jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1916) Lección XXIII. Vías de formación de síntomas

Lección XXIII. Vías de formación de síntomas


Señoras y señores: Para el profano son los síntomas lo que constituye la esencia de la enfermedad, y, por tanto, la considerará curada en el momento en que los mismos desaparecen. En cambio, el médico establece una precisa distinción entre ambos conceptos y pretende que la desaparición de los síntomas no significa, en modo alguno, la curación de la enfermedad. Mas como lo que de ésta queda, después de dicha desaparición, es tan sólo la facultad de formar nuevos síntomas, podremos adoptar provisionalmente el punto de vista del profano y admitir que analizar los síntomas equivale a comprender la enfermedad.

Los síntomas -y, naturalmente, no hablamos aquí sino de los síntomas psíquicos (psicógenos) y de la enfermedad psíquica- son actos nocivos o, por lo menos, inútiles, que el sujeto realiza muchas veces contra toda su voluntad y experimentando sensaciones displacientes o dolorosas. Su daño principal se deriva del esfuerzo psíquico, que primero exige su ejecución y luego la lucha contra ellos; esfuerzo que en una amplia formación de síntomas agota la energía psíquica del enfermo y le incapacita para toda otra actividad. Resulta, pues, esta incapacidad dependiente de las magnitudes de energía dadas en cada caso, y de este modo reconocemos que el «estar enfermo» es un concepto esencialmente práctico. Mas si nos colocamos en un punto de vista teórico y hacemos abstracción de tales magnitudes, podremos decir que todos somos neuróticos, puesto que todos, hasta los más normales, llevamos en nosotros las condiciones de la formación de síntomas.

De los síntomas neuróticos sabemos ya que son efecto de un conflicto surgido en derredor de un nuevo modo de satisfacción de la libido. Las dos fuerzas opuestas se reúnen de nuevo en el síntoma, reconciliándose, por decirlo así, mediante la transacción constituida por la formación de síntomas, siendo esta doble sustentación de los mismos lo que nos explica su capacidad de resistencia. Sabemos también que una de las dos fuerzas en conflicto es la libido insatisfecha, alejada de la realidad y obligada a buscar nuevos modos de satisfacción. Cuando ni aun sacrificando su primer objeto y mostrándose dispuesta a sustituirlo por otro logra la libido vencer la oposición de la realidad, recurrirá, en último término, a la regresión y buscará su satisfacción en organizaciones anteriores y en objetos abandonados en el curso de su desarrollo. Lo que la atrae por el camino de la regresión son las fijaciones que fue dejando en sus diversos estadios evolutivos. La ruta que conduce a la perversión se separa claramente de la que termina en la neurosis. Cuando las regresiones no despiertan ninguna oposición por parte del yo, no aparece la neurosis y la libido logra una satisfacción.

Pero cuando el yo, que regula no solamente la conciencia, sino también los accesos a la inervación motriz, y, por consiguiente, la posibilidad de realización de las tendencias psíquicas; cuando el yo, repetimos, no acepta estas regresiones, surge el conflicto. La libido encuentra cerrado el camino y se ve obligada a buscar, conforme a las exigencias del principio del placer, un distinto exutorio para su reserva de energía. Deberá, pues, separarse del yo, y lo conseguirá apoyándose en las fijaciones que fue dejando a lo largo del camino de su desarrollo y contra las que el yo hubo de protegerse por medio de represiones. Ocupando en su marcha regresiva estas posiciones reprimidas, se hace la libido independiente del yo y renuncia a toda la educación que bajo su influencia hubo de recibir. Con la esperanza de hallar la buscada satisfacción, pudo dejarse guiar durante algún tiempo; pero bajo la doble presión de la frustración interior y exterior se insubordina contra toda tutela y añora la felicidad de los tiempos pasados. Las representaciones a las que la libido aplica desde este momento su energía forman parte del sistema de lo inconsciente y se hallan sometidas a los procesos propios del mismo, o sea, en primer lugar, a la condensación y al desplazamiento. Nos hallamos aquí ante una situación idéntica a la de la formación de los sueños.

Así como en esta última tropieza el sueño formado en lo inconsciente con un fragmento de actividad preconsciente que le impone su censura y le obliga a una transacción, cuyo resultado es el sueño manifiesto, así también la representación libidinosa inconsciente se ve obligada a someterse en cierto grado al poder del yo preconsciente. La oposición que contra ella ha surgido en el yo la fuerza entonces a aceptar una forma expresiva transaccional, surgiendo así el síntoma como un producto considerablemente deformado de una realización de deseos libidinosos inconscientes, producto equívoco que presenta dos sentidos totalmente contradictorios. Mas en este último punto se nos muestra una precisa diferencia entre la formación de los sueños y la de los síntomas, pues en la primera la intención preconsciente no tiende sino a proteger el sueño y a impedir que llegue hasta la conciencia aquello que pudiera perturbarlo, pero no opone al deseo inconsciente una rotunda negativa. Esta tolerancia queda justificada por el menor peligro de la situación, dado que el estado de reposo basta por sí solo para impedir toda comunicación con la realidad.

