jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1916) El sentido de los síntomas

Lección XVII. El sentido de los síntomas


Señoras y señores:

En la lección que antecede hube de exponeros cómo la Psiquiatría clínica prescinde de la forma aparente y del contenido de los síntomas, mientras que, en cambio, el psicoanálisis dedica atención principal a ambos elementos, y ha sido de este modo el primero en establecer que todo síntoma posee un sentido y se halla estrechamente enlazado a la vida psíquica del enfermo. El sentido de los síntomas neuróticos fue descubierto por el doctor J. Breuer mediante el estudio y la acertadísima derivación de un caso de histeria (1880-1882), que se ha hecho célebre en los fastos de la Medicina. Cierto es que P. Janet realizó, independientemente de Breuer, idéntico descubrimiento, y que incluso le pertenece la prioridad de publicación, pues Breuer no comunicó sus observaciones sino diez años más tarde (1893-95), en la época de su colaboración conmigo; pero, en último término, es indiferente establecer a cuál de los dos corresponde la prioridad en el hallazgo. En todo descubrimiento suele participar, generalmente, más de una persona, y no siempre el éxito acompaña a quien realmente debiera. Así, América no ha recibido su nombre de Colón, su verdadero descubridor. Además, si a eso fuéramos, habríamos de hacer constar que antes que Breuer y Janet formuló ya el gran psiquíatra Leuret la opinión de que si supiéramos traducir los delirios de los alienados, encontraríamos que poseían un sentido. Por mi parte, confieso que durante mucho tiempo he estado dispuesto a atribuir a Janet los mayores merecimientos en la explicación de los síntomas neuróticos, por concebirlos como manifestaciones de «ideas inconscientes» que dominarían a los enfermos. Pero más tarde se ha expresado sobre este punto con tan exageradas reservas, que parece haber querido dar a entender que lo inconsciente no era para él sino un concepto auxiliar sin realidad alguna efectiva une façon de parler; inútil rectificación que le ha perjudicado extraordinariamente, aminorando en gran manera sus méritos científicos.

Personalmente, puedo decir que desde ella me resultan incomprensibles las restantes deducciones de este autor. Así, pues, los síntomas neuróticos poseen -como los actos fallidos y los sueños -un sentido propio y una íntima relación con la vida de las personas en las que surgen. Por medio de algunos ejemplos espero facilitaros la comprensión de este importante punto de vista, cuya general efectividad no puede, como es natural, ser objeto en estas lecciones de una prueba total. Pero aquellos que quieran convencerse de la verdad de mi afirmación sobre el sentido inherente a todo síntoma no tienen sino realizar por sí mismos una cantidad suficiente de observaciones directas. Por determinadas razones, los ejemplos que a continuación voy a exponeros no están tomados de la histeria, sino de otra neurosis harto singular y en el fondo muy análoga, sobre la cual habré de deciros previamente algunas palabras a título de introducción. Esta neurosis, a la que denominamos neurosis obsesiva, no es tan generalmente conocida como la histeria, pues se comporta mucho más discretamente, renunciando casi por completo a todo género de manifestaciones somáticas y concentrando todos los síntomas en el dominio psíquico. La neurosis obsesiva y la histeria han sido, entre todas las formas de la enfermedad neurótica, aquellas cuyo estudio ha constituido la primera base del psicoanálisis, y cuyo tratamiento ha proporcionado y proporciona a nuestra terapia sus mayores éxitos. Especialmente, la primera de dichas perturbaciones, que no presenta aquella misteriosa extensión de lo psíquico a lo somático, característica de la histeria, ha sido objeto, por parte de nuestra disciplina, de un más completo esclarecimiento, demostrándose que presenta con mucha mayor precisión determinados caracteres de las enfermedades neuróticas.

Los enfermos de neurosis obsesiva muestran, generalmente, las siguientes manifestaciones: experimentan impulsos extraños a su personalidad; se ven obligados a realizar actos cuya ejecución no les proporciona placer ninguno, pero a los cuales no pueden sustraerse, y su pensamiento se halla invariablemente fijo a ideas ajenas a su interés normal. Tales ideas (representaciones obsesivas) pueden carecer por sí mismas de todo sentido o ser tan sólo indiferentes para el individuo al que se imponen; pero lo más frecuente es que sean totalmente absurdas. De todos modos, y cualquiera que sea el carácter que presenten, constituyen siempre el punto de partida de una intensa actividad intelectual que agota al enfermo, el cual se ve constreñido, contra todo el torrente de su voluntad, a cavilar incesantemente en derredor de tales ideas, como si se tratase de sus asuntos personales más importantes. Los impulsos que el enfermo experimenta pueden presentar también, en ocasiones, un carácter infantil y desatinado, pero la mayor parte de las veces poseen un contenido temeroso, sintiéndose el enfermo incitado a cometer graves crímenes, de los que huye horrorizado, defendiéndose contra la tentación por medio de toda clase de prohibiciones, renunciamientos y limitaciones de su libertad.

