jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1917) Lección XXVIII. La terapia analítica

Lección XXVIII. La terapia analítica


Señoras y señores: Sabéis ya cuál es la materia que hoy vamos a tratar. Me habéis preguntado, en efecto, cómo, reconociendo que nuestra influencia reposaba esencialmente sobre la transferencia; esto es, sobre la sugestión, no nos servíamos directamente de esta última en nuestra terapia analítica, y habéis afirmado, además, que la capital importancia asignada a la sugestión no puede por menos de haceros dudar de la objetividad de nuestros descubrimientos psicológicos. A todo esto he prometido contestaros detalladamente. La sugestión directa es aquella que se encamina contra la manifestación de los síntomas y constituye un combate entre nuestra autoridad y las razones del estado patológico. Recurriendo a ella, prescindimos en absoluto de tales razones y no exigimos del enfermo sino que cese de manifestarlas por medio de síntomas. Poco importa entonces que sumamos o no al paciente en la hipnosis. Con su habitual perspicacia observó ya Bernheim que la sugestión constituye la esencia de los fenómenos del hipnotismo, no siendo la hipnosis sino un efecto de la misma, o sea un estado sugerido.

Fundándose en esta razón, practicó preferentemente la sugestión en estado de vigilia, procedimiento por medio del cual pueden alcanzarse iguales resultados que por el de la sugestión durante el sueño hipnótico. ¿Qué es lo que en esta cuestión os interesa más: los datos experimentales o las consideraciones teóricas? Empezaremos por los primeros. Personalmente he sido alumno de Bernheim, a cuyas explicaciones asistí en Nancy el año 1889, y del que he traducido al alemán el libro sobre la sugestión. Durante años enteros apliqué a mi vez el tratamiento hipnótico, combinándolo primero con la sugestión prohibitiva y después con la exploración interrogando al enfermo por el método de Breuer.

Poseo, por tanto, experiencia suficiente para hablar de los efectos del tratamiento hipnótico o sugestivo. Un viejo aforismo médico afirma que una terapéutica ideal debe obrar rápidamente, producir resultados seguros y no causar molestias al enfermo. Pues bien: el método de Berhneim llenaba por lo menos dos de estas condiciones. Mucho más rápido que el procedimiento analítico, no imponía al paciente la menor fatiga ni le ocasionaba perturbación alguna. En cambio, para el médico se hacía, a la larga, monótono tener que recurrir en todos los casos a un mismo procedimiento para poner fin a la existencia de síntomas variadísimos, y esto sin poder llegar nunca a darse cuenta de la significación y efecto de cada uno, labor nada científica y más bien semejante a la magia, al exorcismo o la prestidigitación. Claro es que esta falta de atractivo de la labor terapéutica no significaba nada ante el interés del enfermo. Pero por otro lado resultaba que el método de que nos ocupamos carecía en absoluto de seguridad. Aplicable a unos pacientes, no lo era, en cambio, a otros, y esta misma arbitraria inseguridad se reflejaba en sus resultados, los cuales carecían, además, de duración. Poco tiempo después de dar por terminado el tratamiento solía sufrir el enfermo una recaída o se veía atacado por otra enfermedad del mismo género.

En estos casos podía recurrirse de nuevo al hipnotismo; pero competentes hombres de ciencia habían hecho observar que con el frecuente empleo de este medio se corría el peligro de anular la independencia del enfermo, creando un hábito semejante al de los narcóticos. Por otro lado, aun en aquellos casos, muy poco frecuentes, en los que nuestra labor alcanzaba un éxito completo y definitivo, permanecíamos en la ignorancia de los factores a que el mismo se debía. En una ocasión pude observar que la reproducción de un grave estado patológico, y cuya curación habíamos conseguido después de un corto tratamiento hipnótico, coincidió con la emergencia en la enferma de sentimientos hostiles hacia mi persona. Reanudando el tratamiento, logré una nueva curación, aún más completa que la primera, en cuanto me fue dado hacer que la paciente se reconciliara conmigo; pero, al poco tiempo, una nueva aparición de los sentimientos hostiles trajo consigo una segunda recaída. Otra de mis enfermas, cuyas crisis nerviosas había yo logrado suprimir por largas temporadas mediante la hipnoterapia, se arrojó súbitamente a mi cuello en ocasión de hallarme dedicado a prestarle mis cuidados durante un acceso particularmente rebelde. Hechos de este género nos obligan, lo queramos o no, a plantearnos el problema de la naturaleza y el origen de la autoridad sugestiva.

