jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1916) La fijación al trauma. Lo inconsciente. Lección XVII. En "Leciones introductorias al psicoanálisis"

Lección XVIII. La fijación al trauma. Lo inconsciente


Señoras y señores:


En mi pasada conferencia os anuncié que para continuar la labor que aquí venimos desarrollando no tomaríamos ya como punto de partida nuestras dudas y vacilaciones, sino los resultados positivos obtenidos. Comenzaremos, pues, por examinar dos interesantísimas conclusiones que se deducen de los dos análisis antes expuestos.

Primera. Las dos pacientes nos producen la impresión de hallarse, por decirlo así, fijadas a un determinado fragmento de su pasado, siéndoles imposible desligarse de él y mostrándose, por tanto, ajenas al presente y al porvenir. Se han sumido en la enfermedad como antes se sumergían en el claustro aquellas personas que no se sentían con fuerzas para afrontar una vida desgraciada o difícil. Nuestra primera enferma vio destrozada su vida por la no consumación de su matrimonio, y expresa en sus síntomas tanto sus agravios contra su marido como aquellos sentimientos que la impulsan a disculparle, rehabilitarle y lamentar su pérdida. Aunque joven y deseable, recurre a toda clase de precauciones reales e imaginarias (mágicas) para conservarle su fidelidad. Rehúsa todo trato social, descuida su tocado, experimenta dificultad para levantarse del sillón en que se halla sentada, vacila cuando tiene que firmar con su nombre de soltera y es incapaz de hacer regalo ninguno a nadie, bajo el pretexto de que nadie debe recibir nada de ella.

En nuestra segunda paciente -la joven del ceremonial-, el factor que hubo de actuar sobre su existencia, desviándola del curso normal, fue una inclinación erótica hacia su padre, surgida en ella antes de la pubertad. De su estado patológico ha deducido la conclusión de que no puede casarse mientras no se cure, pero creemos más que justificada la sospecha de que, por lo contrario, es para no casarse y poder permanecer junto a su padre por lo que ha enfermado. No siendo esta extraña y desventajosa actitud de nuestras dos pacientes ante la vida un particularísimo rasgo personal, sino un carácter general y de gran trascendencia práctica de la neurosis, habremos de preguntarnos cómo, por qué caminos y en virtud de qué motivos llegan los enfermos a adoptarla. La primera enferma histérica que Breuer trató se hallaba igualmente fijada a la época durante la cual hubo de asistir a su padre en la enfermedad que le llevó al sepulcro. Después, y a pesar de la curación de su histeria, renunció, hasta cierto punto, a la existencia, pues no obstante haber recobrado la salud y el ejercicio regular de todas sus funciones se sustrajo al destino normal de la mujer. El análisis de todos y cada uno de estos casos nos demuestra que los enfermos han retrocedido, con sus síntomas y las consecuencias que de los mismos se derivan, a un período de su vida pretérita, eligiendo casi siempre una fase muy precoz de la misma, su primera infancia, y a veces, aunque parezca ridículo, el período en el que aún eran niños de pecho.

Las neurosis traumáticas, de las que tantos casos hemos observado durante la pasada guerra, presentan una cierta analogía con los casos de que aquí venimos ocupándonos: estas neurosis, que también se dan en tiempos de paz, como consecuencia de catástrofes ferroviarias u otros accidentes cualesquiera que hayan puesto en peligro la vida del sujeto, no pueden, en el fondo, asimilarse a las neurosis espontáneas, objeto habitual de la investigación y la terapia analítica, y por razones que espero poder exponeros algún día, no nos ha sido todavía posible someterlas a nuestros puntos de vista. Pero existe, sin embargo, un extremo en el que coinciden ambos géneros de neurosis, pues en las traumáticas hallamos como base de la enfermedad una fijación del sujeto al accidente sufrido. Los pacientes reproducen regularmente en sus sueños la situación traumática, y en aquellos casos que se presentan acompañados de accesos histeriformes, susceptibles de análisis, puede comprobarse que cada acceso corresponde a un retorno total del sujeto a dicha situación. Diríase que para el enfermo no ha pasado aún en el momento del trauma, y que sigue siempre considerándolo como presente, circunstancia que merece todo nuestro interés, pues nos muestra el camino hacia una teoría, que pudiéramos calificar de económica, de los procesos psíquicos. En realidad, ya el término «traumático» no posee sino un tal sentido económico, pues lo utilizamos para designar aquellos sucesos que, aportando a la vida psíquica, en brevísimos instantes, un enorme incremento de energía, hacen imposible la supresión o asimilación de la misma por los medios normales y provocan de este modo duraderas perturbaciones del aprovechamiento de la energía.

