca de la operación auxiliar de poderes oscuros provenientes de lo profundo del alma (cf. el diablo en el sueño de la sonata, de Tartini). Pero esa operación intelectual se debe a las mismas fuerzas del alma que cumplen durante el día todas las operaciones de esa índole. Incluso es probable que nos inclinemos en exceso a sobrestimar el carácter conciente de la producción intelectual y artística. Por las comunicaciones de hombres en extremo productivos, como Goethe y Helmholtz, llegamos a saber más bien que lo esencial y lo nuevo de sus creaciones les fue dado a la manera de ocurrencias y advino a su percepción casi listo. La cooperación de la actividad conciente nada tiene de sorprendente en otros casos en que todas las fuerzas del espíritu se convocaron en el empeño. Pero es privilegio de la actividad conciente, del que mucho se abusa, el poder ocultarnos todo lo demás siempre que ella participa.

No merece la pena exponer como un tema particular la importancia histórica de los sueños, Si un caudillo se resolvió tal vez, a causa de un sueño, a una osada empresa cuyo éxito provocó un cambio de alcances históricos, ello nos depara un nuevo problema sólo sí seguimos contraponiendo el sueño, como un poder ajeno, a otras fuerzas del alma que nos resultan más familiares, pero no si lo consideramos una forma de expresión de mociones sobre las cuales durante el día pesó una resistencia y que por la noche pudieron obtener un refuerzo de parte de fuentes de excitación situadas en lo profundo. (ver nota) Ahora bien, el respeto de que el sueño gozó en los pueblos antiguos es un homenaje, fundado en una intuición psicológica correcta, a lo indomeñado y a lo indestructible contenido en el alma del hombre, a lo demoníaco, eso que engendra el deseo onírico y eso que nosotros reencontramos en nuestro inconciente.

No sin deliberación digo en nuestro inconciente, pues lo que así llamamos no coincide con lo inconciente de los filósofos ni con lo inconciente según Lipps. En ellos está destinado a designar sólo lo opuesto a lo conciente; el conocimiento de que, además de los procesos concientes, hay otros procesos psíquicos que son inconcientes se impugna con ardor y se defiende con energía. En Lipps hallamos un enunciado que da un paso más, a saber, que todo lo psíquico ha existido como inconciente y, de eso, algo, después, lo ha hecho también como conciente. Pero no fue para probar este enunciado que adujimos los fenómenos del sueño y de la formación de síntomas histéricos; la sola observación de la vida diurna normal basta para establecerlo fuera de toda duda. Lo nuevo que nos enseña el análisis de las formaciones psicopatológicas y ya ;su primer eslabón, el sueño, consiste en que lo inconciente -por ende, lo psíquico- ocurre como función de dos sistemas separados y eso ya sucede dentro de la vida normal del alma. Lo inconciente existe por tanto de dos modos, que no hallamos todavía separados por los psicólogos. Uno y otro son inconcientes en el sentido de la psicología; pero en nuestra concepción, uno que llamamos Icc, es también insusceptible de conciencia, mientras que el otro, Prcc, recibió de nosotros ese nombre porque sus excitaciones -por cierto que obedeciendo también a ciertas reglas y quizá sólo después de superar una nueva censura, pero sin miramiento por el sistema Icc- pueden alcanzar la conciencia. El hecho de que las excitaciones, para poder llegar a la conciencia, tengan que recorrer una secuencia inmutable, un itinerario de instancias que pudimos vislumbrar a través de las alteraciones que les impone la censura, nos sirvió para proponer un símil tomado de lo espacial. Describimos las relaciones de los dos sistemas entre sí y con la conciencia diciendo que el sistema Prcc se sitúa como una pantalla {Schirm} entre el sistema Icc y la conciencia. El sistema Prcc no sólo bloquea el acceso a la conciencia, sino que preside el acceso a la motilidad voluntaria y dispone acerca del envío de una energía de investidura móvil, una parte de la cual nos es familiar como atención. (ver nota)

También de la distinción entre supraconciencia y subconciencia, predilecta de la bibliografía más reciente sobre las psiconeurosis, tenemos nosotros que mantenernos alejados, pues precisamente parece destacar la equiparación entre lo psíquico y lo conciente.

