jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1917) Lección XXVII. La transferencia

Lección XXVII. La transferencia


Señoras y señores: Viendo ya próximo el fin de estas conferencias, esperáis, sin duda, oírme tratar de aquella terapia en la que reposa la posibilidad de practicar el psicoanálisis. No puedo, en efecto, eludir este tema, pues si así lo hiciera, os dejaría en la ignorancia de un nuevo hecho, sin cuyo conocimiento resultaría harto incompleta vuestra inteligencia de las enfermedades investigadas en el curso de estas lecciones. Sé que no esperáis que os inicie en la forma de practicar el análisis con un fin terapéutico. Lo que deseáis es conocer, de un modo general, los medios de que la terapia psicoanalítica se sirve y los resultados que obtiene. Reconociendo que vuestro deseo se halla perfectamente justificado, no voy sin embargo, a satisfacerlo por medio de una exposición directa, sino que me limitaré a proporcionaros datos suficientes para que por vosotros mismos podáis deducir una respuesta a vuestras interrogaciones.

Reflexionad un poco. Conocéis ya las condiciones esenciales de la enfermedad y los factores que actúan sobre el sujeto después de enfermar. ¿Qué acción terapéutica puede ser posible en estas circunstancias ? En primer lugar, nos hallamos ante la predisposición hereditaria, factor en cuya importancia insistimos poco los psicoanalistas, porque ya otros se encargan de hacerlo por nosotros, y nada tenemos que agregar por nuestra cuenta. Pero esto no quiere decir que no reconozcamos toda su enorme significación. Como terapeutas, hemos tenido ocasión de comprobar el poder de la disposición, no habiéndonos sido posible modificarla en lo más mínimo y permaneciendo, por tanto, para nosotros como algo dado, que limita y restringe nuestra actuación. Hallamos después la influencia de los sucesos infantiles tempranos, influencia a la que atendemos preferentemente en el análisis. Estos sucesos infantiles pertenecen al pasado y nada puede ya deshacerlos. Por último, y reunidas en el concepto de «frustración real», se nos muestran todas aquellas desgraciadas circunstancias de la vida que nos imponen una privación de amor, pobreza, las discordias familiares, una elección enferma de pareja conyugal, desfavorables circunstancias sociales y la presión exigente de los estándares éticos sobre el individuo.

Cada uno de estos elementos señala un camino a la intervención terapéutica; mas para que esta intervención diera algún resultado, tendría que ser semejante a la que, según la popular leyenda vienesa, ejerció el emperador José; esto es, tendría que provenir de un poderoso personaje ante cuya voluntad se doblegasen los hombres y desapareciesen las dificultades. No es éste ciertamente nuestro caso. Pobres, sin poder personal ninguno y obligados a ganarnos el sustento en el ejercicio de nuestra profesión, no podemos ni siquiera prestar asistencia gratuita a un cierto número de enfermos -como otros médicos con otros métodos terapéuticos lo hacen -, pues nuestra terapéutica demanda mucho tiempo y es muy laboriosa como para que eso sea posible. Quizá creáis ver en uno de los factores antes detallados el punto de apoyo que necesitamos para ejercer nuestra influencia curativa.

Pensáis, en efecto, que si la limitación ética impuesta por la sociedad es responsable de la privación de que el enfermo sufre, podrá el tratamiento aliviarle, incitándole directamente a traspasar dicha limitación, y a procurarse satisfacción y salud, negándose a conformar su conducta a un ideal al que la sociedad concede un gran valor, pero en el que no siempre se inspira el individuo. Equivaldría esto a afirmar que se puede recobrar la salud viviendo sin restricciones la propia vida sexual. Si el tratamiento analítico implicase un consejo de este género, merecería ciertamente el reproche de ser opuesto a la moral general, que lo que se le ha dado al individuo ha sido sacado de la comunidad. Pero todo esto es absolutamente erróneo. El consejo de vivir sin traba alguna nuestra vida sexual no interviene para nada en la terapia psicoanalítica. Como ya os he indicado, existe en el enfermo un tenaz conflicto entre la tendencia libidinosa y la represión sexual, o sea entre su lado sensual y su lado ascético, y este conflicto no se resuelve, ciertamente, ayudando a uno de tales factores a vencer al otro. En los neuróticos, es el ascetismo la instancia victoriosa, y a consecuencia de esta victoria se ve obligada la sexualidad a buscar una compensación en la formación de síntomas.

Si, por el contrario, procurásemos la victoria a la sensualidad, sería la represión sexual la que intentaría compensarse del mismo modo al ser descartada, es decir, con síntomas. Así, pues, ninguna de estas dos soluciones puede poner término al conflicto interior, dado que siempre quedará insatisfecho uno de los elementos que lo provocaron. Por otro lado, son muy raros los casos en que el conflicto es tan débil que la intervención del médico basta para resolverlo, y, a decir verdad, estos casos no precisan de un tratamiento psicoanalítico. Las personas sobre las que el médico podría ejercer una influencia de este género obtendrían fácilmente idéntico resultado sin la intervención del mismo. Cuando un joven abstinente se decide a entregarse a una relación sexual ilegítima, o cuando una mujer insatisfecha busca una compensación en otro hombre, no suelen haber esperado para hacerlo la autorización del médico, ni siquiera la de sus analistas.