Todos estos conocimientos experimentales nos muestran que renunciando a la sugestión directa no nos privamos de nada indispensable. Permitidme ahora formular sobre este tema algunas consideraciones. La aplicación de la hipnoterapia no impone a médico y paciente sino un mínimo esfuerzo, y se armonizan a maravilla con aquella opinión que sobre las neurosis profesa aún la mayoría de los médicos, opinión que les hace decir a sus pacientes neuróticos: «No tiene usted nada, pues se trata de perturbaciones puramente nerviosas, de las que puedo libertarle en pocos minutos y con sólo algunas palabras.» Pero nuestro punto de vista de las leyes energéticas rechaza la posibilidad de desplazar sin esfuerzo una enorme masa, atacándola directamente y sin ayuda de un herramental apropiado, labor tan imposible de realizar en las neurosis como en la mecánica. Sin embargo, me doy cuenta que este argumento no es intachable. Existe eso que se llama efecto de gatillo.

Los conocimientos que merced al psicoanálisis hemos adquirido nos permiten describir las diferencias que existen entre la sugestión hipnótica y la sugestión psicoanalítica en la forma siguiente: La terapéutica hipnótica intenta encubrir y disfrazar algo existente en la vida psíquica. Por el contrario, la terapéutica analítica intenta hacerlo emerger clara y precisamente, y suprimirlo después. La primera actúa como un procedimiento cosmético; la segunda, como un procedimiento quirúrgico. Aquélla utiliza la sugestión para prohibir los síntomas y reforzar las represiones, pero deja intactos todos los procesos que han conducido a la formación de síntomas. Inversamente, la terapéutica analítica intenta, al encontrarse ante conflictos que han engendrado síntomas, remontarse hasta la misma raíz y se sirve de la sugestión para modificar en el sentido deseado el destino de estos conflictos. La terapéutica hipnótica deja al enfermo en una absoluta pasividad, no suscita en él modificación alguna y, por tanto, no le provee tampoco de medio alguno de defensa contra una nueva causa de perturbaciones patológicas. El tratamiento analítico impone al médico y al enfermo penosos esfuerzos que tienden a levantar resistencias internas; pero una vez dominadas éstas, queda la vida psíquica del paciente modificada de un modo duradero, transportada a un grado evolutivo superior y protegida contra toda nueva posibilidad patógena. Esta lucha contra las resistencias constituye la labor esencial del tratamiento analítico e incumbe al enfermo mismo, en cuya ayuda acude el médico auxiliándole con la sugestión, que actúa sobre él en un sentido educativo. De este modo, se ha dicho, muy justificadamente, que el tratamiento psicoanalítico es una especie de posteducación.

Creo haberos hecho comprender en qué se diferencia de la hipnoterapia nuestro procedimiento de aplicar la sugestión. Reducida ésta a la transferencia, vemos claramente las razones a que obedecen tanto la arbitraria inseguridad del tratamiento hipnótico como la exactitud del analítico, en el que pueden ser calculados hasta los últimos efectos. En la aplicación de la hipnosis dependemos de la capacidad de transferencia del enfermo y nos es imposible ejercer el menor influjo sobre tal capacidad. La transferencia del individuo que vamos a hipnotizar puede ser negativa, o, lo que es más general, ambivalente. Asimismo puede el sujeto hallarse protegido por determinadas disposiciones particulares contra toda transferencia. Pero nada de esto nos es dado averiguar en la hipnoterapia. En cambio, con el psicoanálisis laboramos sobre la misma transferencia, suprimimos todo lo que a ella se opone y perfeccionamos nuestro principal instrumento de trabajo, siéndonos así posible extraer un provecho mucho más considerable del poder de la sugestión, la cual no queda ya al capricho del enfermo, sino que es dirigida por nosotros tanto como alcance ser accesible a su influjo.

