jueves, 5 de agosto de 2010

Freud, S. (1916) Resistencia y represión. Lección XIX: "Lecciones introductorias al psicoanálisis"

Lección XIX. Resistencia y represión


Señoras y señores: Para progresar en nuestra inteligencia de las neurosis precisamos de nuevos datos. Voy, pues, a exponeros dos interesantísimas observaciones, que al ser publicadas por vez primera despertaron general sorpresa.

Primera. Los enfermos cuya curación emprendemos intentando libertarlos de sus síntomas oponen siempre a nuestra labor terapéutica, y a través de toda la duración del tratamiento, una enérgica y tenaz resistencia. Es éste un hecho tan singular, que no extrañamos la incredulidad con que suele acogerse su exposición y, por tanto, nos guardamos muy bien de comunicarlo a los familiares del enfermo, pues correríamos el peligro de que nuestras indicaciones fuesen consideradas como una prudente medida preventiva, encaminada a justificar de antemano la larga duración del tratamiento o su posible fracaso. Tampoco el paciente reconoce su resistencia como tal y constituye ya un éxito hacerle darse cuenta de ella. Tanto para él como para los que le rodean tiene que resultar ridículamente inverosímil la idea de que pueda haber alguien que, atormentado por determinados síntomas y dispuesto a toda clase de sacrificios con tal de verlos desaparecer se coloque, no obstante, al lado de su enfermedad y en contra de aquellos que acuden a librarle de ella. Y, sin embargo, nada más exacto. Ante la objeción de inverosimilitud recordaremos un hecho análogo muy frecuente. No es nada raro ver individuos que, sufriendo de un terrible dolor de muelas, no se deciden a acudir al dentista, o le oponen una violenta resistencia cuando trata de atenazar la muela enferma con la llave liberadora.

La resistencia del enfermo adopta las más diversas y sutiles formas, cambia continuamente de apariencia y se hace a veces muy difícil de reconocer. Por tanto, el médico deberá hallarse constantemente sobre aviso y desconfiar de todos los actos y manifestaciones del paciente. En la terapia psicoanalítica aplicamos aquella misma técnica que os di a conocer al tratar de la interpretación de los sueños. Invitamos al enfermo a situarse en un estado de serena autoobservación y a comunicarnos todas las percepciones internas que de este modo efectúe -sentimientos, ideas y recuerdos -, en el mismo orden en que se le vayan presentando. Le rogaremos, además, expresamente, que no ceda a ningún motivo que pudiera dictarle una selección o una exclusión de determinadas percepciones, aunque las mismas le parezcan desagradables o indiscretas, poco importantes o demasiado absurdas para ser comunicadas. Por último, le advertiremos que no deberá pasar en ningún momento de la superficie de su conciencia, haciendo caso omiso de toda crítica que en él se eleve contra los resultados de su autoobservación, y le aseguraremos que el éxito y, sobre todo, la duración del tratamiento dependen de la fidelidad con la que se conforme y adapte a esta regla fundamental del análisis. Por la aplicación de esta técnica a la interpretación de los sueños sabemos ya que precisamente aquellas ideas y recuerdos que más dudas y objeciones despiertan en el sujeto son las que encierran, por lo general, los materiales más susceptibles de ayudarnos a descubrir lo inconsciente.

El primer resultado que obtenemos al formular esta regla fundamental de nuestra técnica es el de despertar contra ella la resistencia del enfermo, el cual intentará sustraerse a sus mandamientos por todos los medios posibles. Tan pronto afirmará que no se le ocurre nada que comunicarnos como alegará una imposibilidad de orientarse en el cúmulo de ideas que surgen en su imaginación. Comprobaremos después, con desagrado, que, a pesar de nuestras advertencias, cede a aquellas objeciones críticas contra las que hubimos de prevenirle, delatándose por las prolongadas pausas que intercala en sus manifestaciones, y acabando por confesar que le es imposible comunicarnos lo que se le ocurre, por tratarse de cosas demasiado íntimas o concernientes a una tercera persona, a la que no sería correcto poner en evidencia. Otras veces argüirá que se trata de algo tan insignificante, estúpido y absurdo, que no puede creer tenga la menor relación con nuestros propósitos terapéuticos, y de este modo, continuará variando sus objeciones hasta lo infinito, obligándonos a recordarle que si le hemos dicho que había de comunicarnos todo lo que en su pensamiento surgiese, es porque considerábamos indebida y perjudicial la más mínima excepción.