La semejanza descubierta entre ambas dolencias neuróticas nos induce a considerar también como traumáticos los sucesos a los que nuestros enfermos de neurosis espontánea parecen haber quedado fijados. Obtenemos así una etiología extraordinariamente sencilla para esta neurosis, pues podremos asimilarla a una enfermedad traumática y explicar su patogénesis por la incapacidad del paciente para reaccionar normalmente a un suceso psíquico de un carácter afectivo muy pronunciado. Es este el mismo punto de vista que en 1893-95 expusimos Breuer y yo en la fórmula que encerraba los resultados de nuestras nuevas observaciones. A él se adapta perfectamente el primero de los casos analizados en el capítulo anterior, o sea el de la joven enferma separada de su marido. No habiendo cicatrizado en ella la herida moral que le infirió la no consumación de su matrimonio, permanece como suspensa del trauma experimentado. Pero ya en nuestro segundo ejemplo -el de la muchacha eróticamente fijada a su padre -hallamos que nuestra fórmula no es lo suficientemente comprensiva. El enamoramiento infantil de una niña por su padre es un sentimiento tan corriente y tan generalmente dominado, que el calificativo de «traumático» correría, si lo aplicásemos a este caso, el peligro de perder toda significación. Además, el historial de esta enferma nos muestra que su primera fijación erótica transcurrió sin daño alguno hasta parecer extinguida y sólo muchos años después volvió a surgir, manifestándose en los síntomas de la neurosis obsesiva. Advertimos, pues, en este caso un más amplio contenido de condiciones patógenas y una mayor complicación, pero creemos también que nada habremos de hallar en él que pueda invalidar el punto de vista traumático.

Creo conveniente abandonar aquí el camino por el que con las anteriores consideraciones nos hemos internado, y que por el momento no nos lleva a conclusión alguna. Para poder continuar por él habremos de ampliar previamente nuestros conocimientos. Mientras tanto, me limitaré a indicaros que la fijación a una fase determinada del pasado traspasa los límites de la neurosis. Toda neurosis comporta una fijación de este género, pero no toda fijación conduce necesariamente a la neurosis, se confunde con ella o se introduce en su curso. En la tristeza, que trae consigo un total desligamiento del presente y del porvenir, hallamos un manifiesto ejemplo de una tal fijación afectiva del pasado. Pero incluso los menos versados en estas cuestiones advierten una clarísima diferencia entre la tristeza y la neurosis. En cambio, existen ciertas neurosis que pueden ser consideradas como una forma patológica de la tristeza. Nos sucede también a veces hallar individuos que a consecuencia de un suceso traumático que ha conmovido lo que hasta el momento constituía la base misma de su vida caen en un profundo abatimiento y llegan a renunciar a todo interés por el presente y el futuro, quedando fijadas al pasado todas sus facultades anímicas. Pero no por ello puede decirse que estos desgraciados sean neuróticos. Vemos, pues, que no debemos conceder un exagerado valor a este carácter de la neurosis, cualesquiera que sean sus efectos y la regularidad con que se manifieste.