Al tratar de esta cuestión no suele tenerse en cuenta una importantísima circunstancia: la de que el conflicto patógeno de los neuróticos no es comparable a una lucha normal entre tendencias psíquicas y sobre un mismo terreno psicológico. En los neuróticos, la lucha se desarrolla entre fuerzas que han llegado a la fase de lo preconsciente y lo consciente, y otras que no han pasado el límite de lo inconsciente. Resulta, pues, que los adversarios se hallan situados en distintos planos como el oso polar con la ballena, según una familiar analogía; y, por tanto, es imposible toda solución hasta que se logra ponerlos frente a frente, labor que, a mi juicio, es la que solamente corresponde efectuar a la terapéutica. Puedo, además, aseguraros que estáis en un error si creéis que aconsejar y guiar al sujeto en las circunstancias de su vida forma parte de la influencia psicoanalítica. Por el contrario, rechazamos siempre que nos es posible este papel de mentores, y nuestro solo deseo es el de ver al enfermo adoptar por sí mismo sus decisiones. Así, pues, le exigimos siempre que retrase hasta el final del tratamiento toda decisión importante sobre la elección de una carrera, la iniciación de una empresa comercial, el casamiento o el divorcio. Convenid que no es esto lo que pensabais. Sólo cuando nos hallamos ante personas muy jóvenes o individuos muy desamparados o inestables nos resolvemos a asociar a la misión del médico la del educador. Pero entonces, conscientes de nuestra responsabilidad, actuamos con todas las precauciones necesarias.

De la energía con que me defiendo contra el reproche de que el tratamiento psicoanalítico impulsa al enfermo a vivir sin freno alguno su vida sexual, haríais mal en deducir que nuestra influencia se ejerce en provecho de la moral convencional. Esta intención nos es tan ajena como la primera. No somos reformadores, sino observadores; pero lo que nadie puede impedirnos es que nuestra observación posea un carácter crítico. Por tanto, no podemos tomar la defensa de la moral sexual convencional y aprobar la forma en que la sociedad intenta resolver, en la práctica, el problema de la vida sexual. Podemos decir a la sociedad que lo que ella llama su moral cuesta más sacrificios de lo que vale, y que sus procedimientos carecen tanto de sinceridad como de prudencia. Estas críticas las formulamos claramente ante los pacientes, acostumbrándolos así a reflexionar sin prejuicios sobre los hechos sexuales como sobre cualquier otro género de realidades, y cuando, terminado el tratamiento, recobran su independencia y se deciden, por su propia voluntad, en favor de una solución intermedia entre la vida sexual sin restricciones y el ascetismo absoluto, nuestra conciencia no tiene nada que reprocharnos, pues nos decimos que aquel que después de haber luchado contra sí mismo consigue elevarse hasta la verdad, se encuentra al abrigo de todo peligro de inmoralidad y puede permitirse tener para su uso particular una escala de valores morales muy diferente de la admitida por la sociedad. Debemos guardarnos, además, de exagerar la participación de la abstinencia en la producción de las neurosis. Solamente en un pequeño número de casos consigue el sujeto poner fin, por medio de la iniciación de unas relaciones sexuales que no perturben mucho a la situación patógena derivada de la privación y de la acumulación de la libido.

Como veis, no puede explicarse el efecto terapéutico del psicoanálisis por la autorización de prescindir de toda restricción sexual. Al tratar de disipar este vuestro error, creo haberos sugerido una orientación más acertada. La utilidad del psicoanálisis -pensáis ahora -se deriva, sin duda, del hecho de reemplazar lo inconsciente por lo consciente. Exacto, atrayendo lo inconsciente a la conciencia, levantamos las represiones, anulamos las precondiciones que presiden la formación de síntomas y transformamos el conflicto patógeno en un conflicto normal que acabará por hallar alguna solución. Nuestra actuación se limita a provocar en el enfermo esta simple modificación psíquica, y cuanto más completa sea ésta, mayor será el efecto terapéutico. Igualmente, en los casos en que no podemos suprimir una represión (u otro proceso psíquico del mismo género) resulta por completo ineficaz nuestra intervención. El fin que en nuestra labor perseguimos puede expresarse por medio de diversas fórmulas, tales como las de: transformación de lo inconsciente en consciente, levantamiento de las represiones, llenar las lagunas mnésicas.