Vemos, pues, que merced a la existencia de fijaciones puede la libido escapar a las circunstancias creadas por el conflicto. El revestimiento regresivo de tales fijaciones permite eludir la represión y conduce a una derivación -o satisfacción -de la libido dentro de las condiciones establecidas en la transacción. Por medio de este rodeo a través de lo inconsciente y de las antiguas fijaciones consigue llegar la libido a una satisfacción real, aunque extraordinariamente limitada y apenas reconocible. Permitidme haceros dos observaciones a propósito de este resultado. En primer lugar, quiero llamaros la atención sobre la íntima conexión existente entre la libido y lo inconsciente, por una parte, y entre el yo, la conciencia y la realidad por otra, aunque al principio no se hallen esos factores ligados entre sí por ningún lazo. En segundo lugar, he de advertiros que todas estas consideraciones y las que a continuación voy a exponeros se refieren únicamente a la formación de los síntomas en la neurosis histérica.

Mas, ¿dónde encuentra la libido las fijaciones de que precisa para abrirse paso a través de las represiones? Indudablemente, en las actividades y los sucesos de la sexualidad infantil, en las tendencias parciales abandonadas y en los primitivos objetos infantiles. A todo esto es a lo que retorna la libido en su marcha regresiva. La época infantil nos muestra aquí una doble importancia. Durante ella manifiesta el niño por vez primera aquellos instintos y tendencias que aporta al mundo a título de disposiciones innatas, y experimenta, además, determinadas influencias exteriores que despiertan la actividad de otros de sus instintos, dualidad que creo perfectamente justificado establecer, dado que la manifestación de las disposiciones innatas es algo por completo evidente y que la hipótesis -fruto de la experiencia psicoanalítica -de que sucesos puramente accidentales, sobrevenidos durante la infancia, son susceptibles de motivar fijaciones de la libido, no tropieza tampoco con dificultad teórica ninguna. Las disposiciones constitucionales son incontestablemente efectos lejanos de sucesos vividos por nuestros ascendientes; esto es, caracteres adquiridos un día y transmitidos luego por herencia.

Esta última no existiría si antes no hubiese habido adquisición, y no podemos admitir que la facultad de adquirir nuevos caracteres susceptibles de ser transmitidos por herencia termine precisamente en la generación de que nos ocupamos. A nuestro juicio, es equivocado minorar la importancia de los sucesos acaecidos durante la infancia del sujeto y acentuar, en cambio, la de los correspondientes a la vida de sus antepasados o a su propia madurez. Por el contrario, habremos de conceder a los sucesos infantiles una particularísima significación, pues por el hecho de producirse en una época en la que el desarrollo del sujeto se halla todavía inacabado, traen consigo más graves consecuencias y son susceptibles de una acción traumática. Los trabajos de Roux y otros hombres de ciencia sobre la mecánica del desarrollo nos han mostrado que la más mínima lesión -un simple pinchazo con una aguja- infligida al embrión durante la división celular puede producir gravísimas perturbaciones del desarrollo. La misma lesión infligida a la larva o al animal perfecto no produce ningún efecto perjudicial.

La fijación de la libido del adulto, introducida por nosotros en la ecuación etiológica de la neurosis, a título de representante del factor constitucional, puede descomponerse ahora en dos nuevos factores: la disposición hereditaria y la disposición adquirida en la primera infancia. Como sé que los esquemas son siempre bien acogidos por todos aquellos que tratan de aprender algo, resumiré estas relaciones en la forma siguiente:

La constitución sexual hereditaria ofrece una gran variedad de disposiciones según la tendencia parcial que aisladamente o en unión de otras presenta máxima energía. En asociación con los sucesos de la vida infantil forma la constitución sexual una nueva «serie complementaria» totalmente análoga a aquella cuya existencia hemos comprobado como resultado de la asociación entre la disposición del adulto y los sucesos accidentales de su vida. En ambas series encontramos los mismos casos extremos y las mismas relaciones de sustitución, planteándosenos el problema de si la más singular de las regresiones de la libido, esto es, su regresión a una cualquiera de las tempranas fases de la organización sexual, no se halla quizá condicionada, principalmente, por el factor constitucional hereditario. Pero creo conveniente diferir la respuesta a esta interrogación hasta el momento en que podamos referirnos a una más amplia serie de formas de la enfermedad neurótica.

La investigación psicoanalítica nos ha mostrado que la libido de los neuróticos se halla íntimamente enlazada a los sucesos de su vida sexual infantil y de este modo parece prestar a tales sucesos una enorme importancia con respecto a la vida del hombre y a la adquisición, por el mismo, de enfermedades nerviosas. Esta importancia es, incontestablemente, muy grande mientras no tenemos en cuenta sino la labor terapéutica; pero haciendo abstracción de ella advertiremos sin esfuerzo que corremos el peligro de ser víctimas de un error y formarnos de la vida una concepción unilateral fundada demasiado exclusivamente en la situación neurótica. La importancia de los sucesos infantiles resulta disminuida por el hecho de que la libido no retorna a ellos, en su movimiento regresivo, sino después de haber sido expulsada de sus posiciones más avanzadas. Ante esta circunstancia, la conclusión que parece imponerse es la de que los sucesos infantiles no han tenido en la época en que se produjeron significación alguna y sólo regresivamente han llegado a adquirirla. Recordaréis que en la discusión del complejo de Edipo nos encontramos ya ante una análoga alternativa.