Pasemos ahora a examinar el segundo resultado de nuestros análisis. A propósito de nuestra primera enferma, hicimos observar cuán desprovisto de sentido se hallaba el acto obsesivo que llevaba a cabo y cuáles eran los recuerdos íntimos de su vida que con él enlazaba. A continuación investigamos las relaciones que podrían existir entre este acto y dichos recuerdos, y descubrimos la intención del primero guiándonos por la naturaleza de los segundos. Pero al llegar a este punto de nuestra labor, pasamos por alto un detalle que merece toda nuestra atención. Mientras la enferma estuvo repitiendo su acto obsesivo, no sabía que al realizarlo se refería a un suceso de su vida. No siéndole conocido el lazo existente entre el acto y dicho suceso, decía verdad al afirmar que ignoraba los móviles que la impulsaban a obrar. Mas un día, bajo la influencia del tratamiento, tuvo la revelación de dicho enlace y pudo comunicárnoslo, aunque ignorando todavía la intención al servicio de la cual realizaba su acto obsesivo y que no era otra sino la de corregir un penoso suceso pretérito y rehabilitar a su marido, al que seguía amando. Sólo después de una larga y penosa labor llegó a comprender que tal intención podía ser la única causa determinante de su acto obsesivo.

De la relación con la escena que siguió a la desdichada noche de bodas y de móviles de la enferma, inspirados en su cariño conyugal, es de lo que dedujimos aquello que hemos convenido en considerar como el «sentido» del acto obsesivo. Pero mientras ejecutaba éste, tal sentido le era desconocido, tanto en lo referente al origen del acto como en lo concerniente a su fin. Resulta, pues, que actuaban en ella procesos psíquicos de los que el acto obsesivo era un producto. Este producto era percibido normalmente por la enferma, pero ninguna de las condiciones psíquicas previas del mismo llegaba a su conocimiento consciente. Comportábase, pues, exactamente como aquel hipnotizado al que Bernheim ordenó abrir un paraguas en la clínica cinco minutos después de despertar, y que una vez despierto ejecutó esta orden sin poder explicar los motivos de su acto. A este género de situaciones es al que nos referimos cuando hablamos de procesos psíquicos inconscientes, y creemos poder afirmar rotundamente que no es posible definirlas de una manera científica más correcta. Si alguien lo logra, renunciaremos voluntariamente a la hipótesis de los procesos psíquicos inconscientes, pero de aquí a entonces habremos de mantenerla y acogeremos con un resignado encogimiento de hombros la objeción de que lo inconsciente carece de toda realidad científica, no siendo sino un concepto auxiliar o une façon de parler, objeción inconcebible en el caso que nos ocupa, puesto que este inconsciente, cuya realidad se quiere negar, produce efectos de una realidad tan palpable y evidente como el acto obsesivo.

En el caso de nuestra segunda paciente, la situación es, en el fondo, idéntica. La sujeto creó un principio según el cual no debía la almohada tocar a la cabecera del lecho, y obedece a este principio sin conocer su origen y sin saber lo que significa ni tampoco a qué fuentes debe su poder. El enfermo puede no dar importancia a tales principios o puede también rebelarse, indignado, contra ellos y proponerse desobedecerlos; todo ello no posee la menor importancia desde el punto de vista de la ejecución del acto obsesivo. Se siente impulsado a obedecer, y es inútil que se pregunte por qué. En estos síntomas de la neurosis obsesiva, representaciones e impulsos que surgen de no se sabe dónde, mostrándose refractarios a todas las influencias de la vida normal y siendo considerados por el enfermo mismo como energías omnipotentes llegadas de un modo extraño o como espíritus inmortales que vienen a mezclarse al tumulto de la vida humana, hemos de reconocer desde luego un clarísimo indicio de la existencia de un particular sector de la vida anímica aislado de todo el resto de la misma. Tales síntomas y representaciones nos conducen infaliblemente a la convicción de la existencia de lo inconsciente psíquico, y ésta es la razón de que la psiquiatría clínica, que no conoce sino una psicología de lo consciente, no sepa salir del apuro sino declarando que dichas manifestaciones no son otra cosa que productos de degeneración.

Claro es que las representaciones y los impulsos obsesivos no son inconscientes por sí mismos, siendo objeto, como la realización de los actos obsesivos, de la percepción consciente. Para llegar a constituirse en síntomas han necesitado antes penetrar hasta la conciencia, pero las condiciones psíquicas previas a las cuales se hallan sometidos, así como los conjuntos en los que nuestra interpretación nos permite ordenarlos si son inconscientes, por lo menos hasta el momento en que las hacemos llegar a la conciencia del enfermo por medio de nuestra labor de análisis.

