jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1914) Introducción del narcisismo.

Introducción del narcisismo. (1914)

«Zur Einführung des Narzissmus»


Nota introductoria




I




El término narcisismo proviene de la descripción clínica y fue escogido por P. Nácke en 1899 para designar aquella conducta por la cual un individuo da a su cuerpo propio un trato parecido al que daría al cuerpo de un objeto sexual; vale decir, lo mira con complacencia sexual, lo acaricia, lo mima, hasta que gracias a estos manejos alcanza la satisfacción plena. En este cuadro, cabalmente desarrollado, el narcisismo cobra el significado de una perversión que ha absorbido toda la vida sexual de la persona; su estudio se aborda entonces con las mismas expectativas que el de cualquiera otra de las perversiones.

Resultó después evidente a la observación psicoanalítica que rasgos aislados de esa conducta aparecen en muchas personas aquejadas por otras perturbaciones; así ocurre, según Sadger, entre los homosexuales. Por fin, surgió la conjetura de que una colocación de la libido definible como narcisismo podía entrar en cuenta en un radio más vasto y reclamar su sitio dentro del desarrollo sexual regular del hombre. (Ver nota) A la misma conjetura se llegó a partir de las dificultades que ofrecía el trabajo psicoanalítico en los neuróticos, pues pareció como si una conducta narcisista de esa índole constituyera en ellos una de las barreras con que se chocaba en el intento de mejorar su estado. El narcisismo, en este sentido, no sería una perversión, sino el complemento libidinoso del egoísmo inherente a la pulsión de autoconservación, de la que justificadamente se atribuye una dosis a todo ser vivo.

Un motivo acuciante para considerar la imagen de un narcisismo primario y normal surgió a raíz del intento de incluir bajo la premisa de la teoría de la libido el cuadro de la dementia praecox (Kraepelin) o esquizofrenia (Bleuler). Los enfermos que he propuesto designar «parafrénicos» muestran dos rasgos fundamentales de carácter: el delirio de grandeza y el extrañamiento de su interés respecto del mundo exterior (personas y cosas). Esta última alteración los hace inmunes al psicoanálisis, los vuelve incurables para nuestros empeños. Ahora bien, el extrañamiento del parafrénico respecto del mundo exterior reclama una caracterización más precisa. También el histérico y el neurótico obsesivo han resignado (hasta donde los afecta su enfermedad) el vínculo con la realidad. Pero el análisis muestra que en modo alguno han cancelado el vínculo erótico con personas y cosas. Aún lo conservan en la fantasía; vale decir: han sustituido los objetos reales por objetos imaginarios de su recuerdo o los han mezclado con estos, por un lado; y por el otro, han renunciado a emprender las acciones motrices que les permitirían conseguir sus fines en esos objetos. A este estado de la libido debería aplicarse con exclusividad la expresión que Jung usa indiscriminadamente: introversión de la libido. Otro es el caso de los parafrénicos. Parecen haber retirado realmente su libido de las personas y cosas del mundo exterior, pero sin sustituirlas por otras en su fantasía. Y cuando esto último ocurre, parece ser algo secundario y corresponder a un intento de curación que quiere reconducir la libido al objeto. (Ver nota)

Surge esta pregunta: ¿Cuál es el destino de la libido sustraída de los objetos en la esquizofrenia? El delirio de grandeza propio de estos estados nos indica aquí el camino. Sin duda, nació a expensas de la libido de objeto. La libido sustraída del mundo exterior fue conducida al yo, y así surgió una conducta que podemos llamar narcisismo. Ahora bien, el delirio de grandeza no es por su parte una creación nueva, sino, como sabemos, la amplificación y el despliegue de un estado que ya antes había existido. Así, nos vemos llevados a concebir el narcisismo que nace por replegamiento de las investiduras de objeto como un narcisismo secundario que se edifica sobre la base de otro, primario, oscurecido por múltiples influencias.

Entiéndase bien: no pretendo aquí aclarar el problema de la esquizofrenia ni profundizar en él, sino sólo recopilar lo ya dicho en otros lugares, o a fin de justificar una introducción del narcisismo {como concepto de la teoría de la libido}.

Un tercer aporte a esta extensión, legítima según creo, de la teoría de la libido lo proporcionan nuestras observaciones y concepciones sobre la vida anímica de los niños y de los pueblos primitivos. En estos últimos hallamos rasgos que, si se presentasen aislados, podrían Imputarse al delirio de grandeza: una sobrestimación del poder de sus deseos y de sus actos psíquicos, la «omnipotencia de los pensamientos», una fe en la virtud ensalmadora de las palabras y una técnica dirigida al mundo exterior, la «magia», que aparece como una aplicación consecuente de las premisas de la manía de grandeza (ver nota). Suponemos una actitud totalmente análoga frente al mundo exterior en los niños de nuestro tiempo, cuyo desarrollo nos resulta mucho más impenetrable (ver nota). Nos formamos así la imagen de una originaria investidura libidinal del yo, cedida después a los objetos; empero, considerada en su fondo, ella persiste, y es a las investiduras de objeto como el cuerpo de una ameba a los seudópodos que emite (ver nota). Esta pieza de la colocación libidinal no podía sino ocultarse al principio a nuestra investigación, cuyo punto de partida fueron los síntomas neuróticos. Las emanaciones de esta libido, las investiduras de objeto, que pueden ser emitidas y retiradas de nuevo, fueron las únicas que nos saltaron a la vista. Vemos también a grandes rasgos una oposición entre la libido yoica y la libido de objeto.» Cuanto más gasta una, tanto más se empobrece la otra. El estado del enamoramiento se nos aparece como la fase superior de desarrollo que alcanza la segunda; lo concebimos como una resignación de la personalidad propia en favor de la investidura de objeto y discernimos. su opuesto en la fantasía (o percepción de sí mismo) de «fin del mundo» de los paranoicos. En definitiva concluimos, respecto de la diferenciación de las energías psíquicas, que al comienzo están juntas en el estado del narcisismo y son indiscernibles para nuestro análisis grueso, y sólo con la investidura de objeto se vuelve posible diferenciar una energía sexual, la libido, de una energía de las pulsiones yoicas (ver nota).


Antes de seguir adelante debo tocar dos cuestiones que nos ponen en el centro de las dificultades del tema. La primera: ¿Qué relación guarda el narcisismo, de que ahora tratamos, con el autoerotismo, que hemos descrito como un estado temprano de la libido? (ver nota). La segunda: Si admitimos para el yo una investidura primaria con libido, ¿por qué seguiríamos forzados a separar una libido sexual de una energía no sexual de las pulsiones yoicas? ¿Acaso suponer una energía psíquica unitaria no ahorraría todas las dificultades que trae separar energía pulsional yoica y libido yoica, libido yoica y libido de objeto? (ver nota).

Sobre la primera pregunta, hago notar: Es un supuesto necesario que no esté presente desde el comienzo en el individuo una unidad comparable al yo; el yo tiene que ser desarrollado. Ahora bien, las pulsiones autoeróticas son iniciales, primordiales; por tanto, algo tiene que agregarse al autoerotismo, una nueva acción psíquica, para que el narcisismo se constituya.