Todo ello viene a ser lo mismo. Pero esta afirmación os dejará quizá insatisfechos. Os habíais formado de la curación de un neurótico una idea distinta, figurándoos que después de haberse sometido al penoso trabajo de un psicoanálisis se convertía en otro hombre, y he aquí que os afirmo que su curación consiste en que tiene un poco más de consciente y un poco menos de inconsciente que antes. Mas, a mi juicio, no dais la importancia debida a una tal transformación interna. El neurótico curado se ha transformado, en efecto, en otro hombre; pero en el fondo sigue, naturalmente, siendo el mismo; esto es, el que hubiera podido ser independientemente del tratamiento en condiciones más favorables, y esto ya es mucho. Teniendo, además, en cuenta la penosa labor que es necesario llevar a cabo para obtener esta modificación tan insignificante en apariencia de la vida psíquica del hombre, no dudaréis ya de la importancia de esta diferencia de niveles psíquicos que conseguimos producir. Quiero hacer ahora una pequeña digresión para preguntaros si sabéis qué es lo que se denomina una terapéutica causal. Llamamos así a un método terapéutico que, en lugar de atacar las manifestaciones de una enfermedad, busca suprimir las causas de la misma. Ahora bien: la terapéutica psicoanalítica, ¿es o no una terapéutica causal? La respuesta a esta interrogación no es nada sencilla, pero nos ofrece quizá la ocasión de darnos cuenta de la inutilidad de plantearnos tal problema de esta manera.

En la medida en que la terapéutica analítica no tiene por fin inmediato la supresión de los síntomas, se comporta como terapéutica causal; pero considerada desde un distinto punto de vista, se nos muestra como no causal. Desde hace mucho tiempo hemos seguido el encadenamiento de las causas más allá de las represiones hasta las disposiciones instintivas, sus intensidades relativas en la constitución del individuo y las desviaciones que presentan con respecto a su desarrollo normal. Suponed ahora que podamos intervenir por procedimientos químicos en este mecanismo, aumentando o disminuyendo la cantidad de libido existente en el momento dado o reforzando un instinto a expensas de otro. Esto sería una terapéutica causal en el sentido propio de la palabra, terapéutica en provecho de la cual habría llevado a cabo nuestro análisis una previa e independiente labor de reconocimiento. Pero no pudiendo intentar por ahora ejercer una influencia de este género sobre los procesos de la libido, nuestro tratamiento psíquico se dirige sobre otro anillo de la cadena, anillo que no forma parte de las raíces visibles de los fenómenos, pero que se halla, sin embargo, muy alejado de los síntomas y nos ha sido hecho accesible a consecuencia de circunstancias muy especiales.

¿Qué deberemos hacer para reemplazar en nuestros enfermos lo inconsciente por lo consciente? Creímos, en un momento, que ello era muy sencillo y que nos bastaba descubrir lo inconsciente y ponerlo ante la vista del enfermo, pero hoy sabemos que esto era un error de corto de vista. El conocimiento que el sujeto posee de su propio inconsciente no equivale al que nosotros hemos llegado a adquirir, y cuando le comunicamos este último, no lo sustituye al suyo, sino que lo sitúa al lado del mismo. Debemos, por tanto, formarnos de lo inconsciente del sujeto una representación tópica y buscar en sus recuerdos el lugar en que a consecuencia de una represión ha podido constituirse. Una vez suprimida dicha represión, la sustitución de lo inconsciente por consciente puede llevarse a cabo sin dificultad alguna. Mas, ¿cómo levantar tales represiones? Nuestra labor llega aquí a una segunda etapa. Primero está la búsqueda de la represión y a continuación la supresión de la resistencia que mantiene la represión.

La supresión de la resistencia se lleva a cabo por el mismo procedimiento; esto es, procediendo primero a descubrirla y atrayendo sobre ella la atención del enfermo, pues se deriva también de una represión, sea de aquella misma que intentamos resolver o de otra anterior. Resistencia que ha sido creada por una contracarga destinada a conseguir la represión de la tendencia reprochable e indeseada. Por tanto, llevaremos ahora a efecto aquello que al principio nos propusimos; esto es, interpretaremos, descubriremos y comunicaremos al enfermo los resultados que obtengamos, pero esta vez ya en lugar y momento favorables. La contracarga o la resistencia no forma parte de lo inconsciente. sino del yo -nuestro colaborador -, aun en los casos en que aquélla no es consciente. Trátase aquí de la doble significación que podemos dar a lo inconsciente, considerándolo como fenómeno o como sistema. Esto parece dificultoso y oscuro; ¿pero, es que no estamos repitiendo algo que ya hemos dicho antes? Hace mucho que nos hemos preparado para ello. Esperamos que la resistencia desaparezca en el momento en que nuestra interpretación le descubra el yo, y en estos casos laboremos con las siguientes fuerzas motivacionales: Contamos, ante todo, con el deseo que el enfermo abriga de recobrar la salud, deseo que le ha decidido a entrar en colaboración con nosotros; y contamos, además, con su inteligencia, a la que proporcionamos el apoyo de nuestra interpretación. Es, en efecto, indudable que la inteligencia del sujeto podrá reconocer más fácilmente la resistencia y hallar la traducción correspondiente a lo que ha sido reprimido si le proporcionamos previamente la representación de aquello que debe reconocer y encontrar.