Si a todo esto agregamos que el estado de cosas comprobado en nuestros dos análisis se repite en la sintomatología de todas las afecciones neuróticas, que los enfermos ignoran siempre y sin excepción alguna el sentido de sus síntomas, y que el análisis revela, en todo caso, que tales síntomas son producto de procesos inconscientes, los cuales pueden, sin embargo, ser hechos conscientes en determinadas y muy diversas condiciones favorables, comprenderéis sin esfuerzo que el psicoanálisis no puede prescindir de la hipótesis de lo inconsciente y que nos hayamos acostumbrados a manejar este elemento como algo perfectamente concreto. Comprenderéis también cuán poco competentes son en estas cuestiones todos aquellos que no conocen lo inconsciente sino a título de noción y no han practicado nunca análisis ni interpretado jamás un sueño o buscado el sentido y la interpretación de síntomas neuróticos. Digámoslo una vez más: la sola posibilidad de atribuir, mediante la interpretación analítica, un sentido a los síntomas neuróticos, constituye ya una prueba irrefutable de la existencia de procesos psíquicos inconscientes o, si lo preferís, de la necesidad de admitir la existencia de estos procesos.

Pero no es esto todo. Otro descubrimiento de Breuer, más importante aún, a mi juicio, que el primero, y realizado sin colaboración ajena, amplía considerablemente nuestro conocimiento de las relaciones existentes entre lo inconsciente y los síntomas neuróticos. El sentido de los síntomas es, desde luego, inconsciente, pero, además, existe, entre esta inconsciencia y la aparición o persistencia de los síntomas una relación de exclusión recíproca. Vais a comprender en seguida lo que esto significa. De conformidad con las teorías de Breuer, afirmo, a mi vez, lo siguiente: siempre que nos hallamos en presencia de un síntoma, debemos deducir la existencia en el enfermo de procesos inconscientes que contienen precisamente el sentido de dicho síntoma. Y al contrario. Es necesario que tal sentido sea inconsciente para que el síntoma se produzca. Los procesos conscientes no engendran síntomas neuróticos; pero, además, en el momento mismo en que procesos inconscientes se hacen conscientes, desaparecen los síntomas. Hallamos, pues aquí, un nuevo procedimiento terapéutico, o sea un medio de lograr la desaparición de los síntomas. El mismo Breuer obtuvo de este modo la curación del caso de histeria a que antes nos hemos referido y fijó la técnica por medio de la cual se conseguía atraer a la conciencia del enfermo los procesos inconscientes que contenían el sentido de sus síntomas y provocar, por tanto, la desaparición de estos últimos.

Este descubrimiento de Breuer no fue resultado de una especulación lógica, sino de una afortunada observación directa favorecida por la colaboración de la enferma misma. En lugar de intentar comprenderlo, relacionándolo con algo ya conocido, os aconsejo que lo aceptéis como un hecho fundamental que trae consigo la explicación de otros muchos. Por tanto, habréis de permitirme que os facilite su inteligencia exponiéndolo en otra forma distinta. El síntoma se forma como sustitución de algo que no ha conseguido manifestarse al exterior. Ciertos procesos psíquicos que hubieran debido desarrollarse normalmente hasta llegar a la conciencia, han visto interrumpido o perturbado su curso por una causa cualquiera, y obligados a permanecer inconscientes, han dado, en cambio, origen al síntoma. Existe, pues, una especie de permuta que la terapia de los síntomas neuróticos habrá de deshacer. El descubrimiento de Breuer constituye aún hoy en día la base del tratamiento psicoanalítico. El principio de que los síntomas desaparecen en cuanto sus previas condiciones inconscientes son atraídas a la conciencia del sujeto ha sido confirmado por todas las investigaciones ulteriores, a pesar de las singularísimas e inesperadas complicaciones con las que tropezarnos al querer llevar a cabo su aplicación práctica. La eficacia de nuestra terapia no va más allá de la medida en la que le es posible transformar lo inconsciente en consciente.