La exhortación a responder terminantemente la segunda pregunta no puede sino suscitar un malestar notable en todo psicoanalista. Uno se debate en este dilema: es desagradable abandonar la observación a cambio de unas estériles disputas teóricas, pero no es lícito sustraerse de un intento de clarificación. Por cierto, representaciones como las de libido yoica, energía pulsional yoica y otras semejantes no son aprehensibles con facilidad, ni su contenido es suficientemente rico; una teoría especulativa de las relaciones entre ellas pretendería obtener primero, en calidad de fundamento, un concepto circunscrito con nitidez. Sólo que a mi juicio esa es, precisamente, la diferencia entre una teoría especulativa y una ciencia construida sobre la interpretación de la empiria. Esta última no envidiará a la especulación el privilegio de una fundamentación tersa, incontrastable desde el punto de vista lógico; de buena gana se contentará con unos pensamientos básicos que se pierden en lo nebuloso y apenas se dejan concebir; espera aprehenderlos con mayor claridad en el curso de su desarrollo en cuanto ciencia y, llegado el caso, está dispuesta a cambiarlos por otros. Es que tales ideas no son el fundamento de la ciencia, sobre el cual descansaría todo; lo es, más bien, la sola observación. No son el cimiento sino el remate del edificio íntegro, y pueden sustituirse y desecharse sin perjuicio. En nuestros días vivimos idéntica situación en la física, cuyas intuiciones básicas sobre la materia, los centros de fuerzas, la atracción y conceptos parecidos están sujetos casi a tantos reparos como los correspondientes del psicoanálisis (ver nota).

El valor de los conceptos de libido yoica y libido de objeto reside en que provienen de un procesamiento de los caracteres íntimos del suceder neurótico y psicótico. La separación de la libido en una que es propia del yo y una endosada a los objetos es la insoslayable prolongación de un primer supuesto que dividió pulsiones sexuales y pulsiones yoicas. Al menos me obligó a esto último el análisis de las neurosis de trasferencia puras (histeria y neurosis obsesiva), y todo lo que sé es que los intentos de dar razón de estos fenómenos por otros medios han fracasado radicalmente.

Dada la total inexistencia de una doctrina de las pulsiones que de algún modo nos oriente, está permitido o, mejor, es obligatorio adoptar provisionalmente algún supuesto y someterlo a prueba de manera consecuente hasta que fracase o se corrobore. Ahora bien, el supuesto de una separación originaria entre unas pulsiones sexuales y otras, yoicas, viene avalado por muchas cosas, y no sólo por su utilidad para el análisis de las neurosis de trasferencia. Concedo que este factor por sí solo no sería inequívoco, pues podría tratarse de una energía psíquica indiferente, que únicamente por el acto de la investidura de objeto se convirtiese en libido. Pero, en primer lugar, esta división conceptual responde al distingo popular tan corriente entre hambre y amor. En segundo lugar, consideraciones biológicas abogan en su favor. El individuo lleva realmente una existencia doble, en cuanto es fin para sí mismo y eslabón dentro de una cadena de la cual es tributario contra su voluntad o, al menos, sin que medie esta. El tiene a la sexualidad por uno de sus propósitos, mientras que otra consideración lo muestra como mero apéndice de su plasma germinal, a cuya disposición pone sus fuerzas a cambio de un premio de placer; es el portador mortal de una sustancia -quizás- inmortal, como un mayorazgo no es sino el derechohabiente temporario de una institución que lo sobrevive. La separación de las pulsiones sexuales respecto de las yoicas no haría sino reflejar esta función doble del individuo (ver nota). En tercer lugar, debe recordarse que todas nuestras provisionalidades psicológicas deberán asentarse alguna vez en el terreno de los sustratos orgánicos. Es probable, pues, que sean materias y procesos químicos particulares los que ejerzan los efectos de la sexualidad y hagan de intermediarios en la prosecución de la vida individual en la vida de la especie. [Cf. AE, 14, pág. 120]. Nosotros tomamos en cuenta tal probabilidad sustituyendo esas materias químicas particulares por fuerzas psíquicas particulares.

Precisamente porque siempre me he esforzado por mantener alejado de la psicología todo lo que le es ajeno, incluido el pensamiento biológico, quiero confesar en este lugar de manera expresa que la hipótesis de unas pulsiones sexuales y yoicas separadas, y por tanto la teoría de la libido, descansa mínimamente en bases psicológicas, y en lo esencial tiene apoyo biológico. Así pues, tendré la suficiente consecuencia para desechar esta hipótesis si del trabajo psicoanalítico mismo surgiere una premisa diferente y más servicial acerca de las pulsiones. Hasta ahora ello no ha ocurrido. También podría ser que la energía sexual, la libido -en su fundamento último y en su remoto origen-, no fuese sino un producto de la diferenciación de la energía que actúa en toda la psique. Pero una aseveración así es intrascendente. Se refiere a cosas ya tan alejadas de los problemas de nuestra observación y de tan escaso contenido cognoscitivo que es por igual ocioso impugnarla o darla por válida; posiblemente esa identidad primordial no tendría con nuestros intereses analíticos mayor relación que la del parentesco primordial de todas las razas humanas con la prueba de que se es pariente del testador, exigida para la trasmisión legal de la herencia. Con todas esas especulaciones no llegamos a ninguna parte; puesto que no podemos esperar hasta que alguna otra ciencia nos obsequie las soluciones definitivas en materia de doctrina de las pulsiones, es atinado averiguar si una síntesis de los fenómenos psicológicos no puede echar luz sobre aquellos enigmas biológicos básicos. Familiaricémonos con la posibilidad del error, pero no nos abstengamos de extender de manera consecuente el supuesto escogido en primer término (y que el análisis de las neurosis de trasferencia nos forzó a adoptar) de una oposición entre pulsiones sexuales y pulsiones yoicas, para averiguar si admite un desarrollo fecundo y exento de contradicción y si es aplicable también a otras afecciones, por ejemplo a la esquizofrenia.