Si os digo que miréis al cielo para ver un globo, lo encontraréis antes que si me limito a indicaros que levantéis los ojos sin precisaros aquello que sobre vuestras cabezas se cierne. Del mismo modo, el estudiante que mira por primera vez a través de un microscopio no ve nada si el profesor no le dice lo que debe ver, aunque esté ahí y sea visible. Volvamos ahora al terreno de los hechos. En un gran número de enfermedades nerviosas, tales como las histerias, las neurosis de angustia y las neurosis obsesivas, nuestras premisas demuestran ser ciertas. Buscando la represión de esta forma, descubriendo las resistencias y señalando lo que es reprimido, llegaríamos a buen término nuestra labor; la cual es: vencer los resistencias, levantar la represión y transformar en consciente el material inconsciente. En esta labor experimentamos la clara impresión de que, a propósito de cada una de las resistencias que de vencer se trata, se desarrolla en la mente del enfermo una violenta lucha, una lucha psíquica normal sobre un mismo terreno psicológico y entre motivaciones contrarias; esto es, entre fuerzas que tienden a mantener la contracarga y otras que impulsan a abandonarla. Las primeras motivaciones son las primitivas; esto es, aquellas que han provocado la represión, y entre las últimas se encuentran algunas recientemente surgidas y que parecen tender a resolver el conflicto en el sentido que deseamos. Hemos conseguido de este modo reanimar el antiguo conflicto que produjo la represión y someter a una revisión el proceso a que la misma pareció dar fin.

Para lograr esta revisión indicamos al enfermo que la anterior solución fue causa de su enfermedad y le prometemos que otra nueva y distinta le hará recobrar la salud. Por último, le hacemos ver que desde aquel rechazo primitivo han variado extraordinariamente y en un sentido favorable todas las circunstancias. En la época en que la enfermedad se formó, el yo era débil e infantil y tenía quizá razones suficientes para proscribir las exigencias de la libido como una fuente de peligros. Pero hoy es más fuerte y más experimentado y posee, además, en el médico un fiel colaborador. Por tanto, podemos esperar que el conflicto reavivado tenga una solución más favorable que en la época en que terminó en la represión y como ya hemos dicho, el éxito que obtenemos en las histerias, las neurosis de angustia y las neurosis obsesivas justifica en principio nuestras esperanzas.

Existen, sin embargo, enfermedades en las que ante idénticas condiciones patológicas fracasan por completo nuestros procedimientos terapéuticos. Trátase igualmente en ellas de un conflicto primitivo entre el yo y la libido, conflicto que ha conducido también a una represión, aunque ésta pueda caracterizarse tópicamente de un modo distinto. Nos es asimismo posible descubrir en la vida de los enfermos los puntos en los que las represiones se produjeron; aplicamos al sujeto iguales procedimientos, le hacemos idénticas promesas, le ayudamos del mismo modo ofreciéndole representaciones anticipatorias; y una vez más el tiempo transcurrido entre las represiones y el presente favorece un resultado diferente del conflicto. Pues bien; a pesar de todo esto, no conseguimos levantar una sola resistencia ni suprimir una sola represión. Estos enfermos, paranoicos melancólicos o dementes precoces permanecen no afectados del todo y son refractarios al tratamiento psicoanalítico. ¿Cuál puede ser la explicación de esto? No porque carezcan de inteligencia. Cierto es que el éxito del tratamiento exige que el enfermo alcance cierto nivel intelectual; pero los paranoicos, por ejemplo, llegan incluso a sobrepasarlo en sus ingeniosísimas combinaciones. Tampoco nos es posible atribuir nuestro fracaso a la ausencia de alguna de las fuerzas instintivas auxiliares, pues los melancólicos poseen -al contrario de los paranoicos -perfecta conciencia de hallarse enfermos y sufrir gravemente, sin que esto les haga más accesibles al tratamiento psicoanalítico. Ante estos hechos, que no resultan inexplicables, surge en nosotros la duda de si no habremos comprendido acertadamente las condiciones del éxito obtenido en el tratamiento de las demás neurosis.