Permitidme aquí una breve digresión encaminada a poneros en guardia contra la aparente facilidad de esta labor terapéutica. Por lo que hemos expuesto pudiera creerse que la neurosis no es sino la consecuencia de una especie de ignorancia de ciertos procesos psíquicos que debían ser conocidos por el sujeto, definición que se aproximaría mucho a la teoría socrática según la cual el vicio mismo es un efecto de la ignorancia. Ahora bien: un médico acostumbrado a practicar análisis no hallará, generalmente, dificultad ninguna para descubrir los procesos psíquicos de los que un enfermo no tiene conciencia, y siendo así, debería poder restablecer sin esfuerzo a su paciente, desvaneciendo su ignorancia por la comunicación de lo que a él le ha sido posible descubrir. Por lo menos la parte relativa al sentido inconsciente de los síntomas quedaría fácilmente resuelta de este modo, pues claro es que sobre la parte restante, o sea sobre las relaciones entre los síntomas y los sucesos vividos, no puede el médico proporcionar grandes aclaraciones, dado que no conoce dichos sucesos y tiene que esperar que el enfermo los recuerde y le hable de ellos. Pero incluso sobre este punto es posible obtener, en ciertos casos, las informaciones deseadas por un camino indirecto interrogando a los familiares del enfermo, los cuales, hallándose al corriente de la vida del mismo, podrán muchas veces indicar aquellos sucesos que sobre ella han podido actuar a modo de traumas y referirse incluso a acontecimientos que el enfermo ignora por haberse producido en una época muy temprana de su vida. Combinando estos dos procedimientos debería, pues, alcanzarse, en poco tiempo y con un mínimo de esfuerzo, el resultado apetecido, o sea el de atraer a la conciencia del enfermo sus procesos psíquicos inconscientes.

Desgraciadamente, la realidad práctica es muy distinta y nos muestra que puede haber géneros muy diversos de conocimiento y que no todos poseen un mismo valor psicológico. 'Hay fagots y fagots', como decía Molire. El conocimiento del médico no es el mismo que el del enfermo y no puede tener iguales efectos. Cuando el médico comunica al paciente sus descubrimientos no obtiene resultado positivo ninguno, o mejor dicho, el único resultado que obtiene consiste no en suprimir los síntomas, sino en iniciar el análisis, cuyos primeros datos son proporcionados a veces por las contradicciones y negativas del paciente. Este sabe ya algo que hasta el momento ignoraba, o sea que sus síntomas poseen un sentido, pero su conocimiento de dicho sentido continúa siendo tan absolutamente nulo como antes. Vemos, por tanto, que existen varios géneros de ignorancia, mas para determinar en qué consisten tales diferencias será necesario esperar a que nuestros conocimientos psicológicos alcancen una mayor profundidad. De todos modos, nuestra afirmación de que los síntomas desaparecen en cuanto su sentido se hace consciente, no por ello resulta menos verdadera. Lo que sucede es que el conocimiento de dicho sentido debe hallarse basado en una transformación interna del enfermo, transformación que sólo mediante una labor psíquica continuada y orientada hacia un fin determinado puede llegar a conseguirse. Nos hallamos aquí en presencia de problema que concretaremos dentro de poco en una dinámica de la formación de síntoma.

Quisiera saber si esto no os parece demasiado oscuro y complicado y si no os desoriento y confundo al reiterar con tanta frecuencia aquello mismo que acabo de exponer, rodear cada afirmación de toda clase de limitaciones y abandonar un camino a poco de iniciado. Sentiría que fuese así, pero no gusto de simplificar a expensas de la verdad y no veo inconveniente alguno en que os deis cuenta de que la materia aquí tratada presenta múltiples facetas y una extrema complicación. Pienso, además, que no hay mal ninguno en exponeros sobre cada punto concreto más de lo que por el momento puede seros útil, pues sé muy bien que cada oyente o lector somete a una orientación en su pensamiento a aquello que le es comunicado y abrevia la exposición simplificándola y seleccionando lo que le parece digno de conservar en su memoria. De este modo resulta innegable que hasta una cierta medida, cuanto más cosas se exponen, más queda en los oyentes. Espero, por tanto, que no obstante todos los accesorios con que he creído deber sobrecargar mi exposición, habréis conseguido formaros una clara idea de la parte esencial de la misma, esto es, de lo relativo al sentido de los síntomas, a lo inconsciente y a las relaciones existentes entre tales elementos. Y habréis comprendido también que nuestros esfuerzos ulteriores tenderán a dos fines distintos: averiguar cómo los hombres enfermos contraen neurosis que a veces duran toda la vida, cuestión que constituye un problema clínico, e investigar, en segundo lugar, cómo los síntomas patológicos se desarrollan partiendo de las condiciones de la neurosis, cuestión que constituye un problema de dinámica psíquica. Debe, además, de existir un punto en el que estos dos problemas se encuentren.