Otra cosa sería, desde luego, si se aportara la prueba de que la teoría de la libido ya ha fracasado en la explicación de la enfermedad mencionada en último término. C. G. Jung (1912) lo aseveró, con lo cual me forzó a hacer las anteriores puntualizaciones, que de buena gana me habría ahorrado. Hubiese preferido seguir hasta el final el camino que emprendí en el análisis del caso Schreber, callando acerca de sus premisas. Ahora bien, la aseveración de Jung es, por lo menos, precipitada. Sus fundamentaciones son pobres. Sobre todo, aduce mi propio testimonio; yo habría dicho que me vi precisado, en vista de las dificultades del análisis de Schreber, a ampliar el concepto de libido, vale decir, a resignar su contenido sexual y hacer coincidir libido con interés psíquico en general. Ya Ferenczi (1913b), en una crítica a fondo al trabajo de Jung, expuso lo que hay que decir para rectificar esa interpretación falsa. No me resta sino declararme de acuerdo con él y repetir que yo no expresé semejante renuncia a la teoría de la libido. Otro argumento de Jung, a saber, que no es concebible que la pérdida de la función normal de lo real pueda ser causada por el solo retiro de la libido, no es tal, sino un decreto; it begs the question, toma la decisión de antemano y se ahorra la discusión, pues justamente debería investigarse si ello es posible y el modo en que lo es. En su siguiente gran trabajo (1913 [págs. 339-40]), Jung roza muy de pasada la solución que yo apunté, hace ya mucho: «En relación con ello, sólo resta considerar un punto -al cual, por lo demás, Freud se refiere en su trabajo sobre el caso Schreber [1911c]-: que la introversión de la libido sexualis lleva a una investidura del "yo", y posiblemente por esta vía se produce aquel efecto de pérdida de realidad. Es de hecho una tentadora posibilidad explicar de esta manera la psicología de la pérdida de realidad». Sólo que Jung no se interna mucho en esa posibilidad. Pocas líneas después se deshace de ella observando que, si se partiese de esta condición, «se obtendría la psicología de un anacoreta ascético, pero no una dementia praecox». Inapropiada comparación, incapaz de llevarnos a decisión alguna, según lo enseña esta reflexión: un anacoreta así, que «se afana en desarraigar todo rastro de interés sexual» (vale decir, sólo en el sentido popular de la palabra «sexual»), ni siquiera tiene que presentar necesariamente una colocación patógena de la libido. Pudo haber extrañado enteramente de los seres humanos su interés sexual, sublimándolo empero en un interés acrecentado por lo divino, lo natural, lo animal, sin que ello le hiciera caer en una introversión de su libido sobre sus fantasías ni en un regreso de ella a su yo. Parece que esta comparación desdeña de antemano el distingo posible entre un interés procedente de fuentes eróticas y otras clases de interés. Recordemos, además, que las investigaciones de la escuela suiza, con todo lo meritorias que son, sólo en dos puntos han contribuido a esclarecer el cuadro de la dementia praecox: la existencia de los complejos, comprobados tanto en personas sanas como en neuróticos, y la semejanza entre los productos de la fantasía de los aquejados por esa enfermedad y los mitos de los pueblos; pero como no han podido echar luz alguna sobre el mecanismo de la contracción de la enfermedad, podemos desechar el aserto de Jung según el cual la teoría de la libido ha fracasado en arrancar los secretos a la dementia praecox y por eso quedó liquidada también respecto de las otras neurosis.





II


Un estudio directo del narcisismo me parece bloqueado por dificultades particulares. La principal vía de acceso a él seguirá siendo el análisis de las parafrenias. Así como las neurosis de trasferencia nos posibilitaron rastrear las mociones pulsionales libidinosas, la dementia praecox y la paranoia nos permitirán inteligir la psicología del yo. De nuevo tendremos que colegir la simplicidad aparente de lo normal desde las desfiguraciones y exageraciones de lo patológico. No obstante, para aproximarnos al conocimiento del narcisismo nos quedan expeditos algunos otros caminos que describiré en el siguiente orden: la consideración de la enfermedad orgánica, de la hipocondría y de la vida amorosa de los sexos.


Ha sido una sugerencia verbal de Sándor Ferenczi la que me llevó a apreciar la influencia de la enfermedad orgánica sobre la distribución de la libido. Es sabido -y nos parece un hecho trivial- que la persona afligida por un dolor orgánico y por sensaciones penosas resigna su interés por todas las cosas del mundo exterior que no se relacionen con su sufrimiento. Una observación más precisa nos enseña que, mientras sufre, también retira de sus objetos de amor el interés libidinal, cesa de amar, La trivialidad de este hecho no ha de disuadirnos de procurarle traducción dentro de la terminología de la teoría de la libido. Diríamos entonces: El enfermo retira sobre su yo sus investiduras libidinales para volver a enviarlas después de curarse. Dice Wilhelm Busch, acerca del poeta con dolor de muelas: «En la estrecha cavidad de su muela se recluye su alma toda». Libido e interés yoico tienen aquí el mismo destino y se vuelven otra vez indiscernibles. El notorio egoísmo del enfermo los recubre a ambos. Si hallamos esto tan trivial, es porque estamos ciertos de que en el mismo caso nos comportaríamos de idéntico modo. El decaimiento de la disposición a amar, aun la más intensa, por obra de perturbaciones corporales, su sustitución repentina por una indiferencia total, han sido convenientemente aprovechados por el arte cómico.

A semejanza de la enfermedad, también el estado del dormir implica un retiro narcisista de las posiciones libidinales, sobre la persona propia; más precisamente, sobre el exclusivo deseo de dormir. El egoísmo de los sueños calza bien en esta conexión. [Cf. AE, 14, pág. 222.] En ambos casos vemos, si no otra cosa, al menos ejemplos de alteraciones en la distribución de la libido a consecuencia de una alteración en el yo.


La hipocondría se exterioriza, al igual que la enfermedad orgánica, en sensaciones corporales penosas y dolorosas, y coincide también con ella por su efecto sobre la distribución de la libido. El hipocondríaco retira interés y libido -esta última de manera particularmente nítida- de los objetos del mundo exterior y los concentra sobre el órgano que le atarea. Ahora bien, hay una diferencia patente entre hipocondría y enfermedad orgánica: en el segundo caso las sensaciones penosas tienen su fundamento en alteraciones [orgánicas] comprobables, en el primero no. Pero sería enteramente congruente con los marcos de toda nuestra concepción sobre los procesos de la neurosis que nos decidiésemos a decir: La hipocondría ha de tener razón, tampoco en ella han de faltar las alteraciones de órgano. Ahora bien, ¿en qué consistirían?

Nos llevaremos aquí por una experiencia: tampoco en las otras neurosis faltan sensaciones corporales de carácter displacentero, comparables a las hipocondríacas. Ya una vez, con anterioridad, expresé mi inclinación a considerar la hipocondría como una tercera neurosis actual, junto a la neurastenia y a la neurosis de angustia (ver nota). Probablemente no sea excesivo imaginar que una partícula de hipocondría es, por lo general, constitutiva de las otras neurosis. Lo vemos de la manera más clara en la neurosis de angustia y en la histeria edificada sobre ella. Ahora bien, el modelo que conocemos de un órgano de sensibilidad dolorosa, que se altera de algún modo y a pesar de ello no está enfermo en el sentido habitual, son los genitales en su estado de excitación. En ese estado reciben aflujo sanguíneo, se hinchan, se humedecen y son sede de múltiples sensaciones. Llamemos a la actividad por la cual un lugar del cuerpo envía a la vida anímica estímulos de excitación sexual, su erogenidad; y si además reparamos en que, por las elucidaciones de la teoría sexual, estamos familiarizados hace mucho con la concepción de que algunos otros lugares del cuerpo -las zonas erógenas- podían subrogar a los genitales y comportarse de manera análoga a ellos (ver nota), sólo hemos de aventurar aquí un paso más. Podemos decidirnos a considerar la erogenidad como una propiedad general de todos los órganos, y ello nos autorizaría a hablar de su aumento o su disminución en una determinada parte del cuerpo. A cada una de estas alteraciones de la erogenidad en el interior de los órganos podría serle paralela una alteración de la investidura libidinal dentro del yo En tales factores habríamos de buscar aquello que está en la base de la hipocondría y puede ejercer, sobre la distribución de la libido, idéntico efecto que la contracción de una enfermedad material de los órganos.