Difícilmente encontraremos un enfermo que no haya intentado silenciar todo un sector de su vida psíquica con el fin de hacerlo inaccesible al análisis. Uno de mis pacientes, persona de altas dotes intelectuales, me ocultó, de este modo, durante semanas enteras, unas relaciones amorosas, y cuando le reproché tal infracción a la sagrada regla psicoanalítica, se defendió alegando haber creído que aquello no podía interesar a nadie más que a él. Pero el tratamiento psicoanalítico no admite este derecho de asilo. Inténtese, por ejemplo, decretar que en una ciudad como Viena no podrá prenderse a nadie en lugares tales como el Gran Mercado o la catedral de San Esteban, y resultará inútil todo esfuerzo que se haga para capturar a cualquier malhechor, pues podemos estar seguros de que ninguno saldría de dichos asilos. En otro caso, había yo creído poder conceder un tal derecho de excepción a un individuo de cuyo restablecimiento dependían cuestiones de general importancia y al que un juramento oficial impedía revelar muchas cosas que ocupaban su imaginación. Después de vencer infinitas dificultades, terminó el tratamiento a satisfacción del enfermo, pero yo quedé mucho menos satisfecho de los resultados obtenidos, y me prometí no emprender nunca un nuevo ensayo de este género en iguales condiciones.

Los neuróticos obsesivos llegan a hacer casi inaplicable este regla técnica, exagerando sus escrúpulos de conciencia y sus vacilaciones, y los enfermos de histeria de angustia consiguen incluso reducirla al absurdo, no confesando sino ideas, sentimientos y recuerdos cuya falta de relación con lo buscado desorienta totalmente nuestra labor. Pero no entra en mis intenciones exponeros al detalle todas estas dificultades técnicas. Básteos saber que cuando por fin conseguimos, a fuerza de energía y perseverancia, imponer al enfermo una cierta obediencia a nuestra regla fundamental, la resistencia vencida por este lado se transporta en el acto a otro terreno distinto, produciéndose una resistencia intelectual que combate con ayuda de los más diversos argumentos, y se apodera de las dificultades e inverosimilitudes que el pensamiento normal, pero mal informado, descubre en las teorías analíticas. Escuchamos entonces de boca del enfermo todas las críticas y objeciones que en la literatura científica constan contra nosotros y que, a su vez, nos eran ya familiares antes de su publicación, por haberlas oído exponer a pacientes anteriores. Como veis, trátase de una verdadera tempestad en un vaso de agua. Pero el enfermo consiente en oírnos, y se presta a que le instruyamos, refutando sus objeciones e indicándole los trabajos de que puede extraer una completa información. Se halla dispuesto a hacerse partidario de nuestras teorías, pero a condición de que el análisis no intervenga en su caso para nada, singular actitud que habremos de rechazar como una manifestación de la resistencia, encaminada a desviarnos de nuestra labor terapéutica. En los neuróticos obsesivos, la resistencia se sirve de una táctica especial.

El enfermo no pone obstáculo ninguno a nuestra labor analítica, haciéndonos creer que vamos obteniendo un rápido esclarecimiento de su caso patológico; pero al cabo de algún tiempo nos damos cuenta de que a dicho esclarecimiento no corresponde como debiera una marcada atenuación de los síntomas, y descubrimos que la resistencia se ha refugiado en el estado de duda característico de la neurosis obsesiva, y burla, atrincherada en esta oculta posición, todos nuestros ataques. El enfermo piensa, aproximadamente, lo que sigue: «Todo esto es muy interesante y merece ser seguido con la mayor atención. Si fuera verdad, cambiaría seguramente el curso de mi enfermedad, pero no creo que lo sea, y mientras no me convenza para nada puede influir en ella.» Esta situación dura, a veces, largo tiempo, hasta que nos es posible atacar a la resistencia en su refugio mismo e iniciar de este modo la lucha decisiva.