No quisiera avanzar más por hoy, pero como aún nos queda algún tiempo aprovechable, lo utilizaré para atraer vuestra atención sobre otro carácter de nuestros dos análisis, del que más adelante habremos de ocuparnos con todo detenimiento. Me refiero a las lagunas de la memoria o amnesias. Ya os hice observar que la actuación del tratamiento psicoanalítico podría resumirse en la siguiente fórmula: transformar en consciente todo lo inconsciente patogénico. Pero quizá os extrañe averiguar que esta fórmula puede ser reemplazada por esta otra: llenar todas las lagunas de la memoria de los enfermos, o sea suprimir sus amnesias. Siendo equivalentes los contenidos de estas fórmulas, habremos de deducir que las amnesias de los neuróticos se hallan íntimamente relacionadas con la producción de sus síntomas. Sin embargo, recordando nuestro primer análisis, me observaréis que nada hay en él que justifique tal afirmación. La enferma, lejos de haber olvidado la escena a la que se enlaza su acto obsesivo, guarda de ella el más vivo recuerdo, y en la génesis de su síntoma no encontramos tampoco olvido ninguno.

Menos precisa, pero totalmente análoga, es la situación psíquica de nuestra segunda enferma, la joven del ceremonial obsesivo. También ella recuerda claramente, aunque con cierta vacilación y muy a disgusto, su conducta anterior cuando insistía para que la puerta que separaba su alcoba de la de sus padres permaneciese abierta toda la noche o para que su madre le cediese su sitio en el lecho conyugal. Lo único que pudiera parecernos singular es que la primera enferma, a pesar de haber llevado a cabo su acto obsesivo un número incalculable de veces, no haya tenido jamás la menor idea de las relaciones del mismo con el suceso acaecido la noche de bodas y que el recuerdo de este suceso no haya surgido en ella ni aun en el momento en que por un interrogatorio directo se la invitaba a buscar los motivos de dicho acto. Lo mismo podemos decir de la muchacha, la cual relaciona, además, su ceremonial y las circunstancias que lo provocaron con una misma situación reproducida cada noche. En ninguno de estos casos se trata de una amnesia propiamente dicha, o sea de una pérdida de recuerdos, pero sí existe la ruptura de una conexión que debería traer consigo la reproducción del suceso, o sea su reaparición en la memoria.

Una tal perturbación de esta facultad resulta suficiente en la neurosis obsesiva. En cambio, la histeria se caracteriza, la mayor parte de las veces, por amnesias de gran amplitud. El análisis de los síntomas histéricos revela, sin excepción alguna, toda una serie de impresiones de la vida pretérita que el enfermo confirma haber olvidado hasta el momento. Esta serie de impresiones olvidadas se extiende, por un lado, hasta los primeros años de la vida, de modo que la amnesia histérica puede ser considerada como una continuación directa de la amnesia infantil, que oculta, incluso a los sujetos más normales, las primeras fases de su vida anímica. Pero, además, averiguamos con asombro que también los sucesos más recientes de la vida de los enfermos pueden sucumbir al olvido, y especialmente aquellos que han favorecido la iniciación de la enfermedad o la han intensificado. Con gran frecuencia desaparecen del recuerdo de tales sucesos recientes importantísimos detalles, o son éstos sustituidos por falsos recuerdos. También suele suceder casi siempre que, próximo ya el término del análisis, comiencen a surgir recuerdos de sucesos recentísimos, cuya retención había dejado grandes lagunas en el contexto total.