Advertimos que, prosiguiendo esta ilación de pensamiento, tropezamos no sólo con el problema de la hipocondría, sino con el de las otras neurosis actuales, la neurastenia y la neurosis de angustia. Por eso queremos detenernos en este punto; no está en el propósito de una indagación puramente psicológica traspasar tanto la frontera hacia el ámbito de la investigación fisiológica. Limitémonos a consignar lo que desde este punto puede conjeturarse: la hipocondría es a la parafrenia, aproximadamente, lo que las otras neurosis actuales son a la histeria y a la neurosis obsesiva; vale decir, depende de la libido yoica, así como las otras dependen de la libido de objeto; la angustia hipocondríaca sería, del lado de la libido yoica, el correspondiente de la angustia neurótica. Además: Si ya estamos familiarizados con la idea de que el mecanismo de la contracción de la enfermedad y de la formación de síntoma en las neurosis de trasferencia (el pasaje de la introversión a la regresión) ha de conectarse con una estasis de la libido de objeto (ver nota), podemos aproximarnos también a la imagen de una estasis de la libido yoica, vinculándola con los fenómenos de la hipocondría y de la parafrenia.

Nuestro apetito de saber nos plantea naturalmente esta pregunta: ¿Por qué una estasis así de la libido en el interior del yo se sentiría displacentera? Yo me contentaría con responder que el displacer en general es la expresión de un aumento de tensión y que, por tanto, aquí, como en otras partes, una cantidad del acontecer material es la que se traspone en la cualidad psíquica del displacer; comoquiera que fuese, acaso lo decisivo para el desarrollo de displacer no sería la magnitud absoluta de ese proceso material, sino, más bien, una cierta función de esa magnitud absoluta (ver nota). Desde este punto, aun podemos atrevernos a incursionar en otro problema: ¿En razón de qué se ve compelida la vida anímica a traspasar los límites del narcisismo y poner (setzen} la libido sobre objetos? (ver nota). La respuesta que dimana de nuestra ilación de pensamiento diría, de nuevo, que esa necesidad sobreviene cuando la investidura {Besetzung} del yo con libido ha sobrepasado cierta medida. Un fuerte egoísmo preserva de enfermar, pero al final uno tiene que empezar a amar para no caer enfermo, y por fuerza enfermará si a consecuencia de una frustración no puede amar. Algo parecido a la psicogénesis de la creación del mundo, según la imaginó H. Heine:


«Enfermo estaba; y ese fue
de la creación el motivo:
creando convalecí,
y en ese esfuerzo sané».

(ver notas)


Hemos discernido a nuestro aparato anímico sobre todo como un medio que ha recibido el encargo de dominar excitaciones que en caso contrario provocarían sensaciones penosas o efectos patógenos. La elaboración psíquica presta un extraordinario servicio al desvío interno de excitaciones no susceptibles de descarga directa al exterior, o bien cuya descarga directa sería indeseable por el momento. Ahora bien, al principio es indiferente que ese procesamiento interno acontezca en objetos reales o en objetos imaginados. La diferencia se muestra después, cuando la vuelta de la libido sobre los objetos irreales (introversión) ha conducido a una estasis libidinal. En las parafrenias, el delirio de grandeza permite esta clase de procesamiento de la libido devuelta al yo; quizá sólo después de frustrado ese delirio de grandeza, la estasis libidinal en el interior del yo se vuelve patógena y provoca el proceso de curación que se nos aparece como enfermedad.

Intento aquí penetrar unos pocos pasos más en el mecanismo de la parafrenia, y resumo las concepciones que ya hoy me parecen dignas de consideración. Sitúo la diferencia entre estas afecciones y las neurosis de trasferencia en la siguiente circunstancia: en aquellas, la libido liberada por frustración no queda adscrita a los objetos en la fantasía, sino que se retira sobre el yo; el delirio de grandeza procura entonces el dominio psíquico de este volumen de libido, vale decir, es la operación psíquica equivalente a la introversión sobre las formaciones de la fantasía en las neurosis de trasferencia; de su frustración nace la hipocondría de la parafrenia, homóloga a la angustia de las neurosis de trasferencia. Sabemos que esta angustia puede relevarse mediante una ulterior elaboración psíquica, a saber, mediante conversión, formación reactiva, formación protectora (fobia). En lugar de esto, en las parafrenias tenemos el intento de restitución, al que debemos las manifestaciones patológicas más llamativas. Puesto que la parafrenia a menudo (si no la mayoría de las veces) trae consigo un desasimiento meramente parcial de la libido respecto de los objetos, dentro de su cuadro pueden distinguirse tres grupos de manifestaciones: 1 ) las de la normalidad conservada o la neurosis (manifestaciones residuales); 2) las del proceso patológico (el desasimiento de la libido respecto de los objetos, y de ahí el delirio de grandeza, la hipocondría, la perturbación afectiva, todas las regresiones), y 3) las de la restitución, que deposita de nuevo la libido en los objetos al modo de una histeria (dementia praecox, parafrenia propiamente dicha) o al modo de una neurosis obsesiva (paranoia). Esta nueva investidura libidinal se produce desde un nivel diverso y bajo otras condiciones que la investidura primaria (ver nota). La diferencia entre las neurosis de trasferencia generadas por ella y las formaciones correspondientes del yo normal debería poder proporcionar nos la intelección más honda de la estructura de nuestro aparato anímico.

Una tercera vía de acceso al estudio del narcisismo es la vida amorosa del ser humano dentro de su variada diferenciación en el hombre y en la mujer. Así como al comienzo la libido yoica quedó oculta para nuestra observación tras la libido de objeto, reparamos primero en que el niño (y el adolescente) elige sus objetos sexuales tomándolos de sus vivencias de satisfacción. Las primeras satisfacciones sexuales autoeróticas son vivenciadas a remolque de funciones vitales que sirven a la autoconservación. Las pulsiones sexuales se apuntalan al principio en la satisfacción de las pulsiones yoicas, y sólo más tarde se independizan de ellas; ahora bien, ese apuntalamiento sigue mostrándose en el hecho de que las personas encargadas de la nutrición, el cuidado y la protección del niño devienen los primeros objetos sexuales: son, sobre todo, la madre o su sustituto. junto a este tipo y a esta fuente de la elección de objeto, que puede llamarse el tipo del apuntalamiento [tipo anaclítico] (ver nota), la investigación analítica nos ha puesto en conocimiento de un segundo tipo que no estábamos predispuestos a descubrir.