¿Qué papel resta en nuestro esquema a esa conciencia antaño todopoderosa y que todo lo recubría? Ningún otro que el de un órgano sensorial para la percepción de cualidades psíquicas. (ver nota) De acuerdo con las ideas básicas de nuestro ensayo esquemático, sólo podemos concebir esa percepción-conciencia {Bewusstseinswahrnebmung} como la operación propia de un sistema particular para el cual es recomendable la designación abreviada Cc. A este sistema lo imaginamos, en sus caracteres mecánicos, de manera parecida a los sistemas de percepción P; o sea, excitable por cualidades e incapaz de conservar la huella de las alteraciones, vale decir, carente de memoria. El aparato psíquico, que con el órgano sensorial de los sistemas P está vuelto hacia el mundo exterior, es él mismo mundo exterior para el órgano sensorial de la Cc, cuya justificación teleológica descansa en esta circunstancia. El principio del itinerario de instancias, que parece presidir el armazón del aparato, nos sale aquí al paso otra vez. El material de excitaciones afluye desde dos lados al órgano sensorial Cc: desde el sistema P, cuya excitación condicionada por cualidades probablemente atraviese por un nuevo procesamiento antes de convertirse en sensación conciente, y desde el interior del propio aparato, cuyos procesos cuantitativos son sentidos, toda vez que los alcanzan ciertas alteraciones, como serie de cualidades de placer y displacer.

Los filósofos que se percataron de que son posibles, sin colaboración de la conciencia, formaciones de pensamiento correctas y en extremo complejas se vieron en dificultades para asignar a esta una función; ella les pareció un reflejo superfluo del proceso psíquico consumado, La analogía de nuestro sistema Cc con los sistemas de la percepción nos saca de esta perplejidad. Vemos que la percepción por nuestros órganos sensoriales tiene la consecuencia de guiar una investidura de atención por los caminos a través de los cuales se propaga la excitación sensorial adviniente; la excitación cualitativa del sistema P sirve a la cantidad móvil dentro del aparato psíquico como regulador de su decurso. La misma función podemos pretender para el órgano sensorial, superpuesto, del sistema Cc. Cuando percibe cualidades nuevas presta una nueva contribución a la guía y a la distribución acorde a fines de las cantidades móviles de investidura. Por medio de la percepción de placer y displacer influye sobre la circulación de las investiduras en el interior del aparato psíquico, que por lo demás trabaja de manera inconciente y por desplazamientos de cantidad. Es probable que al comienzo el principio de displacer regule automáticamente los desplazamientos de la investidura; pero es muy posible que la conciencia de estas cualidades agregue una segunda regulación, más fina, que hasta puede contrariar a la primera y que perfecciona la capacidad de operación del aparato, por cuanto, en contra de su disposición originaria, lo habilita para someter a la investidura y a la elaboración también aquello que se enlaza con un desprendimiento de displacer. La psicología de las neurosis nos enseña que a estas regulaciones operadas por la excitación-cualidad de los órganos sensoriales les está reservado un importante papel en la actividad funcional del aparato. El imperio automático del principio primario de displacer (con la consecuente restricción de la capacidad de operación) es quebrantado por las regulaciones sensibles, a su vez otros tantos automatismos. Nos enteramos de que la represión, que, aunque originariamente adecuada a fines, desemboca en una renuncia dañina a la inhibición y al gobierno del alma, se consuma con facilidad mucho mayor en recuerdos que en percepciones, porque en los primeros necesariamente falta el aumento de investidura que es consecuencia de la excitación de los órganos sensoriales psíquicos. Si por una parte un pensamiento del que hay que defenderse no deviene conciente porque fue sometido a la represión, en otros casos puede ser reprimido sólo por el hecho de que en virtud de otras razones fue sustraído de la percepción-conciencia. De estas indicaciones se sirve la terapia para remover represiones consumadas.