Conviene hacer constar que tales crímenes y malas acciones no llegan jamás a ser siquiera iniciados, pues la fuga y la prudencia acaban siempre por imponerse. Los actos que el enfermo lleva realmente a cabo, esto es, los actos obsesivos, son siempre inocentes e insignificantes, consistiendo de ordinario, en repeticiones u ornamentaciones ceremoniosas de los actos más corrientes de la vida cotidiana. Resulta de este modo que los actos más necesarios, tales como los de acostarse, lavarse, vestirse o salir de paseo, se convierten en problemas complicadísimos, apenas solubles. Las representaciones, impulsos y actos patológicos no aparecen mezclados en idéntica proporción en cada forma y caso de neurosis obsesiva, pues casi siempre es uno solo de estos factores el que domina en el cuadro sintomático y caracteriza a la enfermedad; pero todas las formas y todos los casos tienen innegables rasgos comunes. Trátase, ciertamente, de una singular dolencia. La fantasía más extravagante de un psiquíatra no hubiera conseguido nunca imaginar nada semejante, y si no tuviéramos ocasión de ver continuamente casos de este género, no creeríarmos en su existencia. No supongáis, sin embargo, contribuir al alivio del enfermo aconsejándole que se distraiga, deseche sus ideas absurdas y piense, en su lugar, en algo razonable. El enfermo mismo quisiera hacer aquello que le aconsejáis, pues presenta una perfecta lucidez, comparte vuestra opinión sobre sus síntomas obsesivos e incluso la formula espontáneamente antes que vosotros; pero nada le es posible hacer para mejorar su estado. Aquellos actos que la neurosis obsesiva impone al paciente se hallan sostenidos por una energía para la cual no encontramos comparación ninguna en la vida normal. El enfermo no puede hacer otra cosa que desplazar o sustituir su obsesión, reemplazando una idea absurda por otra que quizá lo es menos, cambiando de precauciones y prohibiciones o variando de ceremonial. Puede desplazarse la coerción, pero no suprimirla.

Esta capacidad de desplazamiento de los síntomas, desde su forma primitiva a otra muy alejada y diferente, constituye uno de los principales caracteres de la neurosis obsesiva, dolencia en la cual descubrimos, además, la singularísima circunstancia de que las oposiciones (polaridades) que llenan la vida psíquica se muestran particularmente acentuadas. Junto a la obsesión de contenido negativo o positivo vemos aparecer, en el terreno intelectual, un estado de duda que, extendiéndose sobre las cosas generalmente más ciertas y seguras, provoca en el sujeto una perpetua indecisión, despojándole de toda su energía y haciéndole imponerse inhibiciones cada vez más rigurosas. Este cuadro sintomático resulta tanto más singular cuanto que los neuróticos obsesivos suelen haber sido antes, por lo general, personas de carácter enérgico, a veces de una gran tenacidad, y siempre de un nivel intelectual superior al vulgar. En la mayoría de los casos presentan, además, una alta disciplina moral, llevada hasta el escrúpulo, y una extrema corrección. Podéis, pues, imaginar la difícil labor que es necesario llevar a cabo para orientarse en este contradictorio conjunto de rasgos de carácter y síntomas patológicos. Por tanto, no aspiramos, en un principio, sino a un modestísimo resultado, esto es, al de conseguir comprender e interpretar algunos de los síntomas de esta enfermedad.

Antes de entrar en el fondo de la cuestión querréis, sin duda, saber cuál es la actitud que la Psiquiatría adopta ante los problemas de la neurosis obsesiva. Muy poco es lo que sobre este punto puede comunicaros, pues dicha disciplina se limita a distribuir calificativos a las diferentes obsesiones y a sostener que los sujetos portadores de los síntomas de las mismas son siempre «degenerados», afirmación nada satisfactoria, pues lejos de constituir un esclarecimiento, no pasa de ser una estimación de carácter peyorativo, de la que habremos de deducir que aquellos individuos que salen del nivel vulgar son campo abonado para el desarrollo de toda clase de singularidades. En realidad, es innegable que las personas susceptibles de presentar tales síntomas han de haber recibido de la Naturaleza una constitución diferente de la del resto de los humanos. Pero, ¿por qué razón ha de considerárselos más «degenerados» que a los demás nerviosos, tales como los histéricos o los enfermos de psicosis ? La característica establecida por la Psiquiatría resulta, evidentemente, demasiado general, y hasta nos inclinaremos a rechazarla totalmente al observar que individuos de un gran valor social pueden presentar los mismos síntomas. Generalmente, sabemos muy poco de la vida íntima de nuestros grandes hombres, cosa debida tanto a su propia discreción como a la falta de sinceridad de sus biógrafos.