Hemos descubierto que ciertas personas, señaladamente aquellas cuyo desarrollo libidinal experimentó una perturbación (como es el caso de los perversos y los homosexuales), no eligen su posterior objeto de amor según el modelo de la madre, sino según el de :su persona propia. Manifiestamente se buscan a sí mismos como objeto de amor, exhiben el tipo de elección de objeto que ha de llamarse narcisista. En esta observación ha de verse el motivo más fuerte que nos llevó a adoptar la hipótesis del narcisismo.

Ahora bien, no hemos inferido que los seres humanos se descomponen tajantemente en dos grupos según que su elección de objeto responda a uno de los dos tipos, el narcisista o el del apuntalamiento; más bien, promovemos esta hipótesis: todo ser humano tiene abiertos frente a sí ambos caminos para la elección de objeto, pudiendo preferir uno o el otro. Decimos que tiene dos objetos sexuales originarios: él mismo y la mujer que lo crió, y presuponemos entonces en todo ser humano el narcisismo primario que, eventualmente, puede expresarse de manera dominante en su elección de objeto.

La comparación entre hombre y mujer muestra, después, que en su relación con el tipo de elección de objeto presentan diferencias fundamentales, aunque no, desde luego, regulares. El pleno amor de objeto según el tipo del apuntalamiento es en verdad característico del hombre. Exhibe esa llamativa sobrestimación sexual que sin duda proviene del narcisismo originario del niño y, así, corresponde a la trasferencia de ese narcisismo sobre el objeto sexual. Tal sobrestimación sexual da lugar a la génesis del enamoramiento, ese peculiar estado que recuerda a la compulsión neurótica y se reconduce, por lo dicho, a un empobrecimiento libidinal del yo en beneficio del objeto (ver nota). Diversa es la forma que presenta el desarrollo en el tipo más frecuente, y con probabilidad más puro y más genuino, de la mujer. Con el desarrollo puberal, por la conformación de los órganos sexuales femeninos hasta entonces latentes, parece sobrevenirle un acrecimiento del narcisismo originario; ese aumento es desfavorable a la constitución de un objeto de amor en toda la regla, dotado de sobrestimación sexual. En particular, cuando el desarrollo la hace hermosa, se establece en ella una complacencia consigo misma que la resarce de la atrofia que la sociedad le impone en materia de elección de objeto. Tales mujeres sólo se aman, en rigor, a sí mismas, con intensidad pareja a la del hombre que las ama. Su necesidad no se sacia amando, sino siendo amadas, y se prendan del hombre que les colma esa necesidad. La importancia de este tipo de mujer para la vida amorosa de los seres humanos ha de tasarse en mucho. Tales mujeres poseen el máximo atractivo {Reiz = estímulo} para los hombres, y no sólo por razones estéticas (pues suelen ser las más hermosas); también, a consecuencia de interesantes constelaciones psicológicas. En efecto, con particular nitidez se evidencia que el narcisismo de una persona despliega gran atracción sobre aquellas otras que han desistido de la dimensión plena de su narcisismo propio y andan en requerimiento del amor de objeto; el atractivo del niño reside en buena parte en su narcisismo, en su complacencia consigo mismo y en su inaccesibilidad, lo mismo que el de ciertos animales que no parecen hacer caso de nosotros, como los gatos y algunos grandes carniceros; y aun el criminal célebre y el humorista subyugan nuestro interés, en la figuración literaria, por la congruencia narcisista con que saben alejar de sí todo cuanto pueda empequeñecer su yo. Es como si les envidiásemos por conservar un estado psíquico beatífico, una posición libidinal inexpugnable que nosotros resignamos hace ya tiempo. Pero al gran atractivo de la mujer narcisista no le falta su reverso; buena parte de la insatisfacción del hombre enamorado, la duda sobre el amor de la mujer, el lamentarse por los enigmas de su naturaleza, tienen su raíz en esta incongruencia [entre los dos tipos] de la elección de objeto.

No es ocioso, quizá, que lo asegure: nada más lejos de mí, en esta pintura de la vida amorosa femenina, que la tendencia a menospreciar a la mujer. Prescindiendo de que soy ajeno a cualquier tendenciosidad, sé que estas conformaciones en direcciones diversas responden a la diferenciación de funciones dentro de una trabazón biológica en extremo compleja; además, estoy dispuesto a conceder que un número indeterminado de mujeres aman según el modelo masculino y también despliegan la correspondiente sobrestimación sexual.

Aun para las mujeres narcisistas, las que permanecen frías hacía el hombre, hay un camino que lleva al pleno amor de objeto. En el hijo que dan a luz se les enfrenta una parte de su cuerpo propio como un objeto extraño al que ahora pueden brindar, desde el narcisismo, el pleno amor de objeto. Y todavía hay otras que no necesitan esperar el hijo para dar ese paso en el desarrollo desde el narcisismo (secundario) hasta el amor de objeto. Antes de la pubertad se han sentido varones y durante un tramo se desarrollaron como tales; y después que esa aspiración quedó interrumpida por la maduración de la feminidad, les resta la capacidad de ansiar un ideal masculino que es en verdad la continuación del ser varonil que una vez fueron (ver nota).

Un sucinto panorama de los caminos para la elección de objeto nos sugeriría estas observaciones indicativas: se ama


1. Según el tipo narcisista:

a. A lo que uno mismo es (a sí mismo), b. A lo que uno mismo fue,
c. A lo que uno querría ser, y
d. A la persona que fue una parte del símismo propio.


2. Según el tipo del apuntalamiento:

a. A la mujer nutricia, y
b. Al hombre protector


y a las personas sustitutivas que se alinean formando series en cada uno de esos caminos. El caso c del primer tipo sólo podrá justificarse mediante unas puntualizaciones -que haremos después. [Cf. AE, 14, pág. 97.]

La importancia de la elección narcisista de objeto para la homosexualidad del hombre es algo que nos queda para considerar en otro contexto (ver nota).

El narcisismo primario que suponemos en el niño, y que contiene una de las premisas de nuestras teorías sobre la libido, es más difícil de asir por observación directa que de comprobar mediante una inferencia retrospectiva hecha desde otro punto. Sí consideramos la actitud de padres tiernos hacia sus hijos, habremos de discernirla como renacimiento y reproducción del narcisismo propio, ha mucho abandonado. La sobrestimación, marca inequívoca que apreciamos como estigma narcisista ya en el caso de la elección de objeto, gobierna, como todos saben, este vínculo afectivo. Así prevalece una compulsión a atribuir al niño toda clase de perfecciones (para lo cual un observador desapasionado no descubriría motivo alguno) y a encubrir y olvidar todos sus defectos (lo cual mantiene estrecha relación con la desmentida de la sexualidad infantil). Pero también prevalece la proclividad a suspender frente al niño todas esas conquistas culturales cuya aceptación hubo de arrancarse al propio narcisismo, y a renovar a propósito de él la exigencia de prerrogativas a que se renunció hace mucho tiempo. El niño debe tener mejor suerte que sus padres, no debe estar sometido a esas necesidades objetivas cuyo imperio en la vida hubo de reconocerse. Enfermedad, muerte, renuncia al goce, restricción de la voluntad propia no han de tener vigencia para el niño, las leyes de la naturaleza y de la sociedad han de cesar ante él, y realmente debe ser de nuevo el centro y el núcleo de la creación. His Majesty the Baby, como una vez nos creímos. Debe cumplir los sueños, los irrealizados deseos de sus padres; el varón será un grande hombre y un héroe en lugar del padre, y la niña se casará con un príncipe como tardía recompensa para la madre. El punto más espinoso del sistema narcisista, esa inmortalidad del yo que la fuerza de la realidad asedia duramente, ha ganado su seguridad refugiándose en el niño. El conmovedor amor parental, tan infantil en el fondo, no es otra cosa que el narcisismo redivivo de los padres, que en su trasmudación al amor de objeto revela inequívoca su prístina naturaleza.