Limitándonos a la histeria y a las neurosis de angustia, no tardamos en descubrir un segundo hecho totalmente inesperado. Advertimos, en efecto, que los enfermos de este género se comportan con respecto a nosotros de un modo singularísimo. Creímos haber pasado revista a todos los factores que habíamos de tener en cuenta en el curso del tratamiento y haber precisado nuestra situación con respecto al paciente hasta dejarla reducida a un cálculo matemático, pero ahora nos damos cuenta de que en este cálculo se ha introducido un nuevo elemento inesperado. Pudiendo este elemento presentarse bajo muy diversas formas, os describiré por ahora sus aspectos más frecuentes y más fácilmente inteligibles. Comprobamos ante todo que el enfermo, al que sólo la solución de sus dolorosos conflictos debiera preocupar, manifiesta un particular interés por la persona de su médico. Todo lo que a éste concierne le parece poseer más importancia que sus propios asuntos y distrae su atención de su enfermedad. De este modo, resulta que las relaciones que se establecen entre el médico y el enfermo son durante algún tiempo muy agradables. El enfermo se muestra afable y dócil, se esfuerza en testimoniar su reconocimiento siempre que puede y revela sutilezas y cualidades de su carácter, que quizá no nos hubiésemos detenido a buscar. Esta conducta acaba por conquistarle las simpatías del médico, el cual bendice el azar que le ha proporcionado ocasión de acudir en ayuda de una persona tan digna de interés. Si alguna vez habla con los familiares del enfermo, advertirá, encantado, que la simpatía que el mismo le inspira obtiene una total reciprocidad. En su casa no cesa el enfermo de elogiar al médico, en el que descubre todos los días nuevas cualidades. «Esta muy entusiasmado con usted. Tiene en usted una ciega confianza, y todo lo que usted le dice es para él el Evangelio», os dirán las personas que le rodean. E incluso alguna de ellas más avispada exclamará: «Nos tiene ya aburridos de tanto hablar de usted.»

Es de suponer que el médico será lo bastante modesto para no ver en todas estas alabanzas sino una expresión del contenido que procura al enfermo la esperanza de curación y un efecto de la ampliación de su horizonte intelectual a consecuencia de las sorprendentes perspectivas que el tratamiento abre ante sus ojos. En estas condiciones realiza el análisis grandes progresos; pues el sujeto comprende las indicaciones que se le sugieren, profundiza en los problemas que ante él hace surgir el tratamiento, produce con fluente abundancia recuerdos y asociaciones y asombra al médico con la seguridad y acierto en sus interpretaciones, satisfaciéndole, además, por la buena voluntad con que acepta las novedades psicológicas que le son comunicadas, novedades que en la mayoría de los normales despiertan la más viva oposición. A esta favorable actitud del enfermo durante el trabajo analítico corresponde una evidente mejoría objetiva en todos los aspectos del estado patológico.

Pero el buen tiempo no puede durar siempre, y llega un día en que el cielo se nubla, comienzan a surgir dificultades en el curso del tratamiento, y el enfermo pretende que ya no acude a su mente idea ninguna. Experimentamos entonces la clara impresión de que no se interesa ya por la labor emprendida, se sustrae a la recomendación que le ha sido hecha de decir todo aquello que a su imaginación acudiese sin dejarse perturbar por ninguna consideración crítica y se conduce como si no estuviera en tratamiento y no hubiera firmado un pacto con el médico, mostrándose preocupado por algo que no quiere revelar. Es ésta una peligrosa situación para el tratamiento, y nos hallamos ante una violenta resistencia. ¿Qué es lo que ha sucedido? Cuando hallamos el medio de esclarecer de nuevo la situación, comprobamos que la causa de la perturbación reside en un profundo e intenso cariño que del paciente ha surgido hacia el médico, sentimiento que no aparece justificado ni por la actitud de aquél ni por las relaciones que se han establecido entre los dos durante el tratamiento. La forma en la que esta ternura se manifiesta y los fines que persigue dependen, naturalmente, de las circunstancias personales de ambos protagonistas. Si se trata de una paciente joven y el médico lo es también, experimentaremos la impresión de que por parte de la primera se trata de un enamoramiento normal, encontraremos natural que una joven se enamore de un hombre con el que permanece a solas largos ratos, dialogando sobre sus más íntimos asuntos, y al que admira por la superioridad que le confiere su papel de poderoso auxiliar contra su enfermedad, olvidando que se trata de una neurótica en la que sería más lógico esperar una perturbación de la capacidad de amar.

Cuando más se apartan de este caso hipotético las circunstancias personales de médico y enfermo, más nos asombrará hallar, a pesar de todo, en el segundo, idéntica actitud afectiva. Pase todavía cuando se trata de una joven casada, que, víctima de un matrimonio desgraciado, experimenta una seria pasión por su médico, soltero, y se halla pronta a obtener su divorcio y casarse con él, o, en último término, si hubiese serios obstáculos sociales llegar a ser su querida. Estas cosas suceden también fuera del psicoanálisis. Pero en los casos de que nos ocupamos oímos expresar a mujeres, tanto casadas como solteras, manifestaciones que revelan una singularísima actitud ante el problema terapéutico, pues pretenden haber sabido siempre que no podían curarse sino por el amor y haber tenido la certidumbre, desde el comienzo del tratamiento, de que la relación con el médico que las trataba les procuraría por fin aquello que la vida les había rehusado hasta entonces. Esta esperanza es lo que les ha dado fuerzas para superar las dificultades del tratamiento y, además -añadimos nosotros-, lo que ha aguzado su inteligencia, facilitándoles la comprensión de nuestras opiniones, tan contrarias a las normas generales.