Me diréis ahora que lo importante no es el nombre que demos a la fuerza motriz de nuestro análisis -transferencia o sugestión -, sino el indudable peligro existente de que la influencia ejercida sobre el sujeto quite todo valor objetivo a nuestros descubrimientos. Aquello que resulta provechoso desde el punto de vista terapéutico puede, en cambio, ser contrario a la investigación. Es ésta la objeción que con mayor frecuencia se opone al psicoanálisis, y debemos convenir en que, aun siendo errónea, no podemos, sin embargo, rechazarla como absurda. Pero si fuera acertada, quedaría reducido el psicoanálisis a un tratamiento sugestivo particularmente eficaz, y sus afirmaciones sobre las influencias vitales, la dinámica psíquica y lo inconsciente carecerían de todo valor. Así piensan, en efecto, nuestros adversarios, para los que nuestras interpretaciones de los sucesos sexuales -cuando no estos sucesos mismos- no son sino un exclusivo producto de nuestra corrompida imaginación, sugerido luego por nosotros al sujeto. Es más fácil refutar estas reflexiones recurriendo a la experiencia que por medio de consideraciones teóricas. Todos aquellos que han practicado el psicoanálisis conocen muy bien la imposibilidad de sugestionar a los enfermos hasta tal punto. No es, desde luego, difícil hacerles aceptar una determinada teoría y compartir un error del médico.

Comportándose el paciente como cualquier otro sujeto, por ejemplo, un alumno [frente a su profesor], pero en este caso se habrá influido únicamente sobre su inteligencia y no sobre su enfermedad. La solución de sus conflictos y la supresión de sus resistencias no se consiguen más que cuando les hemos proporcionado representaciones anticipatorias que en ellos coinciden con la realidad. Aquello que en las hipótesis del médico no corresponde a esta realidad, queda espontáneamente eliminado en el curso del análisis y debe ser retirado y reemplazado por hipótesis más exactas. Por medio de una técnica apropiada intentamos siempre evitar posibles éxitos prematuros de la sugestión; pero aun en los casos en que éstos llegan a presentarse, ello no supone mal ninguno, pues nunca nos contentamos con los primeros resultados obtenidos ni damos por terminado el análisis hasta esclarecer totalmente el caso, cegar todas las lagunas mnémicas y descubrir las causas desencadenantes de las represiones. En los resultados obtenidos con excesiva rapidez vemos más bien un obstáculo que una ayuda de nuestra labor analítica; los destruimos, resolviendo la transferencia sobre la que reposan. Siendo realmente este último rasgo lo que diferencia el tratamiento analítico del puramente sugestivo y aleja de los resultados obtenidos por el análisis la sospecha de no ser sino efectos de la sugestión. En otros tratamientos sugestivos, la transferencia es cuidadosamente respetada y no sufre modificación alguna.

Por el contrario, el tratamiento analítico tiene por objeto la transferencia misma, a la que procura disectar cualquiera que sea la forma que revista. Por último al final de todo tratamiento analítico la transferencia debe ser liberada. De este modo, el éxito de nuestra labor no reposa sobre la sugestión pura y simple, sino sobre los resultados obtenidos merced a la misma, o sea sobre la supresión de las resistencias interiores y sobre las modificaciones internas alcanzadas en el enfermo. En contra de la génesis de sugestiones aisladas actúa también el hecho de que durante el tratamiento tenemos que luchar sin descanso contra resistencias que saben transformarse en transferencias negativas (hostiles). Además, muchos de los resultados del análisis que pudiéramos suponer producto de la sugestión quedan confirmados en otro terreno libre de toda sospecha. Sobre los dementes precoces y los paranoicos no puede, en efecto, ejercerse influencia sugestiva ninguna, y sin embargo, lo que estos enfermos nos relatan sobre sus traducciones de símbolos y sus fantasías coinciden por completo con los resultados de nuestras investigaciones sobre lo inconsciente en las neurosis de transferencia y corrobora así la exactitud objetiva de nuestras discutidas interpretaciones. Concediendo en esta cuestión un amplio margen de confianza al psicoanálisis, no creo podáis caer en error.

Completaremos ahora la exposición del mecanismo de la curación, expresándola en las fórmulas de la teoría de la libido. El neurótico es incapaz de gozar y de obrar; de gozar, porque su libido no se halla dirigida sobre ningún objeto real; de obrar, porque se halla obligado a gastar toda su energía para mantener a su libido en estado de represión y protegerse contra sus asaltos. No podrá curar más que cuando el conflicto entre su yo y su libido haya terminado y tener de nuevo el yo la libido a su disposición. La misión terapéutica consiste, pues, en desligar la libido de sus ataduras actuales, sustraídas al yo, y ponerla nuevamente al servicio de este último. Mas, ¿dónde se halla localizada la libido del neurótico? La respuesta a esta interrogación no es nada difícil de encontrar. La libido del neurótico se halla adherida a los síntomas, los cuales procuran al sujeto una satisfacción sustitutiva, la única por el momento posible. Habremos, pues, de apoderarnos de los síntomas y hacerlos desaparecer, labor que es precisamente la que el enfermo demanda de nosotros. Para ello nos es necesario remontarnos hasta sus orígenes, despertar el conflicto a que deben sus génesis y orientarlo hacia una distinta solución, haciendo actuar aquellas fuerzas motivacionales que en la época en que los síntomas nacieron no se hallaban a disposición del enfermo. Esta revisión del proceso que culminó en la represión no se guía sino fragmentariamente por las huellas que dicho proceso dejó tras de sí.