III



Las perturbaciones a que está expuesto el narcisismo originario del niño, las reacciones con que se defiende de ellas y las vías por las cuales es esforzado al hacerlo, he ahí unos temas que yo querría dejar en suspenso como un importante material todavía a la espera de ser trabajado; su pieza fundamental puede ponerse de resalto como «complejo de castración» (angustia por el pene en el varón, envidia del pene en la niña) y abordarse en su trabazón con el influjo del temprano amedrentamiento sexual. La indagación psicoanalítica, que nos habilitó para perseguir los destinos de las pulsiones libidinosas cuando, aisladas de las pulsiones yoicas, se encuentran en oposición a estas, nos permite en este ámbito unas inferencias retrospectivas a una época y a una situación psíquica en que ambas clases de pulsiones emergían como intereses narcisistas actuando todavía de consuno en unión inseparable.

Alfred Adler [1910] extrajo de esta trama su «protesta masculina», que él ha elevado a la condición de fuerza impulsora casi exclusiva de la formación del carácter y de la neurosis, al paso que no la funda en una aspiración narcisista, y por tanto todavía de naturaleza libidinosa, sino en una valoración social. En la investigación psicoanalítica se ha admitido desde el comienzo mismo la existencia e importancia de la «protesta masculina», pero, en contra de Adler, se sostuvo que era de naturaleza narcisista y que tenía su origen en el complejo de castración. Atañe a la formación del carácter, en cuya génesis interviene junto a muchos otros factores, pero es por completo inapropiada para esclarecer los problemas de las neurosis, a los que Adler no quiere atender sino en cuanto al modo en que sirven al interés del yo. juzgo totalmente imposible colocar la génesis de la neurosis sobre la base estrecha del complejo de castración, por grande que sea la fuerza con que añora en ciertos hombres entre las resistencias a la curación de la neurosis. Por último, conozco también casos de neurosis en los cuales la «protesta masculina» (o bien, en nuestra doctrina, el complejo de castración) no desempeña papel patógeno alguno o ni siquiera aparece (ver nota).

La observación del adulto normal muestra amortiguado el delirio de grandeza que una vez tuvo, y borrados los caracteres psíquicos desde los cuales hemos discernido su narcisismo infantil. ¿Qué se ha hecho de su libido yoica? ¿Debemos suponer que su monto íntegro se insumió en investiduras de objeto? Esta posibilidad contradice manifiestamente toda la trayectoria de nuestras elucidaciones; ahora bien, también aquí la psicología de la represión nos presta alguna referencia para elaborar una respuesta diversa.

Tenemos sabido que mociones pulsionales libidinosas sucumben al destino de la represión patógena cuando entran en conflicto con las representaciones culturales y éticas del individuo. Nunca entendimos esta condición en el sentido de que la persona tuviera un conocimiento meramente intelectual de la existencia de esas representaciones; supusimos siempre que las acepta como normativas, se somete a las exigencias que de ellas derivan. La represión, hemos dicho, parte del yo; podríamos precisar: del respeto del yo por sí mismo. Las mismas impresiones y vivencias, los mismos impulsos y mociones de deseo que un hombre tolera o al menos procesa concientemente, son desaprobados por otro con indignación total o ahogados ya antes que devengan concientes (ver nota). Ahora bien, es fácil expresar la diferencia entre esos dos hombres, que contiene la condición de la represión, en términos que la teoría de la libido puede dominar. Podemos decir que uno ha erigido en el interior de sí un ideal por el cual mide su yo actual, mientras que en el otro falta esa formación de ideal. La formación de ideal sería, de parte del yo, la condición de la represión (ver nota).

Y sobre este yo ideal recae ahora el amor de sí mismo de que en la infancia gozó el yo real. El narcisismo aparece desplazado a este nuevo yo ideal que, como el infantil, se encuentra en posesión de todas las perfecciones valiosas. Aquí, como siempre ocurre en el ámbito de la libido, el hombre se ha mostrado incapaz de renunciar a la satisfacción de que gozó una vez. No quiere privarse de la perfección narcisista de su infancia, y si no pudo mantenerla por estorbárselo las admoniciones que recibió en la época de su desarrollo y por el despertar de su juicio propio, procura recobrarla en la nueva forma del ideal del yo. Lo que él proyecta frente a sí como su ideal es el sustituto del narcisismo perdido de su infancia, en la que él fue su propio ideal.

Conviene indagar las relaciones que esta formación de ideal mantiene con la sublimación. La sublimación es un proceso que atañe a la libido de objeto y consiste en que la pulsión se lanza a otra meta, distante de la satisfacción sexual; el acento recae entonces en la desviación respecto de lo sexual. La idealización es un proceso que envuelve al objeto; sin variar de naturaleza, este es engrandecido y realzado psíquicamente. La idealización es posible tanto en el campo de la libido yoica cuanto en el de la libido de objeto. Por ejemplo, la sobrestimación sexual del objeto es una idealización de este. Y entonces, puesto que la sublimación describe algo que sucede con la pulsión, y la idealización algo que sucede con el objeto, es preciso distinguirlas en el plano conceptual.

La formación de un ideal del yo se confunde a menudo, en detrimento de la comprensión, con la sublimación de la pulsión. Que alguien haya trocado su narcisismo por la veneración de un elevado ideal del yo no implica que haya alcanzado la sublimación de sus pulsiones libidinosas. El ideal del yo reclama por cierto esa sublimación, pero no puede forzarla; la sublimación sigue siendo un proceso especial cuya iniciación puede ser incitada por el ideal, pero cuya ejecución es por entero independiente de tal incitación. En los neuróticos, precisamente, encontramos las máximas diferencias de tensión entre la constitución del ideal del yo y la medida en que sublimaron sus pulsiones libidinosas primitivas, y en general los idealistas son mucho más reacios que los hombres de modestas miras a convencerse del inadecuado paradero de su libido. Además, la formación de ideal y la sublimación contribuyen en proporciones por entero diversas a la causación de la neurosis. Según tenemos averiguado, la formación del ideal aumenta las exigencias del yo y es el más fuerte favorecedor de la represión. La sublimación constituye aquella vía de escape que permite cumplir esa exigencia sin dar lugar a la represión (ver nota).