Tal confesión de las pacientes nos produce extraordinario asombro, pues echa por tierra todos nuestros cálculos. ¿Será posible que hayamos dejado pasar inadvertido hasta ahora un hecho de tan enorme importancia? Así es, en efecto, y cuanto más amplia se hace nuestra experiencia, menos podemos oponernos a esta humillante rectificación de nuestras pretensiones científicas. Al principio pudimos creer que el análisis tropezaba con una perturbación provocada por un suceso accidental sin relación ninguna con el tratamiento propiamente dicho; pero cuando vemos reproducirse regularmente, en cada nuevo caso, este amor del enfermo hacia el médico y lo vemos manifestarse incluso en las condiciones más desfavorables y aun en aquellos, casos en que resulta grotesco, esto es cuando se trata de una paciente de avanzada edad o de un anciano médico de blanca y venerable barba -casos en los que, a nuestro juicio, no puede haber atractivo ninguno ni fuerza de seducción posible-, entonces nos vemos obligados a abandonar la idea de un perturbado azar y a reconocer que se trata de un fenómeno que presenta las más íntimas relaciones con la naturaleza misma del estado patológico.

Este nuevo hecho, que tan a disgusto nos vemos obligados a aceptar, lo designamos con el nombre de «transferencia». Trataríase, pues, de una transferencia de sentimientos sobre la persona del médico, pues no creemos que la situación creada por el tratamiento pueda justificar la génesis de los mismos. Sospechamos más bien que toda esta disposición afectiva tiene un origen distinto; esto es, que existía en el enfermo en estado latente y ha sufrido una transferencia sobre la persona del médico con ocasión del tratamiento analítico. La transferencia puede manifestarse como una apasionada exigencia amorosa o en formas más mitigadas. Ante un médico entrado en años, la joven paciente puede no experimentar el deseo de entregarse a él, sino el de que la considere como una hija predilecta, pues su tendencia libidinosa puede moderarse y convertirse en una aspiración a una inseparable amistad ideal exenta de todo carácter sensual. Algunas mujeres llegan incluso a sublimar la transferencia y modelarla hasta hacerla en cierto modo viable. En cambio, otras la manifiestan en su forma más cruda y primaria, la mayor parte de las veces irrealizable, pero en el fondo se trata siempre del mismo fenómeno, que tiene, en todos los casos, idéntico origen.

Antes de preguntarnos dónde conviene situar este nuevo hecho me habéis de permitir que complete su descripción. ¿Qué sucede en los casos en que los pacientes pertenecen al sexo masculino? Pudiera creerse que escapan a la intervención de la diferencia sexual o de la atracción sexual. Pues bien, en ellos sucede exactamente lo mismo que en las pacientes femeninas. Los sujetos masculinos presentan igual adhesión al médico, se forman también una exagerada idea de sus cualidades, dan muestras de intenso interés por todo lo que al mismo se refiere y se manifiestan celosos de todos aquellos cercanos al médico en la vida real. Las formas sublimadas de la transferencia de hombre a hombre son tanto más frecuentes, y tanto más raras las exigencias sexuales directas, cuanto menor es la importancia de la homosexualidad manifiesta en relación a las otras vías de aprovechamientos de estos componentes instintivos. En sus pacientes masculinos observa de este modo el médico, con mayor frecuencia que en los femeninos, una forma de expresión de la trasferencia que a primera vista os parecerá hallarse en contradicción con todo lo que hasta el presente hemos descrito. Esta forma de transferencia es la hostil o negativa.

Debo indicaros, ante todo, que la transferencia se manifiesta en el paciente desde el principio del tratamiento y constituye durante algún tiempo el más firme apoyo de la labor terapéutica. No la advertimos ni necesitamos ocuparnos de ella mientras su acción es favorable al análisis, pero en cuanto se transforma en resistencia nos vemos obligados a dedicarle toda nuestra atención y comprobamos que su posición con respecto al tratamiento ha variado por completo. Esta variación puede orientarse en dos direcciones contrarias: Primera, los sentimientos amorosos derivados de la transferencia pueden adquirir tal intensidad y manifestar tan a las claras su origen sexual, que lleguen a provocar la aparición de una oposición interna a ella. Y segunda, puede también tratarse de una transferencia de sentimientos hostiles. Generalmente, estos sentimientos hostiles surgen con posterioridad a los amorosos; pero a veces aparecen también simultáneamente a ellos, ofreciéndonos entonces una excelente imagen de aquella ambivalencia sentimental que domina en la mayor parte de nuestras relaciones íntimas con los demás. Los sentimientos hostiles indican, al igual de los amorosos, una adherencia sentimental, idénticamente a como la obediencia y la rebelión son indicios de signo contrario de una misma dependencia real, aunque con un signo negativo en vez de positivo antes de ella. Resulta, pues, incontestable que tales sentimientos hostiles hacia el médico merecen igualmente el nombre de transferencia, dado que la situación creada por el tratamiento no proporciona pretexto alguno suficiente para su formación. Esta necesidad en que nos vemos de admitir una transferencia negativa nos prueba que nos hemos engañado en nuestros juicios sobre la transferencia positiva o de sentimientos de ternura.