Las resistencias intelectuales no son las peores y logramos siempre vencerlas. Pero permaneciendo dentro del cuadro del análisis halla el enfermo medio de suscitar resistencias contra las que la lucha resulta extraordinariamente difícil. En lugar de recordar, repite aquellos sentimientos y actitudes de su vida pretérita, que por medio de la transferencia pueden ser utilizados como procedimientos de resistencia contra el médico y el tratamiento. Los enfermos de sexo masculino reproducen generalmente, en estos casos, los sentimientos que abrigaron hacia su propio padre, pero sustituyendo a éste la persona del médico, y convierten así en resistencia determinados caracteres de la relación filial o resultante de ella, tales como el deseo de independencia, el amor propio que impulsa al hijo a igualar o sobrepasar a su padre y la repugnancia a echar sobre sí, una vez más, en la vida, el peso del agradecimiento. Por momentos experimentamos la impresión de que el propósito de confundir al médico, hacerle sentir su impotencia y triunfar sobre él, supera en el enfermo a la intención mejor y más lógica de ver curada su enfermedad. Las mujeres muestran, a su vez, una gran maestría para utilizar como procedimiento de resistencia la transferencia sobre el médico de sentimientos cariñosos de acentuado carácter erótico. Cuando esta tendencia llega a alcanzar una cierta intensidad, pierde la enferma todo interés por el tratamiento y olvida todas las obligaciones a que prometió someterse en sus comienzos. Por otro lado, los celos, que no dejan nunca de presentarse, y la decepción que causa a la paciente la cortés frialdad que el médico opone a sus sentimientos no pueden sino contribuir a perturbar las serenas relaciones personales que deben existir entre médico y sujeto y a eliminar de este modo uno de los más poderosos factores del análisis.

Sin embargo, no debemos condenar irrevocablemente las resistencias de este género, pues, a pesar de todo, contienen siempre importantísimos datos de la vida pretérita del enfermo, y nos lo revelan, además, de una forma tan convincente, que constituyen uno de los mejores elementos auxiliares del análisis, siempre que por medio de una acertada técnica se las sepa orientar favorablemente. Pero, de todos modos, se observa que estos elementos comienzan siempre por ponerse al servicio de la resistencia, y no exteriorizan sino una fachada hostil al tratamiento. Puede también decirse que se trata de caracteres o cualidades peculiares al yo del enfermo, que han sido movilizados para combatir aquellas modificaciones que el tratamiento aspira a conseguir. Estudiando estos caracteres nos damos cuenta de que se han formado en relación con las condiciones de las neurosis y por reacción contra sus exigencias. Podemos, pues, considerarlos como latentes, en sentido de que no se hubieran jamás presentado, o no se hubieran presentado con la misma intensidad fuera de la neurosis. Pero no creáis que la aparición de estas resistencias pueda amenazar la eficacia del tratamiento analítico, pues no constituye nada imprevisto para el analista. Por el contrario, contamos con ellas, y únicamente nos desagradan cuando no logramos provocarlas con una precisión suficiente y hacerlas inteligibles al enfermo. Finalmente, llegamos a darnos cuenta de que la supresión de estas resistencias constituye la más importante función del análisis, y al mismo tiempo la única parte de nuestra labor, que si logramos llevarla a buen puerto, podrá darnos la certidumbre de haber prestado al enfermo un verdadero servicio.

A todo esto habréis de añadir que el paciente aprovecha cualquier ocasión de relajar su esfuerzo, utilizando con este fin los accidentes que puedan sobrevenir durante el tratamiento, los sucesos exteriores susceptibles de distraer su atención, las opiniones adversas al análisis formuladas por alguna persona de su intimidad, una enfermedad orgánica accidental o surgida a título de complicación de la neurosis, y, en último término, incluso la misma mejoría de su estado. Añadid todo esto, y tendréis un cuadro, si no completo, muy aproximado de las formas y medios de resistencia con los que nos vemos obligados a luchar durante todo el análisis. Me he detenido a exponeros tan al detalle esta parte de nuestras investigaciones por ser precisamente el conocimiento de la resistencia opuesta por el enfermo a la supresión de sus síntomas lo que ha servido de base a nuestra concepción dinámica de las neurosis. Breuer y yo comenzamos por practicar la psicoterapia por medio del hipnotismo.