Pero tampoco esta vez nos ha de resultar difícil llegar a una definitiva conclusión. La observación según la cual el revestimiento libidinoso, y, por tanto, la importancia patógena de los sucesos de la vida infantil queda considerablemente intensificado por la regresión de la libido, es desde luego justa, pero podría inducirnos en error si la aceptásemos por sí sola y sin tener en cuenta otros factores de los que no se puede prescindir. Hallamos, en primer lugar y de una manera indiscutible, que los sucesos de la vida infantil poseen su importancia propia y la manifiestan ya en la infancia. Existen neurosis infantiles en las que la regresión en el tiempo no desempeña sino un insignificante papel o no se produce en absoluto, apareciendo la enfermedad inmediatamente después de un suceso traumático. Análogamente a como el estudio de los sueños infantiles nos condujo a la inteligencia del fenómeno onírico en los adultos, puede también la investigación de las neurosis de la infancia ahorrarnos más de un error en la comprensión de las neurosis que atacan al sujeto en épocas más avanzadas de su vida. Tales neurosis infantiles son mucho más frecuentes de lo que se cree, pero suelen pasar inadvertidas, siendo consideradas como signos de perversidad o mala educación que los guardadores del niño se esfuerzan en reprimir. De todos modos, no resulta difícil descubrirlas a posteriori, por medio de un examen retrospectivo; y su forma más corriente es la histeria de angustia, afección de la que ya trataremos en lecciones posteriores.

Cuando en una de las fases más avanzadas de la vida surge la neurosis, nos revela siempre el análisis que se trata de la consecuencia directa de una dolencia infantil del mismo género, dolencia que no se manifestó por entonces sino velada y esquemáticamente. Pero, como ya hemos dicho, existen casos en que esta neurosis infantil perdura, sin solución alguna de continuidad, a través de toda la vida del sujeto. Directamente -esto es, en los propios sujetos infantiles -hemos podido realizar algunos análisis de este género de neurosis, pero la mayor parte de las veces hemos tenido que conformarnos con deducir su existencia del examen de una neurosis adulta.

No podemos menos de reconocer que sería inexplicable tan regular retorno de la libido a la época infantil si en este período no existiese algo que ejerciera atracción sobre ella. La fijación a ciertos puntos de la trayectoria evolutiva carecería de todo contenido si no la concibiésemos como cristalización de una determinada cantidad de energía libidinosa. Debo, por último, advertiros que entre la intensidad y el efecto patógeno de los sucesos de la vida infantil e iguales caracteres de los correspondientes a la vida adulta existe una relación de complemento recíproco idéntica a la que comprobamos en las series precedentemente estudiadas. Hay casos en los que el principal factor etiológico se halla constituido por los sucesos sexuales de la infancia, cuyo efecto traumático no precisa para manifestarse de condición especial ninguna, aparte de los inherentes a la constitución sexual media y a la falta de madurez infantil. Pero, en cambio, existen otros en los que la etiología de la neurosis debe ser buscada únicamente en los conflictos posteriores, reduciéndose a un efecto de la regresión la importancia que en el análisis parecen presentar los sucesos infantiles. Son éstos los dos puntos extremos de la «inhibición del desarrollo» y de la «regresión», pudiendo existir entre ellos los grados de la combinación de ambos factores.

Estos hechos presentan considerable interés para la Pedagogía, una de cuyas misiones es la de prevenir las neurosis, interviniendo desde muy temprano en el desarrollo sexual del niño. Concentrando toda nuestra atención sobre los sucesos sexuales de la infancia, pudiéramos creer cumplida la misión de prevenir las enfermedades nerviosas con sólo retardar el desarrollo sexual y evitar al niño impresiones de este orden. Pero sabemos ya que las condiciones determinantes de la neurosis son mucho más complicadas y no dependen de un único factor. Una rigurosa vigilancia ejercida sobre el niño no resulta, ni mucho menos, suficiente para alcanzar el fin profiláctico deseado, pues, aparte de carecer de toda influencia sobre el factor constitucional, tropieza con más dificultades de las que los educadores suponen y comporta dos graves peligros. Sobrepasa el fin propuesto, favoreciendo una exagerada represión sexual que puede ser de muy perjudiciales consecuencias, y lanza al niño a la vida sin medio alguno de defensa contra el embate de las tendencias sexuales que la pubertad habrá de traer consigo. Las ventajas de la profilaxis sexual de la infancia son, por tanto, más que dudosas, y de este modo habremos de buscar en otra diferente actuación inmediata un curso más seguro de prevenir las neurosis.