La labor principal es la de crear, partiendo de la actitud del enfermo con respecto al médico, esto es, de la transferencia, nuevas ediciones de los antiguos conflictos. En éstas, tenderá el enfermo a conducirse de igual manera que en el conflicto primitivo; pero nosotros, haciendo actuar en él todas sus fuerzas psíquicas disponibles; le haremos llegar a una diferente solución. La transferencia se convierte en este modo en el campo de batalla sobre el cual deben combatir todas las fuerzas en lucha. Toda la libido y todo lo que se le opone se hayan concentradas en la actitud del enfermo con respecto al médico, produciéndose inevitablemente una separación entre los síntomas y la libido, y quedando los primeros despojados de todo revestimiento libidinoso. En lugar de la enfermedad propiamente dicha aparece una nueva artificialmente provocada; esto es, la enfermedad de la transferencia, y los objetos tan variados como irreales de la libido quedan sustituidos por uno solo, aunque igualmente fantástico: la persona del médico. Pero la sugestión a la que el médico recurre lleva la lucha que se desarrolla en derredor de ese objeto a la más elevada fase psíquica, de manera que no nos hallamos ya sino ante un conflicto psíquico normal. Evitando una nueva represión, ponemos término a la separación entre el yo y la libido, y restablecemos la unidad psíquica de la persona. Cuando la libido se desliga por fin del objeto pasajero que supone la persona del médico, no puede ya retornar a sus objetos anteriores y se mantiene a disposición del yo. Las potencias con las que hemos tenido que combatir durante esta labor terapéutica son, por un lado, la antipatía del yo hacia determinadas orientaciones de la libido, antipatía que se manifiesta en la tendencia a la represión; y por otro, la fuerza de adherencia, o como pudiéramos decir, la viscosidad de la libido, que no abandona voluntariamente los objetos sobre los cuales ha llegado alguna vez a catectizar.

La labor terapéutica puede, pues, descomponerse en dos fases: en la primera, toda la libido se desliga de los síntomas para fijarse y concentrarse en las transferencias. En la segunda se desarrolla el combate en derredor del nuevo objeto, del cual acabamos por desligar la libido. Este resultado favorable no podrá obtenerse más que consiguiendo, durante este nuevo conflicto, impedir una nueva represión, a favor de la cual escaparía otra vez la libido del yo al refugiarse en lo inconsciente, represión que es evitada por la modificación que el yo ha sufrido bajo la influencia de la sugestión médica. Merced al trabajo de interpretación que transforma lo inconsciente en consciente, se amplía el yo a expensas de dicho inconsciente, haciéndose, bajo la influencia de los consejos que recibe, más conciliador con respecto a la libido, y disponiéndose a concederle una determinada satisfacción. Los rechazos que el enfermo experimentaba ante las exigencias de la libido se atenúan al mismo tiempo, merced a la posibilidad en que el mismo encuentra de disponer de parte de ella por la sublimación. Cuanto más próximas a esta descripción ideal resulten la evolución y la sucesión de los procesos en el curso del tratamiento psicoanalítico, mayor será el éxito de éste, que, en cambio, puede quedar limitado tanto por la insuficiente movilidad de la libido, que no se deja fácilmente desligar de los objetos a los que se ha fijado, como por la rigidez del narcisismo, que no admite la transferencia de un objeta a otro sino hasta un cierto límite. Lo que quizá os podrá facilitar la comprensión de la dinámica del proceso curativo es el hecho de que interceptamos toda la libido que se había sustraído al dominio del yo, atrayendo sobre nosotros, con ayuda de la transferencia, una parte de la misma.