Pero cuando tropezamos con un fanático de la verdad como Emilio Zola, que pone ante nosotros toda su vida sin el menor fingimiento, vemos cuántas costumbres obsesivas suelen atormentar a tales hombres de alta mentalidad. Para estos neuróticos de elevada intelectualidad ha creado la Psiquiatría la categoría de los «degenerados superiores». Está bien; pero el psicoanálisis nos ha descubierto que es posible hacer desaparecer definitivamente estos singulares síntomas obsesivos, como hacemos desaparecer muchas otras dolencias en sujetos que nadie ha pensado en calificar de «degenerados». Por mi parte, puedo asegurar que he conseguido más de una vez este halagüeño resultado. Pasaré ahora a citaros dos ejemplos de análisis de un síntoma obsesivo. El primero de ellos data de hace ya muchos años, pero no he encontrado otro más reciente que siendo de igual interés se preste mejor a ser expuesto en estas lecciones. El segundo, en cambio, es de fecha muy próxima. Dado que los casos de este género exigen ser expuestos en su totalidad y sin omitir un solo detalle, serán éstos los dos únicos ejemplos que podré comunicaros aquí en apoyo de mis afirmaciones sobre esta parte de la investigación psicoanalítica.

Una señora de treinta años, aproximadamente, que sufría de fenómenos obsesivos muy graves y a la que hubiera yo quizá logrado aliviar sin un pérfido accidente que destruyó toda mi labor y del que ya os hablaré en otra ocasión, ejecutaba varias veces al día, entre otros muchos, el singular acto obsesivo siguiente: Corría desde su alcoba a un gabinete continuo, se colocaba en un lugar determinado, delante de la mesa que ocupaba el centro de la habitación, llamaba a su doncella, le daba una orden cualquiera o la despedía sin mandarle nada y volvía después, con igual precipitación, a la alcoba. Este manejo no constituye, ciertamente, un grave síntoma patológico, pero sí es lo bastante singular para excitar nuestra curiosidad. Afortunadamente, pudo proporcionarnos su explicación -de un modo irrefutable -la paciente misma, sin la menor intervención por nuestra parte, pues de otra forma nos hubiese sido imposible dar con el sentido de su acto obsesivo o siquiera proponer una interpretación del mismo.

Siempre que le habíamos preguntado por qué llevaba a cabo aquel extraño manejo y qué significación podía tener, nos había contestado que lo ignoraba en absoluto; pero un día, después de lograr vencer en ella un grave escrúpulo de conciencia, encontró de repente la explicación buscada y nos relató los hechos a los que el misterioso síntoma se enlazaba. Más de diez años atrás había contraído matrimonio con un hombre que le llevaba muchos años y que durante la noche de bodas demostró una total impotencia. Toda la noche la pasó corriendo de su cuarto al de su mujer para renovar sus tentativas, pero sin obtener éxito ninguno. A la mañana siguiente, dijo contrariado: «Me avergüenza que la criada que va a venir a hacer la cama pueda adivinar lo que ha sucedido», y cogiendo un frasco de tinta roja que por azar se hallaba en el cuarto lo vertió en las sábanas; pero no precisamente en el sitio en que hubieran debido encontrarse las manchas de sangre. Al principio, no llegué a comprender qué relación podía existir entre este recuerdo y el acto obsesivo de mi paciente, pues el paso repetido de una habitación a otra y la aparición de la doncella eran los únicos extremos que el mismo tenía comunes con el supuesto antecedente real. Pero entonces me llevó la enferma a la segunda habitación, y colocándome ante la mesa me hizo descubrir en el tapete que la cubría una gran mancha roja y me explicó que se situaba junto a la mesa en una posición tal, que la criada no podía por menos de ver la mancha. Ante este nuevo detalle no había ya posibilidad de duda sobre la estrecha relación existente entre la escena de la noche de bodas y el acto obsesivo actual. Pero además nos ofrece este caso otras interesantísimas observaciones.

Ante todo, es evidente que la enferma se identifica con su marido y reproduce su conducta durante la noche de bodas, imitando su paso de una habitación a otra. Para que tal identificación sea completa, habremos además de admitir que reemplaza el lecho y las sábanas por la mesa y el tapiz que la cubre, sustitución que podría parecernos arbitraria si no conociésemos ya, por haberlo estudiado a fondo en la primera serie de estas lecciones, el simbolismo onírico. Pero sabemos que la mesa es muchas veces, en nuestros sueños una representación del lecho, y que mesa y lecho son, a la par, símbolos del matrimonio, pudiendo, por tanto, reemplazarse indistintamente entre sí. Todo esto parece demostrar que el acto obsesivo de esta enferma posee un sentido, constituyendo una representación y una repetición de la escena anteriormente descrita. Pero nada nos obliga a declararnos satisfechos con esta apariencia de prueba, pues sometiendo a un examen más detenido las relaciones entre el suceso real y el acto obsesivo obtendremos quizá interesantes informaciones sobre hechos más lejanos y sobre la intención del acto mismo.