El origen de la transferencia, su posible aprovechamiento en beneficio de nuestros fines terapéuticos, la naturaleza de las dificultades que opone a nuestra labor y los medios que hemos de emplear para dominarlas son cuestiones a tratarse en detalle en una guía técnica de análisis y cuyo estudio no puedo emprender en esta conferencia con toda la amplitud que por su importancia merecen. Me limitaré, pues, a haceros algunas breves observaciones sobre ellas. Claro es que no cedemos a las exigencias que la transferencia inspira al enfermo, pero ello no quiere decir que debamos acogerlas hostilmente ni mucho menos rechazarlas con indignación. El medio de vencer la transferencia es demostrar al enfermo que sus sentimientos no son producto de la situación del momento ni se refieren, en realidad, a la persona del médico, sino que repiten una situación anterior de su vida. De este modo le forzamos a remontarse desde esta repetición al recuerdo de los sucesos originales. Conseguido esto, la transferencia cariñosa y hostil que parecía amenazar gravemente el éxito del tratamiento nos proporciona ahora fácil acceso a los más íntimos sectores de la vida psíquica convirtiéndose en la mejor herramienta terapéutica.

Con algunas nuevas consideraciones quisiera disipar la extrañeza que ha de haberos producido este inesperado fenómeno. No debemos olvidar que la enfermedad del paciente cuyo análisis emprendemos no constituye algo acabado e inmutable, sino que se halla siempre en vías de crecimiento y desarrollo, como un ser viviente. La iniciación del tratamiento no pone fin a este desarrollo; pero una vez que la acción terapéutica domine al paciente, podemos comprobar que la enfermedad cambia bruscamente de orientación, refiriendo ahora todas sus manifestaciones a la relación entre médico y enfermo. Así, pues, la transferencia es comparable a la capa vegetal existente entre la corteza y la madera de los árboles, capa que constituye el punto de partida de la formación de nuevos tejidos y del aumento de espesor del tronco. Cuando la transferencia llega a adquirir esta intensidad, impone a nuestra investigación y elaboración de los recuerdos del paciente un considerable retraso. Resulta, en efecto, que no nos hallamos ya ante la enfermedad primitiva, sino ante una nueva neurosis transformada que ha venido a sustituir a la primera. Pero esta nueva edición de la antigua dolencia ha nacido ante los ojos del médico, el cual se halla, además, situado en el propio nódulo central de la misma, y podrán, por tanto, orientarse más fácilmente. Todos los síntomas del enfermo pierden en estos casos su primitiva significación y adquieren un nuevo sentido dependiente de la transferencia, desapareciendo a veces aquellos que no han sido susceptibles de una tal modificación. La curación de esta nueva neurosis artificial coincide con la de la neurosis primitiva, objeto verdadero del tratamiento, quedando así conseguidos nuestros propósitos terapéuticos. El sujeto que consigue normalizar y liberar de la acción de las tendencias reprimidas sus relaciones con el médico mostrará esta misma normalidad en todos los actos de su vida, una vez terminado el tratamiento.

En las histerias, histerias de angustia y neurosis obsesivas es donde la transferencia presenta esta importancia extraordinaria e incluso central, desde el punto de vista del tratamiento, razón por la cual reunimos estas afecciones bajo el nombre común de neurosis de transferencia. Para todos aquellos que, habiendo practicado el psicoanálisis, han conseguido formarse una exacta noción de la transferencia, no puede existir ya la menor duda sobre la naturaleza libidinosa de las tendencias que en los síntomas de estas neurosis se manifiestan. Podemos, pues, decir que el descubrimiento de la transferencia ha confirmado definitivamente nuestra convicción de que los síntomas constituyen satisfacciones libidinosas sustitutivas. Se nos plantea ahora la labor de rectificar nuestra anterior concepción dinámica del proceso de curación y armonizarla con los nuevos conocimientos adquiridos. Cuando llega para el enfermo el momento de comenzar la lucha normal contra las resistencias que el análisis le ha revelado, precisa de un poderoso impulso que decida el combate en el sentido que deseamos; esto es, en el de la curación, pues en caso contrario podría repetirse la primitiva solución del conflicto y volver a quedar reprimido en lo inconsciente todo aquello que habíamos logrado atraer a la conciencia. El factor que decide el resultado no es ya la introspección intelectual del enfermo, facultad que carece de energía y de libertad suficientes para ello, sino únicamente su actitud con respecto al médico. Si su transferencia lleva el signo positivo, revestirá al médico de una gran autoridad y considerará sus indicaciones y opiniones como dignas de crédito.