La primera enferma de Breuer no fue tratada sino en estado de sugestión hipnótica, y yo continué después aplicando este procedimiento a mis enfermos. Con la ayuda del hipnotismo resulta el tratamiento analítico mucho más breve, fácil y agradable que actualmente, pero sus resultados eran inseguros y nada duraderos, razón por la cual me decidí a prescindir de él en absoluto, y vi entonces claramente cómo durante todo el tiempo en que hubimos de recurrir a su ayuda fue imposible llegar al conocimiento de la dinámica de estas enfermedades. En efecto, el estado hipnótico ocultaba la resistencia a la percepción del médico. Bajo la presión de la hipnosis, la resistencia dejaba libre un determinado sector, en el que el análisis podía actuar con todo desembarazo, pero, en cambio, se acumulaba en los límites de dicho sector, haciéndose impenetrable. La actuación del hipnotismo, con respecto a la resistencia, resultaba así muy semejante a las que atribuimos a la duda de la neurosis obsesiva. Creo, por tanto, tener un pleno derecho a proclamar que el psicoanálisis propiamente dicho no data sino del momento en que renuncié a recurrir a la sugestión hipnótica.

Pero aunque la comprobación de este fenómeno haya alcanzado una tan importante significación, será prudente preguntarnos si quizá no procedemos con alguna ligereza al considerar como resistencia muchas de las exteriorizaciones de nuestros enfermos. Pudieran existir casos de neurosis en los que la carencia de asociaciones obedeciese a causas distintas, y tampoco es imposible que los argumentos que sobre este punto concreto se nos oponen merezcan ser tomados en consideración, siendo nosotros los que obramos equivocadamente al rechazar la crítica intelectual de nuestros analizados, aplicándola al cómodo calificativo de resistencia. Pero debo advertiros que este juicio no ha sido formulado por nosotros sino después de una larga e intensa labor y después de haber tenido ocasión de observar a cada uno de estos enfermos críticos en el momento de aparición de una resistencia y después de la desaparición de la misma. Sucede, además, que la resistencia cambia constantemente de intensidad, pues aumenta siempre que se aborda un tema nuevo, alcanza su grado máximo en el momento más interesante de la elaboración del mismo y baja de nuevo al quedar agotado. Lo que nunca hemos llegado a provocar, a menos de haber incurrido en graves errores de técnica, ha sido el máximo de resistencia de que el enfermo resulta capaz. De este modo, nos ha sido posible adquirir la convicción de que los pacientes abandonan y vuelven a adoptar su actitud crítica un número incalculable de veces durante el curso del análisis. Cuando nos hallamos a punto de atraer a la conciencia un nuevo fragmento, particularmente penoso, del material inconsciente, su criticismo alcanza el más alto grado y todo aquello que de nuestras teorías ha llegado a aceptar y comprender hasta el momento queda anulado en un instante. En su tendencia a la contradicción a todo precio puede incluso llegar a presentar el cuadro completo de la imbecilidad afectiva.

Pero si podemos ayudarle a vencer esta resistencia, recobrará el dominio sobre sus ideas y su facultad de comprender. Su crítica no es, por tanto, una función independiente y, como tal, digna de respeto, sino un arma de su situación afectiva dirigida por su resistencia. Contra aquello que no le conviene se defiende con agudo ingenio y gran espíritu crítico; pero, en cambio, da muestras de la mayor y más ingenua credulidad cuando se trata de aceptar algo que se acomoda a sus intenciones. Puede ser que esto mismo se verifique también en todo hombre normal, y que si esta subordinación del intelecto a la vida afectiva se nos muestra con mayor precisión en el analizado, sea únicamente por la presión que sobre él ejerce el análisis. ¿Cómo explicamos este hecho de que el enfermo se defienda con tanta energía contra la supresión de sus síntomas y el restablecimiento del curso normal de sus procesos psíquicos? Nos decimos que estas fuerzas que se oponen a la modificación del estado patológico deben de ser las mismas que anteriormente hubieron de provocarlo. Durante la construcción de sus síntomas algo debió de tener lugar que ahora nosotros podemos reconstruir, de las propias experiencias durante la resolución de sus síntomas. Sabemos ya, desde las observaciones de Breuer, que la existencia del síntoma tiene por condición el que un proceso psíquico no haya podido llegar a su fin normal de manera a poder hacerse consciente. El síntoma viene entonces a sustituir a aquella parte evolutiva del proceso que ha quedado obstruida.