El nódulo de este último consiste, evidentemente, en el hecho de hacer venir a la criada y atraer su atención sobre la roja mancha, contrariamente a los deseos del marido después del desgraciado intento de simulación. De este modo se conduce la paciente -siempre en representación de su marido -como si no tuviera que temer la entrada de la doncella, dado que la mancha cae sobre el lugar debido. Vemos, pues, que no se contenta con reproducir la escena real, sino que la ha continuado y corregido, perfeccionándola. Pero al hacerlo así rectifica también aquel otro penoso accidente que obligó al marido a recurrir a la tinta roja; esto es, a su total impotencia. De todo eso habremos de deducir que el acto obsesivo de nuestra enferma presenta el siguiente sentido: «Mi marido no tenía por qué avergonzarse ante nadie, pues no era impotente.» El deseo que encierra esta idea es presentado por la enferma como realizado en un acto obsesivo, análogamente a como sucede en los sueños, y obedece a la tendencia de la buena señora a rehabilitar a su esposo.

En apoyo de lo que antecede podría citaros todo lo que de esta paciente sé; o mejor dicho, son todas las circunstancias de su vida las que nos imponen una tal interpretación de su acto obsesivo, ininteligible por sí mismo. Separada de su marido hace varios años, lucha contra la idea de solicitar sea anulado su matrimonio; mas por determinados escrúpulos de conciencia no se decide a ello, y sintiéndose obligada a permanecer fiel, vive en el más absoluto retiro. Para alejar toda tentación, llega incluso a rehabilitarle y engrandecerle en su fantasía. Pero aún hay más. El verdadero y profundo secreto de su enfermedad consiste en que por medio de la misma protege a su marido contra las murmuraciones y le hace posible vivir separado de ella sin que nadie sospeche la causa real de la separación. Vemos, pues, cómo el análisis de un inocente acto obsesivo puede hacernos penetrar directamente hasta el más profundo nódulo de un caso patológico y revelarnos, al mismo tiempo, una gran parte del misterio de la neurosis de obsesión. Si me he detenido a exponeros minuciosamente este ejemplo, ha sido por aparecer reunidas en él condiciones características que no en todos es posible encontrar. Su interpretación fue descubierta por la enferma misma, fuera de toda dirección ajena y mediante el establecimiento de una relación entre sus síntomas y un suceso real perteneciente no a un olvidado período de su vida infantil, sino a su plena madurez; suceso que ha dejado una precisa huella en su memoria.

Todas las objeciones que la crítica dirige generalmente contra nuestras interpretaciones de síntomas se estrellan contra este solo caso, pero claro es que no siempre tenemos una tal fortuna. Algunas palabras todavía antes de pasar a otro ejemplo: seguramente habréis extrañado que un acto obsesivo, tan insignificante en apariencia, nos haya llevado a cosa tan íntima de la existencia de la sujeto como la historia de su noche de bodas, y os preguntaréis, además, si el hecho de pertenecer tales intimidades precisamente a la vida sexual ha de considerarse o no como un simple azar desprovisto de toda trascendencia. Claro es que esta circunstancia ha podido depender de la naturaleza particular del caso escogido como primer ejemplo; pero, de todos modos, quisiera que no sentarais conclusión alguna antes de oír el que a continuación voy a exponeros y que presenta características por completo diferentes, pues constituye una muestra de una categoría harto frecuente, o sea de un ceremonial inherente al acto de acostarse. Trátase de una bella muchacha de diecinueve años, hija única y muy superior a sus padres, tanto en instrucción como en agilidad intelectual.

De niña presentaba un carácter salvaje y orgulloso, y durante sus últimos años, sin causa exterior aparente, había llegado a mostrarse patológicamente nerviosa. Da prueba de una particular hostilidad contra su madre y se manifiesta descontenta, deprimida, e inclinada a la indecisión y a la duda, hasta el punto de no poder atravesar sola las plazas ni las calles un poco anchas. Nos hallamos aquí ante un complicado estado patológico, susceptible, por lo menos, de dos diagnósticos: el de agorafobia y el de neurosis obsesiva. Pero sin detenernos a discutir este punto concreto, pasaremos a lo que verdaderamente nos interesa en esta enferma, o sea el ceremonial que lleva a cabo al acostarse y con el que causa la desesperación de sus padres. Puede decirse que, en un cierto sentido, todo sujeto normal tiene su ceremonial para acostarse o precisa para conciliar el sueño del cumplimiento de determinadas condiciones, pues ha rodeado el paso del estado de vigilia al de reposo de ciertas formalidades que ha de reproducir exactamente cada noche. Pero todos los requisitos de que el hombre sano rodea su sueño son tan racionales como fácilmente comprensibles, y cuando las circunstancias exteriores le imponen alguna modificación, se adapta a ella sin trabajo ni pérdida de tiempo.