No nos asombraría que nos estuviera deparado hallar una instancia psíquica particular cuyo cometido fuese velar por el aseguramiento de la satisfacción narcisista proveniente del ideal del yo, y con ese propósito observase de manera continua al yo actual midiéndolo con el ideal. Si una instancia así existe, es imposible que su descubrimiento nos tome por sorpresa; podemos limitarnos a discernir sus rasgos y nos es lícito decir que lo que llamamos nuestra conciencia moral satisface esa caracterización. Admitir esa instancia nos posibilita comprender el llamado delirio de ser notado {Beachtungswahn} o, mejor, de ser observado {Beobachtungswahn}, que con tanta nitidez añora en la sintomatología de las enfermedades paranoides, y que puede presentarse también como una enfermedad separada o entreverada con una neurosis de trasferencia. Los enfermos se quejan de que alguien conoce todos sus pensamientos, observa y vigila sus acciones; son informados del imperio de esta instancia por voces que, de manera característica, les hablan en tercera persona. («Ahora ella piensa de nuevo en eso»; «Ahora él se marcha».) Esta queja es justa, es descriptiva de la verdad; un poder así, que observa todas nuestras intenciones, se entera de ellas y las critica, existe de hecho, y por cierto en todos nosotros dentro de la vida normal. El delirio de observación lo figura en forma regresiva y así revela su génesis y la razón por la cual el enfermo se rebela contra él.

La incitación para formar el ideal del yo, cuya tutela se confía a la conciencia moral, partió en efecto de la influencia crítica de los padres, ahora agenciada por las voces, y a la que en el curso del tiempo se sumaron los educadores, los maestros y, como enjambre indeterminado e inabarcable, todas las otras personas del medio (los prójimos, la opinión pública).

Grandes montos de una libido en esencia homosexual fue ron así convocados para la formación del ideal narcisista del yo, y en su conservación encuentran drenaje y satisfacción. La institución de la conciencia moral fue en el fondo una encarnación de la crítica de los padres, primero, y después de la crítica de la sociedad, proceso semejante al que se repite en la génesis de una inclinación represiva nacida de una prohibición o un impedimento al comienzo externos. Las voces y esa multitud que se deja indeterminada son traídas ahora a la luz por la enfermedad, a fin de reproducir en sentido regresivo la historia genética de la conciencia moral. Ahora bien, la rebelión frente a esa instancia censuradora se debe a que la persona, en correspondencia con el carácter fundamental de la enfermedad, quiere desasirse de todas esas influencias, comenzando por la de sus padres, y retirar de ellas la libido homosexual. Su conciencia moral se le enfrenta entonces en una figuración regresiva como una intromisión hostil de fuera.

La queja de la paranoia muestra también que la autocrítica de la conciencia moral coincide en el fondo con esa observación de sí sobre la cual se edifica. Esa misma actividad psíquica que ha tomado a su cargo la función de la conciencia moral se ha puesto también al servicio de la exploración interior que ofrece a la filosofía el material de sus operaciones intelectuales. Quizás esto no sea indiferente para la formación de sistemas especulativos, distintiva de la paranoia. (Ver nota)

Sin duda será importante para nosotros poder discernir también en otros ámbitos los indicios de la actividad de esta instancia de observación crítica que se aguza en la conciencia moral y en la introspección filosófica. Aduzco aquí lo que Herbert Silberer ha descrito como el «fenómeno funcional», una de las pocas adiciones de indiscutible valor que se han hecho a la doctrina del sueño. Como es sabido, Silberer mostró que en estados intermedios entre el dormir y la vigilia es posible observar directamente la trasposición de pensamientos en imágenes visuales, pero que en esas condiciones no suele sobrevenir una figuración del contenido conceptual, sino del estado (de buena predisposición, fatiga, etc.) en que se encuentra la persona que pugna por no dormirse. Análogamente, ha mostrado que muchas claves de los sueños y segmentos del contenido de estos no significan otra cosa que la autopercepción del dormir y el despertar. Ha puesto en descubierto, por tanto, la contribución de la observación de sí -en el sentido del delirio paranoico de observación- a la formación del sueño. Esta contribución es inconstante; probablemente yo la descuidé por el hecho de que en mis sueños no desempeña un gran papel; en personas dotadas para la filosofía, habituadas a la introspección, quizá sea muy nítida (ver nota).

Recordemos que, según hemos descubierto, la formación del sueño se origina bajo el imperio de una censura que constriñe a los pensamientos oníricos a desfigurarse. Ahora bien, no imaginamos esa censura como un poder particular, sino que escogimos esta expresión para designar un aspecto de las tendencias represoras que gobiernan al yo: su aspecto vuelto a los pensamientos oníricos. Si nos internamos más en la estructura del yo, podemos individualizar también al censor del sueño en el ideal del yo y en las exteriorizaciones dinámicas de la conciencia moral. Y si este censor mantiene además alguna vigilancia durante el dormir, comprenderemos que la premisa de su actividad, la observación de sí y la autocrítica, pueda contribuir al contenido del sueño con elementos como «ahora está demasiado adormilado para pensar», «ahora se despierta».

Desde aquí podemos intentar la discusión del sentimiento de sí {Selbstgefühl} en la persona normal y en el neurótico.

El sentimiento de sí se nos presenta en primer lugar como expresión del «grandor del yo», como tal, prescindiendo de su condición de compuesto {Zusammengesetzheit}. Todo lo que uno posee o ha alcanzado, cada resto del primitivo sentimiento de omnipotencia corroborado por la experiencia, contribuye a incrementar el sentimiento de sí.

Si introducimos nuestra diferenciación entre pulsiones sexuales y pulsiones yoicas, tendremos que admitir que el sentimiento de sí depende de manera particularmente estrecha de la libido narcisista. Para ello nos apoyamos en estos dos hechos fundamentales: en las parafrenias aquel aumenta, mientras que en las neurosis de trasferencia se rebaja; y en la vida amorosa, el no-ser-amado deprime el sentimiento de sí, mientras que el ser-amado lo realza. Hemos indicado ya que el ser-amado constituye la meta y la satisfacción en la elección narcisista de objeto (ver nota).

Además, es fácil observar que la investidura libidinal de los objetos no eleva el sentimiento de sí. La dependencia respecto del objeto amado tiene el efecto de rebajarlo; el que está enamorado está humillado. El que ama ha sacrificado, por así decir, un fragmento de su narcisismo y sólo puede restituírselo a trueque de ser-amado. En todos estos vínculos el sentimiento de sí parece guardar relación con el componente narcisista de la vida amorosa.

La percepción de la impotencia, de la propia incapacidad para amar a consecuencia de perturbaciones anímicas o corporales, tiene un efecto muy deprimente sobre el sentimiento de sí. Según yo lo discierno, aquí ha de buscarse una de las fuentes de esos sentimientos de inferioridad que de tan buena gana proclaman los aquejados de neurosis de trasferencia. Empero, la fuente principal de este sentimiento está en el empobrecimiento del yo que es resultado de la enorme cuantía de las investiduras libidinales sustraídas de él, vale decir, del deterioro del yo por obra de las aspiraciones sexuales que han eludido el control.