Estas observaciones nos revelan el lugar en que debemos situar aquella actuación de una energía cuya existencia sospechábamos. Contra la penetración del proceso psíquico hasta la conciencia ha debido de elevarse una violenta oposición, que le ha forzado a permanecer inconsciente, adquiriendo como tal la capacidad de engendrar síntomas. Idéntica oposición se manifiesta en el curso del tratamiento contra los esfuerzos encaminados a transformar lo inconsciente en consciente, y esta oposición es la que advertimos en calidad de resistencia. A este proceso patógeno, que se manifiesta a nuestros ojos por el intermedio de la resistencia, es al que damos el nombre de «represión». Intentaremos ahora formarnos una idea más precisa de este proceso de represión, que constituye la condición preliminar de la formación de síntomas y es a la vez algo para lo que no conocemos analogía ninguna. Tomemos como modelo un impulso, o sea un proceso psíquico dotado de una tendencia a transformarse en acto. Sabemos que este impulso puede ser rechazado y condenado y que por este hecho queda despojado de la energía de que podía disponer y deviene impotente. Pero puede persistir a título de recuerdo, dado que todo el proceso de su enjuiciamiento y condena se desarrolla bajo la intervención consciente del yo. Si este mismo impulso sucumbiera a la represión, la situación sería muy distinta, pues el impulso conservaría su energía, pero no dejaría tras de sí ningún recuerdo, y el proceso mismo de la represión se llevaría a cabo sin conocimiento del yo.

Vemos, pues, que esta comparación no nos aproxima en ningún modo a la inteligencia de la naturaleza de la represión. Con objeto de conseguir la comprensión de este proceso os expondré ahora aquellas representaciones teóricas que han demostrado ser las únicas utilizables para enlazar el concepto de represión a una imagen definida. Ante todo, es necesario que sustituyamos al sentido descriptivo de la palabra «inconsciente» su sentido sistemático o, dicho de otra manera, es preciso que nos decidamos a reconocer que la conciencia o la inconsciencia de un proceso psíquico no son sino una de las propiedades del mismo, sin que, además, hayan de ser como tales obligadamente unívocas. Cuando un proceso permanece inconsciente, su separación de la conciencia constituye, quizá, tan sólo un indicio de la suerte que ha corrido, pero nunca esta suerte misma. Para hacernos una idea exacta de este su destino admitimos que todo proceso psíquico -salvo una excepción, de la que más tarde hablaremos -existe al principio en una fase o estadio inconsciente, pasando después a la fase consciente, del mismo modo que una imagen fotográfica comienza por ser negativa y no llega a constituir la imagen verdadera sino después de haber pasado a la fase positiva. Ahora bien: así como no todos los negativos llegan necesariamente a ser positivados, tampoco es obligado que todo proceso psíquico inconsciente haya de transformarse en consciente.

Diremos, pues, que todo proceso forma parte primeramente del sistema psíquico de lo inconsciente y puede después, bajo determinadas circunstancias, pasar al sistema de lo consciente. La representación más grosera de estos sistemas -o sea la espacial- es la que nos resulta más cómoda. Asimilaremos, pues, el sistema de lo inconsciente a una gran antecámara, en la que se acumulan, como seres vivos, todas las tendencias psíquicas. Esta antecámara da a otra habitación más reducida, una especie de salón, en el que habita la conciencia; pero ante la puerta de comunicación entre ambas estancias hay un centinela que inspecciona a todas y cada una de las tendencias psíquicas, les impone su censura e impide que penetren en el salón aquellas que caen en su desagrado. Que el centinela rechace a una tendencia dada desde el umbral mismo del salón o que la haga retroceder después de haber penetrado en él son detalles exentos de toda importancia y dependientes tan sólo de la mayor o menor actividad y perspicacia que el mismo despliegue. Esta imagen tiene para nosotros la ventaja de permitirnos desarrollar nuestra nomenclatura técnica. Las tendencias que se encuentran en la antecámara reservada a lo inconsciente escapan a la vista de la conciencia recluida en la habitación vecina, y, por tanto, tienen en un principio que permanecer inconscientes. Cuando después de haber penetrado hasta el umbral son rechazadas por el vigilante, es que son incapaces de devenir conscientes, y entonces las calificamos de reprimidas. Pero tampoco aquellas otras a las que el vigilante ha permitido franquear el umbral se han hecho por ello conscientes necesariamente, pues esto no podrá suceder más que en los casos en que hayan conseguido atraer sobre sí la mirada de la conciencia. Llamaremos, pues, a esta segunda habitación sistema de lo preconsciente. De este modo conserva la percatación su sentido puramente descriptivo. La esencia de la represión consiste en el obstáculo infranqueable que el centinela opone al paso de una tendencia dada, de lo inconsciente a lo preconsciente. Y este mismo centinela es el que se nos muestra en forma de resistencia cuando intentamos poner fin a la represión por medio del análisis.