En cambio, el ceremonial patológico carece de flexibilidad; sabe imponerse al precio de los mayores sacrificios, ocultándose detrás de fundamentos en apariencia racionales, y examinado superficialmente, no parece diferenciarse del ceremonial normal sino por una exagerada minuciosidad. Pero un más detenido examen nos mostrará siempre que el ceremonial patológico trae consigo requisitos que ninguna razón justifica y otros francamente antirracionales. Nuestra enferma explica sus precauciones nocturnas alegando que para dormir bien tiene necesidad de un silencio absoluto y se ve obligada, por tanto, a limitar todo lo que pudiera producir un ruido. Con este fin, toma todas las noches, antes de acostarse, las precauciones siguientes: en primer lugar, para el reloj de pared que hay en el cuarto y hace transportar a otra habitación distante todos los demás relojes, sin exceptuar siquiera uno pequeño de pulsera, metido dentro de su estuche; en segundo lugar, reúne sobre su escritorio todos los floreros y jarrones, de manera que ninguno de ellos pueda caer y romperse durante la noche, turbando así su reposo.

Sabe perfectamente que la necesidad de proteger su descanso no justifica estas medidas sino en apariencia, pues se da cuenta de que el pequeño reloj de pulsera, metido dentro de su estuche, no podría ser causa de perturbación alguna, tanto más cuanto que nadie ignora que el tictac regular y monótono de un reloj, lejos de perturbar el sueño, la favorece. Conviene, además, en que el temor de que los floreros y jarrones caigan espontáneamente al suelo, produciendo ruido, es por completo inverosímil. Los restantes detalles del ceremonial carecen ya de toda relación con el absoluto silencio que dice serle necesario para conciliar el sueño. Así, exige, entre otras cosas, que la puerta que separa su alcoba de la de sus padres quede entreabierta, y para obtener este resultado la inmoviliza con ayuda de diversos objetos, precaución que en vez de evitar posibles ruidos es, por el contrario, susceptible de producirlos. Pero la parte más importante del ceremonial se refiere al lecho mismo. La almohada larga no debe tocar a la cabecera y el pequeño almohadón superior ha de quedar dispuesto en rombo sobre dicha almohada, reclinando luego la enferma su cabeza en este almohadón y precisamente en el sentido del diámetro longitudinal del rombo. Por último, ha de sacudir el edredón, de manera que todo su contenido vaya a acumularse en su parte inferior formando un promontorio, pero inmediatamente deshace su labor, igualándolo de nuevo.

Os haré gracia de los demás detalles, a veces muy minuciosos, de este ceremonial, los cuales, sobre no enseñarnos nada nuevo, nos alejarían considerablemente del fin que nos proponemos. Pero he de advertiros que la realización del mismo resulta mucho más complicada de lo que pudiera creerse. La enferma teme siempre no haberlo llevado a cabo con todo el cuidado necesario, y revisa y repite indefinidamente cada uno de los actos de que se compone, a medida que sus dudas van recayendo sobre ellos. De este modo resulta que tales manejos duran una o dos horas, durante las cuales ni la muchacha ni sus atemorizados padres pueden conciliar el sueño. El análisis de este ceremonial no ha sido tan fácil como el del acto obsesivo de nuestra anterior enferma, pues me vi obligado a guiar a la muchacha y a proponerle proyectos de interpretación que rechazaba invariablemente con una negativa categórica o no acogía sino con una despreciativa duda. Pero a esta primera reacción negativa siguió un período durante el cual, mostrándose interesada por las hipótesis de interpretación que se le proponían, reunía las asociaciones que con respecto a ellas surgían en su imaginación, comunicaba sus recuerdos y establecía relaciones entre ellos y sus síntomas, acabando por aceptar nuestra explicación de estos últimos, aunque sometiéndola previamente a una elaboración personal. A medida que esta labor iba cumpliéndose en ella, se fue haciendo menos meticulosa en la ejecución de sus actos obsesivos, y antes del término del tratamiento llegó a abandonar todo su ceremonial.