Dentro de una concatenación teleológica, nada prueba mejor el valor de la sobreinvestidura producida por la influencia reguladora del órgano sensorial Cc sobre la cantidad móvil que la creación de una nueva serie de cualidades y, con ella, de una regulación nueva, que constituye el privilegio del ser humano frente a los animales. En efecto, los procesos de pensamiento carecen de cualidad, salvo las excitaciones de placer y displacer que los acompañan, que deben mantenerse refrenadas como perturbación posible del pensar. Para prestarles una cualidad son asociados, en el ser humano, con recuerdos de palabra, cuyos restos de cualidad bastan para atraer sobre sí la atención de la conciencia y para volcar sobre el pensar, desde esta, una nueva investidura móvil.

La multiplicidad de los problemas que suscita la conciencia no puede abarcarse sino descomponiendo los procesos de pensamiento de la histeria. Se tiene entonces la impresión de que también el paso del preconciente a la investidura conciente se conecta con una censura parecida a la situada entre Icc y Prcc. (ver nota) También esta censura sólo entra en funciones por encima de cierto límite cuantitativo, de suerte que se le escapan pensamientos de poca intensidad. Todos los casos posibles de apartamiento de la conciencia, así como de irrupción en ella bajo ciertas restricciones, se hallan reunidos en el marco de los fenómenos psiconeuróticos; todos ellos apuntan a la íntima y bilateral concatenación entre censura y conciencia. Quiero cerrar estas elucidaciones psicológicas comunicando dos de esos casos.

El año pasado fui llamado a consulta, y me vi frente a una muchacha que lucía inteligente y desprejuiciada. Su compostura es extraña; la mujer suele cuidar de sus vestidos hasta la última arruga, mientras que ella lleva una media colgando y dos botones de la blusa desprendidos. Se queja de dolores en una pierna y sin que se lo pidan descubre una pantorrilla. Pero :su principal queja es esta, textualmente: tiene una sensación en el cuerpo como si hubiera algo metido ahí que se mueve para acá y para allá y la hace estremecerse toda. Muchas veces eso le pone tieso todo el cuerpo. Mí colega, allí presente, me mira entonces; no halla dificultad alguna en comprender el significado de su queja. A los dos nos parece asombroso que la madre de la enferma no lo advierta; ya repetidas veces tiene que haberse encontrado en la situación que su hija describe. La muchacha misma ni sospecha el alcance de sus dichos, pues de lo contrario no los hubiera pronunciado. Aquí se ha logrado cegar a la censura de tal suerte que una fantasía que en otro caso permanecería en el preconciente es admitida en la conciencia como algo inocente, bajo la máscara de una queja.

Otro ejemplo: Inicio un tratamiento psicoanalítico con un muchacho de catorce años que sufre de un tic convulsif, vómitos histéricos, dolores de cabeza, etc., y le aseguro que cerrando los ojos verá imágenes o tendrá ocurrencias que él debe comunicarme. Responde en imágenes. Revive visualmente en su recuerdo la última impresión que tuvo antes de acudir a mi consultorio. Había jugado a las damas con su tío y ahora ve el tablero frente a sí. Considera diversas posiciones favorables o desfavorables, movidas que no están permitidas. Después ve sobre el tablero una navaja, objeto que su padre posee pero que su fantasía sitúa en el tablero. Luego hay puesta una hoz sobre el tablero, más adelante se agrega una guadaña, y ahora viene la imagen de un viejo campesino que corta con la guadaña el pasto que crece frente a la casa, frente al hogar distante. Pasados unos días pude comprender esta sucesión de imágenes. Relaciones familiares desdichadas han irritado al muchacho. Un padre duro, de mal genio, que vivía en querella con la madre y cuyo recurso pedagógico eran las amenazas; la separación del padre respecto de esa madre blanda y tierna; el nuevo matrimonio de él, quien un día trajo a la casa a una mujer joven presentándola como la nueva mamá. A poco de ello estalló la enfermedad de este muchacho de catorce años. Es la sofocada furia contra el padre la que compuso aquellas imágenes en alusiones inteligibles. Una reminiscencia de la mitología proporcionó el material. La hoz es aquella con que Zeus castró al padre; la guadaña y la imagen del campesino pintan a Cronos, el viejo violento que devoraba a sus hijos y del que Zeus se vengó de manera tan poco filial. El casamiento del padre era una ocasión para devolverle los reproches y amenazas que el niño antes tuvo que oír de él por jugar con sus genitales (el juego de damas, los movimientos prohibidos, la navaja con la que se puede matar). Aquí son recuerdos largo tiempo reprimidos y sus retoños que han permanecido inconcientes los que se cuelan en la conciencia como imágenes sin sentido aparente por el rodeo que se les ha abierto.