En cambio, aquellos enfermos en que ésta no existe o cuya transferencia es negativa, no prestan al médico la menor atención. La creencia en el terapeuta reproduce aquí la historia misma de su desarrollo. Fruto exclusivo del amor, no tuvo al principio necesidad ninguna de argumentos, y sólo mucho después concede a éstos importancia bastante para someterlos a un examen crítico: cuando son formulados por personas amadas. Los argumentos que no tienen por corolario el hecho de emanar de personas amadas, no ejercen ni han ejercido jamás la menor influencia en la vida de la mayor parte de los humanos. De este modo, resulta que el hombre no es, en general, accesible por su lado intelectual, sino en proporción a su capacidad de revestimiento libidinoso de objetos; razón por la cual, podemos afirmar que el grado de influencia que la más acertada técnica analítica puede ejercer sobre él, depende por completo de la medida de su narcisismo, barrera contra tal influencia.

Todo hombre normal posee la facultad de concentrar catexias de objeto libidinosas sobre personas, y la inclinación a la transferencia comprobada por nosotros en las neurosis anteriormente citadas no constituye sino una extraordinaria intensificación de esta facultad general. Como es natural, este tan difundido e importantísimo rasgo del carácter humano ha sido ya advertido y apreciado en todo su valor por algunos investigadores. Así, Bernheim dio pruebas de una gran penetración fundando su teoría de los fenómenos hipnóticos en el principio de que todos los hombres son, en una cierta medida, «sugestionables», particularidad que no es sino la tendencia a la transferencia, concebida en una forma algo limitada; esto es, sin considerar la transferencia negativa. Sin embargo, no pudo nunca explicar este autor la naturaleza ni la génesis de la sugestión. Para él constituye ésta un hecho fundamental, cuyos orígenes no tenía necesidad de explicar, y no vio tampoco el lazo de dependencia existente entre la sugestionabilidad y la sexualidad, o sea la actividad de la libido. Por lo que a nosotros respecta, nos damos cuenta de que si antes excluimos la hipnosis de nuestra técnica analítica, redescubrimos ahora la sugestión bajo la forma de transferencia.

Creo deber interrumpirme aquí y cederos la palabra para permitiros expresar una objeción que, sin duda, se agita impetuosamente en vuestro pensamiento: «Acabáis, pues, por confesar -me diréis -que laboráis con ayuda de la sugestión, como todos los partidarios del hipnotismo. Hace mucho tiempo que lo sospechábamos. Mas entonces, ¿de qué os sirven la evocación de los recuerdos del pasado, el descubrimiento de lo inconsciente, la interpretación y la retraducción de las deformaciones, labor que supone un enorme gasto de energía, de tiempo y de dinero, si el único factor eficaz resulta ser la sugestión? ¿Por qué no sugerís directamente contra los síntomas, como otros honrados hipnotizadores lo hacen? Y luego si, queriendo excusaros de haber verificado un tan largo rodeo, alegáis los numerosos e importantes descubrimientos psicológicos que decís haber realizado y que la sugestión directa no hubiera hecho posibles, ¿quién nos garantiza la verdad de estos descubrimientos? ¿No pueden acaso ser también un efecto de la sugestión y que forzáis al paciente ir a donde queréis y a lo que os parece cierto?» Estas objeciones que me planteais presentan un enorme interés y exigen una respuesta; pero aplazaré su discusión para mi próxima conferencia, pues en la presente quiero dejar cumplida la promesa, con que la inicié, de haceros comprender, con auxilio del fenómeno de la transferencia, por qué todos nuestros esfuerzos terapéuticos fracasan en las neurosis narcisistas.

Nada más sencillo de explicar. Diré en pocas palabras cómo se resuelve e enigma y cómo ajustan cada uno de los elementos. La observación nos muestra que los enfermos atacados de neurosis narcisista carecen de la facultad de transferencia o sólo la poseen como residuos insignificantes. Estos enfermos rechazan la intervención del médico, pero no con hostilidad, sino con indiferencia, razón por la cual no son accesibles a su influjo. Lo que el les dice los deja fríos, no les causa mayor impresión. Resulta de este modo que el proceso por el que conseguimos la curación, y que consiste en reavivar el conflicto patógeno y vencer la resistencia opuesta por la represión, no puede tener efecto en estos pacientes. Permanecen como siempre son. Por propia iniciativa intentan ellos repetidamente modificar su estado, en procura de mejoría, pero estas tentativas no conducen sino a nuevos efectos patológicos. Nada podemos, por tanto, hacer en su favor. Fundándonos en los datos clínicos que nos han sido proporcionados por nuestros enfermos de este género, podemos afirmar que en ellos ha debido descartarse las catexias de objeto y la libido de los objetos transformarse en libido del yo, siendo éste el carácter que diferencia a esta neurosis de las que constituyen el grupo antes examinado (histeria, neurosis angustiosa y neurosis obsesiva). Ahora bien: la forma en que la misma se conduce ante nuestros intentos terapéuticos confirma nuestro punto de vista. No presentando el fenómeno de la transferencia, permanecen inaccesibles a nuestros esfuerzos y no resultan curables por nosotros.

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