Pero volvamos ahora a los síntomas, que, como hemos visto, crean una sustitución de la satisfacción denegada, por medio del retroceso de la libido, a fases anteriores, circunstancia que trae consigo el retorno a los objetos u organizaciones característicos de dichas fases. Sabemos ya que el neurótico se halla ligado a un determinado período de su vida pretérita durante el cual no se hallaba su libido privada de satisfacción y se sentía, por tanto, feliz. Retrocederá, pues, en su pasado, hasta la época en que aún se hallaba en la lactancia, época que se representará conforme a sus recuerdos o a la idea que posteriormente se haya formado de ella y el síntoma reproducirá entonces, en una forma cualquiera, la infantil satisfacción libidinosa, aunque deformada por la censura, producto del conflicto, acompañada generalmente por sensaciones de dolor y asociada a factores correspondientes a la ocasión que ha provocado la enfermedad. Esta satisfacción que el síntoma procura es de una singularísima naturaleza. Desde luego, el sujeto no la siente como tal, sino, por el contrario, como algo doloroso y lamentable, transformación que no es sino un efecto natural del conflicto psíquico, bajo la presión del cual hubo de formarse el síntoma. Aquello que en épocas anteriores fue para el individuo una satisfacción, despierta hoy su repugnancia.

Conocemos un ejemplo muy instructivo de esta transformación de sensaciones. El mismo niño que antes lactaba con avidez del seno materno manifiesta algunos años más tarde una considerable aversión por la leche, aversión que llega a constituirse en invencible repugnancia cuando la leche o la bebida mezclada con leche aparecen cubiertas por una ligera membrana, no siendo quizá muy atrevido su poner que esta membrana despierta en el niño el recuerdo del seno materno antes tan ardientemente deseado. De todos modos, habremos de tener en cuenta que, con anterioridad a esta transformación, ha tenido efecto el destete, suceso que ejerce sobre el niño una intensa acción traumática. Existen todavía otras razones por las que los síntomas nos resultan incomprensibles como medios de alcanzar la satisfacción libidinosa. No recuerdan en nada aquello de lo que normalmente solemos esperar una satisfacción, y haciendo abstracción del objeto, renuncian a toda relación con la realidad exterior.

Estas particularidades las interpretamos como una consecuencia de renunciamiento al principio de la realidad y del retorno al principio del placer; pero hay aquí también el retorno a aquel amplio autoerotismo que procuró al instinto sexual sus primeras satisfacciones. Los síntomas sustituyen una modificación del mundo exterior por una modificación somática, o sea una acción exterior por una acción interior, un acto por una adaptación, circunstancia que desde el punto de vista filogénico corresponde también a una importantísima regresión. No comprenderemos bien todo esto sino después de llegar al conocimiento de un nuevo dato que más adelante deduciremos de nuestras investigaciones analíticas sobre la formación de los síntomas. Habremos de recordar además, que a esta formación cooperan los mismos procesos inconscientes que a la de los sueños; esto es, la condensación y el desplazamiento. Como el sueño presenta el síntoma algo en estado de realización, procurando una satisfacción al modo infantil; pero mediante una condensación llevada al último extremo puede esta satisfacción quedar limitada a una sola sensación o inervación, y mediante un desplazamiento igualmente extremado puede asimismo quedar restringida a un pequeñísimo fragmento de todo el complejo libidinoso. No es por tanto, de extrañar que hallemos ciertas dificultades para reconocer en el síntoma la satisfacción libidinosa que suponemos constituye.

Os he anunciado un nuevo dato sobre esta cuestión. Trátase en efecto, de algo no solamente nuevo, sino sorprendente y maravilloso. Sabéis ya que, partiendo del análisis de los síntomas, llegamos al conocimiento de sucesos de la vida infantil a los cuales se halla fijada la libido, y que constituyen el nódulo de las manifestaciones sintomáticas. Pero lo asombroso es que estas escenas infantiles no son siempre verdaderas. Podemos afirmar, en efecto, que en su mayor partes son falsas, y en algunos casos incluso directamente contrarias a la verdad histórica. Más que otro cualquier argumento, resulta apropiado este dato para hacer desconfiar de la labor analítica que ha llegado a un resultado semejante o de la buena fe del enfermo, sobre cuyas manifestaciones reposa todo el edificio del análisis y toda la comprensión de la neurosis. Trátase, además, de algo susceptible de sumirnos en la mayor confusión. Si los sucesos infantiles averiguados por medio del análisis fueran siempre reales, experimentaríamos la sensación de movernos sobre un terreno sólido. Si fueran siempre falsos y se revelaran en todo caso como invenciones o fantasías de los enfermos, no nos quedaría otro remedio que abandonar este terreno movedizo y buscar otro más consistente. Pero no nos hallamos en ninguna de estas dos circunstancias. Los sucesos infantiles evocados o reconstituidos por el análisis son tan pronto incontestablemente falsos como no menos incontestablemente reales, y en la mayoría de los análisis se presentan como una mezcla de verdad y mentira.