Me diréis, sin duda, que estas representaciones son tan groseras como fantásticas y nada propias de una exposición científica. Convengo en que, efectivamente, adolecen del primero de los defectos señalados, y añadiré que no las creo, además, completamente exactas. Así, pues, tengo ya preparado algo que las sustituya con ventaja, aunque no pueda garantizaros que no siga pareciéndonos fantástico. Entre tanto, habréis de concederme que estas representaciones auxiliares, de las que tenemos un ejemplo en el muñeco de Ampre nadando en el circuito eléctrico, no son, ni mucho menos, despreciables, en tanto en cuanto constituyen un medio auxiliar para la comprensión de determinadas observaciones. Puedo aseguraros que nuestra grosera hipótesis de las dos habitaciones con un centinela vigilando a la puerta de comunicación entre ambas, y la conciencia como espectadora al fondo de la segunda estancia, nos da una idea muy aproximada de la situación real, y quisiera también que convinierais en que nuestros términos inconsciente, preconsciente y consciente prejuzgan menos y se justifican más que otros muchos propuestos o ya en uso, tales como subconsciente, paraconsciente, intraconsciente, etc .

Pero aún podéis hacerme una observación mucho más importante. Podéis, en efecto, advertirme que la organización del aparato psíquico, admitida por nosotros para la explicación de los síntomas neuróticos, habrá de poseer una validez general y servirnos también para el esclarecimiento de la función normal. Exacto. No me es posible, por el momento, entrar en el examen de esta extensión de nuestra hipótesis a la vida anímica normal, pero sí quiero hacer resaltar el extraordinario incremento que experimenta nuestro interés por la psicología de la formación de síntomas, ante la esperanza de que el estudio de las circunstancias patológicas nos aproxime al conocimiento del devenir psíquico normal oculto hasta ahora a nuestros ojos. Todo esto que acabo de exponeros sobre los dos sistemas psíquicos, sus relaciones recíprocas y los lazos que les unen a la conciencia, ¿no os recuerda algo ya conocido? A poco que reflexionéis os daréis cuenta de que el centinela que hemos colocado entre lo inconsciente y lo preconsciente no es otra cosa que una personificación de la censura, a la que en nuestra primera serie de conferencias vimos dedicada a la formación del sueño manifiesto. Los restos diurnos, a los que reconocimos como estímulos del sueño, eran, según nuestra concepción del fenómeno onírico, materiales inconscientes que, habiendo sufrido durante el estado de reposo nocturno la influencia de deseos inconscientes y reprimidos, se asocian a ellos y forman, con su colaboración y merced a la energía de que se hallan dotados, el sueño latente. Bajo el dominio del sistema inconsciente, los materiales preconscientes sufren una elaboración constituida por una condensación y un desplazamiento, elaboración que no suele observarse sino excepcionalmente en la vida psíquica normal, o sea en el sistema preconsciente. Estas diferencias en el funcionamiento de los dos sistemas fue lo que nos sirvió para caracterizarlos, considerando únicamente como un indicio de la pertenencia de un proceso a uno u otro de ellos su relación con la conciencia, la cual no es sino una prolongación de lo preconsciente. Ahora bien: el sueño no es ya un fenómeno patológico y se realiza en todo hombre normal dentro de las condiciones que caracterizan al estado de reposo. Nuestra hipótesis sobre la estructura del aparato psíquico, hipótesis que engloba en la misma explicación la formación del sueño y la de los síntomas neuróticos, puede extenderse, según todas las probabilidades, a la vida psíquica normal.

Es esto todo lo que por el momento puedo deciros sobre la represión, proceso que no es sino una precondición de la formación de síntomas. Sabemos que el síntoma es un sustitutivo de algo que la represión impide manifestarse. Pero del conocimiento de este proceso a la comprensión de la formación sustitutiva hay una considerable distancia. La represión nos plantea ya por sí misma los problemas de cuáles son las tendencias psíquicas que a ella sucumben y cuáles las fuerzas que la imponen y los motivos a que obedece. Para responder a estas interrogaciones no disponemos por ahora sino de un único elemento. Nuestras anteriores investigaciones nos han demostrado que la resistencia es un producto de las fuerzas del yo, esto es, de sus cualidades características, tanto conocidas como latentes. Son, pues, estas mismas fuerzas y cualidades las que deben de haber determinado la represión, o por lo menos, haber contribuido a producirla. El resto nos es todavía desconocido.