Las localizaciones de la libido que sobrevienen durante el tratamiento y después del mismo no autorizan a formular conclusión alguna directa sobre su localización durante el estado patológico. Supongamos que tengamos éxito de llevar un caso a un favorable resultado al descubrir y resolver una fuerte transferencia-paterna hacia el médico. En estas circunstancias nos equivocaríamos deduciendo que dicha fijación inconsciente de la libido del enfermo a la persona de su padre constituyó desde un principio el nódulo de la enfermedad, pues la transferencia-paterna descubierta no es sino el lugar en el que hemos conseguido apoderarnos de la libido, la cual no llegó a localizarse en él sino después de pasar por muy diversas vicisitudes. El terreno sobre el que combatimos no constituye necesariamente una de las posiciones importantes del enemigo, el cual no se halla obligado a organizar la defensa de la capital de su territorio, precisamente ante las puertas de la misma. Sólo después de haber resuelto una vez más la transferencia es cuando podemos reconstruir mentalmente la localización de la libido durante la enfermedad.

Situándonos en el punto de vista de la teoría de la libido, podemos añadir aún algunas últimas consideraciones sobre los sueños: los sueños de los neuróticos nos sirven de igual modo que sus actos fallidos y sus asociaciones libres para penetrar el sentido de los síntomas y descubrir la localización de la libido. Bajo la forma de realizaciones de deseos nos muestran aquellos sentimientos optativos que sucumbieron a una represión y los objetos a los que se halla ligada la libido sustraída al yo. Por esta razón, desempeña la interpretación de los sueños un tan importante papel en el psicoanálisis e incluso constituye en muchos casos y durante largo tiempo su principal instrumento de trabajo. Sabemos ya que el estado de reposo tiene como tal el efecto de relajar las represiones. A consecuencia de esta disminución del peso que sobre él gravita, puede el deseo reprimido revestir en el sueño una expresión más precisa que la que le ofrece el síntoma en la vida despierta. De este modo constituye el estudio del sueño el acceso más cómodo al conocimiento de lo inconsciente reprimido, de lo cual forma parte la libido sustraída al dominio del yo.

Los sueños de los neuróticos no difieren, sin embargo, esencialmente de los soñados por individuos de salud normal, e incluso resulta muy difícil distinguir unos de otros. Será absurdo querer dar de los sueños de los sujetos neuróticos una explicación que no fuese valedera para los sueños de los normales. Deberemos, pues, afirmar que la diferencia que existe entre la neurosis y la salud no se manifiesta sino en la vida despierta y desaparece en la vida onírica, circunstancia que nos permite aplicar y extender al hombre normal muchas de las conclusiones deducidas de las relaciones entre los sueños y los síntomas de los neuróticos. Reconociendo, por tanto, que el hombre sano posee también en su vida psíquica aquello que hace posible la formación de los sueños y la de los síntomas; y deduciremos que análogamente al neurótico, lleva a cabo represiones, realiza un determinado gasto psíquico para mantenerlas y oculta en su sistema inconsciente deseos reprimidos, provistos aún de energía. Por último, estableceremos también la conclusión de que una parte de su libido se halla sustraída al dominio de su «yo». El hombre sano es, por tanto, un neurótico en potencia, pero el único síntoma que puede producir es el fenómeno onírico. Claro es que esto no pasa de ser una apariencia, pues sometiendo la vida despierta del hombre normal -pretendidamente sana- a un examen más penetrante, descubrimos que se halla colmada de una multitud de síntomas, aunque insignificantes y de escasa importancia práctica.

La diferencia entre la salud nerviosa y la neurosis no es, pues, sino una diferencia relativa a la vida práctica y depende del grado de goce y de actividad de que la persona es todavía capaz, reduciéndose probablemente a las proporciones relativas que existen entre las cantidades de energía que permanecen libres y aquellas que se hallan inmovilizadas a consecuencia de la represión. Trátase, pues, de una diferencia de orden cuantitativo y no cualitativo. No creo necesario recordaros que este punto de vista proporciona una base teórica a la convicción que ya hemos expresado de que las neurosis son curables en principio, aunque tengan su base en una predisposición constitucional. Esto es todo lo que la identidad que existe entre los sueños de los hombres sanos y los de los neuróticos nos autoriza a concluir sobre la característica de la salud; pero por lo que al sueño mismo respecta, resultan de esta identidad otras consecuencias, esto es, las de que no es posible desligar el sueño de las relaciones que presenta con los síntomas neuróticos, que no debemos creer suficientemente definida su naturaleza declarando que no es otra cosa que una arcaica forma expresiva de determinadas ideas y pensamientos; sino, debemos suponer que revela localizaciones de la libido y catexias de objeto realmente existentes.