He de advertiros también que la labor psicoanalítica, tal como hoy en día la practicamos, no se ocupa sucesivamente de cada uno de los síntomas particulares hasta su completa elucidación. Por lo contrario, nos veremos a cada instante en la necesidad de abandonar un tema dado; pero ello no nos preocupa lo más mínimo, pues estamos seguros de volver a hallarlo al abordar el examen de cualquiera de los restantes elementos del caso. La interpretación de síntomas que a continuación voy a exponeros es, por tanto, una síntesis de resultados cuya consecución fue interrumpida varias veces por otros trabajos diferentes, y duró de este modo varios meses. Nuestra enferma comenzó por comprender que si le resultaba imposible dejar un reloj en su cuarto durante la noche, era por constituir para ella dicho objeto un símbolo genital femenino. El reloj de pared, del que conocemos todavía otras interpretaciones simbólicas, asume este papel a causa de la periódica seguridad de su funcionamiento. Cuando una mujer quiere acentuar la regularidad de sus menstruos, suele decir que «anda como un reloj». Pero lo que nuestra enferma temía sobre todo era ser perturbada en su sueño por el tictac de la maquinaria, ruido que puede ser considerado como una representación simbólica de los latidos del clítoris en los momentos de excitación sexual. En efecto: nuestra enferma había sido despertada repetidas veces por esta penosa sensación y el temor a la misma, o sea a la erección del clítoris, era lo que la obligaba a alejar de su alcoba todos los relojes en marcha.

Los floreros y los jarrones son, como todos los recipientes, símbolos femeninos. Así, pues, la precaución de colocarlos durante la noche en sitio desde el que no pudiesen caer y romperse no se hallaba desprovista de sentido. Conocida es la costumbre, nada rara, de romper un cacharro o un plato en la ceremonia de los esponsales y repartir los fragmentos entre los asistentes, costumbre que, colocándonos en el punto de vista de una organización matrimonial premonogámica, podemos interpretar como un renunciamiento de los circunstantes a los derechos que cada uno podía o debía tener sobre la desposada. A esta parte del ceremonial de nuestra enferma asociaba la misma un recuerdo y varias ideas. Siendo aún niña, iba un día con un vaso en la mano y cayó al suelo, hiriéndose en un dedo con un cristal y sangrando abundantemente. Más tarde, al llegar a la pubertad, tuvo conocimiento de los hechos referentes a las relaciones sexuales, y quedó obsesionada por el temor angustioso de no sangrar en la noche de bodas, circunstancia que haría dudar a su marido de su virginidad. Sus precauciones contra la rotura de los floreros y jarrones de su alcoba constituyen, pues, una especie de reacción contra todo el complejo relacionado con la virginidad y la hemorragia consecutiva al primer contacto sexual, reacción de protesta que se dirige tanto contra el temor de sangrar como contra el opuesta de no sangrar.

Vemos, pues, que el deseo de prevenir todo ruido, con el cual explica la muchacha estas precauciones, no tiene, en realidad, relación ninguna con ellas. La paciente misma adivinó el sentido central de su ceremonial un día en que tuvo la súbita comprensión del motivo por el que no quería que la almohada tocase la cabecera del lecho. «La almohada- decía -es siempre mujer, y la pared vertical del lecho es hombre.» Quería, pues, y por una especie de acto mágico, separar al hombre de la mujer, esto es, impedir a sus padres todo contacto sexual. Mucho antes de haber establecido su ceremonial había intentado ya alcanzar idéntico fin de una manera más directa, simulando miedo o utilizando un miedo real, para obtener que la puerta que separaba la alcoba de la de sus padres quedase abierta durante la noche, medida que conservó luego en el ceremonial que nos ocupa. De este modo se proporcionaba un medio de espiar a sus padres, y a fuerza de estar en constante vigilancia, contrajo un insomnio que duró varios meses. No contenta con perturbar así la vida de sus padres, iba algunas veces a instalarse entre ambos en el lecho conyugal, acto con el que conseguía realmente separar la «almohada» de la «cabecera». Cuando alcanzó ya una edad en la que no podía acostarse con sus padres sin molestarlos y hallarse molesta ella misma, se ingenió todavía para simular un incoercible miedo, con el fin de obtener que la madre le cediese su sitio junto al padre y fuera a ocupar su cama de soltera. Esta situación constituyó seguramente el punto de partida de algunas de las fantasías cuya huella encontramos en el ceremonial.