En este punto acude a prestarnos su auxilio la segunda de las observaciones de que antes os he hablado. El análisis nos permite definir de un modo general la intención a cuyo servicio se hallan colocados los síntomas neuróticos. No es esto, además, nada nuevo para vosotros, pues ya pudisteis observarlo en los casos de neurosis que hemos sometido a investigación. Ahora bien: podéis alegar que dos únicos análisis no constituyen prueba suficiente y exigirme que os demuestre mi afirmación en un número ilimitado de ejemplos. Pero esto es imposible. Habré, pues, de aconsejaros nuevamente que recurráis a la observación directa o prestéis fe a la afirmación unánime de todos los psicoanalistas.

Recordaréis, sin duda, que en los dos casos cuyos síntomas hemos sometido a un detenido examen nos ha hecho penetrar el análisis en la vida íntima sexual de los enfermos. Además, en el primero de ellos hemos reconocido de un modo particularmente preciso la intención o la tendencia de los síntomas investigados. En cambio, en el segundo es posible que dicha intención o tendencia haya quedado oculta por algo de lo que ya tendremos ocasión de hablar más adelante. Todos los demás casos que sometiésemos al análisis nos revelarían exactamente los mismos datos, pues en todos ellos llegaríamos al conocimiento de los deseos sexuales del enfermo y de los sucesos de este mismo orden que han dejado una huella en su vida, imponiéndonos la conclusión de que todos los síntomas de los neuróticos obedecen a idéntica tendencia; esto es, a la satisfacción de los deseos sexuales. Los síntomas tienden a la satisfacción sexual del enfermo y constituyen una sustitución de la misma cuando el enfermo carece de ella en la vida normal. Recordad el acto obsesivo de nuestra primera paciente. Tratábase de una mujer privada de su marido, al que ama en extremo, pero cuya vida no puede compartir a causa de sus defectos y debilidades. No obstante, debe continuar siéndole fiel y no intenta reemplazarle por otro hombre. Su síntoma obsesivo le procura aquello a lo que aspira, pues por medio de él rehabilita a su marido, negando y corrigiendo sus debilidades y, ante todo, su impotencia. Este síntoma no es, en el fondo, como los sueños, sino una satisfacción de un deseo erótico. A propósito de nuestra segunda enferma, habréis podido observar, por lo menos, que su ceremonial se encaminaba a oponerse a las relaciones sexuales de sus padres, con el fin de hacer imposible el nacimiento de un nuevo hijo. Habréis visto, igualmente, que por medio de este ceremonial tendía, en el fondo, nuestra enfermo a sustituir a su madre. Trátase, pues, aquí como en el primer caso, de la supresión de obstáculos que se oponen a la satisfacción sexual y de la realización de deseos eróticos. De aquella complicación a que antes aludimos nos ocuparemos muy en breve.

Con el fin de justificar las restricciones que a continuación he de imponer a la generalidad de los principios expuestos, quiero atraer ahora vuestra atención sobre el hecho de que todo lo que aquí afirmo sobre la represión, la formación de los síntomas y su significado ha sido deducido del análisis de tres formas de neurosis -la histeria de angustia, la histeria de conversión y la neurosis obsesiva-, y no se aplica en principio más que a ellas. Estas tres afecciones, que acostumbramos reunir en un mismo grupo bajo el nombre genérico de neurosis de transferencia, circunscriben igualmente el dominio en que puede ejercerse la terapia psicoanalítica. Las demás neurosis no han sido objeto, por parte del psicoanálisis, de estudios tan penetrantes y profundos, e incluso hemos dejado de ocuparnos de uno de sus grupos ante la imposibilidad de toda intervención terapéutica. No debéis olvidar que el psicoanálisis es una ciencia aún muy joven, que para prepararse a ejercerla es necesaria una penosa y duradera labor, y que hasta hace poco tiempo no contaba sino con un sólo partidario. Pero en la actualidad se manifiesta un general deseo de penetrar y comprender la naturaleza de aquellas otras afecciones distintas de las neurosis de transferencia, y espero poder exponeros todavía el desarrollo que experimentan nuestras hipótesis y resultados al ser aplicados a estos nuevos materiales, y mostraros cómo de estos nuevos estudios no ha surgido refutación alguna de nuestras primeras conclusiones. Una nueva observación, referente a las tres neurosis de transferencia, realza aún más el valor de los síntomas. El examen comparativo de las causas ocasionales de estas tres enfermedades da un resultado que puede resumirse en la fórmula siguiente: Los enfermos atacados por ellas sufren de una frustración, por rehusarles la realidad de la satisfacción de sus deseos sexuales. Como veis, el acuerdo entre estos dos resultados es perfecto y nos muestra una vez más que los síntomas son una satisfacción sustitutiva destinada a reemplazar a aquella que resulta imposible en la vida normal.