Próximo ya el término de mi exposición, os sentís quizá defraudados al comprobar que en el capítulo relativo al tratamiento psicoanalítico me he limitado a consideraciones puramente teóricas y no os he dicho nada sobre las condiciones en las que puede iniciarse dicho tratamiento ni sobre los resultados que éste provoca. Me he limitado a la teoría, porque no entraba en mis propósitos ofreceros una guía práctica para el ejercicio del psicoanálisis. Y tenía varias razones para no hablaros de sus procedimientos ni de sus resultados. Ya en mis primeras conferencias hube de indicaros que en condiciones favorables logramos éxitos terapéuticos nada inferiores a los más acabados que puedan obtenerse en el dominio de la Medicina interna; y puedo añadir ahora que los éxitos debidos al psicoanálisis no son alcanzables por ningún otro método de tratamiento. Insistiendo sobre esta cuestión, me haría sospechoso de querer ahogar con un ruidoso reclamo el coro ya demasiado alborotador de nuestros denigradores. Ciertos «colegas» han llegado o amenazar a los psicoanalistas, incluso en reuniones profesionales, con revelar a todos la esterilidad de nuestro tratamiento, publicando la lista de nuestros fracasos e incluso la de los desastrosos resultados de que se ha hecho culpable nuestra disciplina. Pero aun haciendo abstracción del odioso carácter de semejante medida, que no sería sino una vil denuncia, la publicación con que se nos amenaza no autorizaría juicio ninguno sobre la eficacia terapéutica del análisis. La terapéutica analítica es, como sabéis, de muy reciente creación. Ha sido necesario mucho tiempo para fijar su técnica, y ésta sólo puede ser hecha durante la labor misma y bajo la influencia de la experiencia en aumento. A consecuencia de las dificultades que presenta la enseñanza de esta rama, el médico que comienza a ejercer el psicoanálisis queda más que ningún otro especialista abandonado a sus propias fuerzas para perfeccionarse en su arte, de manera que los resultados que puede obtener en el curso de sus primeros años de ejercicio no prueban nada ni en pro ni en contra de la eficacia del tratamiento analítico.

Muchos intentos de tratamiento han fracasado al principio del psicoanálisis porque se verificaban en casos en los que este procedimiento es inaplicable y que hoy excluimos de su indicación, pero precisamente merced a tales intentos es como hemos podido establecer nuestras indicaciones y contraindicaciones. No podíamos saber a priori que la paranoia y la demencia precoz en sus formas pronunciadas eran inaccesibles al psicoanálisis, y teníamos todavía el derecho de ensayar este método en enfermedades muy diversas. Justo es, sin embargo, decir que la mayoría de los fracasos de estos primeros años deben ser atribuidos menos a la inexperiencia del médico o la elección inadecuada del objeto que a circunstancias externas desfavorables. Hasta ahora no hemos hablado aquí sino de las resistencias internas opuestas por el enfermo inevitables, pero que pueden ser dominables. Pero existen también obstáculos externos, derivados del ambiente en el que el enfermo vive y creados por los que le rodean, obstáculos que no presentan interés alguno teórico, pero sí una gran importancia práctica. El tratamiento psicoanalítico es comparable a una intervención quirúrgica, y como ésta, no puede desarrollarse sino en condiciones en que las probabilidades del fracaso se hallen reducidas a un mínimo. Conocidas son todas las precauciones de que el cirujano se rodea -habitación apropiada, buena luz, ayudantes, ausencia de los parientes del enfermo, etc.-. ¿Cuántas operaciones terminarían favorablemente si tuvieran que ser practicadas en presencia de todos los miembros de la familia reunidos en derredor del cirujano y el enfermo, metiendo la nariz en el campo operatorio y gritando a cada incisión que el bisturí practicase? En el tratamiento psicoanalítico, la intervención de los familiares del enfermo constituye un peligro contra el que no tenemos defensa.