Estas perturbaciones de la memoria son, como ya hemos dicho, características de la histeria, enfermedades que presenta también, a título de síntomas, estados (crisis de histerismo) que no deja generalmente huella ninguna en la memoria. Nada de esto puede, en cambio, observarse en la neurosis obsesiva, y, por tanto, habremos de deducir que tales amnesias constituyen un carácter psicológico de la alteración histérica y no un rasgo común a todas las neurosis. Pero esta diferencia pierde parte del valor que pudiéramos atribuirle ante la consideración siguiente: al hablar del «sentido» de un síntoma nos referimos tanto a su procedencia (¿de dónde?) como a su fin (¿a dónde?) u objeto (¿para qué?); esto es, tanto a las impresiones y sucesos a que debe su origen como a la intención a cuyo servicio se ha colocado. El origen de un síntoma (¿de dónde?) se reduce de este modo a impresiones procedentes del exterior, que han sido necesariamente conscientes, en un momento dado, pero que han devenido luego inconscientes a consecuencia del olvido en que hubieron de caer. El fin del síntoma, o sea su tendencia (¿a dónde?), es, por lo contrario, en todos los casos, un proceso endopsíquico que ha podido ser consciente alguna vez, pero que puede también haber permanecido oculto siempre en lo inconsciente. Carece, por tanto, de importancia el que la amnesia pueda recaer también sobre los orígenes del síntoma, esto es, sobre los sucesos en los que el mismo se basa, pues los factores que determinan la dependencia del síntoma con relación a lo inconsciente son exclusivamente su fin y su tendencia, factores que desde un principio han podido ser inconscientes.

Esta importancia que a lo inconsciente concedemos en la vida psíquica del hombre ha sido lo que ha hecho surgir contra el psicoanálisis las más encarnizadas críticas. Mas no creáis que esta resistencia que se opone a nuestras teorías en este punto concreto es debida a la dificultad de concebir lo inconsciente o la relativa insuficiencia de nuestros conocimientos sobre este sector de la vida anímica. A mi juicio, procede de causas más profundas. En el transcurso de los siglos han infligido la ciencia a la naïve autoestima de los hombres dos graves mortificaciones. La primera fue cuando mostró que la Tierra, lejos de ser el centro del Universo, no constituía sino una parte insignificante del sistema cósmico, cuya magnitud apenas podemos representarnos. Este primer descubrimiento se enlaza para nosotros al nombre de Copérnico, aunque la ciencia alejandrina anunció ya antes algo muy semejante. La segunda mortificación fue infligida a la Humanidad por la investigación biológica, la cual ha reducido a su más mínima expresión las pretensiones del hombre a un puesto privilegiado en el orden de la creación, estableciendo su ascendencia zoológica y demostrando la indestructibilidad de su naturaleza animal.

Esta última transmutación de valores ha sido llevada a cabo en nuestros días bajo la influencia de los trabajos de Carlos Darwin, Wallace y sus predecesores, y a pesar de la encarnizada oposición de la opinión contemporánea. Pero todavía espera a la megalomanía humana una tercera y más grave mortificación cuando la investigación psicológica moderna consiga totalmente su propósito de demostrar al yo que ni siquiera es dueño y señor en su propia casa, sino que se halla reducido a contentarse con escasas y fragmentarias informaciones sobre lo que sucede fuera de su conciencia en su vida psíquica. Los psicoanalistas no son ni los primeros ni los únicos que han lanzado esta llamada a la modestia y al recogimiento, pero es a ellos a los que parece corresponder la misión de defender este punto de vista con mayor ardor, y aducir en su apoyo un rico material probatorio, fruto de la experiencia directa y al alcance de todo el mundo. De aquí la resistencia general que se alza contra nuestra disciplina y el olvido de todas las reglas de la cortesía académica, de la lógica y de la imparcialidad en el que caen nuestros adversarios. Mas a pesar de todo esto, aún nos hemos visto obligados, como no tardaréis en saber, a perturbar todavía más y en una forma distinta la tranquilidad del mundo.

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