Ciertamente, pueden oponerse todavía numerosas objeciones al principio de que los síntomas neuróticos son satisfacciones sexuales sustitutivas. De dos de estas objeciones quiero ocuparme en el acto. Si hubierais sometido directamente al examen psicoanalítico un cierto número de enfermos, me diríais quizá en tono de reproche: «Existe una serie de casos en que vuestra afirmación no se confirma, pues los síntomas parecen presentar en ellos una tendencia contraria, consistente en excluir o suprimir la satisfacción sexual.» No voy por ahora a negar la exactitud de vuestra interpretación. Pero aquellos estados que constituyen el objeto de los estudios psicoanalíticos son generalmente más complicados de lo que quisiéramos, aunque claro es que si no lo fueran, no habría necesidad de una disciplina especial para elucidarlos. Ciertos fragmentos del ceremonial de nuestra segunda enferma muestran, en efecto, este carácter ascético y hostil a la satisfacción sexual, por ejemplo, cuando aleja de su habitación toda clase de relojes, acto mágico con el que imagina evitarse las erecciones nocturnas, o cuando quiere impedir la caída y rotura de floreros y jarrones, esperando con este acto preservar su virginidad. En otros casos de ceremonial inherente al acto de acostarse que he tenido ocasión de analizar, este carácter negativo se mostraba mucho más pronunciado, y algunos de ellos se componían por entero de medidas preservativas contra los recuerdos y las tentaciones sexuales.

Pero el psicoanálisis nos ha mostrado más de una vez que las antítesis no equivalen siempre a una contradicción. Pudiéramos ampliar nuestro principio diciendo que los síntomas tienden unas veces a procurar una satisfacción sexual al sujeto y otras a preservarle contra la misma, predominando en la histeria el carácter positivo, o sea el de satisfacción, y el negativo o ascético en la neurosis obsesiva. Si los síntomas pueden servir tanto a la satisfacción sexual como a su contrario, este su doble destino o bipolaridad se explica perfectamente por uno de los engranajes de su mecanismo, del que no hemos tenido todavía ocasión de hablar. Los síntomas son, ante todo, como más adelante veremos, efectos de transacciones resultantes de la interferencia de las tendencias opuestas, y expresan tanto lo que ha sido reprimido como lo que ha constituido la causa de tal represión y ha contribuido de esta manera a su génesis. La sustitución puede efectuarse más en provecho de una de estas tendencias que de la otra, y raras veces se hace en provecho de una sola. En la histeria, las dos intenciones se expresan, la mayor parte de las veces, por un único síntoma, y, en cambio, en la neurosis obsesiva existe una separación entre ambas, consistente en que el síntoma aparece en dos tiempos; esto es, se compone de dos actos que se llevan a cabo sucesivamente y se anulan uno al otro.

Menos fácil nos será disipar otra de nuestras dudas. Pasando revista a un cierto número de interpretaciones de síntomas, os mostraréis quizá inclinados a concluir que constituye un abuso teórico el querer explicaros todos por la satisfacción sustitutiva de deseos sexuales, y haréis resaltar que estos síntomas no ofrecen a la satisfacción ningún elemento real, limitándose la mayor parte de las veces a reanimar una sensación o a representar una imagen fantástica perteneciente a un complejo sexual. Hallaréis, además, que la pretendida satisfacción sexual presenta con gran frecuencia un carácter pueril e indigno, se aproxima a un acto masturbatorio o recuerda aquellas sucias prácticas que prohibimos ya a los niños. Pero, sobre todo, manifestaréis vuestro asombro ante el hecho de considerar como una satisfacción sexual algo que no debía ser descrito sino como una satisfacción de deseos crueles o repugnantes y a veces contra la naturaleza. Sobre estos últimos puntos no nos será posible ponernos de acuerdo mientras no hayamos sometido a un profundo examen la vida sexual del hombre y no hayamos definido qué es lo que podemos permitirnos considerar como sexual sin riesgo de equivocarnos.

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