Adler [1907] ha sostenido con acierto que la percepción de las propias inferioridades de órgano actúa como acicate sobre una vida anímica productiva y, por vía de la sobrecompensación, provoca un rendimiento extra. Empero, sería una completa exageración que, siguiendo las huellas de Adler, se quisiese reconducir todo buen rendimiento a esta condición de la originaria inferioridad de órgano. No todos los pintores están aquejados de fallas en la vista, no todos los oradores fueron al comienzo tartamudos. Sobrados son los ejemplos de un rendimiento excelente sobre la base de una dotación de órgano privilegiada. Para la etiología de las neurosis, la inferioridad y la atrofia orgánicas desempeñan ínfimo papel, el mismo, digamos, que el material perceptivo actual tiene para la formación del sueño. La neurosis se sirve de ellas a guisa de pretexto, como lo hace con todos los otros factores idóneos. No acabamos de, creer a una paciente neurótica que, según asevera, contrajo la enfermedad porque era fea, deforme, sin encantos, de suerte que nadie pudo amarla, cuando nos alecciona mejor el caso de la neurótica siguiente, que persevera en la neurosis y en la repulsa de lo sexual aunque parece más apetecible que el promedio, y en efecto es apetecida. La mayoría de las mujeres histéricas se cuentan entre las exponentes atractivas y aun hermosas de su sexo, y, por otra parte, la frecuencia de tachas, atrofias de órgano y defectos en los estamentos inferiores de nuestra sociedad no produce efecto alguno en cuanto a multiplicar las enfermedades neuróticas en ese ambiente.

Las relaciones del sentimiento de sí con el erotismo (con las investiduras libidinosas de objeto) pueden exponerse en algunas fórmulas, de la siguiente manera: Hay que distinguir dos casos, según que las investiduras amorosas sean acordes con el yo o, al contrario, hayan experimentado una represión. En el primer caso (la aplicación de la libido de manera acorde con el yo), el amar es apreciado como cualquier otra función del yo. El amar en sí, corno ansia y privación, rebaja la autoestima, mientras que ser-amado, hallar un objeto de amor, poseer al objeto amado, vuelven a elevarla. En el caso de la libido reprimida, la investidura de amor es sentida como grave reducción del yo, la satisfacción de amor es imposible, y el re-enriquecimiento del yo sólo se vuelve posible por el retiro de la libido de los objetos. El retroceso de la libido de objeto al yo, su mudanza en narcisismo, vuelve, por así decir, a figurar un amor dichoso, y por otra parte un amor dichoso real responde al estado primordial en que libido de objeto y libido yoica no eran diferenciables.

La importancia de este asunto y la imposibilidad de abarcarlo justificarán que agreguemos ahora algunos enunciados de manera más dispersa.

El desarrollo del yo consiste en un distanciamiento respecto del narcisismo primario y engendra una intensa aspiración a recobrarlo. Este distanciamiento acontece por medio del desplazamiento de la libido a un ideal del yo impuesto desde fuera; la satisfacción se obtiene mediante el cumplimiento de este ideal.

Simultáneamente, el yo ha emitido las investiduras libidinosas de objeto. El yo se empobrece en favor de estas investiduras así como del ideal del yo, y vuelve a enriquecerse por las satisfacciones de objeto y por el cumplimiento del ideal.

Una parte del sentimiento de sí es primaria, el residuo del narcisismo infantil; otra parte brota de la omnipotencia corroborada por la experiencia (el cumplimiento del ideal del yo), y una tercera, de la satisfacción de la libido de objeto.

El ideal del yo ha impuesto difíciles condiciones a la satisfacción libidinal con los objetos, haciendo que su censor [cf. AE, 14, pág. 94] rechace por inconciliable una parte de ella. Donde no se ha desarrollado un ideal así, la aspiración sexual correspondiente ingresa inmodificada en la personalidad como perversión. Ser de nuevo, como en la infancia, su propio ideal, también respecto de las aspiraciones sexuales: he ahí la dicha a la que aspiran los hombres.

El enamoramiento consiste en un desborde de la libido yoica sobre el objeto. Tiene la virtud de cancelar represiones y de restablecer perversiones. Eleva el objeto sexual a ideal sexual. Puesto que, en el tipo del apuntalamiento (o del objeto), adviene sobre la base del cumplimiento de condiciones infantiles de amor, puede decirse: Se idealiza a lo que cumple esta condición de amor.

El ideal sexual puede entrar en una interesante relación auxiliar con el ideal del yo. Donde la satisfacción narcisista tropieza con impedimentos reales, el ideal sexual puede ser usado como satisfacción sustitutiva. Entonces . se ama, siguiendo el tipo de la elección narcisista de objeto, lo que uno fue y ha perdido, o lo que posee los méritos que uno no tiene (cf. el punto c [ AE, 14, pág. 87]). En fórmula paralela a la anterior se diría: Se ama a lo que posee el mérito que falta al yo para alcanzar el ideal. Este remedio tiene particular importancia para el neurótico que por sus excesivas investiduras de objeto se ha empobrecido en su yo y no está en condiciones de cumplir su ideal del yo. Busca entonces, desde su derroche de libido en los objetos, el camino de regreso al narcisismo, escogiendo de acuerdo con el tipo narcisista un ideal sexual que posee los méritos inalcanzables para él. Es la curación por amor, que él, por regla general, prefiere a la analítica. Y aun no puede creer en otro mecanismo de curación; las más de las veces lleva a la cura la expectativa de ese mecanismo, y la dirige a la persona del médico que lo trata. Este plan de curación es estorbado, desde luego, por la incapacidad para amar en que se encuentra el enfermo a consecuencia de sus extensas represiones. Si mediante el tratamiento se ha podido levantar estas en cierto grado, se obtiene a menudo este involuntario resultado: el enfermo se sustrae del ulterior tratamiento para elegir un objeto de amor y confiar a la convivencia con la persona amada su completo restablecimiento. Podríamos contentarnos con este desenlace si no trajera consigo todos los peligros de la oprimente dependencia respecto de ese salvador.

Desde el ideal del yo parte una importante vía para la comprensión de la psicología de las masas. Además de su componente individual, este ideal tiene un componente social; es también el ideal común de una familia, de un estamento, de una nación. Ha ligado, además de la libido narcisista, un monto grande de la libido homosexual de una persona, monto que, por ese camino, es devuelto al yo, La insatisfacción por el incumplimiento de ese ideal libera libido homosexual, que se muda en conciencia de culpa (angustia social). La conciencia de culpa fue originariamente angustia frente al castigo de parte de los padres; mejor dicho: frente a la pérdida de su amor; después los padres son remplazados por la multitud indeterminada de los compañeros. La frecuente causación de la paranoia por un agravio al yo, por una frustración de la satisfacción en el ámbito del ideal del yo, se vuelve así más comprensible, como también el encuentro de formación de ideal y sublimación en el interior del ideal del yo, la involución de las sublimaciones y el eventual remodelamiento de los ideales en los casos de contracción de una parafrenia.

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