El acto de sacudir el edredón, que, como la almohada, es también un símbolo femenino, hasta que, reuniéndose todas sus plumas en su parte inferior formase una especie de bolsa, posee también un sentido: el de embarazar a la mujer. Pero nuestra paciente no dejaba de disipar en el acto este simbólico embarazo, pues había vivido durante muchos años con el temor de que le naciese un hermano que hubiese dado al traste con su privilegiada posición de hija única. Por otro lado, si la almohada grande, símbolo femenino, representaba a su madre, el pequeño almohadón de encima tenía que ser representación de su propia persona. Más entonces, ¿por qué había de quedar este almohadón dispuesto en sentido romboidal y colocar luego ella encima su cabeza en la dirección del diámetro longitudinal del mismo? La paciente cayó en seguida en que el rombo es la elemental forma geométrica con la que se suele representar en los gráficos callejeros el genital femenino abierto. Así, pues, se adjudicaba ella el papel masculino, reemplazando con su cabeza el miembro viril. (Cf. «La decapitación como representación simbólica de la castración».) Me diréis que es triste que en la imaginación de una muchacha virgen puedan germinar tales cosas. Convengo en ello; pero no debéis olvidar que en esta triste verdad no me cabe responsabilidad alguna, pues me he limitado a interpretar los signos en que se manifiesta. Los ceremoniales que acabo de describiros son siempre fenómenos de extraordinaria singularidad. Sin embargo, con respecto al caso presente no podréis menos de reconocer que existe una estrecha correspondencia entre sus elementos y las fantasías que la interpretación nos revela. Pero lo que más me interesa es que hayáis observado claramente en este ejemplo cómo estos ceremoniales son cristalización, no de una sola y única fantasía, sino de varias, muy distintas, aunque convergentes en un punto dado. Por último, habréis también advertido que las formalidades del ceremonial analizado traducían los deseos sexuales de un sentido tan pronto positivo, a modo de sustitutivos, como negativo, a título de medios de defensa.

El análisis de este ceremonial hubiera podido proporcionarnos todavía más amplios resultados si hubiésemos relacionado con él todos los demás síntomas que la enfermedad presentaba, pero esta labor carecía de conexión con el fin que nos habíamos propuesto. Contentaos, pues, con saber que esta muchacha experimentaba por su padre una atracción erótica cuyos principios se remontaban a su niñez, hecho en el que habremos quizá de ver el motivo de su actitud hostil hacia su madre. Resulta, por tanto, que también el análisis de este síntoma nos ha introducido en la vida sexual de la enferma, circunstancia que hallaremos cada vez menos sorprendente a medida que vayamos conociendo mejor el sentido y la intención de los síntomas neuróticos. En los dos ejemplos analizados habréis podido observar que, al igual de los actos fallidos y los sueños, también los síntomas neuróticos poseen un sentido que los enlaza estrechamente a la vida íntima de los enfermos. Cierto es que no puedo pediros que consideréis suficiente prueba de esta afirmación los dos casos expuestos, pero, en cambio, vosotros no podéis exigirme que os exponga aquí un número ilimitado de ejemplos hasta que lleguéis a un tal convencimiento, pues la necesaria minuciosidad de este género de comunicaciones haría necesario un curso semestral de cinco horas por semana, sólo para elucidar este punto concreto de la teoría de la neurosis. Habré de limitarme, por tanto a estas dos pruebas en favor de mi afirmación, remitiendo a aquellos que deseen conocer un mayor número de casos a la literatura existente sobre esta cuestión, y especialmente a las clásicas interpretaciones de síntomas efectuadas por J. Breuer, a las interesantísimas explicaciones de los oscuros síntomas de la demencia precoz, publicadas por C. G. Jung en la época en que este autor no era todavía más que psicoanalista y no pretendía arrogarse la categoría de profeta, y, por último, a los estudios publicados en nuestras revistas psicoanalíticas. Las investigaciones de este género son precisamente muy numerosas, pues el análisis, la interpretación y la traducción de los síntomas neuróticos han atraído siempre el interés de los psicoanalistas hasta el punto de hacerles descuidar todos los demás problemas de las neurosis.

Aquellos de entre vosotros que quieran imponerse este trabajo de documentación quedarán seguramente impresionados por la amplitud y la fuerza probatoria del material reunido sobre esta materia; pero al mismo tiempo tropezarán con una dificultad: Sabemos que el sentido de un síntoma reside en una relación del mismo con la vida íntima del enfermo. Cuanto más individualizado se halla un síntoma, más fácil resulta establecer dicha relación. La labor que nos incumbe, cuando nos hallamos ante una idea desprovista de sentido o de un acto sin objeto, será, por tanto, la de descubrir la situación pretérita en la que tales ideas o actos poseyeron sentido y objeto, respectivamente. El acto obsesivo de aquella enferma que se colocaba delante de la mesa de su gabinete y hacía acudir a la doncella constituye el prototipo de este género de síntomas. Pero con gran frecuencia hallamos también síntomas que poseen un carácter totalmente distinto y a los que hemos de considerar como típicos de la enfermedad, pues son aproximadamente los mismos en todos los casos y no presentan diferencias individuales, o sólo tan poco definidas, que se hace muy difícil enlazarlos a la vida individual de los enfermos y referirlos a situaciones vividas.