Poseemos armas contra las resistencias interiores procedentes del sujeto y que sabemos inevitables. Pero, ¿cómo defendernos contra las resistencias exteriores? Por lo que a la familia del paciente respecta, es imposible hacerla entrar en razón y decidirla a mantenerse alejada de todo el tratamiento, sin que tampoco resulte conveniente establecer un acuerdo con ella, pues entonces corremos el peligro de perder la confianza del enfermo, el cual exige con perfecta razón que la persona a la que se confía esté de su parte. Aquellos que saben qué discordias desgarran con frecuencia a una familia no se asombrarán de comprobar en la práctica del psicoanálisis que los allegados del enfermo se hallan muchas veces más interesados que el paciente quede como es en la curación. En los casos, muy frecuentes, en que la neurosis se halla relacionada con disensiones surgidas entre miembros de una misma familia, aquellos que gozan de buena salud no vacilan ni un solo momento cuando se trata de escoger entre su propio interés y la curación del enfermo. No debe, pues, extrañarnos que un marido no acepte con gusto un tratamiento que trae consigo, como con razón sospecha, la revelación de todo un catálogo de sus pecados. Así, pues, nosotros, psicoanalistas, no nos asombramos de estas cosas y declinamos todo autorreproche cuando nuestro tratamiento fracasa o debe ser interrumpido porque la resistencia del marido acude a intensificar la de su mujer. Habíamos emprendido algo que en las circunstancias dadas resulta irrealizable.

No os citaré sino un solo ejemplo de este género, en el que consideraciones puramente médicas me impusieron el papel de víctima silenciosa. Hace algunos años emprendí el tratamiento psicoanalítico de una joven atacada de una angustia tal, que no podía ni salir a la calle ni quedarse sola en su casa. Poco a poco, la enferma acabó por confesarme que su imaginación había quedado terriblemente impresionada por el descubrimiento de las relaciones amorosas de su madre con un rico amigo de la casa. Mas por torpeza o por un cruel refinamiento descubrió a su madre lo que sucedía en las sesiones de psicoanálisis: cambiando de actitud con respecto a su madre, obligándola, como único medio de evitar una crisis de angustia, a permanecer constantemente a su lado y oponiéndose a que saliera nunca de la casa. Ante esta conducta de su hija, comprendió la madre que la angustia que a la paciente aquejaba se había convertido en un medio de tenerla a ella prisionera e impedirle entrevistarse con su amante. Alegando el éxito de un tratamiento hidroterápico al que ella se había sometido en una anterior enfermedad nerviosa, impuso la interrupción de la cura psicoanalítica y recluyó a la joven en un sanatorio de enfermos nerviosos, en el que durante muchos años se la presentó como 'una pobre víctima del psicoanálisis'. Por mi parte, fui objeto de indignados reproches y críticas a causa del mal resultado del tratamiento; pero el secreto profesional me ha obligado a guardar silencio, hasta que mucho después he averiguado, por un colega que visita dicho sanatorio y ha tenido ocasión de ver a la joven agorafóbica, que las relaciones entre la madre y el rico amigo de la familia eran públicamente notorias y probablemente consentidas por el marido y padre. Así, pues, fue a este pretendido secreto al que sacrificó el tratamiento.

En los años que precedieron a la guerra, en los que la gran afluencia de extranjeros me hizo independiente del favor o disfavor de mi ciudad natal, llegué a imponerme la regla de no emprender jamás el tratamiento de un enfermo que no fuese sui juris en las relaciones esenciales de la vida, independiente por completo. Pero claro es que no todo psicoanalista puede imponerse esta regla. De todos modos, no quiero que de estas consideraciones sobre el peligro que representan los familiares del enfermo deduzcáis que el mismo debe ser separado de su familia y que, por tanto, no puede aplicarse nuestro tratamiento más que a los pensionistas de los sanatorios para neuróticos. Nada de eso; es mucho más ventajoso para los enfermos, cuando no se hallan en un estado de grave agotamiento, permanecer durante la cura en las mismas condiciones en las que deben resolver los problemas que ante ellos se plantean. Bastará, en estos casos, con que sus allegados no neutralicen esta ventaja con su intervención ni manifiesten, en general, ninguna hostilidad hacia los esfuerzos del médico. ¿Pero cómo se propondrían influir en tal dirección factores inaccesibles a nosotros? Como ya ven, lo mucho que el éxito o el fracaso del tratamiento depende, es en gran manera del medio social y el grado de cultura de la familia del sujeto.