Los síntomas pueden, por tanto, corresponder, ora a sucesos que han acaecido realmente, y a los cuales debemos reconocer una influencia sobre la fijación de la libido; ora a fantasías de los enfermos, carentes de toda actuación etiológica. Resulta en extremo difícil orientarse en esta complicada situación. El único punto de referencia lo hallamos quizá en un análogo estado de cosas que descubrimos en una fase anterior de nuestra investigación psicoanalítica. Vimos, en efecto, que determinados recuerdos infantiles, que los hombres conservan siempre en su conciencia, sin que para atraerlos a ella haya habido precisión de análisis ninguno, podían también demostrarse como inexactos o, por lo menos, como una mezcla de mentira y realidad. De este modo, nos cabe el consuelo de que la desagradable sorpresa a la que nuestras investigaciones sobre los síntomas nos han conducido no es imputable a defectos del análisis, sino a peculiaridades del enfermo. Baste reflexionar un poco para comprender que lo que en esta situación nos desorienta es el desprecio de la realidad y el hecho de no tener para nada en cuenta la diferencia que existe entre realidad e imaginación. Nos sentimos inclinados a reprochar al enfermo el habernos hecho prestar oído a sus invenciones y apreciamos la realidad como algo muy alejado de la imaginación y de muy distinto valor. Este último punto de vista es también el del pensamiento normal del enfermo.

Al oírle comunicarnos los materiales disimulados tras de sus síntomas y que han de conducirnos a situaciones optativas modeladas sobre los sucesos de la vida infantil, comenzamos siempre por preguntarnos si se trata de hechos reales o imaginarios. Pero más adelante hallamos indicios que nos permiten resolver esta cuestión en uno u otro sentido, planteándosenos entonces la labor de poner al enfermo al corriente de la solución hallada, labor que no deja de traer consigo ciertas dificultades. Si desde un principio le decimos que se ha dedicado a relatarnos aquellos sucesos imaginarios con los que se encubre a sí propio la historia de su infancia, obrando así como todos y cada uno de los pueblos, los cuales constituyen con leyendas la historia de su olvidado pretérito, comprobaremos que su interés en proseguir hablando sobre el tema de que se trate disminuye súbitamente, resultado que contraría nuestros deseos. Querrá también volver a la realidad y manifestará su desprecio por las cosas imaginarias. Mas si para lograr nuestras intenciones terapéuticas mantenemos al sujeto en la convicción de que sus relatos reproducen exactamente los sucesos reales de su infancia, nos exponemos a que nos reproche más tarde nuestro error y se burle de nuestra presunta credulidad. Por otro lado, le costará mucho trabajo comprender nuestra proposición de colocar en un mismo plano la realidad y la fantasía y prescindir de toda preocupación sobre si aquellos sucesos de su vida infantil que nos ha relatado y tratamos de eludir pertenecen a la primera o la segunda de estas categorías.

Y, sin embargo, es ésta la única actitud recomendable con respecto a las producciones psíquicas, pues tales producciones son, a su vez, reales en un determinado sentido. Siempre quedará, en efecto, el hecho real de que el enfermo ha creado dichos sucesos imaginarios, y desde el punto de vista de la neurosis posee este hecho la misma importancia que si el contenido de tales fantasías fuera totalmente real. Estas fantasías poseen, pues, una realidad psíquica en contraste con la realidad material, y poco a poco vamos llegando a comprender que en el mundo de las neurosis la realidad que desempeña el papel predominante es la realidad psíquica. Entre los sucesos que figuran en todas o casi todas las historias infantiles de los neuróticos hay algunos cuya particularísima importancia los hace dignos de especial mención. Estos hechos son el haber sorprendido a los padres realizando el coito, la seducción por una persona adulta y la amenaza de castración. Sería un error suponer que no se trata aquí sino de cosas imaginarias sin ninguna base real, pues, por lo contrario, resulta posible en un gran número de casos comprobar la efectividad de estos hechos interrogando a los parientes más ancianos del enfermo. Así, es muy frecuente averiguar que, siendo niño, comenzó a jugar, sin ocultarse, con su órgano genital, y fue amenazado por sus padres o guardadores con la amputación del pene o de la mano pecadora. La realidad de esta amenaza es muchas veces confirmada por los mismos que la profirieron, pues creen haber obrado acertadamente intimidando así al niño.

Algunos enfermos conservan de ella un recuerdo consciente y correcto, sobre todo aquellos que al ser amenazados tenían ya alguna edad. Cuando la persona que la profiere es del sexo femenino, designa siempre como ejecutor al padre o al médico. En el célebre Struwwelpeter, del pedíatra Hoffmann, obra cuyo encanto está en la profunda comprensión de los complejos de la infancia, tanto sexuales como de otro género, la castración se halla reemplazada por la amputación del pulgar, operación con la que se amenaza al niño para quitarle la costumbre del «chupeteo». No obstante, es inverosímil que la amenaza de castración sea tan frecuente como del análisis de los neuróticos pudiera deducirse, y, por tanto, habremos de suponer que el niño la imagina basándose, primero, en determinadas alusiones, sabiendo, en segundo lugar, que la satisfacción autoerótica se halla prohibida, y, por último, bajo la impresión que le ha dejado el descubrimiento del órgano genital femenino. Tampoco es nada inverosímil que aun en las familias no proletarias haya podido el niño, al que se cree incapaz de comprender y recordar determinados actos, ser testigo del comercio sexual entre sus padres u otras personas adultas, y que habiendo comprendido más tarde lo que hubo de ver, haya entonces reaccionado in retrospect a la impresión recibida. Pero cuando al descubrir las relaciones sexuales de las que ha podido ser testigo da detalles demasiado minuciosos para proceder de la observación real, o las describe, cosa que sucede con gran frecuencia, como relaciones more ferarum, no podemos dudar de que se trata de una fantasía basada en la observación de la cópula entre animales (los perros) y motivada por la insatisfacción escopofílica del niño, exacerbada durante los años de la pubertad.