Yo buscaría, por eso, el valor teórico del estudio del sueño en las contribuciones que puede hacer al conocimiento psicológico y en la preparación que puede darnos para comprender las psiconeurosis. ¿Quién es capaz de vislumbrar la altura a que puede elevarse todavía un conocimiento a fondo de la construcción y de las operaciones del aparato anímico, si ya el estado actual de nuestro saber permite una feliz corrección terapéutica de las formas de psiconeurosis en sí curables? ¿Cuál es el valor práctico de ese estudio, se me dirá, para el conocimiento del alma, el descubrimiento de las propiedades ocultas del carácter de los individuos? ¿Acaso las mociones inconcientes que el sueño pone de manifiesto no poseen el valor de reales poderes dentro de la vida anímica? ¿Y es de tenerse en poco el significado ético de los deseos sofocados, que, así como crean sueños, pueden engendrar mañana otra cosa?

No me siento autorizado para responder a estas preguntas. Mis pensamientos no han perseguido este aspecto de los problemas del sueño. Opino, simplemente, que se equivocaba el emperador romano que hizo ejecutar a uno de sus súbditos porque este había soñado que le daba muerte. Primero habría debido preocuparse por buscar el significado de este sueño; muy probablemente, no era el que parecía. Y aun si un sueño de texto diferente tuviera ese significado {esa intencionalidad} de lesa majestad, cabría atender todavía al dicho de Platón, a saber, que el virtuoso se contenta con soñar lo que el malvado hace realmente. Opino, pues, que lo mejor es dejar en libertad a los sueños. Yo no sé si a los deseos inconcientes hay que reconocerles realidad; a todos los pensamientos intermedios y de transición, desde luego, hay que negársela. Y si ya estamos frente a los deseos inconcientes en su expresión última y más verdadera, es preciso aclarar que la realidad psíquica es una forma particular de existencia que no debe confundirse con la realidad material. No parece entonces justificado que los hombres se muestren renuentes a tomar sobre sí la responsabilidad por el carácter inmoral de sus sueños. La apreciación del modo de funcionamiento del aparato anímico y la intelección del vínculo entre conciente e inconciente disipa, las más de las veces, lo que nos choca, en el aspecto ético, de nuestra vida onírica y de la fantasía. «Eso que el sueño nos ha hecho notorio en materia de relaciones con el presente (realidad) queremos después rebuscarlo también en la conciencia, y no tenemos derecho a asombrarnos si lo enorme que vimos bajo la lente de aumento del análisis lo reencontramos después como un infusorio microscópico» (H. Sachs [1912, pág. 569]).

Para la necesidad práctica de juzgar el carácter del hombre, casi siempre bastan las obras y el credo expresado concientemente. Las obras, sobre todo, merecen ser situadas en la primera línea, pues muchos impulsos que han irrumpido hasta la conciencia son cancelados aún por poderes reales de la vida anímica antes de desembocar en las obras; e incluso muchas veces no tropiezan en su camino con ningún obstáculo psíquico porque el inconciente está seguro de que serán detenidos en otro lugar. Y en todo caso será instructivo tomar conocimiento del tan hozado suelo sobre el que se levantan, orgullosas, nuestras virtudes. La complicación de un carácter humano, dinámicamente movida en todas las direcciones, rarísima vez admite despacharse con una simple alternativa, como querría nuestra añeja doctrina moral. (ver nota)

¿Y el valor del sueño para el conocimiento del futuro? Ni pensar en ello, naturalmente. (ver nota) Podríamos remplazarlo por esto otro: para el conocimiento del pasado. Pues del pasado brota el sueño en todo sentido. Aunque tampoco la vieja creencia de que el sueño nos enseña el futuro deja de tener algún contenido de verdad. En la medida en que el sueño nos presenta un deseo como cumplido; nos traslada indudablemente al futuro; pero este futuro que al soñante le parece presente es creado a imagen y semejanza de aquel pasado por el deseo indestructible.

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