Ya el ceremonial de nuestra segunda enferma presenta muchos de estos rasgos típicos, aunque también nos muestra rasgos individuales suficientes para hacer posible lo que pudiéramos llamar interpretación histórica del caso. Mas todos estos enfermos de neurosis obsesiva poseen una tendencia a repetir determinados actos, aislándolos de los restantes de su vida cotidiana y dándoles un ritmo distinto. La mayoría de ellos muestran un excesivo afán de limpieza. Los enfermos atacados de agorafobia (topofobia-miedo del espacio), dolencia que no entra ya en el cuadro de la neurosis obsesiva, sino en el de la histeria de angustia ( Angsthysterie), reproducen en sus cuadros nosológicos, con una monotonía a veces fatigosa, idénticos rasgos: miedo de los lugares cerrados, de los grandes espacios descubiertos y de las calles y avenidas que se extienden hasta perderse de vista, creyéndose, en cambio, protegidos, cuando son acompañados por una persona conocida u oyen detrás de ellos el ruido de un coche. Pero sobre este fondo uniforme, cada enfermo presenta sus condiciones individuales, o como pudiéramos decir, sus fantasías, que son a veces diametralmente opuestas en los diversos casos.

Unos temen las calles estrechas y otros las anchas; unos no pueden andar por la calle más que cuando hay poca gente, y otros, por lo contrario, sólo se sienten a gusto entre la multitud. Del mismo modo la histeria, a pesar de toda su riqueza en rasgos individuales, presenta numerosísimos caracteres generales y típicos que hacen muy difícil la retrospección histórica. No olvidemos, sin embargo, que estos síntomas típicos son los que nos sirven de guía para fijar el diagnóstico. Si en un caso dado de histeria hemos conseguido enlazar un síntoma típico con un suceso personal o una serie de sucesos personales análogos (por ejemplo, relacionar una serie de vómitos histéricos con determinadas impresiones de repugnancia), nos desorientará ver que el análisis de otro caso de síntomas idénticos refiere los vómitos a la influencia presunta de sucesos personales de una naturaleza por completo diferente. En tales casos, nos inclinamos a admitir que los síntomas, o sea, en este ejemplo, los vómitos histéricos, poseen causas que permanecen ocultas, no siendo los datos históricos revelados por el análisis sino pretextos accidentales que en el momento de presentarse son aprovechados por la necesidad interna existente.

Llegamos así a la desalentadora conclusión de que si bien podemos obtener una explicación satisfactoria del sentido de los síntomas neuróticos individuales, guiándonos por su relación con los sucesos vividos por el enfermo, en cambio, todo nuestro arte interpretativo es insuficiente para descubrirnos el significado de los síntomas típicos, mucho más frecuentes. Además, habréis de tener en cuenta que no os he expuesto aún todas las dificultades con que tropezamos cuando queremos perseguir rigurosamente la interpretación histórica de los síntomas, exposición de la que quiero abstenerme de momento, mas no porque intente presentaros esta cuestión más fácil de lo que en realidad es, sino porque no me parece conveniente provocar confusiones y desalientos en vosotros desde el comienzo de vuestros estudios comunes. Cierto es que nos hallamos todavía al principio del camino que ha de llevarnos a la comprensión de lo que los síntomas significan, pero debemos atenernos provisionalmente a los resultados obtenidos y no avanzar sino progresivamente hacia lo desconocido. Trataré, pues, de mitigar la mala impresión que mis anteriores palabras hayan podido causaros, haciéndoos saber que entre las dos categorías de síntomas -individuales y típicos- no puede existir una diferencia fundamental.

Demostrado que los síntomas individuales dependen incontestablemente de los sucesos vividos por el enfermo, podemos admitir que también los síntomas típicos pueden ser reducidos a su vez a sucesos igualmente típicos; esto es, comunes a todos los hombres. Los rasgos restantes que observamos regularmente en las neurosis pueden ser reacciones generales que la naturaleza misma de las alteraciones patológicas impone al enfermo, tales como la repetición y la duda de la neurosis obsesiva. En realidad, no tenemos razón ninguna para desalentarnos antes de conocer los resultados a que nuestra investigación ha de llevarnos más adelante. En la teoría de los sueños tropezamos con una idéntica dificultad, de la que no tuve ocasión de hablaros en nuestras anteriores lecciones sobre el fenómeno onírico. El contenido manifiesto de los sueños, que sometido al análisis nos da los resultados que ya conocéis, es infinitamente vario y presenta grandes diferencias individuales. Pero junto a esta variedad existen sueños que pueden ser igualmente calificados de típicos y se producen de un modo idéntico en todos los hombres, presentando un contenido uniforme que opone a la interpretación iguales dificultades que los síntomas antes detallados. Estos sueños son aquellos en que experimentamos la sensación de caer o planear en el espacio, volamos, nadamos, nos vemos privados de movimientos o desnudos, y otros varios de carácter angustioso. Su interpretación es en cada sujeto diferente, y no nos proporciona explicación alguna sobre la regular identidad de su contenido ni sobre su carácter típico. Pero en ellos observamos también un fondo común mezclado con rasgos individuales, y es muy probable que los progresos de nuestra investigación nos permitan incluirlos en la concepción de la vida onírica que del estudio de los sueños restantes hemos deducido.

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