El caso más extremo de este género es aquella fantasía en la que el sujeto pretende haber observado el coito de sus padres hallándose todavía en el seno materno. La fantasía relativa a la seducción presenta un interés particular, pues muchas veces no se trata de un hecho imaginario, sino del recuerdo de un suceso real, aunque, por fortuna, no tan frecuente como por los resultados del análisis pudiera creerse. La seducción por niños de igual o mayor edad que el seducido es mucho más frecuente que la efectuada por personas adultas, y cuando una niña acusa en el análisis como seductor a su propio padre, cosa nada rara, no cabe duda alguna sobre el carácter imaginario de tal acusación, ni tampoco sobre los motivos que la determinan. Inventando una falsa seducción, trata el niño de encubrir el período autocrático de su actividad sexual, y al crear un imaginativo objeto de su deseo sexual durante este lejano período de su infancia, se ahorra la vergüenza de confesar haberse entregado a la masturbación. No creáis, sin embargo, que el abuso sexual cometido con niños por sus padres o parientes más próximos sea un hecho perteneciente por completo al dominio de la fantasía. La mayoría de los psicoanalistas han tenido, entre sus enfermos, casos en los que este abuso ha existido realmente y pudo ser confirmado de una manera indiscutible. Pero, en general, se comprobó también que fue realizado en una época mucho más tardía de la que el sujeto fijaba.

Experimentamos la impresión de que todos estos sucesos de la vida infantil constituyen un elemento necesario e indispensable de la neurosis, pues cuando no corresponden a la realidad, son creados imaginativamente. De todas maneras, el resultado es el mismo, y no hemos podido observar todavía diferencia alguna entre los efectos de los sucesos reales de este género y los producidos por las creaciones imaginativas homólogas. Hallamos aquí nuevamente una relación de complemento, y, por cierto, la más singular de todas las que hasta ahora conocemos. La primera interrogación que se nos plantea es la referente al origen de la necesidad de estas invenciones y a la procedencia de los materiales que las constituyen. No podemos dudar de los móviles a que obedecen, pero sí habremos de intentar explicarnos por qué hallamos siempre invenciones de idéntico contenido. Sé muy bien que la respuesta que puedo daros a esta interrogación os parecerá harto atrevida. A mi juicio, tales fantasías, a las que, en unión de otras varias, creo poder calificar de «primitivas», constituyen un patrimonio filogénico. Por medio de ellas vuelve el individuo a la vida primitiva, cuando la suya propia ha llegado a ser excesivamente rudimentaria.

Es, además, posible que todo lo que el sujeto nos relata como fantasías durante el análisis, o sea la seducción infantil, la excitación sexual a la vista del comercio carnal de los padres y la amenaza de la castración, o más bien, la castración; es posible, repito, que todas estas invenciones fueran en épocas lejanas, en las fases primitivas de la familia humana, realidades concretas, y que dando libre curso a su imaginación no haga el niño sino llenar, con ayuda de la verdad prehistórica, lagunas de la verdad individual. Se experimenta, pues, la impresión de que la psicología de las neurosis es susceptible de proporcionarnos, sobre las fases primitivas de la evolución humana, datos más numerosos y exactos que ninguna de las restantes fuentes de que disponemos.

Las cuestiones examinadas en los párrafos que anteceden nos obligan a detener nuestra atención en el problema del origen y carácter de aquella actividad espiritual que denominamos «fantasía», actividad que, como sabéis, goza de alta estimación, aunque no hayamos podido todavía localizarla exactamente en la vida psíquica. He aquí lo que sobre ella puedo deciros: Bajo la influencia de la necesidad exterior, llega el hombre a adquirir poco a poco una exacta noción de lo real y adaptar su conducta a aquello que hemos convenido en denominar «principio de la realidad», adaptación que le fuerza a renunciar, provisional o permanentemente, a diversos objetos y fines de sus tendencias hedonistas, incluyendo entre ellas la tendencia sexual. Pero todo renunciamiento al placer ha sido siempre doloroso para el hombre, el cual no lo lleva a cabo sin asegurarse cierta compensación. Con este fin, se ha reservado una actividad psíquica, merced a la cual todas las fuentes de placer y todos los medios de adquirir placer a los cuales ha renunciado continúan existiendo bajo la forma que les pone al abrigo de las exigencias de la realidad y de aquello que denominamos «prueba de la realidad». Toda tendencia reviste en seguida la forma que la representa como satisfecha; y no cabe duda de que complaciéndonos en las satisfacciones imaginarias de nuestros deseos, experimentamos un placer, aunque no lleguemos a perder la conciencia de su irrealidad.