¿No encontráis que todo esto no es muy apropiado para darnos una alta idea de la eficacia del psicoanálisis como método terapéutico, aunque hagamos depender de factores exteriores interferentes la mayoría de nuestros fracasos? Varios partidarios del psicoanálisis me invitaron a oponer una estadística de éxitos a la colección de fracasos que se nos reprochan; pero yo no he aceptado su consejo y he alegado en apoyo de mi negativa que cuando una estadística se compone de elementos muy diferentes entre sí -como lo son los casos con afecciones neuróticas sometidos hasta hoy al análisis-, carece de todo valor probatorio. Además, el intervalo de que pudiéramos tener cuenta es demasiado breve para que podamos afirmar que se trata de curaciones durables, y en muchos casos no nos es tampoco posible arriesgar ninguna afirmación sobre este punto. Estos últimos casos corresponden a aquellas personas que han mostrado especial interés en ocultar tanto su enfermedad como su tratamiento y cuya curación me ha sido preciso mantener secreta. Pero lo que más que otra consideración cualquiera me ha hecho declinar este consejo es la experiencia que poseo de la irracional actitud que la generalidad adopta ante las cuestiones terapéuticas y de la escasa posibilidad de convencer a nadie por medio de argumentos lógicos, aunque sean extraídos de la experiencia y de la observación.

Una novedad terapéutica es arbitrariamente aceptada unas veces con un ruidoso entusiasmo, como sucedió con la primera tuberculina de Koch, o con una absoluta desconfianza, como sucedió con la vacuna, verdaderamente benéfica, de Jenner, que tiene todavía hoy en día adversarios irreducibles. El psicoanálisis ha tropezado siempre con un prejuicio manifiesto. Cuando hablábamos de la curación de un caso difícil, se nos respondía que ello no probaba nada, pues nuestro enfermo hubiera curado aunque no hubiera sido sometido a nuestro tratamiento. En cambio, cuando una enferma que ha pasado ya por cuatro ciclos de depresión y de manía, y sometida, durante una pausa consecutiva a la melancolía, al tratamiento psicoanalítico se encuentra tres semanas después del mismo al principio de un nuevo período de manía, todos los miembros de la familia, con la aprobación de cualquier alta autoridad médica llamada a consulta, expresan la convicción de que esta nueva crisis no puede ser sino consecuencia del tratamiento intentado. Contra los prejuicios no hay solución alguna; es necesario esperar y dejar que el tiempo vaya erosionándolos. Llega un día en que los mismos hombres piensan sobre las mismas cosas de muy distinta manera que el día anterior. Mas, ¿por qué no pensaron la víspera como piensan hoy? Es esto algo que queda en un oscuro misterio.

Es, sin embargo, posible que el prejuicio contra la terapéutica analítica se halle ya en vías de disminución y quiero ver una prueba de ello en la difusión continua de nuestras teorías y en el aumento, en determinados países, del número de médicos que practican el psicoanálisis. Cuando yo era un joven médico he visto acoger en los círculos médicos el tratamiento por la sugestión hipnótica con la misma indignación que después hubo de despertar el psicoanálisis y que ahora lo oponen al análisis gente de puntos de vista 'moderados'. Pero el hipnotismo no ha cumplido como agente terapéutico todo lo que al principio prometía. Nosotros, psicoanalistas, debemos considerarnos como sus legítimos herederos, y no olvidamos todos los alientos y las explicaciones teóricas que a él debemos. Las desventajas que se reprochan al psicoanálisis se reducen, en el fondo, a fenómenos pasajeros producidos por la exageración de los conflictos en los casos de análisis torpemente hechos o bruscamente interrumpidos. Ahora que sabéis como nos conducimos con los enfermos, podéis juzgar si nuestra labor puede causar un perjuicio duradero.

Cierto es que el análisis se presta a abusos en diversas formas y que la transferencia constituye un instrumento peligroso entre las manos de un médico poco concienzudo. Pero ¿conocéis acaso un método o un procedimiento terapéutico que no se preste al abuso? El bisturí tiene que cortar bien si ha de constituir un instrumento de curación. Llegado al término de estas lecciones, quiero hacer constar, sin que ello constituya un mero artificio oratorio, que reconozco y lamento todos los defectos y las lagunas de mi exposición. Lamento, sobre todo, haberos prometido retornar sobre un determinado tema, al que aludí de pasada, y no haber podido cumplir mi promesa a consecuencia del rumbo que hubieron de tomar después mis explicaciones. De todos modos, habéis de tener en cuenta que la materia cuya exposición he emprendido ante vosotros se halla aún en pleno desarrollo y que por tanto, su exposición ha de resultar, como ella, incompleta. Más de una vez he reunido en mis conferencias todo el material necesario para deducir una conclusión; pero me he abstenido de ello, pues mi propósito no era el de haceros peritos en estas materias, sino tan sólo proporcionaros algunos esclarecimientos e incitaros a su más profundo estudio.

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