En la actividad de su fantasía continúa gozando el individuo de una libertad a la que la coerción exterior le ha hecho renunciar, en realidad, hace ya mucho tiempo. No bastándole la escasa satisfacción que puede arrancar a la vida real, se entrega a un proceso, merced al cual puede comportarse alternativamente como un animal, sólo obediente a sus instintos, y como un ser razonable. «Es imposible prescindir de construcciones auxiliares», dice Th. Fontane en una de sus obras. La creación del reino psíquico de la fantasía halla su completa analogía en la institución de «parques naturales», allí donde las exigencias de la agricultura, de las comunicaciones o de la industria amenazan con destruir un bello paisaje. En estos parques se perpetúan intactas las bellezas naturales que en el resto del territorio se ha visto el hombre obligado a sacrificar -muchas veces con disgusto- a fines utilitarios, y en ellos debe todo tanto lo útil como lo perjudicial, crecer y expandirse sin coerción de ningún género. El reino psíquico de la fantasía constituye uno de estos parques naturales sustraído al principio de la realidad.

Los productos más conocidos de la fantasía son los «sueños diurnos» de los que ya hemos hablado: satisfacciones imaginarias de deseos ambiciosos o eróticos y tanto más completas y espléndidas cuanto más necesaria es en la realidad la modestia y la resignación. En estos sueños diurnos se nos muestra claramente la esencia misma de la felicidad imaginaria, que consiste en hacer independiente la adquisición del placer del sentimiento de la realidad. Sabemos, además, que tales fantasías constituyen el nódulo y el prototipo de los sueños nocturnos, los cuales no son en el fondo otra cosa que un sueño diurno dotado de una mayor maleabilidad por la libertad nocturna de las tendencias y deformado por el aspecto nocturno de la actividad psíquica. Por último, he de recordaros que el sueño diurno no es necesariamente consciente, existiendo sueños diurnos inconscientes susceptibles de originar tantos sueños nocturnos como síntomas neuróticos. Las consideraciones que siguen nos ayudarán a comprender el papel que la fantasía desempeña en la formación de síntomas. Dijimos antes que en 106 casos de frustración, vuelve la libido a ocupar, por regresión, posiciones pretéritas que abandonó en su marcha progresiva, aunque dejando en ellas determinadas adherencias. Sin retirar nada de esta afirmación ni rectificarla en ningún modo, la completaremos ahora con un nuevo elemento.

Si la libido halla sin dificultad el camino que ha de conducir a tales puntos de fijación es porque no ha llegado a abandonar totalmente aquellos objetos y orientaciones que en su marcha progresiva fue dejando atrás. Estos objetos y orientaciones, o sus derivados, persisten todavía con cierta intensidad en las representaciones de la fantasía, y de este modo bastará con que la libido entre de nuevo en contacto con tales representaciones para que, desde luego, halle el camino que ha de conducirla a todas las fijaciones reprimidas. Las fantasías a que nos referimos han gozado siempre de cierta tolerancia, y por muy opuestas que hayan sido a las tendencias del yo, no han llegado a entrar en el conflicto con él mientras ha ido cumpliéndose una determinada condición de naturaleza cuantitativa. Pero esa condición queda ahora perturbada por el reflujo de la libido a dichas fantasías, cuyo acervo de energía queda así aumentado hasta tal punto, que comienza a manifestar una tendencia a la realización, surgiendo entonces, inevitablemente, el conflicto con el yo. Cualquiera que sea el sistema psíquico -preconsciente o consciente- al que pertenezcan, sucumben ahora a la represión por parte del yo y quedan sometidas a la atracción de lo inconsciente. Estas fantasías devenidas inconscientes son el punto de apoyo que utiliza la libido para remontarse hasta sus orígenes en lo inconsciente; esto es, hasta sus propios puntos de fijación.

La regresión de la libido a la fantasía constituye una etapa intermedia en el camino que conduce a la formación de síntomas, etapa que merece una especial denominación. Jung propuso a este efecto la de introversión, acertadísima a nuestro juicio, pero incurrió luego en error dándole una segunda significación apropiada. Por nuestra parte, designamos exclusivamente con el nombre de introversión al alejamiento de la libido de las posibilidades de satisfacción real y su desplazamiento sobre fantasías consideradas hasta el momento como inofensivas. Un introvertido no es todavía un neurótico; pero se encuentra ya en una situación de equilibrio inestable y manifestará síntomas neuróticos con ocasión del primer desplazamiento de energías que en él se verifique, a menos que su libido reprimida halle un diferente exutorio. El carácter irreal de la satisfacción neurótica y la desaparición de la diferencia entre fantasía y realidad, quedan, en cambio, determinados por la permanencia en la fase de la introversión. Habréis observado, sin duda, que en mis últimas explicaciones he introducido en el encadenamiento etiológico un nuevo factor: la cantidad, o sea la magnitud de las energías, factor cuya actuación habremos de examinar desde muy diversos puntos de vista.

El análisis puramente cualitativo en las condiciones etiológicas no llega a agotar la materia, cosa que equivale a afirmar que la concepción puramente dinámica de los procesos psíquicos que nos ocupan resulta insuficiente, siendo preciso considerarlos también desde el punto de vista económico. Debemos, pues, decirnos que el conflicto entre dos tendencias no surge sino a partir del momento en que los revestimientos alcanzan una cierta intensidad, aunque desde largo tiempo atrás existan las necesarias condiciones de contenido. La importancia patógena de los factores constitucionales dependen asimismo del predominio cuantitativo de una determinada tendencia parcial en la disposición constitucional y puede incluso afirmarse que todas las predisposiciones humanas son cualitativamente idénticas y no difieren entre sí más que por sus proporciones cuantitativas. No menos decisivo es este factor cuantitativo en lo que respecta a la capacidad de resistencia del sujeto contra la neurosis. Todo depende, en efecto, de la cantidad de libido inempleada que el sujeto pueda mantener en estado de suspensión y de la parte más o menos considerable de esta libido que el mismo sea capaz de desviar de la sexualidad y orientar hacia la sublimación. El último fin de la actividad psíquica, que desde el punto de vista cualitativo puede ser descrito como una tendencia a conseguir el placer y evitar el dolor, se nos muestra, considerado desde el punto de vista económico, como un esfuerzo encaminado a dominar las magnitudes de excitación actuantes sobre el aparato psíquico e impedir el dolor que pudiera resultar de su estancamiento.

Es todo esto lo que me proponía deciros sobre la formación de síntomas en las neurosis; pero quiero insistir una vez más, y en forma más explícita, sobre la circunstancia de que todo lo dicho no se refiere sino a la formación de síntomas en la histeria. Ya en la neurosis obsesiva nos hallamos ante un diferente estado de cosas, aunque los hechos fundamentales continúan siendo los mismos. Las resistencias a los impulsos derivados de las tendencias, resistencias de las cuales hemos hablado a propósito de la histeria, pasan en la neurosis obsesiva a ocupar el primer plano y a dominar el cuadro clínico por medio de las llamadas «formaciones reaccionales». Análogas diferencias y otras más profundas aparecen en las demás neurosis, en las que aún no hemos llevado a término nuestras investigaciones sobre sus correspondientes mecanismos de formación de síntomas. Antes de terminar esta conferencia, quisiera llamaros todavía la atención sobre una de las facetas más interesantes de la vida de la fantasía. Se trata de la existencia de un camino de retorno desde la fantasía a la realidad.

Este camino no es otro que el del arte. El artista es, al mismo tiempo, un introvertido próximo a la neurosis. Animado de impulsos y tendencias extraordinariamente enérgicos, quisiera conquistar honores, poder, riqueza, gloria y amor. Pero le faltan los medios para procurarse esta satisfacción y, por tanto, vuelve la espalda a la realidad, como todo hombre insatisfecho, y concentra todo su interés, y también su libido, en los deseos creados por su vida imaginativa, actitud que fácilmente puede conducirle a la neurosis. Son, en efecto, necesarias muchas circunstancias favorables para que su desarrollo no alcance ese resultado, y ya sabemos cuán numerosos son los artistas que sufren inhibiciones parciales de su actividad creadora a consecuencia de afecciones neuróticas. Su constitución individual entraña seguramente una gran actitud de sublimación y una cierta debilidad para efectuar las represiones susceptibles de decidir el conflicto. Pero el artista vuelve a encontrar el camino de la realidad en la siguiente forma: desde luego, no es el único que vive una vida imaginativa.

El dominio intermedio de la fantasía goza del favor general de la Humanidad, y todos aquellos que sufren de cualquier frustración acuden a buscar en ella una compensación y un consuelo. La diferencia está en que los profanos no extraen de las fuentes de la fantasía sino un limitadísimo placer, pues el carácter implacable de sus represiones los obliga a contentarse con escasos sueños diurnos que, además, no son siempre conscientes. En cambio, el verdadero artista consigue algo más. Sabe dar a sus sueños diurnos una forma que los despoja de aquel carácter personal que pudiera desagradar a los extraños y los hace susceptibles de constituir una fuente de goce para los demás. Sabe embellecerlos hasta encubrir su equívoco origen y posee el misterioso poder de modelar los materiales dados hasta formar con ellos una fidelísima imagen de la representación existente en su imaginación enlazando de este modo a su fantasía inconsciente una suma de placer suficiente para disfrazar y permitir, por lo menos de un modo interino, las represiones. Cuando el artista consigue realizar todo esto, procura a los demás el medio de extraer nuevo consuelo y nuevas compensaciones de las fuentes de goce inconscientes, devenidas inaccesibles para ellos. De este modo logra atraerse el reconocimiento y la admiración de sus contemporáneos y acaba por conquistar, merced a su fantasía, aquello que antes no tenía sino una realidad imaginativa: honores, poder y amor de las mujeres.

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